miércoles, 17 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo VIII)


Del hambre que se padecía en el convento de la Santa Espina, de la fuga y del retorno al convento. De la ayuda de un vecino de Utiel, providencial para la supervivencia. Del fusilamiento del compañero Descalzo.

En los primeros cincuenta días que pasé en el convento de la Santa Espina me di cuenta de lo que es capaz un hombre de resistir. No me explico cómo, con la miseria y el hambre que allí pasamos, pudimos resistir tanto. Por muy fuerte que sea la naturaleza de cualquiera, en esas condiciones uno se quiebra. Todos los días llegaban tres o cuatro ataúdes. Los funerarios metían dos víctimas en cada uno, bien fuera por no gastar tanto o por no llamar la atención a las pocas gentes que pudieran verlo o por las dos cosas. Al primer médico que estuvo allí los dos primeros meses se le daba bien certificar defunciones, porque, en cuanto entró otro, fue rápida la solución pues ya no murió nadie en cuatro meses. Y las circunstancias eran las mismas. Sí es cierto que se suspendieron las palizas nocturnas, pero no las diurnas. Los pollitos se divertían por su cuenta y riesgo, puedo contar uno de los casos para demostrar hasta dónde llegaban:
Una noche de las que se ven pocas, por penosa, llovía a mares. Le hicieron levantarse a uno de la cama. Lo obligaron a desnudarse y a salir al patio cuando más llovía. Tenía que decir a voz en grito que no llovía. Así lo hizo. Cuando ellos le preguntaban si llovía, él les contestaba que no, que no llovía. Ellos le ordenaban que gritara esta tontería unas quince veces. El chico era Antonio Forn, vecino del Grao de Valencia. Un hombre de los que liberaron muy pronto porque tenía el título de perito mercantil.
Mi situación en esos primeros cincuenta días allí fue negra y difícil de contar y no porque no me acuerde, sino porque nunca lo olvidaré.
Durante esos días me vi como nunca habría creído verme por lo poco alimentado que llegué y por lo que nos dieron desde el primer día: unos cien gramos de pan y un cacito de rancho al medio día, que no era otra cosa que agua caliente con pimentón y ajo para desayunar y una onza de chocolate para cenar sin pan ni más nada. Se quedaba uno peor que si hubiera ayunado. A los cuatro o cinco días de estar así, muchas veces, estando en la formación, caía uno al suelo tras notar una turbación de cabeza, sin saber qué era lo que le ocurría.
A la vista de todo esto, no sabía qué hacer. Procuraba ir por donde comían los soldados a coger algún hueso de la carne que ellos comían y no lo dejaba hasta que no acababa con él. También iba por donde pelaban patatas, cogía las que podía y me las comía crudas. A veces ni peladuras ni huesos encontraba porque éramos tantos que no nos tocaba a nada. Como dice el dicho, éramos más los perros que los huesos. No había que descuidarse por la cuenta que te podía tocar.
Cuando llegó el 15 de mayo cambié de sitio. Estaba tendido en un rincón del convento. Me hacía la última cuenta porque no me tenía de frío y tenía mucho miedo de que me mandaran a la enfermería. Prefería estar tirado como cosa inservible. En ese momento entró a buscarme un amigo para decirme que me habían nombrado en donde llamaban a los presos. Procuré hacer un esfuerzo para ir hacia allá con mucha fuerza de voluntad.
Cuando el cabo de la guardia civil me preguntó por mi nombre, me vi en un compromiso porque me imaginaba lo peor, pero no acerté. Me llamaron para entregarme el giro de 100 pesetas que me mandaba madre. Tenía que acreditar que en efecto era yo, lo que me preocupó un poco. Busqué a dos amigos que me conocían del frente. Los presenté, acreditaron mi nombre y apellidos y me las entregaron. Seguidamente me fui a la cantina y me compré cuatro bocadillos que vendían a 50 céntimos de un cuarto de kilo de pan cada uno y un trocito de carne de membrillo. No eran caros, pero como la mayoría no tenía dinero, no los podía comprar. Me comí los cuatro bocadillos y cobré fuerzas. A los siete día ya me encontraba fuerte y dispuesto a lo que pasara, como a quien le ha llegado la salvación.
Viendo lo que me había pasado y lo que me esperaba, no tuve más remedio que decidirme a escapar. Me retenía la presencia de algunos paisanos. Cuando se hubieron marchado todos, tomé la determinación con mi amigo Descalzo, que se encontraba en una situación parecida a la mía. Nos decidimos a correr la eventualidad de marchar para Portugal. Aprovechamos un día que marchamos a por leña en compañía de 98 más un cabo y dos soldados nos custodiaban. El monte estaba muy poblado y pudimos salir los dos con facilidad según habíamos planeado. Durante ocho días pasamos por el monte hasta llegar a la misma frontera por la parte sur de Zamora, junto al río (creo que es el Duero). No pudimos pasar porque ninguno de los dos sabíamos nadar. Buscábamos por aquel monte algo para hacernos una cuerda cuando dimos con un pastor. Le preguntamos con mucho disimulo y, con su ignorancia, nos ayudó a pasar el río. No había nadie por allí y nos dijo que no nos perderíamos. Confiados, fuimos a buscar ese paso de gañanes que solo pueden pasar a pie por ser estrecho y de madera. Íbamos por una trocha bajo despeñaderos, caminando poco a poco hasta llegar a la misma orilla. Cuando ya creíamos que estábamos a salvo, nos sorprendió un soldado apuntándonos con el fusil y diciéndonos “manos arriba y atrás”. Tal fue nuestra sorpresa que no había más remedio que obedecer. Había más soldados y supusimos que era la guardia del paso.
Durante estas ocho noches también pasamos lo nuestro, aunque con la ambición y la confianza que llevábamos no nos dolía. De día buscábamos los sitios más camuflados, estirando el mapa de España, que era nuestra guía. Lo leía yo, porque mi compañero no conocía estas cosas. Nos servía para meternos en los cortijos y comprar queso y pan con las cien pesetas que yo había recibido. Para descansar solo llevábamos una lonilla para los dos, que nos servía de cubierta cuando llovía, muy importante, porque hacía muy mal tiempo.
Cuando aquella mañana nos detuvieron, nos dieron café y fuimos trasladados a un pueblo llamado Valdesillas, a unas dos horas a pie. Y de allí, acompañados por la guardia civil, fuimos en un camión directos al penal de Burgos, donde nos interrogaron y solo estuvimos dos días.
En nuestra declaración dije que andábamos buscando trabajo y que nos detuvieron por no llevar documentación. Del penal nos llevaron al campo de prisioneros en el que estábamos antes. Fue muy mala suerte volver al mismo sitio, pero como no constaba en el fichero nuestro nombre, no nos pasaría nada a no ser que nos reconociera alguno de los presos, como así pasó primero con mi compañero, contra el que tenían puesta la denuncia, y después conmigo. Fuimos a parar al calabozo.
Parece raro, pero cuando volvimos al convento no nos reconocían con el pelo cortado y bien afeitados, con una fisonomía bien distinta. 
En los últimos días de mayo, una noche, fui a pedir una aspirina porque me dolía la cabeza. El médico que nos trataba, que también estaba preso, al oírme hablar me conoció. Me llamó y me preguntó que si era de Utiel, que me conocía, pero que no sabía quién era. Cuando le dije que trabajaba con el Ris… me reconoció. Se acordaba de verme porque él vivía enfrente. Era hijo de Isidoro Madrid, buen muchacho, que también está preso más de un año como prisionero de fuerza. Le conté que lo estaba pasando bastante regular, más de malo que de bueno. Él, con mucho interés, me dijo que no me preocupara, que pronto mejoraría, “yo hablaré con el comandante y seguro estoy de que te dan un destino en el que no pasarás hambre”. Así me lo prometió y así lo hizo. Al día siguiente me colocaron de jefe en las patatas y a los pocos días en el almacén donde estaban los víveres a mi disposición, y unos cuantos hombres para los trabajos del mismo.
Esto sí que fue la solución definitiva del hambre porque el teniente me entregó las llaves y me dijo “de todo cuanto aquí haya, puede usted comer lo que quiera, pero mucho cuidado con sacar nada fuera sin mi permiso. De lo contrario, perderá usted el destino y le costará caro, que ya sabe cómo se gastan aquí las bromas”.
Desde ese momento empecé a matar el hambre. Después de los que habíamos pasado, no había hartura. Me harté de comer ternera frita, casi todos los días un par de kilos. De postre siempre tenía chocolate con leche. A cambio de las peladuras de patata, les sacaba a los frailes un par de litros todos los días. El azúcar la tenía por asiento. De esta forma se me conocía el aumento de peso por días: de los 56 kilos con los que entré, al mes siguiente pesaba 77, casi mi peso normal. Me encontraba fuerte, como en mis tiempos mejores. Aunque no faltaba quien lo estaba pasando como yo lo había pasado y por mucho que me lo advirtió el teniente, yo, cuando podía, sacaba algo en los bolsillos a los amigos y a mi compañero Descalzo. Poco, porque enseguida lo denunciaron unos individuos del Puig que lo conocían y pasó al calabozo y pocos días después a la cárcel de Valladolid. A otro amigo del frente, llamado Juan Asonega de Canet, le dieron cuatro palizas de muerte y después lo incomunicaron a media ración (que era para no aguantar ni quince días vivo). Yo, por un agujero que él y otros hicieron en la pared, le pasábamos comida con el riesgo que suponía para los ocho o diez que lo tramamos, pero no había más remedio que ayudarlos. Duró poco aquello porque mi amigo fue trasladado enseguida. Mientras iba custodiado por la guardia civil, le metí un pan en el dobladillo de la manta.
También tenía otro amigo de Alpera llamado Sebastián. Este no lo pasó tan mal, pero también llevó lo suyo. Amigos que en la actualidad todavía no hemos olvidado aquellos comportamientos. Menos el pobre Descalzo porque a consecuencia de la denuncia lo fusilaron en Madrid el 13 de mayo de 1941.
Tras una tragedia, otra. Así pasaron dos meses, que solo tuvieron de bueno que me hartaba de comer y beber vino y leche.

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