sábado, 13 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo IV)

                                Preso republicano interrogado por un oficial franquista

De cómo Ricardo García y los presos republicanos llegan a Valladolid y del recibimiento que les brindaron sus vecinos. Del desengaño que se llevaron los chicos al comprobar que los rojos no tenían rabo ni cuernos.

DE SEGOVIA A VALLADOLID 

Sobre las diez de la mañana llegamos a Valladolid, ciudad que no había tenido el menor perjuicio durante la guerra. Habían hecho propaganda sobre la llegada de los prisioneros. Nos pasearon por todas las calles de la capital, engalanados los balcones con banderas y escudos. A la puesta del sol, nos llevaron al campo de fútbol. Fue un día de fiesta para todo el mundo. Nosotros éramos el espectáculo. Para algunos la fiesta consistió en andar a nuestro alrededor para hablarnos de la guerra, para sacarnos lo que podían (los menos) y otros (con pinta de trabajadores) para simpatizar con nosotros nos daban tabaco. Las mujeres nos daban jarras de leche y restos de bocadillos. Los chiquillos se nos acercaban ofreciéndose a hacernos recados. Si se les ofrecía una perra de propina, no la admitían, porque decían que nos haría más falta a nosotros. Solo querían alguna peseta en billetes de Negrín. 

Los que no eran afectos a nosotros no se acercaban ni dejaban a sus hijos que lo hicieran. Veíamos en las bocacalles a las mujeres con el velo en la cabeza, con la sonrisa en los labios. Y sus hijos no se nos acercaban porque nos tenían miedo a causa de la propaganda que habían hecho contra nosotros. Prueba de ello fue lo que le oí a una chiquilla: “Madre, ¿dónde llevan el rabo los rojos? ¿No decía padre que tenían rabo y cuernos?”. ¿Cómo no iban a tener miedo las criaturas? Mientras, otros chicos se nos acercaban y decían entre ellos, “ves cómo no les tengo miedo, son hombres lo mismo que los de Valladolid.” Es posible que a estos no se les enseñara lo mismo. 

En la tercera noche nos encerraron en el campo de fútbol. Nos dieron la comida de todo el día: doscientos gramos de pan, una lata de sardinas para cada dos de las de 40 céntimos y el agua que quisimos beber. Aunque ya había poca hambre, porque durante todo el día, por las calles y en algunas de las paradas que hicimos, a las mujeres que se acercaban les vendíamos la ropa y comprábamos comida. Yo vendí un pantalón y una muda por trece pesetas. Compré inmediatamente dos panes por una peseta, media libra de chocolate por 30 céntimos, un litro de vino y un vaso de 30 céntimos. Andaba más contento que en los tres días anteriores. Esta tercera noche no se puede comparar con las precedentes porque, a pesar de estar al descubierto y lloviznando, no lo pasamos tan mal. Pudimos hacer fuego y nos dejaron unas horas tranquilos. 

Pronto empezaron a sacar expediciones. Ignorábamos hacia dónde íbamos. Cada una de las expediciones en distinta dirección a las otras. Yo, como siempre, salí en la última. En un tren de muy poca importancia y, como dice el dicho: “Mal camino no puede conducirte a buen pueblo”. En este pequeño tren fuimos hacia el oeste. A la salida del sol dejamos el punto de partida. Nos ordenan apearnos en un pueblecito llamado La Mudarra, mientras que el tren continuaba en su ruta por la línea de Río Seco de vía estrecha.

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