sábado, 10 de febrero de 2018

"La bondad implacable" por Antonio Muñoz Molina


No hay fines nobles que en virtud de su nobleza justifiquen el uso de medios inmundos. Los medios son los fines. Los llamados fines son el medio y la excusa para imponer una dominación. Procuro no hacer el menor caso de los fines o los ideales explícitos que asegura tener la gente. No hay ninguna dificultad en inventar un ideal luminoso. No cuesta ningún dinero, y casi ningún esfuerzo, salvo el de la simple enunciación, y quizás algún gasto en propaganda. Hasta la obtusa sed de sangre de los pistoleros etarras podía envolverse en el ideal arcádico de una comunidad liberada, noble, feliz. El crimen y el terror no eran el medio necesario o disculpable para alcanzar ese fin. Eran el fin en sí mismo, por otra parte muy conocido y muy experimentado en muchos sitios del mundo: la dominación de las personas y de las conciencias a través del miedo. No es verdad que distintos ideales, a veces muy alejados entre sí, puedan compartir a veces medios semejantes. La identidad de los medios revela que los fines son exactamente los mismos.
Pero el ideal noble siempre parece que logra mayores disculpas. No es lo mismo al fin y al cabo tener como ideal la primacía de la raza aria que la igualdad y la fraternidad entre todos los seres humanos. Todos los puritanos religiosos y políticos han desconfiado siempre de las imágenes, sobre todo si eran imágenes de cuerpos humanos desnudos, y en general de cualquier forma de arte, de literatura, de fantasía no controlada o regimentada por ellos. Los integristas religiosos defienden la censura de palabras e imágenes en nombre de la salvación de las alma en la vida eterna. Pero da la casualidad de que una censura igual de rigurosa se ha defendido y se ha impuesto en otras épocas en nombre de ideales laicos y emancipadores. La Iglesia católica proscribía la desnudez de los cuerpos porque incitaba al pecado y por tanto a la perdición, y por eso las personas progresistas nos rebelamos contra ese despotismo. ¿Vamos a aceptar que se prohíban los cuerpos desnudos o se pongan límites a la libertad de expresión en nombre del ideal admirable de la dignidad y la igualdad entre las personas? En el mundo comunista la homosexualidad fue tan perseguida como en los países de sofocante hegemonía católica. ¿Era más disculpable la homofobia de Fidel Castro que la del general Franco y sus obispos obsequiosos? En ambos casos el ideal diverso es un pretexto, y la finalidad, la misma: literalmente, invadir la intimidad de las personas y joderles la vida. A todos nos gusta manifestar nuestro escándalo por la agresión reaccionaria, política y religiosa, contra la Olympia de Manet y contra Madame Bovary. La pregunta es cuál será nuestra actitud si la censura puritana se ejerce en nombre de causas con las que nos identificamos; incluso si en nombre de esas mismas causas se limitan derechos sagrados de las personas.
Algunos de nosotros llegamos a conocer en nuestra adolescencia la grosería de la censura, la inseguridad de un sistema sin garantías jurídicas en el que ser sospechoso equivalía a ser culpable, la manipulación del pasado al servicio del poder político y de la Iglesia católica, la eliminación completa de nombres y de periodos de la historia. Porque conocimos aquello quizás estamos más adiestrados para advertir el regreso de los síntomas inmemoriales de autoritarismo que ahora empiezan a ejercerse no en nombre de la ortodoxia patriótica o religiosa, sino del más sagrado respeto a las minorías, a los más vulnerables, a las víctimas de abusos sexuales, a las mujeres maltratadas y postergadas. La vieja trampa vuelve a saltar con el automatismo de siempre: prohibimos algo o condenamos sin juicio a alguien porque queremos hacer justicia a los oprimidos y salvaguardar a los inocentes; si tú no acatas nuestra prohibición ni das por lícita de antemano nuestra condena es porque eres cómplice de los opresores y de los culpables. Pero además no basta con el castigo, ni con corregir el presente: hay que borrar al castigado, su presencia y su obra; hay que dilatar retrospectivamente su condena; hay que cambiar el pasado para que no queden en él testimonios que puedan perturbar nuestra beatitud presente y futura.
Asociaciones virtuosas exigen al Metropolitan Museum de Nueva York que esconda un cuadro de Balthus, igual que hace veintitantos años exigían que se retirara de una exposición la Maja desnuda de Goya. Si la prohibición se hace en nombre del puritanismo religioso, parece inaceptable: basta cambiar el ideal y se convierte en una reivindicación liberadora. La National Gallery de Washington acaba de “posponer” una exposición del pintor Chuck Close porque varias modelos lo acusan de lo que antes se llamaba “propasarse”. Chuck Close lleva paralizado en una silla de ruedas desde hace 30 años. La simple acusación lo ha convertido en culpable. Hay sospechosos a los que no se les concede la presunción de inocencia. Otros museos de Estados Unidos han descolgado obras de Close que estaban expuestas en sus salas. La culpa automática del acusado infecta de inmediato a su obra. Lo que ha hecho o no ha hecho, la sombra que cae sobre él, extiende un maleficio tóxico que debe ser suprimido. No basta la afrenta pública. El castigo no es suficiente. Cualquier duda, cualquier flaqueza o concesión, es una injuria añadida a las víctimas, a todas ellas, literales o no, cercanas o lejanas. Con la misma facilidad con que se le cuelga a alguien el sambenito de hereje y se le condena a la lapidación o a la hoguera, se reparten certificados de lo que podría llamarse victimidad. ¿Quién puede pedir que no se retiren de un museo, o no se borren de la historia del arte, obras que tienen un origen tan emponzoñado, y cuya mera existencia, ni siquiera contemplación, ofende tanto, provoca tanto sufrimiento?
El delito es tan grave que igual que anula la presunción de inocencia, tampoco admite la eximente de la muerte. Reos vivos y muertos se mezclan en el desfile diario de la nueva Inquisición: Woody Allen, Balthus, Picasso, Egon Schiele, Caravaggio. Chuck Close defiende en vano su inocencia y dice amargamente: “Me han crucificado”. Es una lapidación más bien, una quema en la hoguera. Es el principio eterno de fanatismo purificador que adapta en cada época un disfraz religioso, o político, según convenga, siempre con la misma sonrisa de implacable bondad.

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