sábado, 10 de febrero de 2018

"La bondad implacable" por Antonio Muñoz Molina


No hay fines nobles que en virtud de su nobleza justifiquen el uso de medios inmundos. Los medios son los fines. Los llamados fines son el medio y la excusa para imponer una dominación. Procuro no hacer el menor caso de los fines o los ideales explícitos que asegura tener la gente. No hay ninguna dificultad en inventar un ideal luminoso. No cuesta ningún dinero, y casi ningún esfuerzo, salvo el de la simple enunciación, y quizás algún gasto en propaganda. Hasta la obtusa sed de sangre de los pistoleros etarras podía envolverse en el ideal arcádico de una comunidad liberada, noble, feliz. El crimen y el terror no eran el medio necesario o disculpable para alcanzar ese fin. Eran el fin en sí mismo, por otra parte muy conocido y muy experimentado en muchos sitios del mundo: la dominación de las personas y de las conciencias a través del miedo. No es verdad que distintos ideales, a veces muy alejados entre sí, puedan compartir a veces medios semejantes. La identidad de los medios revela que los fines son exactamente los mismos.
Pero el ideal noble siempre parece que logra mayores disculpas. No es lo mismo al fin y al cabo tener como ideal la primacía de la raza aria que la igualdad y la fraternidad entre todos los seres humanos. Todos los puritanos religiosos y políticos han desconfiado siempre de las imágenes, sobre todo si eran imágenes de cuerpos humanos desnudos, y en general de cualquier forma de arte, de literatura, de fantasía no controlada o regimentada por ellos. Los integristas religiosos defienden la censura de palabras e imágenes en nombre de la salvación de las alma en la vida eterna. Pero da la casualidad de que una censura igual de rigurosa se ha defendido y se ha impuesto en otras épocas en nombre de ideales laicos y emancipadores. La Iglesia católica proscribía la desnudez de los cuerpos porque incitaba al pecado y por tanto a la perdición, y por eso las personas progresistas nos rebelamos contra ese despotismo. ¿Vamos a aceptar que se prohíban los cuerpos desnudos o se pongan límites a la libertad de expresión en nombre del ideal admirable de la dignidad y la igualdad entre las personas? En el mundo comunista la homosexualidad fue tan perseguida como en los países de sofocante hegemonía católica. ¿Era más disculpable la homofobia de Fidel Castro que la del general Franco y sus obispos obsequiosos? En ambos casos el ideal diverso es un pretexto, y la finalidad, la misma: literalmente, invadir la intimidad de las personas y joderles la vida. A todos nos gusta manifestar nuestro escándalo por la agresión reaccionaria, política y religiosa, contra la Olympia de Manet y contra Madame Bovary. La pregunta es cuál será nuestra actitud si la censura puritana se ejerce en nombre de causas con las que nos identificamos; incluso si en nombre de esas mismas causas se limitan derechos sagrados de las personas.
Algunos de nosotros llegamos a conocer en nuestra adolescencia la grosería de la censura, la inseguridad de un sistema sin garantías jurídicas en el que ser sospechoso equivalía a ser culpable, la manipulación del pasado al servicio del poder político y de la Iglesia católica, la eliminación completa de nombres y de periodos de la historia. Porque conocimos aquello quizás estamos más adiestrados para advertir el regreso de los síntomas inmemoriales de autoritarismo que ahora empiezan a ejercerse no en nombre de la ortodoxia patriótica o religiosa, sino del más sagrado respeto a las minorías, a los más vulnerables, a las víctimas de abusos sexuales, a las mujeres maltratadas y postergadas. La vieja trampa vuelve a saltar con el automatismo de siempre: prohibimos algo o condenamos sin juicio a alguien porque queremos hacer justicia a los oprimidos y salvaguardar a los inocentes; si tú no acatas nuestra prohibición ni das por lícita de antemano nuestra condena es porque eres cómplice de los opresores y de los culpables. Pero además no basta con el castigo, ni con corregir el presente: hay que borrar al castigado, su presencia y su obra; hay que dilatar retrospectivamente su condena; hay que cambiar el pasado para que no queden en él testimonios que puedan perturbar nuestra beatitud presente y futura.
Asociaciones virtuosas exigen al Metropolitan Museum de Nueva York que esconda un cuadro de Balthus, igual que hace veintitantos años exigían que se retirara de una exposición la Maja desnuda de Goya. Si la prohibición se hace en nombre del puritanismo religioso, parece inaceptable: basta cambiar el ideal y se convierte en una reivindicación liberadora. La National Gallery de Washington acaba de “posponer” una exposición del pintor Chuck Close porque varias modelos lo acusan de lo que antes se llamaba “propasarse”. Chuck Close lleva paralizado en una silla de ruedas desde hace 30 años. La simple acusación lo ha convertido en culpable. Hay sospechosos a los que no se les concede la presunción de inocencia. Otros museos de Estados Unidos han descolgado obras de Close que estaban expuestas en sus salas. La culpa automática del acusado infecta de inmediato a su obra. Lo que ha hecho o no ha hecho, la sombra que cae sobre él, extiende un maleficio tóxico que debe ser suprimido. No basta la afrenta pública. El castigo no es suficiente. Cualquier duda, cualquier flaqueza o concesión, es una injuria añadida a las víctimas, a todas ellas, literales o no, cercanas o lejanas. Con la misma facilidad con que se le cuelga a alguien el sambenito de hereje y se le condena a la lapidación o a la hoguera, se reparten certificados de lo que podría llamarse victimidad. ¿Quién puede pedir que no se retiren de un museo, o no se borren de la historia del arte, obras que tienen un origen tan emponzoñado, y cuya mera existencia, ni siquiera contemplación, ofende tanto, provoca tanto sufrimiento?
El delito es tan grave que igual que anula la presunción de inocencia, tampoco admite la eximente de la muerte. Reos vivos y muertos se mezclan en el desfile diario de la nueva Inquisición: Woody Allen, Balthus, Picasso, Egon Schiele, Caravaggio. Chuck Close defiende en vano su inocencia y dice amargamente: “Me han crucificado”. Es una lapidación más bien, una quema en la hoguera. Es el principio eterno de fanatismo purificador que adapta en cada época un disfraz religioso, o político, según convenga, siempre con la misma sonrisa de implacable bondad.

jueves, 8 de febrero de 2018

"Cornadas en el idioma" por Álex Grijelmo

LOS MOZOS QUE AÑOS ATRÁS PARTICIPABAN en los encierros sufrían cornadas. Es decir, las reses los corneaban; y por tanto, eran corneados. Pero en los Sanfermines de los últimos años ya no han sufrido cornadas ni han sido corneados, sino que “recibieron heridas por asta de toro”.
Lo alargado de la expresión recuerda aquello de “caerán precipitaciones en forma de nieve” (o sea: “nevará”) que se oye en la información meteorológica invernal.
Y así como las precipitaciones no tienen más remedio que caer, a esas astas no les queda otra solución que pertenecer a un toro, si de los encierros veraniegos hablamos y si nos referimos solo a las cornamentas visibles. (Las otras cornamentas no suelen causar daños a terceros).
La expresión “herida por asta de toro”, que tanto circula ahora en los medios informativos, nace del lenguaje técnico, que tiende a la precisión científica y se diferencia tanto del que utilizamos el resto de los mortales. Sin embargo, no parece que aquí la locución “asta de toro” añada algo respecto de la palabra “cuerno”. Por tanto, en este contexto pueden equipararse las expresiones “sufrió una herida por asta de toro” y “sufrió una herida por cuerno”.
Claro, esta segunda opción suena rara. Y suena rara porque nadie la pronuncia. Y nadie la pronuncia porque en vez de “herida por cuerno” solemos decir “cornada”.
La misma situación se da con las cogidas de los toreros durante la lidia, reflejadas así en los partes médicos: “Herida incisocontusa por asta de toro en la cara interna del tercio medio del muslo derecho…”. La precisión se percibe enseguida. Pero también la palabrería, porque lo normal es que esta herida del torero haya sido causada por el asta de un toro, más propiamente por el que estaba en el ruedo en ese momento, y no por el asta de la bandera, bastante inofensiva por lo común (siempre que no se mueva de su sitio).
Las normas de la conversación eficaz que detalló Paul Grice (1913-1988) incluyen la máxima de cantidad: no decir más de lo necesario. El cerebro humano actúa con una lógica aplastante al procesar los mensajes. Usa el contexto para establecer sus juicios de probabilidad (casi siempre certeros) y entiende que cuanto figura en el discurso está ahí por algo; todo lo cual hace innecesarias muchas palabras adicionales que, si se profieren, cambian el significado porque se convierten en significativas. Si oímos que un futbolista tuvo el gol en la bota, nadie imaginará que se habla de su bota de vino, ni exigirá por tanto que, para evitar equívocos, se precise “tuvo el gol en la bota del pie”. Porque si decimos eso, se deduce que podía haberse tratado también de la bota de una mano.
Si en la tienda pedimos calcetines para los pies, nos podrán preguntar irónicamente si no deseamos también calcetines para la cabeza, pues en ese caso la nuestra parecerá merecerlos. Y si decimos que un mozo fue herido por asta de toro, estamos significando la incongruencia de que podía haberlo alcanzado el asta de cualquier otro cornúpeta, por ejemplo una jirafa.
La locución “herida por asta de toro” ya se hallaba en los libros de medicina del siglo XVII. Y en la prensa se documenta el 5 de agosto de 1900, cuando el semanario taurino Sol y Sombra reproduce el parte facultativo sobre la cornada sufrida por el diestro Antonio Fuentes en Madrid.
Está bien que los médicos utilicen entre ellos un lenguaje propio, si eso contribuye a que nos curen. Pero extender su léxico propiciaría que sustituyésemos las palabras por sus definiciones, y que en lugar de “sufrió una puñalada” dijésemos “sufrió una herida por hoja de puñal”; y que en vez de “le dio un puñetazo” escribiéramos “le dio un golpe violento con los nudillos de la mano cerrada”. Y en ese caso debería cambiarse también la famosa metáfora atribuida al torero Manuel García, El Espartero (siglo XIX). Él la pronunció para explicar por qué había escogido un oficio tan arriesgado. Hoy ya se ha convertido en un dicho que usamos para ofrecer consuelo; y su nueva versión periodística sería esta: “Más heridas por asta de toro da el hambre”.

lunes, 5 de febrero de 2018

"Fusiles y ruiseñores: la Guerra Civil fue una guerra de poetas" por Eduardo De Los Santos


Pío Baroja negó el asiento a una Tercera España cuando, poco antes de la guerra, dijo que no se aceptarían términos medios: «O comunista o fascista». Y César M. Arconada, mucho antes, en 1926, afirmaba que uno podía ser lo que quisiera excepto liberal, que no había «para un joven, nada más absurdo, más incomprensible, más retrógrado, que las ideas políticas de un doctor Marañón». Había que tomar partido. Ledesma Ramos, en La conquista del Estado, invitó a los indecisos a desalojar las primeras filas, por ser incapaces de enfrentar con la debida grandeza los hechos que se avecinaban. Largo Caballero, en el polvorín de 1933, periódico en ristre, amenazaba a las derechas con la guerra tras las elecciones.

En cierto sentido, la Guerra Civil fue una guerra de poetas. Desde el primer día, Nacionales y Republicanos trataron de poner al mayor número de artistas e intelectuales de su lado. Hay bastante acuerdo en que los primeros ganaron la guerra de las armas, mientras que los segundos ganaron la otra: en palabras de Juan Ramón Jiménez, «por cada hombre representativo que puedan presentar las derechas, hay diez en las izquierdas». Muchos de ellos habían sido hasta entonces desconocidos por el gran público, y la notoriedad les vino con la guerra, mientras que otros escritores de generaciones anteriores que se sumaron a la rebelión y que eran populares antes de ella quedaron al finalizar eclipsados u olvidados. Según cuenta Trapiello en Las armas y las letras, los escritores del 14, a la vera de un 98 valiente (cómo olvidar el caso Unamuno contra Millán Astray), pero sin dotes para la política, habían cargado la pistola con la que los del 27 ahora se apuntaban. Y los del 27, que ya eran los del 36, dispararon. Unos pocos dispararon balas, pero la mayoría se dedicó a las palabras, que en la guerra son, según Alberti, como disparos.

La poesía no puede alejarse del dolor, olvidar la «microvida» (J. A. Valente), siempre tan micro y tan frágil, para escribir la «macrohistoria». La mejor poesía de la Guerra es la poesía del hombre que «tiembla de frío, tose, escupe sangre», que dice César Vallejo. Y el verdadero poeta en guerra es el que sabe, con tristeza, pero sin abandonar la esperanza, que todo lenguaje es falso, que todo poema es insuficiente cuando los cuerpos se destrozan en las calles. Lo demás fue propaganda.

En el Madrid de 1936 hubo poesía y hubo propaganda; resurgió aquellos días el poeta que es viento del pueblo, «el poeta como juglar de guerra» (título de un artículo de Juan Gil-Albert). A Alberti, por ejemplo, le pedían siempre coronar sus discursos (y daba muchos en aquel Madrid) con el poema «A galopar», y los milicianos lo recitaban con él. «Cantando espero a la muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas» escribió Miguel Hernández, con la cabeza muy alta.

Hay tres poetas republicanos, en la historia de la Guerra Civil, cuyas historias son especialmente ilustrativas y que resumen la tristeza que provoca pensar en aquellos años. El primero de ellos murió de viejo, en Democracia. El segundo, en la cárcel, enfermo y desnutrido al término de la guerra. El tercero fue asesinado apenas había comenzado. A sus voces se sumarían, lejanas, las voces de sus predecesores, la voz serena de Antonio Machado, cuyos días azules y sol de la infancia terminaron en su tímido exilio en Collioure; la voz de Unamuno, encerrado en su casa de Salamanca, viejo y solo después de plantar cara a la barbarie; la voz de Juan Ramón, a quien sus propios compañeros amenazaron de muerte para que abandonara España. Son solo tres ejemplos, tres nombres de entre todos los nombres: Rafael Alberti, Miguel Hernández y Federico García Lorca.

En Madrid, unos días antes de la sublevación de Franco, había sido fundada la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, nacida del germen de la Asociación de Escritores Revolucionarios. Tras rechazarla Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, su presidencia pasó a Bergamín, que la compartió con Alberti. Llegaban los jóvenes. Con María Teresa León dirigieron El mono azul, noticiero y revista de poesía, ensayo, e instrucción militar… con una sección bastante oscura a cargo del propio Alberti que se llamaba «A paseo» (figuraron aquí, por ejemplo, los nombres de Unamuno, d’Ors, Giménez Caballero y Sánchez Mazas). Llevar a alguien «a dar un paseo» en Madrid significaba asaltarlo de noche, llevarlo a una checa, y pegarle un tiro. Juan Ramón se marchó al darse cuenta de que no estaba a salvo tras un incidente con un anarquista que a punto estuvo de mandarlo a paseo por error, literalmente. Ramón Gómez de la Serna hizo lo mismo al ver pasear una mañana al poeta Pedro Luis de Gálvez (que tenía fama de asesino y que fue responsable, según de la Serna, del fusilamiento de Pedro Muñoz Seca) con un revólver al cinto.

Alberti, fascinado por Rusia, entusiasmado con la defensa de Madrid y con la Revolución, fue uno de los más importantes líderes comunistas de la capital. Reclamado y fotografiado en todas las esquinas de la ciudad, siempre acompañado por su mujer, fue una auténtica estrella mediática, dio mítines, recitales y discursos y, al estallar la guerra, decidió ocupar el palacio de Heredia Spínola. En La arboleda perdida relata algunas de sus vivencias allí, durante los que María Teresa León ha declarado que fueron «los mejores años de nuestra vida». Morla Lynch, que se había quedado a cargo de la embajada chilena tras la huida de Pablo Neruda con su amante, no titubea en sus diarios cuando afirma que los Alberti «fueron muy sensibles a los buenos alojamientos durante la guerra» y que encontraba al poeta cada día más gordo mientras él mismo y los refugiados de su embajada languidecían por falta de recursos. También Juan Ramón reconoció que Alberti se había servido de las circunstancias, y Trapiello asegura que autorizó personalmente muchos de los paseos de aquellos días (acusación que le ha reprochado duramente Benjamín Prado).

Distinto es el caso de Miguel Hernández. De origen humilde, uno de los más jóvenes, él sí cantó en primera línea y fue, además, un hombre adorable y apreciado (en palabras de su biógrafo José Luis Ferris) no solo por los republicanos, sino también por sus amigos del bando franquista, como Dionisio Ridruejo, José María Alfaro o Rafael Sánchez Mazas. Escribió: «El 18 de julio de 1936, frente al movimiento de los militares traidores, entro yo, poeta, y conmigo mi poesía, en el trance más doloroso y trabajoso, pero más glorioso, al mismo tiempo, de mi vida». En el palacio de Heredia Spínola se ganó un puñetazo de María Teresa León cuando, indignado por el banquete que allí se estaba celebrando mientras los milicianos morían de hambre en las trincheras, dijo: «Aquí hay mucho hijo de puta y mucha puta».

Morla Lynch le ofreció la embajada como refugio al final de la guerra, en caso de que no consiguiera el pasaporte para salir de España. Hernández rechazó la oferta, pues consideró que hacer eso habría sido como desertar a última hora. Alberti, por su parte, escribió a Morla una carta pidiendo asilo para tres miembros de la Alianza de Intelectuales. No hubo mención de Miguel Hernández en ella. Y es que, según el testimonio personal que Benjamín Prado confió a Trapiello, Alberti creía que podría haberle salvado la vida si no hubieran estado enemistados (presunción tal vez exagerada, pues ni sus amigos nacionales pudieron sacarlo de prisión antes de que la enfermedad lo matara). Como ya sabemos, Miguel Hernández, cuya fama en 1939 estaba cerca de la de García Lorca, reconoció ante el juez sus ideales antifascistas y revolucionarios y fue encarcelado; murió en la prisión de Alicante en 1942.

En el prólogo que escribe su protector José María de Cossío para la edición de El rayo que no cesa que él mismo preparó en 1949, leemos: «Su conducta exaltada en el conflicto fue digna del respeto de todos, por su humanidad y limpieza. Así fue reconocido unánimemente, y si la muerte no hubiese truncado la vida que había respetado la guerra, sin duda que hoy oiríamos su canto de poeta libre en esta misma España presente siempre en su verso y en su vida». Emocionado, el bueno de Cossío no pudo decir en aquel momento lo que es de justicia decir ahora: que el poeta había muerto encerrado, sin esa humanidad y sin esa limpieza que tan digna del respeto de todos le parecía.

Y, al fin, Federico García Lorca. Hay que imaginar la voz de Chavela llamándolo, cuando dijo que sabía que sería él quien la llevaría al otro lado, coincidiendo misteriosamente con la convicción de Leonard Cohen. Al poco tiempo de estallar la guerra, se había refugiado en Granada, en casa de su amigo Luis Rosales. Fue delatado aparentemente por el hermano, obediente falangista, y fusilado la madrugada del 18 de agosto de 1936 en un barranco entre Alfacar y Víznar. Lo ejecutaron por ser «el secretario de Fernando de los Ríos» y «muy rojo» (algo había que poner). Este tipo de chivatazos y raptos nocturnos fueron comunes y acabaron en muertes como la de Lorca, o como la de la mujer de Ramón J. Sender en Zamora, a la que los falangistas negaron la confesión que había pedido por no estar casada por la Iglesia y cuyo ejecutor fue, al parecer, un tipo del pueblo que la había cortejado y que ella había rechazado años atrás.

La muerte de Federico, tan temprana, se convirtió en el símbolo que resume y recuerda a todos los muertos que no conocemos. Dijo Gibson: «Lorca es hoy el desaparecido más famoso y llorado del mundo entero. Representa a todas las víctimas inocentes de la Guerra Civil… y de todas las contiendas. Su obra es inmensa, su mensaje hondamente fraternal. Cualquier página suya, cualquier verso, cualquier metáfora, puede cambiar una vida». Al asesinato de Federico trataron de equiparar los nacionales el de Ramiro de Maeztu por los republicanos, en Madrid, también al comienzo de la guerra. Que no tuvieran éxito no significa que no sea verdad: a Maeztu también lo asesinaron.

Federico había sido amigo de todos. Jorge Guillén (que pasó toda la guerra en Sevilla, apoyando más o menos el vesánico régimen del general Queipo de Llano), en el prólogo a las obras completas de Lorca editadas por Aguilar en 1954, dice: «Lo sabe todo el mundo, es decir, en esta ocasión el mundo entero: Federico García Lorca fue una criatura extraordinaria. «Criatura» significa esta vez más que «hombre». (…) Junto al poeta -y no sólo en su poesía- se respiraba un aura que él iluminaba con su propia luz. Entonces no hacía frío de invierno ni calor de verano: hacía… Federico». Aleixandre habla de él en un artículo publicado en El mono azul en 1937: «En Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento y escapa en seguida como la luz, que él se llevaba efectivamente; en Federico, se veía sobre todo al poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría, conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su presencia». En el poema «A un poeta muerto», Cernuda escribe que «(…) La muerte se diría / más viva que la vida / porque tú estás con ella (…)». Y Emilio Prados, después de contar cómo los olivares gimen, cómo la luna lo busca y lo llama la sangre derramada y tiemblan de miedo por él las madrugadas, le pregunta en «La llegada»: «¿En dónde estás, Federico? / Yo este rumor no lo creo. / ¡Cómo me duelen las balas / que hoy circundan tu recuerdo! / (…) Aguárdame, Federico; / mucho que contarte espero…». Por no mencionar aquel tango lloroso que Gloria Marcó le dedicó («el tango, Federico, hoy es tu tango»). Buñuel, en sus memorias, escribe que «el anuncio de su muerte fue una impresión terrible para todos nosotros. De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. (…) Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama», y añade que no lo mataron por ser homosexual (como dijo Dalí), sino «porque era poeta». Entiéndase: Lorca era un verdadero poeta.

Tuve un maestro, un amigo, que solía decir que los asesinos ‒como los terroristas o los dictadores‒ odian todo lo que es bello y verdadero. Cómo no iban a odiar la poesía entonces; cómo no iban a odiar a Federico. Cómo no iban a ser los primeros en morir, en aquella España que es la nuestra, los ruiseñores que se atreven a cantar donde cazan los fusiles.

sábado, 3 de febrero de 2018

Nunca te pongas camiseta térmica para dar clase




Es lunes y la mañana se presenta fría, turbia. En la verja del instituto hay un cartel ilegible que deberíamos cambiar un día de estos. La escarcha adorna las bolsas de gusanitos en el patio. Un gato negro intenta beber agua en un charco helado. No hay problema, llevo puesta la camiseta térmica. Los alumnos de 2º de ESO esperan en la puerta de clase. Se empujan, se dan collejas, se tiran del pelo, se pegan a los azulejos como las chicas que esperaban en la discoteca a ser sacadas a bailar -qué antiguo suena esto-. Por fin abro la puerta, después de distinguir la llave entre las veinticinco del llavero. Tengo que marcarlas con plastiquitos de colores un día de estos, a ver si me acuerdo antes de jubilarme. La algarabía sigue dentro de clase. Se sientan, se levantan, descargan las mochilas sobre los pupitres, como el albañil el saco de cemento. Ahora hay que quitarse los abrigos, colgarlos en la percha o dejarlos sobre las mesas libres. Después, arrimarse a los radiadores o abrir la ventana -la razón no es la temperatura-. En clase no hace frío, pero nunca vienen mal unos cuantos minutos más de charla, empujones y estirones de pelo. Enciendo el ordenador, intento entrar en la página institucional para pasar lista. Ellos, mientras, se desahogan. El problema es que el calor comienza a hacerse insoportable. Les llamo la atención, primero en general, con moderación; luego, nombrando personalmente a los que todavía andan de pie, con el tono un poco más alto; al final, con una voz cavernosa e infernal que hasta me da un poco de vergüenza -aún recuerdo cuando me gritaban a mí siendo alumno de COU, y esto sí era vergonzoso-. El ordenador sigue buscando la página. Yo empiezo a explicar lo que vamos a hacer. Paro. No callan. Utilizo la técnica de la mirada asesina y el silencio Lengua de las mariposas. Algunos reaccionan, pero se remueve el flanco derecho. Al fondo cuchichean, enredados en sus asuntos. Vuelvo a explicar la actividad del día. El flanco derecho está dominado gracias a la mirada asesina, ahora es el izquierdo el que se solivianta. Dos de los chicos se pellizcan por debajo de la mesa y dan saltitos y grititos que alteran a todos los demás. Volvemos a empezar. Al fondo, cuchichean, enredados en sus asuntos. Organizo los grupos, saco los seis ordenadores, vuelve la algarabía, vuelvo a tronar, me vuelvo a avergonzar -en COU, sí señora-. Hay grupos que trabajarán sin ordenador. Se quejan de vicio. Al fondo cuchichean, enredados en sus asuntos. Voy hacia ellos, los sorprendo con un golpe en la mesa, se aturden, no saben qué pasa, no saben qué vamos a hacer, no saben quién soy yo ni quiénes son ellos. Noto cómo el sudor me resbala por la rabadilla y acabamos de empezar y estamos en enero y no llevo jerséi de lana, solo camisa. Respiro hondo. Los del fondo, ahora frente a mí, me miran extrañados, como si nunca me hubieran visto, como si los hubieran teletransportado de la clase de Matemáticas. Ya no cuchichean. Ahora me preguntan, con capacidad de síntesis, "¿qué?". Respiro hondo. El "qué" no es retador, ni malicioso, sino muy sincero. Vuelvo a explicarles a ellos, a los del fondo, su tarea. Se la doy por escrito. "¡Ah!". Me alejo un poco y siguen cuchicheando, enredados en sus asuntos. Los demás están formando los grupos: transportan sillas, arrastran mesas, se pellizcan, se estiran del pelo, se empujan... Ha vuelto la algarabía. Respiro hondo. El arroyuelo ha pasado con éxito la rabadilla. El caudal crece y se sienten llegar nuevos riachuelos, más rápidos y torrenciales. Mirada asesina, tono conciliador, tono amenazante, tono tronante -una vergüenza, sí señora, en COU, como le iba diciendo-, silencio de ultratumba. Al fondo los oigo cuchichear -buena señal-, enredados en sus asuntos. De repente todo se calma. Comienzan a hablar de la actividad propuesta y no del fin de semana, ni del lío en el grupo de guásap. No puedo creerlo. Está a punto de sonar el timbre del final de la clase. Al fondo, cuchichean. Me acerco a ellos. Suena el timbre. "¿Qué es lo que teníamos que hacer?, ¿para mañana, no?". Es la última vez que me pongo camiseta térmica para venir a clase. Por fin se carga la página institucional para pasar lista.

"Turistas de gimnasio" por Natalia Junquera


Siempre he sentido desconfianza ante esa gente que corre porque sí, sin que le persiga nadie, o que se sube a una bici a pedalear con una furia desatada pero sin moverse del sitio. Es más, como pasa a veces con lo desconocido, confieso que me daban un poco de miedo. No era una cosa exagerada, pero si podía evitar subirme en un ascensor con uno de ellos, mejor.
Pertenecían a un mundo lejano, ajeno. Pero, de repente, se multiplicaron y se metieron en todas partes, incluido mi móvil. El grupo de WhatsApp que tengo con mis amigas y sus maridos se convirtió en un centro de alto rendimiento. El chat se llenó de palabras raras. Y yo tuve que aprender el nuevo idioma. A día de hoy, creo que podría engañar a cualquier runner (por teléfono, claro): sé recitar de memoria las carreras importantes, provincia a provincia, y también podría tirarme el pisto citando cuatro o cinco aplicaciones de móvil para nosotros. 
La teoría la domino y con eso me valía. Pero todo el mundo a mi alrededor se empezó a poner especialmente macizo, y entre eso y la crisis de los treintaytantos, me pudo la presión. Lo que sigue es el humilde diario que escribí para desahogarme después de cada visita al gimnasio. Lo comparto porque sé que hay más incomprendidos como yo. Si el primer día os presentasteis con un pantalón de chándal viejo y una camiseta de propaganda; si sois incapaces de ducharos en los vestuarios porque os intimidan todos esos cuerpos perfectos; si os sentís diminutos, desnudos, cuando atravesáis esos antros de sudor y música infernal, que sepáis que no estáis solos. Camaradas, somos la mayoría silenciosa. Desde aquí, mi abrazo solidario. 

Día 1

Bueno, pues hoy he ido a un gimnasio de esos. En ningún país me había sentido tan turista. Como correr sin que me persiga nadie me parece de tontos y elíptica me suena a potro de tortura, me apunté a zumba. Una hora de baile pensaba yo. ¡Já! Sobre el espejo de la vergüenza, ese que te devuelve sin piedad la prueba de tu descoordinación, hay un reloj trucado: cuando crees que llevas una hora haciendo sentadillas y cosas por el estilo, solo han pasado diez minutos. He pisado a mis compañeras. Les he dado manotazos y codazos. Todas iban monísimas con sus mallas y sus tops. Aparentemente, el chándal ya no se lleva.
Mi profesora es una diosa con una coleta rubia (de bote) que le llega por la cintura y un culo que le empieza aproximadamente a la altura de la coronilla. La música hace daño al oído, casi tanto como las letras de las canciones, pero al terminar la clase la gente aplaude como si hubiéramos asistido a un concierto de Otis Redding.
Ha sido horrible, pero también ha sido genial. A lo mejor me compro unas mallas de esas. Mañana os cuento lo de las agujetas. La última vez que había hecho deporte existía una cosa que se llamaba COU.

Día 2

El uniforme, mejor. Me he comprado unas mallas de esas. Aquí, entre nosotros, me he ido al Decathlon —¡cinco euros las mallas, dos la camiseta!—. Las zapatillas ha sido imposible. Sigo utilizando las de COU porque ya no hacen zapatillas para gente con buen gusto como yo. ¿Por qué piensan los fabricantes que solo las bakalaeras taradas hacen deporte? ¿Qué pasó con el blanco y negro?
De coordinación, peor. Por si no fuera ya difícil recordar los pasos de zumba día 1 —hubo unas vacaciones, una boda gallega con doce platos y un catarro de por medio—, mi profesora —esa diosa con coleta por la cintura y culo en la coronilla— ha introducido nuevas coreografías con más gestos obscenos que, como sabéis, son los más difíciles de imitar para las que somos sofisticadas y un poco tímidas.
He reducido los pisotones y los manotazos a mis compañeras, pero lamentablemente no eran las mismas que las del otro día, con lo cual no he podido compartir con ellas mis progresos. Vuelvo a casa corriendo para hacer una lista de las cosas que sí hago bien en la vida. Y con una preocupación que no me va a dejar dormir: la música, esos hits del perreo, no me ha desagradado tanto como zumba día 1. Sé que estoy tonificando, pero a costa de mi oído. Me meto en la ducha con fados de Amália Rodrigues para compensar.

Día 3

Catástrofe. Mis zapatillas de COU se han roto. Han durado catorce años en una caja en el armario y solo tres sesiones de perreo en zumba. A cambio, puedo celebrar con vosotros mis primeros progresos. Zumba, día 3: pisotones: cero, manotazos, solo uno.
Ya sé el nombre de la Diosa, Paula, y he hecho mi primera amiga de gimnasio, una de las de los tops y mallas de fibra de carbono que ha confesado que llevaba un año yendo a clase —así cualquiera.
A ver, los movimientos obscenos aún me cuestan. Cuando los hace Paula parecen un rito de apareamiento, y cuando los hago yo, los espasmos de una demente, pero torres más altas han caído. Y ya no hay nada que hacer: me he aprendido las horribles letras de las canciones —el oído tiene a veces razones que el corazón no entiende.
Para terminar, una confesión —a vosotros no puedo engañaros—. He hecho trampas en la sesión final de abdominales —«¡Y dieeeez….!»—, pero me han pillado. Ha sido duro: Paula me ha mirado con esa cara que ponen los padres antes de decir: «No estoy enfadado. Estoy decepcionado». He corrido a encerrarme a pensar en mi cuarto.

Día 4

Hoy he hecho un descubrimiento: en zumba, como en la vida, las mejores cosas pasan cuando te daba pereza salir y, al final, sales y conoces al hombre de tu vida. Hoy he estado a punto de no ir. Estaba cansada y, sobre todo, me daba vergüenza estrenar mis horribles zapatillas nuevas. Al final, me he armado de valor y he salido corriendo de casa hasta el gimnasio rezando para no cruzarme con nadie conocido. Y ha valido la pena porque al llegar me han hecho un regalo: UNA NUEVA. Una pobre señora despistada que iba, como yo aquel día, en chándal, y que me ha preguntado, nerviosa, mientras se acariciaba una cadenita de oro: «¿Es muy intensa la clase?».
A ver, podía haber dicho toda la verdad, pero no me pude resistir. ¿Maldad? Probablemente. En zumba descubres cosas de ti misma que no te imaginabas. «No, no… Es muy divertido. El primer día cuesta un poquito, pero vamos, nada…», le dije.
Pobre mujer.
Como soy mala, pero no tanto, antes de que empezara la clase le aconsejé que advirtiera a la Diosa que era su primera vez. Y yo creo que Paula había tenido un mal día porque lo que hizo durante los siguientes sesenta minutos solo tiene un nombre: ensañamiento. Nos hizo hacer cosas que jamás habíamos hecho, más sentadillas que nunca, más saltitos, patadas y flexiones… Busqué varias veces a la señora para mandarle esas miradas de complicidad y ánimo que tanto hubiera agradecido yo mi primer día. La última vez, ya no estaba.
Señora, si lee esto, vaya al Decathlon, cómprese unas mallas y vuelva a zumba. Lo vamos a pasar de maravilla y, si tenemos suerte, ¡pronto llegará otra nueva!

Día 5

La señora del otro día —la nueva, la que me preguntó, tan inocente, si la clase era muy intensa— no ha venido. Me sabe mal. Me sabe mal porque, la verdad, tengo remordimientos. Desde el martes, cuando le mentí para hacerme la listilla de zumba —a lo que hemos llegado—, he pensado mucho en esta mujer. Pero a la vez estoy un poco enfadada con ella. Me ha defraudado. Yo confiaba en verla aparecer por la puerta, con sus mallas nuevas y la cabeza alta. Incluso me había imaginado la escena del reencuentro: yo le chocaba la mano, como hacen en los gimnasios de las películas, y sin decirnos nada más, las dos entendíamos. Íbamos a ser compañeras. Aliadas.
Dos personas normales entre la Diosa y esas niñas de los tops y las mallas caras que sí saben hacer los movimientos obscenos —por algo será— y terminan la clase con la coleta en su sitio y la raya del ojo perfectamente pintada. Pero nada, me ha dejado tirada. Sigo siendo la única patosilla. La loca a la que las dobles de la Diosa hacen como que no ven cuando a mí me da el ataque de risa por contacto visual con el espejo.
La señora iba a entender. Pero no ha venido.

Día 6

La Diosa nos ha informado hoy de que próximamente habrá una master class, esto es, bailamos en un teatro y se supone que debemos invitar a amigos. ¿Pero a quién se le ocurre? ¿Por qué razón iba a querer yo que un ser querido me vea en semejante papelón y con estas horribles zapatillas? Yo quiero que me recordéis con mi estilazo, mi saber estar, mis zapatos.
Mis compañeras de las mallas caras y raya del ojo pintado se han entusiasmado. Ha habido aplausos y algún gritito. Y ahí es cuando me he dado cuenta yo de que nunca vamos a ser amigas.
Para no variar, hoy me ha pasado algo vergonzante. Ha venido un chico. Se ha colocado en la fila de delante y todo el rato se giraba hacia mí. Al principio me he enfadado —he estado a esto de darle un manotazo voluntario y decirle «pues tú también eres bastante patoso, ¿qué pasa?»—. Luego he pensado que quizá no se estaba riendo de mí. Y ya al final, solo por unos segundos, me he planteado la posibilidad de que le gustara. He oído historias de gente que va a ligar al gimnasio y nunca me las he creído.
Estéticamente, al menos, en mi caso —zapatillas horrorosas, mallas implacables, cara de semáforo—, son las horas más bajas. Pero por un momento he pensado: ¿Y si me ha pillado en mi ataque de risa por contacto visual con el espejo y le ha hecho gracia? ¿Y si él también es normal? ¿Y si él entiende?
No era el caso. Enseguida he descubierto que lo que hacía el chico no era mirarme a mí, sino comprobar si parpadeaba su móvil, que había dejado en un estante justo en mi dirección. El descubrimiento, claro, ha provocado otro ataque de risa. Y ahí me ha mirado con cara de susto y me he dado cuenta de que él tampoco entendía.
No voy a hacer amigos en zumba. Pero tampoco necesito más. Con vosotros, que jamás seréis invitados a esa master class —por el respeto que os tengo— me sobra.

Día 7

Creo que ya puedo decirlo: soy una más. ¡El de la puerta del gimnasio me ha saludado hoy! Antes no lo hacía porque no daba un duro por mí y no le culpo. Con lo que sé ahora, yo también habría desconfiado de una que llega en chándal —al gimnasio en chándal, ¿a quién se le ocurre?— y con unas zapatillas de la temporada 1998-1999.
Debió de pensar que iba a durar una clase, pero aquí estamos, ¡en zumba día 7! A lo mejor un día incluso se aprende mi nombre. Quién sabe, puede que hasta terminemos siendo amigos de Facebook.
Hoy he hecho otro descubrimiento: si escuchas la música en lugar de mirar fijamente a la profe, los pasos te salen mejor. Intentar copiar a la Diosa era un error. Los movimientos obscenos no se pueden imitar, son una cosa muy personal, cada uno tiene los suyos. Y empiezo a entender a Paula. Ya sé por qué nos hace hacer tantos tipos diferentes de abdominales: cada uno duele en un sitio distinto. Lo he descubierto ahora que he dejado de hacer trampas y ya hago las series enteras de diez.
¡Soy una más!

Día 8

El gimnasio engorda. ¡Me han salido músculos! Esto me preocupa. Nadie me avisó. ¿Y si se me ponen piernas de Roberto Carlos? No hacer deporte desde COU tenía sus ventajas: el cuerpo estaba blandito, sí, pero yo creo que ocupaba menos.
Hoy no he dado pie con bola porque he dedicado buena parte de la clase a escrutar la carne bajo las mallas de todas mis compañeras. No pude llegar a ninguna conclusión; había piernas de Roberto Carlos y piernas de Kate Moss. La Diosa tiene de estas últimas, pero es vegetariana —esto lo he averiguado en su perfil de Twitter—. Las de la raya del ojo perenne, las que ni sudan, creo que no comen. Están siempre hablando de unos batidos raros. Dudo que pasaran un control antidopaje.
Mi amigo Ángel, cuya bellísima mujer Paula hace esa cosa de las bicis locas, mantiene que las chicas delgadas están mejor con ropa, pero las que van al gimnasio, mejor desnudas. Esto tampoco me ha tranquilizado nada. Para empezar, sin ropa, suele haber menos público y menos exigente.
¿Las vegetarianas comen chocolate? ¿Y gominolas?

Día 9

Nuevo descubrimiento: ¡zumba es la maría del gimnasio! Aparentemente, los empollones son los de las máquinas, las pesas… No hablan con nosotras, las de las «clases colectivas», pero no hace falta, nos perdonan la vida con la mirada cuando nos ven pasar en grupo. Nos desprecian. Están convencidos de que no deberíamos estar allí, de que no pertenecemos a ese lugar. Si pudieran, sé que nos prohibirían la entrada. Al gimnasio, piensan ellos, no se va a bailar.
Nunca les miro, pero hoy he pillado a dos musculitos —de esos que sonríen a su propio reflejo en el espejo— riéndose de nosotras frente a la puerta de nuestra clase. Hubiera dado lo que fuera porque la Diosa les hiciera entrar y los pusiera en su sitio a base de sentadillas y patadas al aire. Iban a sudar como perros y a suplicar como nenazas que les dejaran volver a la elíptica de marras. Que los de las bicis locas me miren por encima del hombro, vale, pero levantar unas pesas —un dos, un dos…—, eso lo hace cualquiera. En zumba hay que tener coordinación, memoria de elefante, resistencia y poca vergüenza.
Sí, en el gimnasio hay castas. Y yo, para bien o para mal, pertenezco ya a las del ojo pintado. Son un poco pijas, sí. Se dopan con batidos raros, sí. Su destreza con los movimientos obscenos es inquietante, sí. Pero son mi tribu.

Día 10

Llevo dos días sin ir a zumba. El pasado martes era la famosa master class y no fui porque me entró pánico escénico. Sabía que no habría nadie conocido porque por el respeto que os tengo no os invité, pero la perspectiva de hacer el ridículo ante seres queridos de otros tampoco me entusiasmaba. También valoré el alto riesgo de presencia de cámaras y la altísima resolución de los omnipresentes smartphones. Se me pone la piel de gallina solo de pensar que algún vídeo o fotografía podría haber terminado en YouTube o similar hiriendo para siempre —en internet no hay olvido— ese delicado tesoro llamado reputación.

Día 11

Hoy he vuelto a zumba después de tres días de ausencias (uno por master class, dos por culpa de Mariano Rajoy). No esperaba una pancarta de bienvenida, pero sí algo más que la indiferencia con la que me ha recibido la Tribu del Ojo Pintado. El gimnasio es un sitio donde la gente va y viene y nadie te echa de menos. Es así.
He encontrado a Paula más Diosa que nunca. Ella sí que me ha reconocido, creo, y en cuanto me ha mirado me he avergonzado de mi Ferrero Rocher de ayer y de las cervezas del lunes. Ella tiene ese poder. Y ya sé por qué es. Es la coleta.
Algunos ya lo sabéis, pero para los que no, lo confieso aquí: yo era la gorda de mi clase. En el colegio me llamaban Natillas y cuando hice la primera comunión pesaba más de lo que peso ahora. A estos tres datos fundamentales de mi biografía le falta uno más: a mis padres les gustaba el pelo corto y de pequeña me obligaban a cortármelo a lo champiñón. A ellos ya les he perdonado, pero os podéis imaginar el efecto de aquella combinación fatal de cara-pan y corte a mitad de oreja.
Para mí, el cole es la clase de gimnasia, corriendo detrás de las niñas delgadas que llevaban unas coletas de caballo largas, perfectas, que se movían con gracia de izquierda a derecha delante de mí. Aún no sé cómo sobreviví. La coleta de la Diosa le llega por la cintura y en cuanto empieza a moverse como un péndulo al ritmo de esos espantosos hits, yo vuelvo a ser Natillas. A lo mejor no consigo que se me ponga un cuerpazo como el de Paula, pero ¿y lo que rejuvenezco? 

Día 12

La Diosa nos ha dicho hoy que no puede venir el próximo jueves y que «otro profe» nos dará la clase. Esto me ha provocado rabia y curiosidad. Rabia porque el Otro vendrá con coreografías distintas que no me voy a saber. Ahora, cuando ya me había aprendido los pasos de Paula y definido mis propios gestos obscenos. Ahora, que había dejado de dar pisotones y manotazos y salía del gimnasio sintiéndome Erin Brockovich. Y curiosidad, porque esa ausencia de la Diosa me llena de preguntas. Por ejemplo, ¿hay un Dios? ¿Es el aniversario del Dios y la Diosa y han quedado para cenar zanahorias —recordad, ella es vegetariana— a la luz de las velas en un restaurante romántico? ¿Se conocieron el Dios y la Diosa en un gimnasio? ¿Hablarán de mí? Es decir, ¿se reirán el Dios y la Diosa en la intimidad de las que aparecen en chándal y no saben hacer los gestos obscenos? ¿Tiene la Diosa ropa que le tape el ombligo?
La lista es más larga y, en realidad, las preguntas que más me atormentan son otras. ¿Y si ha leído más libros de Franzen que yo? ¿Y si no tiene rival al Trivial? ¿Y si la Diosa hace reír a sus amigos hasta que les duele la barriga? ¿Y si la Tierra es ese lugar injusto donde tener ese ombligo es compatible con ser inteligente y simpática? Oír a las misses decir que les hubiera gustado vivir la Segunda Guerra Mundial daba cierto sosiego, cierta paz (en el mundo).

Día 13

Hoy nos ha dado clase otro profe porque la Diosa, como sabéis, se ha cogido el día libre. Como me temía, el Otro ha venido con sus propias coreografías y no he dado pie con bola. Pero yo y todas. Ha habido momentos en que la clase ha sido una fiesta de manotazos. No os podéis imaginar lo que he disfrutado viendo a la Tribu del Ojo Pintado pisarse entre sí. Ha sido hermoso, democrático.
El Otro era un chico encantador. Daban ganas de llevártelo a casa, darle un beso en la frente y taparlo en el sofá con una manta, pero esta relación no va a ninguna parte: no me ha hecho sudar.
El reguetón no le va. Nos ha puesto temas de Adele. Es tan delicado que antes de cada canción nos explicaba lo que nos iba a hacer. Sobre todo, nos ha enseñado a interpretar las letras, es decir, a abrazarnos a nosotras mismas, a secarnos las lágrimas, a hacer como que a lo lejos, con una mano sobre los ojos para defendernos del sol, creíamos ver al hombre de nuestra vida y corríamos hacia él…
El mejor momento ha sido cuando ha puesto, seguidas, dos canciones de Grease y nos hemos vuelto locas —sobre todo él—. Sí, nos ha hecho reír, pero no nos ha hecho sudar. Y para un día, bien, pero nosotras pagamos por perrear. 

Día 14

Hoy he vuelto a clase después de un mes ausente por culpa, otra vez, de Mariano Rajoy. Mi pulsera de entrada no funcionaba porque habían caducado los cuatro meses que pagué la primera vez. Lo siguiente os lo podéis imaginar. Por supuesto, había una oferta de un año entero y el de la puerta se ha alegrado tanto de verme que no le he podido decir que no.
Solo éramos cuatro en clase. De la Tribu del Ojo Pintado, ni rastro. Y en lugar de la Diosa ha venido otra chica. La Impostora es morena y también tiene el culo en la coronilla y el pelo por la cintura, pero a diferencia de Paula lo lleva suelto, produciendo un efecto hipnótico. En un momento de la clase me he dado cuenta de que había dejado de bailar para mirarla. Francamente, no sé cuántos minutos he podido estar así, quieta, observando ese melenón en movimiento. Espero que no fueran muchos.
Con la Impostora se suda algo más que con aquel chico tan majo que nos ponía Adele, pero muy poco. He salido con mi mismo tono de piel y mi botellita de agua intacta porque no he necesitado rehidratarme durante el perreo. Es por ello que al final de la clase, que ha terminado sin aplausos ni nada —lo cual me ha entristecido—, me he subido a una elíptica de esas.
Es una máquina muy rara. Por ejemplo, lo que se hace sobre la elíptica ¿es correr o andar en bici? Esto no me quedó claro. Y los palos esos que te atacan dan bastante miedo. He pegado los brazos al cuerpo un rato hasta que me he atrevido a agarrarlos por la presión social —los demás me miraban raro—. Casi me caigo del cacharro. Luego me ha entrado un aburrimiento infinito. Los diez minutos se me han hecho eternos.
He cogido entonces una colchoneta, dispuesta a hacer abdominales, pero sin nadie que los cuente y te anime a hacer cinco más y luego otros cinco, no es lo mismo. He pensado en decirle a una chica que tenía al lado que si nos contábamos la una a la otra, pero mi incidente en la elíptica ya había enrarecido el ambiente y no me he atrevido. He hecho como tres de cada y me he rendido.
El gimnasio sin la Diosa no tiene sentido.

Día 15

Hoy ha venido Dios. Por fin, un digno sustituto de la Diosa. Nos ha hecho sudar —no como la Impostora—; mide como dos metros —sus brazos parecían troncos de árbol— y está como una cabra. La mitad de una canción ha sido solo saltar. Saltar como ranas. Por supuesto, han vuelto los aplausos.
«Un placer, el mundo es muy pequeño, volveremos a vernos…», ha dicho al final. Nos ha hecho polvo. Resulta que Dios es el sustituto de la Impostora porque, atención, a la Diosa la echaron por no tener un certificado.
¿Pero qué certificado? ¿Desde cuándo una diosa necesita papeles para ejercer? Rápidamente he movilizado a la Tribu del Ojo Pintado para presentar una queja. No tenemos nada contra la Impostora —que la manden a ese turno que hay muy temprano por las mañanas—. Pero queremos a la Diosa de vuelta, y si no es posible, si ella ha volado ya a otro gimnasio, entonces lo tenemos muy claro: queremos a Dios.
No nos han tomado muy en serio. Nos han hecho rellenar un papel que ponía «sugerencias». Supongo que es difícil que te respeten cuando llevas unas mallas de cinco euros del Decathlon.

Día 16

La Impostora se queda y la Diosa no va a volver. Hoy, antes de empezar a perrear, la Tribu del Ojo Pintado y yo hemos dedicado unos minutos a recordar sus virtudes, siendo la primera que nos hacía sudar más que ningún otro profe —incluso más que Dios—. Hemos entrado en clase cabizbajas y, de momento, nos negamos a aplaudir a la nueva.
La Impostora, la pobre, hace lo que puede, pero necesitamos tiempo. Nos va a costar aprender a quererla, porque con la Diosa se fueron también nuestras esperanzas de tener algún día el culo en la coronilla. Solo a ella podía ocurrírsele meter seis flexiones en medio de una canción de reguetón o dar patadas al aire durante dos minutos hasta que sentías que la pierna iba a desprenderse del resto del cuerpo.
Ella tenía esas locuras propias de los genios y sus órdenes iban a misa: diez abdominales. Diez sentadillas. Si te atrevías a hacer trampas, la culpa te perseguía cuatro días. Eso es el carisma.
Ya no viene a clase por culpa de esa estupidez de los certificados, pero de alguna forma, sigue presente. La Diosa está en todas partes y te mira cuando vas a comerte el segundo bombón o dudas si pedir postre. Eso me reconforta, pero no sé cuánto durará.

Día 17

Desde que la Diosa se fue, zumba cayó en una especie de rutina melancólica que no merecía ninguna publicidad. Pero el profe de hoy se ha ganado unas líneas. ¡Ha intentado relajarnos!
Ha apagado todas las luces y nos ha puesto, a traición, «Nothing Compares To You». Que nos tumbemos en las colchonetas. Que cerremos los ojos. No sé vosotros, pero a mí me dice un chico «cierra los ojos» y me entra un estrés tremendo. Cuando ha dicho «poned la mente en blanco», ya no había nada que hacer, estaba como una moto.
Lo primero que he pensado ha sido en el musculitos de la clase anterior que había dejado empapada de sudor mi colchoneta. He barajado la opción de levantarme en la oscuridad a cambiarla, pero me ha dado miedo que el profe me riñera. Luego he pensado en la mala suerte que tengo en la vida y por qué me había tocado a mí, ¡a mí!, la colchoneta más sudada de todas. Tenía que ser del chico que había visto salir pingando de step. Y diréis, qué tontería el step, bueno, pues id a verlos, parecen el Circo del Sol. «Respirad hondo….».
Luego he pensado que el profesor era cubano, por el acento. Me he acordado entonces de unas vacaciones en Cuba y he decidido que fue ahí donde todo se empezó a torcer. Maldita sea. «Imaginad que estáis en una playa espectacular. Escuchad las olas frente a las rocas…».
Cuando se ha acabado la canción he notado una contractura. Pero aún quedaba lo peor.
El profe se ha puesto a interpretar a capela «Me cuesta tanto olvidarte», de Mecano. Con las luces apagadas y ordenándonos que siguiéramos con los ojos cerrados. ¿Vosotros qué haríais? Yo he apretado los dientes con todas mis fuerzas para no reírme a carcajadas. Y de la tensión me ha dado un tirón. La Tribu del Ojo Pintado calladas como muertas. Una dijo, cuando por fin encendieron las luces, que se había quedado dormida.
Yo esta gente no sé de dónde ha salido.
Mi contractura ahí sigue.

Día 18

No os voy a engañar, no recuerdo cuánto tiempo hacía del último perreo. Llevaba preparada una excusa genial para cuando el de la puerta del gimnasio me preguntara, como un cura, pero en mallas, que cuándo había sido la última vez. Pero no estaba. En su lugar había una rubia mascando chicle. Le he dicho «hola». Ella me ha respondido con un globo rosa. Y entonces lo he visto. No es que no estuviera el de la puerta, es que nada estaba en su sitio. Habían hecho una reforma.
Resulta que utilizaron mi ausencia para pintar las paredes de otro color y cambiar las máquinas de sitio: la de los palos que te atacan y también las de las bebidas de color fosforito. Había paredes nuevas y unas luces cegadoras de neón azul. A lo lejos se oía gritar al monitor de spinning y he tratado de orientarme con su voz hasta la sala de zumba.
Naturalmente, me he perdido.
He atravesado el pasillo de musculitos con el corazón a doscientos pulsaciones de la angustia y sin haber hecho aún la primera sentadilla. Al fin, he encontrado la sala de la clase y a cinco desconocidas esperando en la puerta. De la Tribu del Ojo Pintado, ni rastro.
Recordé, con morriña, a la Diosa y su impresionante capacidad de convocatoria —aquella mujer con el culo en la coronilla llenaría estadios—. Me dio pena que las nuevas generaciones, aquellas cinco niñas en mallas, no la hubiesen conocido.
Llegó entonces el primer rostro conocido, ese profe que nos hace bailar con pesas, que allí se llaman «¡Discooooos!». No me reconoció. Sí saludó a las cinco niñas. Le odié un poquito. La clase fue un trámite sin emoción.

Día 19

Sé que algunos de vosotros, a mi espalda, comentasteis en su día, cuando yo bauticé a mi profesora de zumba como la Diosa, que exageraba. Que se me había ido un poco la cabeza, pobrecita, de tanto sudar. Bien, hoy he vuelto y la profe nueva se ha presentado como Ne-fer-ti-ti.
Es pronto aún para saber si tiene el carisma de la Diosa original, mi musa, pero como lo siento os lo digo: Nefertiti tiene madera. Incluso guarda cierto parecido físico con la Diosa. El pelo, por ejemplo, lo tienen igual de largo, es decir, por la cintura, y el culo le empieza, naturalmente, a la altura de la coronilla.
Si al salir de clase, con mi cara de semáforo, me hubiera tropezado con el genio de la lámpara, le habría pedido, sin dudarlo, que me convirtiera en Nefertiti. No nos engañemos, el periodismo se acaba. No hay exclusivas para todos. El papel se muere. ¿Internet de pago? Hay que diversificar. Y yo quiero el culo en la coronilla. Quiero saber hacer todos esos gestos obscenos —el catálogo de la nueva profe es simplemente impresionante—. Quiero esa melena hipnótica. Quiero que mi vida consista en mirar mi cuerpazo delante de un espejo, viendo de reojo, detrás de mí, a la panda de losers con culo de mortal, en el mismo sitio que todo el mundo, debajo de los michelines. 
¿Sabéis lo que podríamos hacer con todo eso? No me harían falta ni los dos siguientes deseos para pedir la paz en el mundo y que ningún niño pase hambre. Que me manden a la ONU, a Corea del Norte, a Rusia, con mi pantalón corto, mi top, y un disco de reguetón. No ha nacido un ser capaz de decirle que no a Nefertiti. Si me pongo, fijaos lo que os digo, puedo hasta salvar el periodismo.
Si el genio me concede el deseo, prometo tirar toda mi ropa a la basura y no volver a comprar nunca nada que me tape el ombligo. Prometo también regalar todos mis discos de Otis Redding, Nina Simone y Amália Rodrigues y escuchar reguetón sin parar. A partir de ahora, solo perreo. «Y si con otro pasas el ratooooo, vamos a ser feliz, vamos a ser feliz, felices los cuatro. Te agrandamos el cuartoooooo…».

Día 20

¿Qué es lo peor que te puede pasar en clase de zumba? ¿Dislocarte la cadera haciendo los gestos obscenos? ¿Encontrarte con alguien conocido, con alguien que te tenga un poco de respeto y que te lo pierda en ese preciso momento y para siempre? ¿Que se te caiga una lentilla en pleno perreo? No. Lo peor es lo que me pasó a mí antes de ayer.
No puedo hablar mal de Nefertiti. La profe llega siempre con un humor excelente y no deja de sonreír en toda la clase —es como si se hubiera tragado una percha—. Además, pone todo su empeño en hacernos creer: que es posible tener su cuerpo de diosa; que si sudamos como es debido algún día compraremos (tops) en las mismas tiendas… Pero Nefertiti hace una cosa horrible: de vez en cuando —lo hizo el otro día— para y grita: «¡Por parejaaaaaaas!».
Fue todo muy rápido y a mí me faltaron reflejos. Cuando quise reaccionar, ya era tarde: toda la clase estaba emparejada, salvo yo. Intenté esconderme desde mi sitio —la última fila—, detrás de una pareja, pero Nefertiti, que tiene visión panorámica, me cazó y gritó: «Tú, ¡conmigo!».
En un gesto desesperado, intenté hacerme la sorda, lo que en zumba no tenía mucho sentido. Miré fijamente al suelo, suplicando que me tragara en ese momento y me volviera a escupir a la superficie cuando la clase hubiera terminado. Pero Nefertiti me llamaba y me llamaba. Todas las parejas me miraban. No tenía escapatoria. Levanté entonces la cabeza y la vi, esperándome en la primera fila con su sonrisa perenne. Negué con la cabeza y creo que hasta se me escapó una lágrima, pero Nefertiti debió confundirla con sudor, me cogió de la mano y me llevó hasta su sitio, delante de todo, a apenas unos centímetros del espejo implacable.
Estaba condenada. 
Antes de que empezara la canción más larga del mundo, me dio tiempo a mirarnos a las dos, tan diferentes y, sin embargo, miembros de la misma especie. De cerca, Nefertiti hace daño a la vista: esos músculos perfectos, marcados, pero discretos, elegantes. Esa forma de moverse, como si fuera el único ser del que la Tierra tira hacia arriba, no hacia abajo…
Fueron unos pocos segundos, pero toda mi vida pasó por delante, proyectada en el espejo: cuando fui la gorda de la clase, el vestido de la primera comunión —con can can, a quién se le ocurre—, los primeros Levi’s, de Portugal, los exámenes de selectividad, aquel novio, este otro, mudanzas, vacaciones, cumpleaños… Supe que aquello iba a ser un desastre, entre otras muchas cosas porque yo llevaba un mes sin ir a clase y todas las coreografías eran nuevas. Me cayó —ahora sí— una gota de sudor, pero frío, helador, desde la nuca hasta el top —por supuesto interior— que llevaba. Y sonó la música. 
Si ya es difícil bailar solo, siguiendo los múltiples pasos que caben en dos acordes de reguetón, intentar coordinarlos con otro es, simplemente, misión imposible. En el primer tramo de la canción más larga del mundo pisé varias veces a Nefertiti y le di unos cuantos manotazos que ella, hay que decirlo, encajó con mucha deportividad y sin perder la sonrisa. Al final conseguí imitar parte de la coreografía, pero siempre en diferido, es decir, yo hacía los pasos cuando el resto de la clase ya estaba a otra cosa: unas piruetas, unas sentadillas…
Cuando al fin terminó el suplicio, Nefertiti me dijo: «Qué graciosos sois». Lo dijo así, en plural, y pienso que se refería al común de los mortales. Yo regresé, efectivamente mortificada, a mi sitio en la última fila, sin atreverme a mirar a mis compañeras, que aún se reían. 
Cuando tres canciones más tarde, Nefertiti lo volvió a hacer —«¡Por parejaaaaaas!»— yo agarré rápidamente a la chica que tenía al lado por el brazo izquierdo. Su antigua pareja la agarraba también por el derecho, pero yo decidí que ese brazo y yo íbamos a ir juntos al fin del mundo. Resistí. Fueron unos segundos violentos, muy tensos, pero finalmente, la otra chica se rindió y soltó a mi compañera. Le pregunté cómo se llamaba porque la noté algo asustada. Me dijo que era su primer día. No dimos pie con bola. Pero nos reímos tanto que ella casi se ahoga a mitad de la canción. 
Desde entonces tengo pesadillas. Nefertiti me lleva a la primera fila y todos se ríen de mí. O de repente dice: «Ahora vamos a parar la clase hasta que a Natalia le salga la coreografía». Lo único bueno es que, de la angustia, me despierto encharcada en sudor y quemo calorías.
No somos nadie.

miércoles, 31 de enero de 2018

"¿Qué es escribir bien?" por Alberto Olmos


Escribir sobre escribir bien es ya un exceso, porque lo único que deberías hacer para pontificar sobre la buena escritura es demostrarla. Quizá por eso se cuenta con tan pocas incursiones en este terreno, más allá de los manuales de gramática, los libros sobre claridad expositiva y los cuadernillos de caligrafía. La noción “escribir bien”, en efecto, puede llevarnos a pensar en tildes y concordancias, en sencillez y comunicabilidad, en letra manuscrita impecable. Un bando municipal puede estar bien escrito, al igual que el prospecto de un medicamento o las primeras palabras de tu hijo de seis años sobre la pizarra. Sin embargo, cuando un escritor escribe bien no importan tanto la ortografía (pues pueden habérsela corregido), la claridad (muchas veces se dice de alguien que escribe bien en la medida en la que no se le entiende) o la buena letra. Es entonces cuando escribir bien significa otra cosa: significa gracia.

Con todo, algo hay en escribir bien de los otros sentidos de este elogio. Pocos escritores tienen la desvergüenza de esperar a que los correctores de una editorial les aseen la sintaxis, y casi todos empezamos en esto memorizando que no se dice sentarse en una mesa, sino “a” una mesa, amén de mil pormenores lingüísticos más. El anhelo de buena prosa sugiere la importancia de conocer el idioma con el que vas a trabajar. Por supuesto, nunca se termina de aprender, y por eso los correctores profesionales siguen teniendo mucho trabajo.

Ellos son devotos de la norma lingüística, que establece el terreno de juego del escritor, lleno de límites, prohibiciones y usos recomendados. La norma es la automatización del idioma, la fijación de un universo previsible. “El gato maúlla”; “la ciudad era grande, sucia y ruidosa”; “la policía se incautó de cuatro kilos de hachís”. Eso es escribir bien; pero ningún escritor escribe bien escribiendo así de bien.

Desvíos

El motivo se encuentra en que la corrección no tiene gracia. Acudimos a la décima acepción del diccionario para empezar a intuir qué es la gracia literaria: “Dicho o hecho divertido o sorprendente”. El formalismo ruso estableció que la desautomatización del texto es una de las características fundamentales de la literariedad. Es decir, un texto es literatura porque contiene una revolución, no dice lo que dice, no lo dice como tú lo dirías y nunca acaba de decir nada verdaderamente útil.

Escribir bien es conjurar la sorpresa, introducir desvíos en la norma. Escribir bien es lograr la expresividad a pesar de las propias palabras, que saben muy bien qué significan y con qué otras palabras pueden juntarse.

En la escuela nos enseñan que tres o más adjetivos se separan por comas y llevan la conjunción “y” entre el penúltimo y el último; por eso hemos escrito más arriba: “la ciudad era grande, sucia y ruidosa”. Es una frase que podemos oír en el Metro, leer en un mail o encontrar en un artículo de prensa. Solo informa. Si escribimos: “La ciudad era grande y sucia, ruidosa”, ¿estamos diciendo exactamente lo mismo?

Lo cierto es que no oiremos esta frase en el metro ni la leeremos en un mail o en un periódico: solo los escritores producen una frase así. Ha sido suficiente con adelantar un poco la y griega para modular un significado y que diga algo más, como desde un doble fondo. La ciudad de la frase no normativa parece de hecho más ruidosa que la otra, que es más o menos igual de grande que de sucia, e igual de ruidosa que de grande. Hasta da la impresión, en la segunda frase, de que “grande” y “sucia” se proponen como sinónimos.

También suceden cosas con el significado de una frase tan simple si escribimos: “La ciudad era grande y sucia y ruidosa”. Ahora parece que odiamos esa ciudad, algo que no habíamos descubierto con: “La ciudad era grande y sucia, ruidosa”. Pero hay más: “La ciudad era grande, sucia, ruidosa”. Aquí el narrador es un señor muy tranquilo que tiene perfectamente asumidas las características de la ciudad de la que habla. Su sosiego vital solo ha necesitado eliminar una conjunción para sernos revelado.

Cuando un autor que mima su prosa comenta que anda estancado, improductivo o desesperado se refiere exactamente a esto: ¿la ciudad era grande, sucia y ruidosa o era grande y sucia, ruidosa o era grande y sucia y ruidosa o era grande, sucia, ruidosa? Se trata de una frase de siete palabras, quizá seis. Una novela estándar tiene 60.000. Dense cuenta de lo difícil que es controlar el doble fondo de 60.000 cajones.

Leer bien

La primera vez que vi este uso de la conjunción “y” fue en un poema de César Vallejo: “Son testigos/ los días jueves y los huesos húmeros/ la soledad, la lluvia, los caminos”. Desde entonces he utilizado este recurso en muchas ocasiones. Simplemente copio.

A lo mejor César Vallejo también copiaba, pues no resulta fácil saber cuándo aprendió uno a leer bien, y quizá leí antes algo similar en Cervantes o en Quevedo, sin apreciarlo.

¿Qué relación hay entre escribir bien y leer bien? Salvo genialidad absoluta, nadie escribe bien sin leer bien, es decir, sin copiar giros, atrevimientos y recursos de otro autor. Inventar un desvío a la norma que tenga fuerza expresiva no es tan fácil como parece: casi todos son heredados.

Tampoco leer bien resulta común, y puede decirse que la mayoría de los lectores no sabe leer. Esto casa perfectamente con la evidencia contraria: que la mayoría de los escritores no sabe escribir.

Si añadimos además que escribir bien siempre será discutible, pues lo que para unos es un gran prosista para otros es un cantamañanas, nos encontramos de pronto ante el mayor reto por escrito de todos los tiempos: resolver qué es escribir bien.