He recordado esta mañana una hostia que me dio el cura de mi pueblo cuando yo tendría unos once años, Jerónimo se llamaba. En el colegio, antes de entrar en clase, nos obligaban a cantar en el pasillo el "Dios te salve... bla, bla, bla..." Yo me lo sabía, porque ese cura me acojonaba, pero esa tarde andaba yo pensando en Topo Gigio (acababámos de ver la película en el cine Pérez). No es que me cautivara el personaje, pero siempre me rondaban disparates por la cabeza, igual que ahora. La hostia me la dio con la mano abierta, ocupando todo el pescuezo. Me estampó contra la pared y me arañé la frente con el estucado. Era potente el tal Jerónimo. Solo por no cantar la Salve, bueno, por no mover los labios, porque sabía que muchos de mis compañeros ni siquiera se la habían aprendido. Desde ese día he odiado a Topo Gigio. Es curioso, pero a quien me dio la hostia no le guardo rencor. Incluso me jodió más que no la recibieran quienes no se sabían la oración. Así se va forjando la sumisión religiosa: sientes la culpabilidad tan honda que no identificas nunca al verdadero responsable de la violencia y se te invita a odiar a quienes no participan de tus ritos.
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domingo, 10 de julio de 2022
Hostias con la mano abierta
Etiquetas:
Crónicas desde la "indocencia",
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