Un 30% de los españoles cree que los seres humanos convivieron con los dinosaurios, según reveló en 2015 la encuesta de percepción social de la ciencia, presentada por la secretaria de Estado de Investigación, Carmen Vela. Y eso que entre la desaparición de aquellos animales gigantes y la presencia humana sobre la Tierra mediaron nada menos que 60 millones de años. ¡Cuánto daño han hecho los Picapiedra! El nombre de la ciudad belga de Waterloo, donde Carles Puigdemont gestionó el alquiler de una casa, se ha pronunciado durante estos días en los medios españoles como guóterlu o guáterlu, a semejanza de la prosodia inglesa y a pesar de que ese topónimo valón se dice vaáterloo porque aquel idioma conserva la w bilabial germánica, la de los términos alemanes wasser (agua), walzer (vals) o Wagner. ¡Cuánto daño ha hecho el grupo Abba!
Los dinosaurios convivían en aquellos dibujos animados con Pedro, Pablo, Betty y Wilma (“¡ábreme la puertaaaaaa, Wilmaaaa!”); y por eso millones de personas se han formado una imagen errónea en su cultura general. Tan importante es la ficción para representar la historia.
El grupo sueco que ganó Eurovisión en 1974 cantaba Waterloo en inglés, y apuntaló así que el nombre de la ciudad belga se incrustara en nuestra mente con una pronunciación errada. Tan importante es la música para recordar las letras.
“Napoleón se rindió en Waterloo”, decía la canción, que reflejaba después la analogía con una derrota amorosa. “Fui vencida, ganaste la guerra”.
Los españoles nos hemos rendido igualmente ante el influjo anglosajón. Todo nombre extraño se asocia con el inglés. Decimos Máikel Shumacher (escrito Michael) para nombrar al piloto alemán de fórmula 1 —en vez de Míjael—; y Ártur Mas” (Artur) para recordar a otro expresidente de la Generalitat —en vez de pronunciar Artúr—. Y el nombre catalán Ernést (escrito Ernest) lo convertimos en Érnest…
Esa colonización mental ya logró antaño que las “islas de Bajamar” (llamadas así por los españoles a causa de la escasa profundidad de sus aguas) pasaran a ser “las Bahamas”, y no hace tanto consiguió que muchos digan Maiami en vez de Miami, entre otros ejemplos. Olvidamos así que esta ciudad estadounidense tomó su nombre de la tribu de los indios miamis, denominación que los españoles asumieron al asomar la nariz por allá y que cambiaron los ingleses cuando llegaron con las suyas. No por narices, sino seguramente porque veían el nombre escrito y lo pronunciaban a su manera.
Pero al margen de cómo se ha de articular, Waterloo ofrece una segunda evocación. Según cuentan la historia y la canción de Abba, la voz Waterloo representa un fracaso, en atención a la famosa derrota de Napoleón cerca de esa ciudad belga en 1815.
Otros muchos topónimos se han ganado también algún sentido adicional, además de su oficio específico de nombrar un lugar. Así, alguien que vale un Potosí se toma las de Villadiego aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, por ejemplo, para no irse por los cerros de Úbeda pero tampoco quedarse entre Pinto y Valdemoro. No sería tan grave eso, porque más se perdió en Cuba. Vamos, de aquí a Lima. Y eso lo saben hasta en China.
De igual modo, tal vez Puigdemont quiso poner una pica en Flandes. Quizás sin pensar que podía encontrar su Waterloo precisamente en Waterloo.
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