Frente marítimo de Yalta, última primavera del siglo XIX: dos hombres pasean por la mañana. No están solos, pues la costa sur de
Crimea es el destino preferido de la élite de turistas rusos y de los enfermos que buscan alivio a orillas del mar Negro. Es la «zona de especialistas del pulmón», como definió esa ciudad-balneario Nabokov en sus memorias. Quedan algunos años de calma —no muchos— previos a la gran tormenta, cuando los cañones retumben y el padre del futuro autor de Lolita anote en su diario, antes de partir con su familia al inevitable exilio: «Inquietud. Miedo. Infinito sentimiento de opresión…».
Los paseantes de la escena inicial son escritores y, entre otras cosas, les une su pasión por ese océano de tierra que es la estepa. Un lugar idóneo, como la alta mar, para leer el cielo nocturno. Esto lo afirma el de mayor edad,
Antón Chéjov, a quien la tuberculosis ha desterrado al sur. Le habría gustado instalarse en su Taganrog natal, en lo alto de la escalinata inspirada en la de la Acrópolis que desciende hasta las aguas poco profundas del mar de Azov, pero se ha acostumbrado a las comodidades de las grandes ciudades. En la «Dacha blanca», la casa que se ha hecho construir en Yalta después del éxito de La gaviota, escribe los que sabe que serán sus últimos relatos y obras de teatro, fiel a la idea de que hay que trabajar toda la vida sin escatimar esfuerzos. Escribir, siempre escribir. Creía que eso era lo que a uno podía salvarlo de la estupidez y el tedio. Su acompañante, Iván Bunin, todavía no había dado el salto definitivo al relato y se lo conocía por su poesía. «¿Escribe mucho?», le preguntó una vez. «Muy poco», le confesó Bunin. Y con voz profunda y algo de sequedad en el tono, le recordó que el único secreto era trabajar, trabajar duro… «Un escritor debe saber que, si no escribe, si se entrega a la pereza, puede morir de hambre».
Aunque Chéjov recibía constantes visitas —no siempre deseadas—, sentía por Bunin un cariño genuino. Podían pasarse largas horas callados en su escritorio. Y cuando este se ausentaba de Yalta, añoraba su compañía, aunque no se lo dijera. A lo sumo le soltaba: «¡Asegúrese de llegar temprano mañana!». Juntos parecían los dos tipos de personajes de El jardín de los cerezos: Bunin era hijo de una familia de nobles venidos a menos; Chéjov descendía de un linaje de siervos que había prosperado. Uno era petulante y supersticioso, el otro odiaba ser el centro de atención y aceptaba el destino con estoicismo. Una vez que estaban sentados en un banco, Bunin le preguntó:
—¿Le gusta el mar?
—Sí, pero lo encuentro demasiado vacío.
—Esa es su belleza.
—(…) Es muy difícil describir el mar. ¿Sabe lo que leí en un cuaderno escolar? «El mar es grande». Solo eso. Maravilloso.
A principios de ese mismo año, Chéjov había escrito a Gorki algo parecido sobre la necesidad de describir la naturaleza de la forma más sencilla posible. Le elogió que no cayera en la trampa de recargarla con expresiones del tipo «el mar susurra», «el mar habla», «el mar está desconsolado» y cosas por el estilo. ¿Qué es más efectivo que «el sol se puso», «empezó a oscurecer» y «llovía»?
Más tarde, en sus últimos días, Bunin rescataría este y otros recuerdos de la amistad compartida frente al mar con el autor de Tío Vania. Lo hizo casi medio siglo después de que muriese su referente absoluto en las letras, a quien acudió para pedirle consejo cuando era un principiante con una carta en la que se definía como uno de esos aspirantes a literato que acosaban a editores, poetas y escritores para que le dieran su opinión. ¿Por qué el primer nobel ruso de literatura dedicó su último texto, que dictó ya enfermo, como un testamento, al escritor de quien se sentía discípulo? Después de recibir una edición soviética de la correspondencia de Chéjov, descubrió, por cartas a terceros, la consideración y el gran afecto con los que hablaba de él. La gratitud y la emoción avivaron sus recuerdos. En las horas insomnes de su último año de vida, se pasaba el tiempo garabateando en trozos de papel y cajetillas de cigarrillos los detalles que le venían a la cabeza.
Entre las instantáneas que Bunin hizo aflorar de su memoria estaba la de una noche en que Chéjov lo llamó de improviso para proponerle un paseo en coche de punto. «Es tarde, puede pescar un catarro», objetó Bunin, que no dudó en preguntarle qué le pasaba. «Me he enamorado… No discuta, joven, y obedezca», oyó por teléfono. Al cabo de poco, ambos iban en dirección a Oreanda, a unos cinco kilómetros de Yalta. Bunin describió esa noche de cielo azul profundo y luna llena, el bosque con el encaje de sombras, las siluetas de los cipreses trepando por el cielo, las ruinas de un palacio neogriego. De fondo, el rugido sordo del mar Negro:
—¿Sabe cuántos años más me leerán? Siete —auguró Chéjov.
—¿Por qué siete? —le preguntó Bunin.
—Que sean siete y medio…
—Hoy parece triste, Antón Pávlovich…
—Aunque me leerán otros siete años, me quedan menos por vivir, solo seis.
Se equivocó en ambas cosas, apuntó Bunin, cuyas notas —incompletas, espontáneas— se publicaron póstumamente tal como las dejó. Son especiales por su carácter fragmentario y porque en ellas recupera al Chéjov meridional, el de los baños de sol y las caminatas tempranas junto al mar. Al prestar atención al desarrollo de su enfermedad en su correspondencia, Bunin llegó a la conclusión de que en Yalta la salud de Chéjov empeoró: «Fue la pasión por el mar lo que acortó su vida». Al fin y al cabo, Chéjov había crecido entre gente del mar y comerciantes griegos, italianos, ingleses y otomanos. En la tienda de ultramarinos de su déspota padre, abierta día y noche, atendía a personajes de lo más variopintos llegados de Monte Athos, Venecia, Alejandría. Taganrog, antes que San Petersburgo, fue el primer experimento de sede de la nueva flota rusa de Pedro I. Cuando Chéjov nació, en 1860, todavía era el principal puerto comercial del Imperio, tan cercano a Teherán como a la entonces capital, pero su declive era imparable, a favor de otras ciudades cercanas, a las que sí llegó el tendido del tren.
Desde una de las alas de la planta superior de la casa, justo encima de la tienda, los hermanos Chéjov pasaban largas horas observando las velas de los pesqueros y los barcos de vapor. Sus lecturas de expediciones y de las aventuras de importantes exploradores alimentaron su pulsión por el viaje y la aventura. Tal vez fuera la férrea e implacable disciplina paterna lo que alentara esas escapadas imaginarias que fue postergando hasta la edad adulta, debido a la suerte que corrió su familia, propia de una novela de Dickens, y cuyo peso tuvo que cargarse a la espalda ya de adolescente.
* * *
La temporada que más tiempo pasó fuera de Rusia fue en la costa Azul. De esos días es también la historia del retrato que le hicieron seis años antes de morir, aunque el cuadro se empezó a pintar en su casa de Mélijovo, al sur de Moscú. «En él parece como si acabara de oler un rábano picante», le escribió desde Niza a una amiga acerca de su expresión en el lienzo de un metro por ochenta, en el que aparece sentado en una butaca Voltaire verde esmeralda, el rictus serio, incluso adusto. La mirada, entre esquiva e intensa, se escuda detrás de su célebre pince-nez, como si posara apático y dominado por la toská, esa emoción específicamente rusa en la que confluyen inquietudes anímicas como el miedo, la nostalgia, el tedio o la aversión. El proyecto del cuadro arrancó a principios de 1897, cuando el arquitecto Fiódor Shéjtel le comunicó a su amigo, por entonces ya en la cima literaria y reconocido en el extranjero, que el filántropo Pável Tretiakov quería incluirlo en su particular iconostasio de intelectuales, en el que pocos son los que sonríen: rostros severos, concentrados, sobrios, como si hubieran tenido el presentimiento de la revolución futura que nacionalizaría aquella y otras colecciones de arte privadas, así como el fatal destino de muchos de los de su clase social. El encargo recayó en el joven pintor odesita Ósip Braz, que residía en San Petersburgo.
La historia de aquel retrato estuvo marcada por los obstáculos que aparecieron desde el principio. En vísperas del viaje a la capital para posar ante Braz, los pulmones de Chéjov —aquejados de una tuberculosis no diagnosticada, aunque con síntomas intermitentes desde hacía años— manifestaron la enfermedad que los estaba devorando. Ocurrió mientras cenaba con Alekséi Suvorin, editor y amigo, en su restaurante favorito de Moscú. «Empezó a escupir sangre. Pidió hielo, trató de chupar algunos trozos, pero la sangre no dejaba de manar, esa sangre roja y amenazadora como una llama». Así describió la escena Irène Némirovsky en la biografía novelada sobre su autor ruso preferido que escribió en Issy-l’Évêque —el último lugar donde vivió antes de ser deportada y asesinada en
Auschwitz— y que se publicó póstumamente. El médico que atendió a Chéjov no logró contener la hemorragia, aunque trató de reconfortarlo asegurándole que no era grave. Cuando este se marchó, Chéjov comentó: «Para tranquilizar a los pacientes cuando tienen tos, les decimos que se trata de algo estomacal…, pero no existe la tos derivada de un problema gástrico. Si hay hemorragia siempre tiene que ver con los pulmones».
Poco dado a preocupar a su entorno, accedió a los ruegos de su amigo y acudió a una clínica, donde estuvo ingresado más de dos semanas. En su cuaderno anotó: «Hemorragia. Tengo encharcados los dos pulmones, congestión en el lóbulo superior derecho. El 28 de marzo Lev Tolstói vino a verme. Hablamos de la inmortalidad». Durante la convalecencia se le prescribió guardar silencio, pero tras la visita del autor de Guerra y paz, si bien este llevó el peso de la conversación, Chéjov sufrió una recaída. Por mucho que quisiera quitarle hierro a su estado de salud, su ánimo empeoró cuando alguien aludió al deshielo del río Moscova. «Haga lo que haga será inútil. Me iré en primavera, con la crecida del río», recordó que le decían los campesinos a los que trataba de la plaga blanca.
Fue Ósip Braz, por tanto, quien tuvo que desplazarse a Mélijovo. El encargo progresó mal. Chéjov no estaba por la labor, se sentía débil y, además, no confiaba en el talento del pintor de veintitantos años. Trabajaba despacio con el pincel, se exasperaba e inquietaba al retratado. Después de diecisiete días, el cuadro seguía inacabado. Acordaron dejarlo para más adelante. Braz se había topado con un modelo que era, a su vez, un fino observador. Pintar un retrato, escribir una biografía y dar con el diagnóstico de una enfermedad son actividades que requieren esfuerzo de imaginación y de empatía. Los dos amores de Chéjov, la medicina y el arte, se espoleaban mutuamente. William Carlos Williams describió ese diálogo entre disciplinas en el relato autobiográfico «La práctica médica»:
El hecho de visitar a la gente, a cualquier hora y en cualquier circunstancia, de enfrentarse con lo más íntimo de su vida, al nacer y al morir, de presenciar el instante de su muerte, de verlos recuperarse de la enfermedad, siempre me ha absorbido. Me he abstraído en lo más recóndito de su mente: al menos durante un rato me convertía realmente en ellos. (…) Por eso, como escritor nunca he sentido que la medicina me fuera un estorbo, sino que más bien ha sido un alimento, un acicate que verdaderamente ha hecho posible que yo escribiera. ¿Acaso no era el ser humano lo que me interesaba? Allí estaba la cosa, justo delante de mí. Podía tocarla, olerla. Era yo mismo, desnudo, tal cual, sin aderezos.
Los médicos le recomendaron un cambio de vida radical: reposo, comidas copiosas, silencio. Se dio cuenta de que debía evitar otro invierno en Moscú. A principios de septiembre se dirigió en tren a París. Siete días después llegó a Biarritz, donde pasó dos semanas leyendo periódicos junto al paseo marítimo y disfrutando de la gastronomía. «Todos los rusos de Biarritz se quejan de que aquí hay muchos rusos», escribió. Hastiado del tiempo desapacible, abandonó el tempestuoso Atlántico para trasladarse a la plácida Niza, a la sazón una especie de pequeña Rusia mediterránea y capital europea de los tuberculosos. Aunque la vida en Francia no fuera excesivamente cara y estuviera rodeado de compatriotas, a Chéjov le resultaba difícil crear en el extranjero. Escribir en una mesa ajena era tan extraño para él como si tuviera que hacerlo colgado boca abajo de una pierna, le confesó a su hermana. Niza, a su modo de ver, era la ciudad perfecta para leer, no para escribir. Aun así, redactó cartas, más de doscientas, para matar el aburrimiento. Las historias que nacieron allí tratan de personajes atrapados en provincias remotas de Rusia. Llegó a la conclusión de que los rusos no eran capaces de trabajar si no hacía mal tiempo. Como a Tsvietáieva, tal vez esa belleza mediterránea le acababa pesando porque lo obligaba a estar en «un estado de admiración permanente».
Braz llegó con sus pinceles a Niza para acabar el retrato. Esta vez Chéjov solo posó para él, en un taller de la ciudad, diez mañanas, en traje negro. Coincidieron con las últimas semanas, un tanto apagadas, de la estancia del escritor en Francia. «Braz continúa pintando mi retrato. Lleva tiempo con ello, ¿no? La cabeza ya casi la ha terminado; dicen que el parecido conmigo es enorme, pero a mí el retrato no me parece interesante. Hay algo en él que no es mío y falta algo de mí». Pero en el fondo aquella falta no se la achacaba al pintor, pues, si se había vuelto pesimista y lúgubre, eso tenía que transmitirse de algún modo. Al menos nadie le negará un mérito al cuadro de Braz, y es que aclaró un dato que las fotografías en blanco y negro no habían resuelto: la creencia de que Chéjov tenía los ojos azules era infundada.
Ya en Crimea, Chéjov puso el punto final a La dama del perrito. Aunque la acción se desarrolla en Yalta, algo de Niza trasluce en aquella historia de amor adúltero, tal vez imaginada al ver a alguna de las paseantes en el paseo de los Ingleses, pues decía que escribía a partir de la memoria, cuando esta había hecho su trabajo de filtrado y se decantaba el argumento. Dos personajes también van en coche de punto a Oreanda:
Se sentaron en un banco, no lejos de la iglesia, y se quedaron mirando el mar en silencio. (…) Se oía el ruido sordo y monótono del mar, que llegaba desde abajo, hablaba del sosiego, del sueño eterno que nos espera. Así era su rumor cuando ni Yalta ni Oreanda existían, así era ahora y así seguirá siendo, sordo y monótono, cuando nada quede de nosotros. En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y la muerte de cada ser humano reside, quizá, la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento ininterrumpido de la vida sobre la tierra. (…) Gúrov reflexionaba que, en realidad, si uno se para a pensarlo, todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana.
Cuando leo este pasaje, recuerdo su paseo nocturno con Bunin en Oreanda y que Chéjov le aconsejaba a su hermano que al escribir no incluyera paisajes que no hubiera visto, ni inventara sufrimientos que no hubiera experimentado, «ya que en el cuento la mentira resulta más molesta que en una conversación».