martes, 16 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo VII)


                                                              Soldados despiojándose    

De cómo los piojos se convirtieron en compañeros inseparables de los presos en el campo de la Santa Espina y de lo ocurrido con el reloj de Ricardo García.

En el convento de la Santa Espina era tan poca la higiene que existía que no podía ser menos y tan grande la miseria que era mejor no hacer caso de nada. Lo mismo corrían los piojos por encima que por dentro de los que ya estaban antes allí. A los dos días ya íbamos todos igual, como si fuera una epidemia: se les veía correr por lo alto de la ropa y por el suelo. Todos llevan la cincha por marca y no debe haber tantos en el resto de España como allí. Parecía que estuvieran adiestrados: salían a tomar el sol y forman por columnas cantando el “cara al sol” y nunca cara a la sombra. Después de todo son buenos compañeros que se hicieron con nosotros enseguida y no nos dejaban un momento. Por la noche no dormían, estaban de imaginarias. Lo peor es que los choques que armaban entre ellos no dejaban dormir a los demás. Yo, en cuanto podía, los barría a las orillas para que no riñeran y me dejaran tranquilo, pero no conseguía casi nada. Al día siguiente ya estábamos en las mismas condiciones.
Cómo no iba a haber miseria, si nadie se había cambiado de ropa desde que entrara en tan pestilente lugar. Y lavarse, nada de nada. La mayor parte iba descalza y con la manta liada al cuerpo para evitar enseñar las carnes. Os podéis imaginar cómo estaba el convento de miseria y porquería en esas condiciones.
Durante cincuenta días, tuve que pasar por las mismas circunstancias que los que llevaban tiempo allí. No me quedaba nada por vender: me requisaron la pluma, con la chaqueta de cuero me pasó algo parecido (en este caso fue un guardia civil) y el reloj me lo requisó un joyero a los pocos días de llegar. Yo había oído decir que el Comandante Jefe del campo había dado órdenes de que, si a algún detenido le ocurría alguna cosa semejante, se lo comunicaran a él, puesto que no estaba permitido. A mí me jodió mucho lo del reloj (era de “bobanilla”) porque era la tercera vez que me requisaban algo y sin más ni menos fui al comandante a denunciarlo. Inmediatamente mandó a buscarlo y ordenó que me lo devolvieran. A los tres días, cuando ya no me lo esperaba, se presentan el sargentito y tres más (cada uno con un garrote) a reclamarme el reloj. Aunque primero puse la excusa de que lo había vendido, no me valió porque si no lo entrego pronto me doblan. Y me amenazaron diciendo que si iba al Jefe otra vez nada bueno conseguiría. Preferí darles el reloj y callarme, era lo más acertado.

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