jueves, 28 de julio de 2022

Páncreas 1

Abro los ojos, me despierto y mi única obsesión es que ella siga durmiendo todavía, con la esperanza de que el dolor no la desgarre. El sueño como refugio del padecimiento. Los parches de morfina sirven para evitar la realidad, para vadearla. Dormir junto a alguien que sufre, junto a alguien que está siendo devorada por un cáncer implacable, es como sentir la enfermedad a tu lado, latente, siempre dispuesta a morderle las entrañas; como yacer junto a un perro rabioso sin saber cuándo va a clavar la dentellada hiriente o mortal. 

Le duele la espalda, el vientre, los riñones, le duele todo. Los ojos se le vidrian y no parece ella cuando habla. Un hilo de voz más agudo que el habitual, como de niña, sale de su boca, pide agua fresca, otra pastilla, "no, comida, no", un bálsamo que le apague el fuego que la abrasa. Quienes pelean contra un dolor así se ven obligados a olvidarse del mundo, se abstraen de la realidad que les rodea, no quieren leer, ni ver la tele, ni oír a nadie, solo se nutren de silencio y oscuridad. Molestan las persianas subidas, las voces de los visitantes, la vida. Es como si ya estuvieran enganchados en el otro lado, como si la realidad les fuera ajena. "Dejadme en paz, ¡mecagüendiós!", fue una de las últimas expresiones de mi padre antes de morir. La moribunda se encuentra ya en un estadio como de ensueño, más allá de lo utilitario, de lo sensual. Si te fijas bien, sus ojos, aunque abiertos, no observan la ropa de la cama, ni el armario, ni al familiar que acaba de entrar en la alcoba, no. Una mirada extraña, profunda, vidriosa, nos avisa de que esos ojos escrutan, hacia adentro, la nueva condición de su estado. Los moribundos no están con nosotros, se ausentan ante el abismo: "¡Qué solos se quedan los muertos!", decía Bécquer. Aún más solos quedan los moribundos.     

lunes, 25 de julio de 2022

Despedida

Eva ha sido mi compañera durante más de treinta y cinco años, mi amiga, mi confidente, mi amante, mi colega de viajes, mi páncreas. Sí, mi páncreas, porque ella era la que con sus ácidos hacía digeribles mis actuaciones. Yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién estoy citando). Era alto, muy alto y, ahora, soy bajo, muy bajo y tremendamente limitado. Tenía un carácter arrollador, una belleza atronadora, una rectitud apabullante, no como yo, blando y desordenado. Yo era el residuo de su páncreas, el flujo de su deseo, el resultado de su lubricante. Me estaba preparando para la prueba final, para su páncreas, porque era ese hijo de puta y no otro el que ha provocado su desgracia. Setenta y cuatro días malditos, setenta y cuatro días de desgracia, setenta y cuatro días en los que ella ha sufrido más de lo que debe sufrir un ser humano. Yo intenté sostenerla porque tenía su fuerza, sus registros. Su páncreas se agrietó, consintió que un monstruo letal lo asolara y acabara con ella. Su páncreas la traicionó cuando ella era mi páncreas, yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién cito). Un páncreas que me protegió, que me irradió sus ácidos desde hace más de treinta y cinco años. Un páncreas mío, tan solidario como traicionero ha sido el suyo. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Nadie, ni el malvado más retorcido, podría haber inventado un final tan infeliz para ella. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Ahora soy muy bajito, mucho, muy bajito, porque ella no está, porque ella me pensaba alto y yo, al sentir su pensamiento, me veía alto (y no sé a quién cito). Muy bajito, tanto, que puedo susurrar en su tumba lo mucho que la necesito.  

viernes, 22 de julio de 2022

Los rencores de Cervantes

Cervantes escapa por la ventana, con mucho sigilo, amparado por la oscuridad y el cierzo de marzo. La campana de la iglesia le encoge las tripas, detiene su huida por un instante. Se ha roto el silencio de la calle y la confianza de Miguel. Se caga en todos los santos y también en el sacristán que, de madrugada, ha tirado de la cuerda para avisar a todo el pueblo que son las cinco de la mañana. Cervantes resbala en la sillería de la fachada y escucha un tintineo de espadas que termina por acongojarlo. Cae en el empedrado y sobre él, antes de incorporarse, se abalanza un hombre embozado que lo insulta e intenta acuchillarlo con rabia. Cervantes esquiva los mandobles, se estira, no se nota herido por la caída e intenta escapar con los gregüescos enrollados en el brazo. Una mano recia lo agarra del pescuezo, lo devuelve a la piedra y le revienta las narices y los belfos. Después, el agresor, lo bautiza con agua envenenada: "hideputa", "así te hubieras podrido en la cárcel de Sevilla", "robacarnes", "fiduciario". El agresor huye, temeroso de que los cuadrilleros de la Santa Hermandad lo detengan y lo enmaromen. Cervantes se sorbe la sangre de la nariz y traga el jarabe, entre dulce y amargo. La jornada había sido buena hasta que saltó por la ventana. Nunca, en todas las noches de su vida se le había dado tan bien en casa ajena. La señora era dulce, olía a ámbar y a pan pintado. Nunca, en todas las noches de su vida, se había topado con el palo y la espada casi en cueros, medio desnudo. Había salido con premura de la casa, al aviso de la señora que retozaba a su lado. Los ruidos del portal eran indicio de que su marido había vuelto de improviso. A Miguel se le removió el rencor. Cuando se llegó hasta el morral de la mula, desembauló el manuscrito de su Quijote y borró el nombre del pueblo del que partía su protagonista en busca de aventuras. No, no iba a hacer famoso a ese lugar de La Mancha en donde tantos golpes había recibido, por muy sabrosas que fueran sus mujeres, por muy silenciosas que fueran sus calles.        

jueves, 21 de julio de 2022

"Noticias que nos traen las novelas" por Juan Gabriel Vásquez




En uno de sus muchos ensayos extraordinarios, ¿Cómo deberíamos leer un libro?, Virginia Woolf dice, palabras más o menos, que leer una novela es un arte difícil y complejo: el lector ha de ser capaz de una percepción muy fina, pero además de grandes audacias de la imaginación, si quiere hacer uso de todo lo que el novelista le puede dar. Me gusta todo en estas líneas: me gusta la defensa de la dificultad, que no es popular en nuestros tiempos, y me gusta la audacia aplicada a la imaginación (ya que no todas las imaginaciones son iguales); pero sobre todo me gusta el concepto de “hacer uso” de lo que ofrece el novelista, pues contradice el lugar común, que cada día me resulta más irritante, de que la ficción no sirve para nada: de que su importancia, si es que le reconocemos una, es la importancia de las cosas inútiles.

Pues bien, hace unos meses, en un festival de Lancaster, tuve la oportunidad de defender la convicción contraria, y creo haber recordado el ensayo de Woolf para poder hacerlo. Dije que los lectores, o cierto tipo de lectores, usamos la literatura; que la usamos como se usa una herramienta, y que la pregunta más bien debería ser: ¿para qué la usamos? Una respuesta posible es que la usamos como fuente de información o de conocimiento, para saber cosas que no podrían saberse de otra forma o para obtener lo que Javier Marías llama reconocimiento: la literatura como forma de “saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía”. He olvidado dónde encontré por primera vez estos versos de William Carlos Williams, pero sé que no soy el primero en traerlos a colación para defender la misma idea. La traducción es mía:

“Mi corazón se levanta

pensando en traerte noticias

de algo

que te concierne

y concierne a muchos hombres. Mira

lo que pasa por lo nuevo.

No lo encontrarás allí

sino en

poemas despreciados.

Es difícil

obtener noticias de los poemas

pero cada día los hombres mueren infelices

por falta

de lo que allí se encuentra”.

Los poemas como portadores de noticias: lo mismo puede decirse de las novelas, y acaso con algo de filología. Salvo algunas excepciones, como el español y el inglés, la mayor parte de Europa se refiere a las obras largas de ficción en prosa con una palabra derivada de romanice, que en latín medieval (esto me informan mis diccionarios) describe la lengua natural o común por oposición a la lengua escrita de los eruditos y las élites. Esta pequeña intuición etimológica me complace, debo confesarlo, porque refleja el impulso democrático que para mí es inseparable de la novela moderna: este género nacido con Rabelais o con el Lazarillo o con el Quijote, pero en todo caso con la idea de contar las vidas de gentes que nunca habían sido importantes. Pero nuestra hermosa palabra novela, que en italiano o en francés antiguo traía a cuestas el significado de “noticias”, me parece profundamente satisfactoria. Con su sugerencia de mensajeros que nos llegan desde países ignotos, con esa fascinación implícita por la realidad cotidiana —la que uno vería en los periódicos—, la novela promete hablarnos de lo que nos “concierne y concierne a muchos hombres”: en otras palabras, promete traernos noticias.

Ahora bien: la naturaleza de estas noticias siempre ha sido difícil de definir. Desde luego, no se trata de la información que buscamos en el periodismo o en la historia, por muy preciada que sea; no se trata de una información cuantificable ni que pueda confirmarse empíricamente, y muchos de los malentendidos acerca de las novelas surgen cuando se espera de ellas esa información. Por supuesto, cualquier lector atento cerrará El jugador de Dostoievski sabiendo más que antes sobre casinos, y probablemente aprenderá con La defensa de Nabokov muchas cosas que no sabía sobre el ajedrez. Pero si eso es todo lo que el lector obtiene —o todo lo que buscaba—, decir que ha perdido el tiempo es quizás un eufemismo cariñoso.

La novela que llamamos histórica ha sido a menudo víctima de este tipo de malentendidos. De nuevo: todos los lectores de La guerra del fin del mundo recogerán datos interesantes sobre la revolución de Canudos en el Brasil decimonónico, y no puedo sino alegrarme de que lo hagan, del mismo modo que todos los lectores de Wolf Hall aprenderán mucho sobre la corte de Enrique VIII. Pero tanto Vargas Llosa como Hilary Mantel, sospecho yo, quieren mucho más que ser tan precisos como la historia: quieren, sobre todo, contarnos algo que la historia no nos cuenta. La mejor historia es insustituible como fuente de cierto tipo de informaciones. ¿Qué sentido tendría utilizar la ficción para dar a los lectores más de lo mismo? La única razón de ser de la novela, dice Hermann Broch, es decir lo que sólo la novela puede decir. Las noticias que nos dan las novelas de A. S. Byatt o de Sebald o de Javier Marías —sobre el pasado, sobre el presente, aun sobre el futuro: pensemos en Tu rostro mañana— no se encuentran en ningún otro lugar del mundo.

Carlos Fuentes se preguntaba qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento. Y así es: la ficción es conocimiento y siempre lo ha sido; y, aunque es cierto que se trata de un conocimiento ambiguo, impreciso e irónico, los lectores de novelas sabemos que nuestra comprensión del mundo sería incompleta sin él, o fragmentaria, o incluso gravemente defectuosa. Esto es lo que ofrece la ficción: para esto la usamos. Puede que me equivoque, pero me parece que esta idea cobró un nuevo significado para muchos en los meses de la pandemia (que ahora tratamos como si se hubiera ido, como si ya no estuviera). Para mí, desde luego, así ocurrió.

Me contagié del virus a finales de febrero de 2020, tan pronto que las pruebas de mi país no pudieron diagnosticarlo correctamente; durante unos meses, tras superar una neumonía y recuperarme sin consecuencias graves, estuve convencido de haber tenido un virus diferente, aunque cada nuevo síntoma confirmado por los medios de comunicación resultó estar presente en mi caso. La incertidumbre que sentí entonces cedió el paso con el tiempo a nuestra incertidumbre general, a la dificultad colectiva para saber cómo debía tratarse todo aquello. Hoy me parece, cuando miro por mis ventanas digitales (a través de las cuales prácticamente ningún lugar del mundo escapa a nuestra mirada), que la pandemia ha anulado o mermado nuestra capacidad de imaginar a los demás —su ansiedad, su dolor, su miedo— y ha agotado nuestras estrategias para afrontar nuestro propio miedo, nuestro propio dolor, nuestra propia ansiedad.

En esos meses difíciles, me consta que cientos o quizá miles de lectores echaron mano de La peste de Albert Camus, o del Diario del año de la peste, el libro tramposo y maravilloso de Daniel Defoe. Hay algo fascinante en este comportamiento, que contiene un impulso casi religioso (los creyentes buscando respuestas en un libro) y al mismo tiempo profundamente práctico y materialista: las novelas como intérpretes de nuestras enfermedades, si se me permite tomar prestado el hermoso título de Jhumpa Lahiri; o, por decirlo de otro modo, la ficción como vademécum. Estas palabras, sabrán los lectores, significan “ven conmigo”. Eso es lo que pido a mis ficciones predilectas: que vengan conmigo, que me acompañen, que me ayuden a interpretar lo que nos pasa y, al hacerlo, que me traigan noticias del mundo.

El fútbol y Shakespeare

Me gusta el fútbol. Lo he mamado casi desde la cuna. He jugado a este deporte desde que tengo uso de razón y ha sido uno de mis entretenimientos favoritos hasta que el físico me lo ha permitido. Ahora disfruto de él solo como espectador, sobre todo, de eurocopas y mundiales. A la liga le he ido perdiendo afición con el paso del tiempo. En estos días de fútbol televisado, me pongo ante la pantalla y me trago los partidos que hagan falta. Eso sí, después de verlos, olvido casi al instante el resultado y me queda una sensación desagradable, como de vacío, de haber perdido el tiempo soberanamente. En ocasiones, se hace necesario atravesar la vida sin ninguna ambición, sin ningún objetivo, de verla pasar como una vaca ante la vía del tren. Sentarte en el sofá y dejarte llevar por la abulia que te proporcionan veintidós muchachos pateando un balón. Cuando leo, cuando escribo, cuando converso con amigos, cuando veo una buena obra de teatro o una buena película, la sensación es la opuesta. No sé por qué. Es posible que la desazón provocada por el fútbol sea el producto de un prejuicio. Lo que se escribe, se lee, se habla o se ve con emoción es tan efímero como un partido de fútbol, tan ridículo como esos bigardos disputando quién coloca más balones detrás de una raya. No hay más grandeza en el Macbeth de Shakespeare que en un Francia-Italia, ¿o sí?      

miércoles, 20 de julio de 2022

"Todas las vidas de Pessoa" por Antonio Muñoz Molina



Fernando Pessoa tenía una gran afición a los sellos de caucho, a los objetos diversos de papelería, a las máquinas de escribir, a los papeles de calco, a las tarjetas de visita, a las hojas con membrete de los negocios y las oficinas donde se ganaba la vida, nunca como empleado fijo, sino como colaborador eventual. Fernando Pessoa iba atareadamente de un lado a otro por las calles de la Baixa de Lisboa, y las que suben al Chiado o al Campo de Ourique, las que se extienden paralelas al río y a los muelles, el Cais do Sodré, el de Alcântara, ensimismado siempre, incluso cuando lo acompañaba algún amigo, llevando bajo el brazo su cartera muy gastada de cuero, en la que podía guardar de todo: cartas de negocios recién traducidas o borradores de poemas o de horóscopos, o de cartas al director para algún periódico de Lisboa o de Londres o Glasgow, que rara vez se publicaban, y que muchas veces él no enviaba, y ni siquiera llegaba a terminar.

En la cartera, bajo el brazo, sobre todo en los últimos años, Pessoa solía llevar también una botella mediana, y cada noche, antes de subir a su casa, pasaba por el ultramarino de la esquina y el tendero, que lo conocía bien, se la llenaba de coñac barato a granel, y sin que él lo pidiera le daba también un paquete de cigarrillos y un envoltorio con algo de queso y de pan. Unas veces el señor Pessoa, tan educado y amable, pagaba de inmediato, y otras veces dejaba a deber la cuenta, que por temporadas se acumulaba sin que el tendero llegara a inquietarse mucho, y menos todavía dejara de atenderlo. Tampoco le negaba nunca sus servicios, aunque se retrasara mucho en los pagos, el peluquero de la misma calle, que le cortaba el pelo y le afeitaba todas las mañanas.

En la casa que compartía con la familia de su hermana, y en la que vivió los últimos 15 años de su vida, Pessoa ocupaba un cuarto mínimo, oscuro, sin ventana, con una cama estrecha y un baúl enorme en el que iba guardando todas las cosas que escribía. En su cuartillo Pessoa escribía con letra diminuta y tenue, fumaba, bebía coñac. No permitía que nadie entrara a limpiar ni a poner algo de orden, lo cual a su hermana Teca la sacaba de quicio. Cualquier día iba a incendiar la cama y los papeles del baúl y la casa entera. Los papeles, los ceniceros, las colillas, los libros, las botellas, escapaban del cuarto y se expandían por la casa. Pero también era un hermano muy afectuoso y tenía un gran talento para divertir a sus sobrinos. Salía a la calle, y los niños se asomaban al balcón para decirle adiós. Entonces él hacía como que se chocaba contra una farola y se caía al suelo, con su silueta y sus gestos de cómico de cine mudo, y los niños se morían de risa.

Pessoa estaba escribiendo siempre. Escribía a mano en su cuarto a la luz de una lámpara y también en las oficinas donde pasaba unas horas traduciendo cartas comerciales al inglés o al francés, a veces redactando anuncios para una agencia de publicidad. El primer anuncio de Coca-Cola en Portugal lo inventó Fernando Pessoa en 1929. Le gustaba quedarse en una oficina cuando todo el mundo se había marchado ya y escribir a máquina en la soledad y el silencio, convirtiéndose en alguno de sus personajes heterónimos, como un actor a solas sobre un escenario. Era el ingeniero naval Álvaro de Campos, o el poeta campesino Alberto Caeiro, que murió tan joven, o el riguroso latinista Ricardo Reis, o el ayudante de contabilidad Bernardo Soares, quizás el que llevaba una vida más semejante a la suya y escribía y escribía fragmentos destinados a un libro que ni se acercaba a su fin ni llegaba a tomar forma.

Pessoa no terminaba nada y no dejaba nunca de escribir, pero la literatura no era su dedicación exclusiva. También escribía las reglas de juegos de mesa que había inventado él, o las de un sistema de taquigrafía al que dedicó mucho tiempo sin llegar a nada, o consagraba centenares de páginas minuciosas a la elaboración de horóscopos y a la transcripción embarullada de mensajes del más allá recibidos durante sesiones de espiritismo. Todo acababa en el baúl. En una foto de poco después de su muerte se ve el baúl abierto y rebosando de papeles, más de 30.000 hojas escritas en una caligrafía críptica que los estudiosos llevan más de 80 años explorando, como egiptólogos en una tumba inagotable.

El más constante, que yo sepa, es el profesor Richard Zenith, autor de la edición más completa, dentro de lo conjetural, del Libro del desasosiego. Ahora Zenith ha completado su tarea de editor con la de biógrafo. Su Pessoa. An Experimental Life es el relato en más de 1.000 páginas de una vida de solo 47 años en la que exteriormente pasaron muy pocas cosas, y de una imaginación que desbordaba su conciencia individual y se multiplicaba en un dédalo de personajes y de voces, en el reparto de un drama em gente que tenía como escenario la ciudad entera de Lisboa pero que existía sobre todo en las ensoñaciones muchas veces desatinadas de su autor. La erudición de Richard Zenith es casi tan asombrosa como su paciencia: no hay dato de la vida exterior de Pessoa que no haya registrado; no hay testimonio tan ocasional o dudoso que no merezca su atención; no hay borrador, hoja suelta, poema adolescente, organigrama empresarial o editorial destinado al fracaso que Richard Zenith no estudie tan meditadamente como el manuscrito de una obra maestra. Ninguna pseudociencia era lo bastante disparatada como para no merecer el respetuoso estudio y hasta la adhesión de Fernando Pessoa: la cábala, el rosacrucismo, la alquimia, la quiromancia, la metempsicosis, la mística de los templarios, la astrología, los viajes astrales. El hombre de traje oscuro y gafas redondas con la cartera bajo el brazo que era tan parecido a todos los que se cruzaban con él era también el más raro de todos. La obsesión de Richard Zenith por abarcarlo todo pone a prueba de vez en cuando la paciencia del lector, pero está siempre animada por un alto sentido narrativo y una extrema sensibilidad, literaria y humana: quizás no sea posible un retrato más aproximado de un personaje tan huidizo y tan plural como Fernando Pessoa, de todas las vidas que pueden caber en una sola.

martes, 19 de julio de 2022

Enseñar para un mundo que no existe

El director del informe Pisa dice que el sistema educativo español prepara para un mundo que no existe. Y yo me pregunto, ¿alguna vez, algún sistema educativo ha preparado para un mundo que exista? Es más, ¿existe el mundo?, ¿cuál es ese mundo del que habla el director del informe Pisa?, ¿el suyo, el de los administradores y rectores de la alta sociedad intelectual?; ¿el mío, el de un humilde profesor de secundaria que vive y deseduca en una zona rural?; ¿el de las redes sociales y los medios de comunicación (hay algún mundo más irreal que ese)?; ¿el de la Cañada Real?; ¿el de Orcasitas?; ¿el del barrio de Salamanca?; ¿el de un pueblo de Cuenca?...

Sí, somos modernos, capitalistas, estamos globalizados, interconectados, abrumados incluso por la tecnología, pero ¿de veras la esencia del ser humano cambia tanto como para que en la educación haya que revertir a cada momento los principios fundamentales que nos convierten en seres sociales? No soy muy diferente a los personajes que veo deambular en los cuentos de Chéjov, por ejemplo, ni poseo pulsiones distintas a ellos, tampoco mis alumnos. ¿No será que lo que quiere y han querido siempre los que administran los sistemas educativos no es prepararnos para la vida, sino prepararnos para el mercado, convertirnos en meros consumidores y peones adocenados del sistema? Lo tengo decidido, vamos no me queda otra, al curso que viene seguiré educando a mis alumnos para un mundo que no existe, pero que desearía que existiera.       

lunes, 18 de julio de 2022

Estampas bucólicas

El campo parecía infinito, armado con verdes intensos del norte. Esto es el páramo y no estamos acostumbrados a la hierba fresca y al paisaje que nos presta la lluvia constante. Paseo por las veredas, oigo el rumor de los arroyos y el repicar cristalino del agua contra la piedra. Los jilgueros gorjean y las serpientes se deslizan sigilosas entre los frescos pasillos de la verdura. Uno aspira con fruición los vapores de la lluvia recién caída y la humedad del ambiente. El verano se ha escondido tras unas nubes persistentes que alivian la canícula y alegran el llano con colores de pintor prerrafaelista. Una carrasca sirve de hito en el camino. A su pie me dispongo a almorzar. Oteo el horizonte, un cernícalo acecha las correrías de un conejo y, al fondo, un bulto despierta mi curiosidad. Me acerco, con sigilo, parece la sombra de un corzo, de un rumiante grande, nada habituales en nuestros llanos. Sigo aproximándome, se perfila, se va formando la silueta, lo identifico, lo veo casi con nitidez y me paro en seco. Sí, no cabe duda, se acaba de subir los pantalones y con cierta furia me grita: "¡Qué miras, dominguero, no has visto nunca cagar a un hombre de bien!"   

domingo, 17 de julio de 2022

"La nada es todo". Antonio y Cleopatra en Almagro

El año pasado no pudimos ir a Almagro. Un año sin teatro, un año sin fantasía. Ayer, en el espacio Adolfo Marsillach nos resarcimos, volvimos a transformarnos, volvimos a ver a los murciélagos rondando el escenario en la noche apacible de La Mancha. Una brisa benévola aliviaba la canícula, una noche ideal para disfrutar de un Shakespeare esplendoroso. 

Palabras, palabras y más palabras. Tres horas de palabras. El bardo es un torbellino de palabras, sus diálogos, sus monólogos son tan intensos, tan abrumadores que nada, ni siquiera los murciélagos pueden entretener al espectador de su inmersión en la naturaleza de la ficción. Antonio y Cleopatra son dos amantes legendarios, maduros, casi patéticos. Shakespeare convierte a los héroes en personajes de hondura mortal. Antonio ha olvidado sus obligaciones bélicas, arrullado por el abrazo de una reina histérica, caprichosa, acuciada por el paso del tiempo. No, a los héroes no los puede dañar de esa manera la edad. Shakespeare, a través de palabras y más palabras, convierte al mito en polvo, en nada. Porque "la nada es todo", así sentencia Cleopatra, así sentencia Antonio. Se ríen de sí mismos, de su amor, de su madurez. Embrollados en el río de los hechos históricos, el general romano se ve acuciado por Octavio, por Lépido, por Pompeyo y, sin embargo, es Cleopatra la que vence. La egipcia es el refugio del héroe acabado, del héroe patético que se nos muestra, en su final, cobarde, incapaz, con la misma grandeza del Ulises que rechaza la mortalidad. Lluis Homar es Antonio. Crece y crece a lo largo de la obra hasta el punto de que se echan de menos sus palabras y su presencia cuando se entrega a la muerte. Cleopatra es una Ana Belén madura, tan frágil como enorme en su papel de emperatriz enamorada. Ella, que ha conquistado a Julio César, a los hombres más poderosos de su época, se ve abocada a la nada, porque "la nada es todo". No, ella tampoco es Calipso, a pesar de su belleza, de sus riquezas, de su poder.  Ella no es Calipso, pero muere con más agallas que Antonio. En un escenario marmóreo, de lujo palaciego, impresionante por su sencillez y por realzar la grandeza de la historia en palabras, palabras y más palabras. 

La versión de Molina Foix es densa, intensa, lírica, épica. Hay que estar atento, muy atento para que la espesura de Shakespeare te envuelva, te angustie, te manipule. Hay un momento en la vida del espectador en el que la entrega es absoluta, en el que la silla, el cielo, Almagro, no existen; solo Alejandría, Egipto, Roma, la pasión entumecida de Antonio y Cleopatra. No dejes que la crueldad de Shakespeare se apodere de ti, "la nada es todo" y el áspid de Cleopatra te inyectará su veneno como a ella, para creer que la realidad es mucho menos vigorosa que la ficción. 

Gracias a José Carlos Plaza, a la Compañía Nacional de Teatro Clásico, a sus actores, a sus escenógrafos, a sus técnicos, por transformar la apacible realidad de una noche manchega del XXI en un episodio legendario del Imperio romano, solo con palabras, palabras. Nunca des por muerto a Shakespeare.    

sábado, 16 de julio de 2022

"Yo me voy, señora mía; yo me voy, el alma, no" El perro del hortelano en versión de Paco Mir. Corral de Comedias de Almagro

A quien nos hace reír habría que pagarle un suplemento, no sé, una caña, una copa, un gintónic, algo, porque hacer reír es muy complicado. La versión de El perro del hortelano de Paco Mir (el calvo del Tricicle) nos ha hecho reír a todo el público, menores y mayores, desde 55 a 63 años, concentrados todos en el Corral de Comedias de Almagro, a pesar de que las sillas de anea de este espacio están diseñadas para romper el espinazo de cualquiera en menos de quince minutos. Si esta obra la hubiera visto Javier Marías, a estas horas estaría echando pestes por la transgresión, por la perversión de alterar un clásico. A mí quien me hace reír a mandíbula batiente, sin respeto por las mascarillas ni por las normas COVID, me merece un respeto tan grande que me rindo a sus encantos. 

Un par de técnicos de una compañía explica al público que los cómicos no han podido llegar a la representación y que serán ellos y dos actrices aficionadas quienes representarán el clásico de Lope. El artificio cómico del teatro dentro del teatro, a la manera shakespereana, funciona y de qué manera. Los escenarios tampoco han llegado y echan mano de dos escaleras de mano, del busto de un hombre barbado, de una columna, de una pecera, de un arbusto, de un marco... El arte conceptual es así. Toda una escenografía de urgencia que transforma la obra en un tinglado cómico propicio para unas bromas tan sencillas como efectivas. Como vestuario aprovecharán el de los Diez negritos de Agatha Christie, en un giro paródico de esas obras clásicas ambientadas en cualquier época menos en la que les corresponde. El argumento de El perro del hortelano es desmenuzado por los propios técnicos y alterado por la concentración de los personajes en dos de los actores improvisados. Aquí se parodia todo, cualquier artefacto de ficción es útil para provocar la risa. El gracioso (uno de los técnicos) lo es en grado sumo, una de las actrices amateur se desdobla hasta el infinito, las escaleras se convierten en bancos de taberna, el confeti en el salón de invierno... Todo se engrana a la perfección para que los espectadores, con el espinazo quebrado y ahogados por la mascarilla, riamos sin pensar en nuestras desgracias. "Yo me voy, señora mía; yo me voy, el alma, no". Si Lope levantara la cabeza, se reiría de esta perversión de su obra, sin ninguna duda, porque él retorcía hasta la ridiculización el lenguaje petrarquista y su propia concepción del teatro y la de sus contemporáneos. Lope se reía de sus tópicos y de sí mismo, se reía de todo y nada le habría gustado más que su obra persistiera por los siglos de los siglos gracias a la vis cómica de Paco Mir. Sí, entre los versos de Lope se trasluce al Tricicle y esto le da una actualidad, una frescura que necesitan los textos clásicos. "Yo me voy, señora mía; yo me voy, el alma (el espinazo y la mandíbula), no". Teodoro, Diana, Marcela y Tristán cobraron desde ayer nueva vida en los escenarios, la vida del juego con la ficción. Si viera a la salida a Paco Mir, lo invitaría como mínimo a una caña.      

viernes, 15 de julio de 2022

Quevedo versus Reverte

Entró Quevedo a la casa de apuestas, convencido de poder reparar las pérdidas del último find e semana. Jugaba el Atlético de Madrid contra el Leganés y tenía pensado apostar al cero a cero para asegurar la tirada. Hace tiempo que don Francisco ya no escribe. Prefiere ir al casino, jugar a la ruleta y gastar los últimos restos de los derechos de autor en las casas de apuestas. No le merece la pena escribir más, con El Buscón, los Sueños y discursos, los sonetos y las Gracias y desgracias del ojo del culo va sacando lo suficiente para comer, beber y pagarse los curiosos vicios de un hombre barroco. Al salir de la casa de apuestas, una chica lo abordó en la calle. Le soltó la broma de la majestad coja y estuvo a punto de mandarla a la mierda. Todas las semanas tiene sesión con un terapeuta para limar sus prontos y sus salidas de tono. La verdad es que le va bastante bien, hasta cierto punto. Sentado en una terraza de la calle del León, un muchacho lo reconoció y le pidió que le firmara un libro, "El capitán Alatriste" se titulaba. "Quevedo no firma libros que no son suyos", "pero es que en este sale usted, maestro". Espoleado por la curiosidad, le pidió prestado el ejemplar , que leyó esa misma noche. A Quevedo lo operaron recientemente de la vista y ya no necesita los anteojos (a él no le gustaba llamarles "quevedos"). Al terminar la lectura, encarnado de ira, se quedó con el nombre del autor. Buscó en internet dónde podría encontrarlo, cogió la daga que no utilizaba desde 1640 y se dirigió a casa de Reverte con la intención de hacerlo callar para siempre. Las sesiones del terapeuta funcionan hasta cierto punto.  

jueves, 14 de julio de 2022

"Libérame Domine" de Gracia Aguilar Almendros



En Libérame Domine Gracia Aguilar escancia las palabras, las filtra a través de un cedazo tupido para escoger solo las necesarias, las que sirvan para cauterizar heridas. Hay una intensidad sentimental tan acogedora como la mística en la que se asienta su título. El poemario empieza citando a san Juan de la Cruz ("Aunque es de noche") y no lo desmerece. La sensualidad da aroma a los versos con higueras, pan, zumo y albaricoques. La naturaleza se transforma en sabiduría y se convierte, a veces, en una poeta polaca. Gracia cuestiona la fiabilidad del recuerdo e insiste en la necesidad de perderse en la pasión, de abandonar el mundo racional. Una necesidad de embriagarse de luz. El pasado, en ocasiones, es doloroso y se reivindica la fuerza interna que nos mantiene en pie. Se desenredan serpientes y rencores. El tacto se convierte en terapia necesaria: la peluquera, la madre, Safo, la esteticién. Tres versos: "Sacudo / mi nuca estremecida / por la ternura de la peluquera". Los pájaros son caricias cálidas que nos dan cobijo en la intemperie de la carrera. Y llegamos a la cumbre, a "Mitología familiar", poema tan breve como redondo, en el que la historia íntima se cita con lo atávico. El sufrimiento de una gata vieja, nos traslada a la angustia de lo efímero, "Hoy acaricio / el tiempo que nos queda". Y reclama, "lámeme el alma", porque en este poemario se destila a partes iguales el dolor y el bálsamo. En un mundo de ritmo mecánico "masa, relleno, masa", solo la poesía se yergue como solución y hay una cierta pesadumbre por haber permanecido en el lugar de siempre, bajo el cobijo del padre, en no haber huido, en someterse a los ritmos de la necesidad. Termina Gracia con un sueño, ella, mujer desnuda, sustituye a una virgen en la catedral y todos los seres se rodean de agua y se funden con esa nueva deidad. La esperanza es luz, una luz nueva que se otea desde lo alto del fin del mundo.

"Estoy aquí,

sobre el acantilado,

Un, 

      dos,

             tres,

                    Splass".      

miércoles, 13 de julio de 2022

"Dreno" de Matías Miguel Clemente

Desordenar el mundo a través de las metáforas para crear un nuevo orden. "Dreno" es el nuevo "orden" en el que Matías intenta reinventar sus pálpitos, sus preocupaciones más allá de lo cotidiano. El poeta renuncia a la claridad de lo conocido para ahondar en el sentimiento con combinaciones sorprendentes. Indaga en los orígenes del predolor, con palabras nuevas, cargadas de misterio. Sí, se rinde a aprovechar la mano de los otros para ser guiado, siempre y cuando esta guía sirva para moderar el deslumbramiento de quien despierta de la ceguera. Todo se llena de historias casi oníricas, telúricas, con sintagmas sorprendentes, donde las piedras hablan como un oráculo. Un mundo desconocido que nos avisa con olores y ruidos de que vivimos de forma paralela en otro cosmos. En este nuevo orbe simbólico, los sellos de correos son aleteos de ballena que nos advierten sobre quien ha surcado caminos semejantes a los que nosotros emprendemos. Siempre conducimos coches prestados. Y como nuevo orbe, necesita de sentencias y letanías, llenas de deseos. Palabras casi bíblicas de agua y tierra que nos riegan de incertidumbres y nos modelan a su albedrío. 

En "Dreno" se escuchan ecos de Miguel Hernández, dolores, instrumentos, que nos apartan de lo cotidiano para instalarnos en la "sedición de los cajones del cuarto", en el "rumor de uno mismo". Una intensa voz lírica, interna, anima a no confundir la vida con una carrera de obstáculos, solo hay que salivar, salivar lo suficiente para no secarse. Todo cae derramado en el caos, en el "dreno", en otro "orden" alejado de la razón. Vivir en la extrañeza del otro, que siempre soy yo, ese sueño constante durante la vigilia. Desaparecen, en ocasiones, los rigores de la puntuación, las leyes, y vuelven, renovadas. Piezas que se caen y no existen, y vuelven a caer y no existen. Piezas que duelen. Un continuo movimiento que, cuando cesa, da paso a la soledad. Por eso hay que luchar por parar y volver a germinar, aunque sea desde el miembro mutilado. 

El poemario avanza con relatos densos, ahogados casi por las metáforas, que desordenan el mundo y lo ordenan en un nuevo orden: "desoírse de una vez por todas". Porque la realidad está agujereada, llena de pozos insondables, desconocidos, con un punto de luz al fondo. La luz del riesgo que percibíamos en la infancia, cuando íbamos sin manos sobre la bici y que, después, a fuerza de repetir lo que otros hacen, olvidamos hasta convertirnos en muesca, en herida. En "Dreno" se pretende hacer temblar la tierra con palabras, provocar seísmos, alejarse de las poéticas, de las medidas y los cánones. Ser un caribú, ver la estepa disfrazado de armonías, porque "el héroe examina su culpa cada día". Y cuando la mirada del otro atemoriza hay que huir volando, como pájaros. Son ecos de Valente, del Anábasis de Saint-John Perse, de Rimbaud, el paso del tiempo entre los dientes, los agujeros del camino son poemas y los poemas palabras que pueden ser reducidas a símbolos; y estos, a la nada. Las revelaciones en este nuevo mundo no parten de los profetas, sino de los saltamontes: el trabajo mata a los hombres, la grandeza solo puede ser drenada a través de la soledad.        

martes, 12 de julio de 2022

"Chéjov on the beach" por Marta Rebón




Frente marítimo de Yalta, última primavera del siglo XIX: dos hombres pasean por la mañana. No están solos, pues la costa sur de Crimea es el destino preferido de la élite de turistas rusos y de los enfermos que buscan alivio a orillas del mar Negro. Es la «zona de especialistas del pulmón», como definió esa ciudad-balneario Nabokov en sus memorias. Quedan algunos años de calma —no muchos— previos a la gran tormenta, cuando los cañones retumben y el padre del futuro autor de Lolita anote en su diario, antes de partir con su familia al inevitable exilio: «Inquietud. Miedo. Infinito sentimiento de opresión…».

Los paseantes de la escena inicial son escritores y, entre otras cosas, les une su pasión por ese océano de tierra que es la estepa. Un lugar idóneo, como la alta mar, para leer el cielo nocturno. Esto lo afirma el de mayor edad, Antón Chéjov, a quien la tuberculosis ha desterrado al sur. Le habría gustado instalarse en su Taganrog natal, en lo alto de la escalinata inspirada en la de la Acrópolis que desciende hasta las aguas poco profundas del mar de Azov, pero se ha acostumbrado a las comodidades de las grandes ciudades. En la «Dacha blanca», la casa que se ha hecho construir en Yalta después del éxito de La gaviota, escribe los que sabe que serán sus últimos relatos y obras de teatro, fiel a la idea de que hay que trabajar toda la vida sin escatimar esfuerzos. Escribir, siempre escribir. Creía que eso era lo que a uno podía salvarlo de la estupidez y el tedio. Su acompañante, Iván Bunin, todavía no había dado el salto definitivo al relato y se lo conocía por su poesía. «¿Escribe mucho?», le preguntó una vez. «Muy poco», le confesó Bunin. Y con voz profunda y algo de sequedad en el tono, le recordó que el único secreto era trabajar, trabajar duro… «Un escritor debe saber que, si no escribe, si se entrega a la pereza, puede morir de hambre».

Aunque Chéjov recibía constantes visitas —no siempre deseadas—, sentía por Bunin un cariño genuino. Podían pasarse largas horas callados en su escritorio. Y cuando este se ausentaba de Yalta, añoraba su compañía, aunque no se lo dijera. A lo sumo le soltaba: «¡Asegúrese de llegar temprano mañana!». Juntos parecían los dos tipos de personajes de El jardín de los cerezos: Bunin era hijo de una familia de nobles venidos a menos; Chéjov descendía de un linaje de siervos que había prosperado. Uno era petulante y supersticioso, el otro odiaba ser el centro de atención y aceptaba el destino con estoicismo. Una vez que estaban sentados en un banco, Bunin le preguntó:

—¿Le gusta el mar?

—Sí, pero lo encuentro demasiado vacío.

—Esa es su belleza.

—(…) Es muy difícil describir el mar. ¿Sabe lo que leí en un cuaderno escolar? «El mar es grande». Solo eso. Maravilloso.

A principios de ese mismo año, Chéjov había escrito a Gorki algo parecido sobre la necesidad de describir la naturaleza de la forma más sencilla posible. Le elogió que no cayera en la trampa de recargarla con expresiones del tipo «el mar susurra», «el mar habla», «el mar está desconsolado» y cosas por el estilo. ¿Qué es más efectivo que «el sol se puso», «empezó a oscurecer» y «llovía»?

Más tarde, en sus últimos días, Bunin rescataría este y otros recuerdos de la amistad compartida frente al mar con el autor de Tío Vania. Lo hizo casi medio siglo después de que muriese su referente absoluto en las letras, a quien acudió para pedirle consejo cuando era un principiante con una carta en la que se definía como uno de esos aspirantes a literato que acosaban a editores, poetas y escritores para que le dieran su opinión. ¿Por qué el primer nobel ruso de literatura dedicó su último texto, que dictó ya enfermo, como un testamento, al escritor de quien se sentía discípulo? Después de recibir una edición soviética de la correspondencia de Chéjov, descubrió, por cartas a terceros, la consideración y el gran afecto con los que hablaba de él. La gratitud y la emoción avivaron sus recuerdos. En las horas insomnes de su último año de vida, se pasaba el tiempo garabateando en trozos de papel y cajetillas de cigarrillos los detalles que le venían a la cabeza.

Entre las instantáneas que Bunin hizo aflorar de su memoria estaba la de una noche en que Chéjov lo llamó de improviso para proponerle un paseo en coche de punto. «Es tarde, puede pescar un catarro», objetó Bunin, que no dudó en preguntarle qué le pasaba. «Me he enamorado… No discuta, joven, y obedezca», oyó por teléfono. Al cabo de poco, ambos iban en dirección a Oreanda, a unos cinco kilómetros de Yalta. Bunin describió esa noche de cielo azul profundo y luna llena, el bosque con el encaje de sombras, las siluetas de los cipreses trepando por el cielo, las ruinas de un palacio neogriego. De fondo, el rugido sordo del mar Negro:

—¿Sabe cuántos años más me leerán? Siete —auguró Chéjov.

—¿Por qué siete? —le preguntó Bunin.

—Que sean siete y medio…

—Hoy parece triste, Antón Pávlovich…

—Aunque me leerán otros siete años, me quedan menos por vivir, solo seis.

Se equivocó en ambas cosas, apuntó Bunin, cuyas notas —incompletas, espontáneas— se publicaron póstumamente tal como las dejó. Son especiales por su carácter fragmentario y porque en ellas recupera al Chéjov meridional, el de los baños de sol y las caminatas tempranas junto al mar. Al prestar atención al desarrollo de su enfermedad en su correspondencia, Bunin llegó a la conclusión de que en Yalta la salud de Chéjov empeoró: «Fue la pasión por el mar lo que acortó su vida». Al fin y al cabo, Chéjov había crecido entre gente del mar y comerciantes griegos, italianos, ingleses y otomanos. En la tienda de ultramarinos de su déspota padre, abierta día y noche, atendía a personajes de lo más variopintos llegados de Monte Athos, Venecia, Alejandría. Taganrog, antes que San Petersburgo, fue el primer experimento de sede de la nueva flota rusa de Pedro I. Cuando Chéjov nació, en 1860, todavía era el principal puerto comercial del Imperio, tan cercano a Teherán como a la entonces capital, pero su declive era imparable, a favor de otras ciudades cercanas, a las que sí llegó el tendido del tren.

Desde una de las alas de la planta superior de la casa, justo encima de la tienda, los hermanos Chéjov pasaban largas horas observando las velas de los pesqueros y los barcos de vapor. Sus lecturas de expediciones y de las aventuras de importantes exploradores alimentaron su pulsión por el viaje y la aventura. Tal vez fuera la férrea e implacable disciplina paterna lo que alentara esas escapadas imaginarias que fue postergando hasta la edad adulta, debido a la suerte que corrió su familia, propia de una novela de Dickens, y cuyo peso tuvo que cargarse a la espalda ya de adolescente.

* * *

La temporada que más tiempo pasó fuera de Rusia fue en la costa Azul. De esos días es también la historia del retrato que le hicieron seis años antes de morir, aunque el cuadro se empezó a pintar en su casa de Mélijovo, al sur de Moscú. «En él parece como si acabara de oler un rábano picante», le escribió desde Niza a una amiga acerca de su expresión en el lienzo de un metro por ochenta, en el que aparece sentado en una butaca Voltaire verde esmeralda, el rictus serio, incluso adusto. La mirada, entre esquiva e intensa, se escuda detrás de su célebre pince-nez, como si posara apático y dominado por la toská, esa emoción específicamente rusa en la que confluyen inquietudes anímicas como el miedo, la nostalgia, el tedio o la aversión. El proyecto del cuadro arrancó a principios de 1897, cuando el arquitecto Fiódor Shéjtel le comunicó a su amigo, por entonces ya en la cima literaria y reconocido en el extranjero, que el filántropo Pável Tretiakov quería incluirlo en su particular iconostasio de intelectuales, en el que pocos son los que sonríen: rostros severos, concentrados, sobrios, como si hubieran tenido el presentimiento de la revolución futura que nacionalizaría aquella y otras colecciones de arte privadas, así como el fatal destino de muchos de los de su clase social. El encargo recayó en el joven pintor odesita Ósip Braz, que residía en San Petersburgo.

La historia de aquel retrato estuvo marcada por los obstáculos que aparecieron desde el principio. En vísperas del viaje a la capital para posar ante Braz, los pulmones de Chéjov —aquejados de una tuberculosis no diagnosticada, aunque con síntomas intermitentes desde hacía años— manifestaron la enfermedad que los estaba devorando. Ocurrió mientras cenaba con Alekséi Suvorin, editor y amigo, en su restaurante favorito de Moscú. «Empezó a escupir sangre. Pidió hielo, trató de chupar algunos trozos, pero la sangre no dejaba de manar, esa sangre roja y amenazadora como una llama». Así describió la escena Irène Némirovsky en la biografía novelada sobre su autor ruso preferido que escribió en Issy-l’Évêque —el último lugar donde vivió antes de ser deportada y asesinada en Auschwitz— y que se publicó póstumamente. El médico que atendió a Chéjov no logró contener la hemorragia, aunque trató de reconfortarlo asegurándole que no era grave. Cuando este se marchó, Chéjov comentó: «Para tranquilizar a los pacientes cuando tienen tos, les decimos que se trata de algo estomacal…, pero no existe la tos derivada de un problema gástrico. Si hay hemorragia siempre tiene que ver con los pulmones».

Poco dado a preocupar a su entorno, accedió a los ruegos de su amigo y acudió a una clínica, donde estuvo ingresado más de dos semanas. En su cuaderno anotó: «Hemorragia. Tengo encharcados los dos pulmones, congestión en el lóbulo superior derecho. El 28 de marzo Lev Tolstói vino a verme. Hablamos de la inmortalidad». Durante la convalecencia se le prescribió guardar silencio, pero tras la visita del autor de Guerra y paz, si bien este llevó el peso de la conversación, Chéjov sufrió una recaída. Por mucho que quisiera quitarle hierro a su estado de salud, su ánimo empeoró cuando alguien aludió al deshielo del río Moscova. «Haga lo que haga será inútil. Me iré en primavera, con la crecida del río», recordó que le decían los campesinos a los que trataba de la plaga blanca.

Fue Ósip Braz, por tanto, quien tuvo que desplazarse a Mélijovo. El encargo progresó mal. Chéjov no estaba por la labor, se sentía débil y, además, no confiaba en el talento del pintor de veintitantos años. Trabajaba despacio con el pincel, se exasperaba e inquietaba al retratado. Después de diecisiete días, el cuadro seguía inacabado. Acordaron dejarlo para más adelante. Braz se había topado con un modelo que era, a su vez, un fino observador. Pintar un retrato, escribir una biografía y dar con el diagnóstico de una enfermedad son actividades que requieren esfuerzo de imaginación y de empatía. Los dos amores de Chéjov, la medicina y el arte, se espoleaban mutuamente. William Carlos Williams describió ese diálogo entre disciplinas en el relato autobiográfico «La práctica médica»:


El hecho de visitar a la gente, a cualquier hora y en cualquier circunstancia, de enfrentarse con lo más íntimo de su vida, al nacer y al morir, de presenciar el instante de su muerte, de verlos recuperarse de la enfermedad, siempre me ha absorbido. Me he abstraído en lo más recóndito de su mente: al menos durante un rato me convertía realmente en ellos. (…) Por eso, como escritor nunca he sentido que la medicina me fuera un estorbo, sino que más bien ha sido un alimento, un acicate que verdaderamente ha hecho posible que yo escribiera. ¿Acaso no era el ser humano lo que me interesaba? Allí estaba la cosa, justo delante de mí. Podía tocarla, olerla. Era yo mismo, desnudo, tal cual, sin aderezos.

Los médicos le recomendaron un cambio de vida radical: reposo, comidas copiosas, silencio. Se dio cuenta de que debía evitar otro invierno en Moscú. A principios de septiembre se dirigió en tren a París. Siete días después llegó a Biarritz, donde pasó dos semanas leyendo periódicos junto al paseo marítimo y disfrutando de la gastronomía. «Todos los rusos de Biarritz se quejan de que aquí hay muchos rusos», escribió. Hastiado del tiempo desapacible, abandonó el tempestuoso Atlántico para trasladarse a la plácida Niza, a la sazón una especie de pequeña Rusia mediterránea y capital europea de los tuberculosos. Aunque la vida en Francia no fuera excesivamente cara y estuviera rodeado de compatriotas, a Chéjov le resultaba difícil crear en el extranjero. Escribir en una mesa ajena era tan extraño para él como si tuviera que hacerlo colgado boca abajo de una pierna, le confesó a su hermana. Niza, a su modo de ver, era la ciudad perfecta para leer, no para escribir. Aun así, redactó cartas, más de doscientas, para matar el aburrimiento. Las historias que nacieron allí tratan de personajes atrapados en provincias remotas de Rusia. Llegó a la conclusión de que los rusos no eran capaces de trabajar si no hacía mal tiempo. Como a Tsvietáieva, tal vez esa belleza mediterránea le acababa pesando porque lo obligaba a estar en «un estado de admiración permanente».

Braz llegó con sus pinceles a Niza para acabar el retrato. Esta vez Chéjov solo posó para él, en un taller de la ciudad, diez mañanas, en traje negro. Coincidieron con las últimas semanas, un tanto apagadas, de la estancia del escritor en Francia. «Braz continúa pintando mi retrato. Lleva tiempo con ello, ¿no? La cabeza ya casi la ha terminado; dicen que el parecido conmigo es enorme, pero a mí el retrato no me parece interesante. Hay algo en él que no es mío y falta algo de mí». Pero en el fondo aquella falta no se la achacaba al pintor, pues, si se había vuelto pesimista y lúgubre, eso tenía que transmitirse de algún modo. Al menos nadie le negará un mérito al cuadro de Braz, y es que aclaró un dato que las fotografías en blanco y negro no habían resuelto: la creencia de que Chéjov tenía los ojos azules era infundada.

Ya en Crimea, Chéjov puso el punto final a La dama del perrito. Aunque la acción se desarrolla en Yalta, algo de Niza trasluce en aquella historia de amor adúltero, tal vez imaginada al ver a alguna de las paseantes en el paseo de los Ingleses, pues decía que escribía a partir de la memoria, cuando esta había hecho su trabajo de filtrado y se decantaba el argumento. Dos personajes también van en coche de punto a Oreanda:


Se sentaron en un banco, no lejos de la iglesia, y se quedaron mirando el mar en silencio. (…) Se oía el ruido sordo y monótono del mar, que llegaba desde abajo, hablaba del sosiego, del sueño eterno que nos espera. Así era su rumor cuando ni Yalta ni Oreanda existían, así era ahora y así seguirá siendo, sordo y monótono, cuando nada quede de nosotros. En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y la muerte de cada ser humano reside, quizá, la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento ininterrumpido de la vida sobre la tierra. (…) Gúrov reflexionaba que, en realidad, si uno se para a pensarlo, todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana.

Cuando leo este pasaje, recuerdo su paseo nocturno con Bunin en Oreanda y que Chéjov le aconsejaba a su hermano que al escribir no incluyera paisajes que no hubiera visto, ni inventara sufrimientos que no hubiera experimentado, «ya que en el cuento la mentira resulta más molesta que en una conversación».

"La buena muerte" por Mar Gómez



En los últimos años la muerte penetra en nuestra vida con una frecuencia y un volumen insoportables. La muerte es el destino ineludible de cada nacido, y el momento de morir, quizá, el más importante de nuestra existencia.

Hace unas semanas, el escritor Luis Mateo Díez visitó mi clase. Una de mis alumnas le preguntó por la muerte. Él contestó que en sí no era un problema, que podía ser algo feliz, ¿acaso no lo demostró Tolstói en su genial novela La muerte de Ivan Illich? Lo complejo es cómo morir. Las muertes repentinas y violentas, fuera de tiempo, nos trastornan ferozmente, nos enfrentan a un azar terrible y engañoso. La filosofía ha reflexionado mucho sobre el tema: “El que aprende a morir, aprende a no servir”, decía Montaigne. Julia Kristeva hablaba del cadáver como un límite que lo invalida todo, que nos expulsa y no nos permite ser. Frente a la muerte, los seres humanos somos un poquito menos. Muchos otros nombres podrían sumarse a estas reflexiones, pero hablar públicamente de la muerte continúa siendo un tema espinoso. No siempre fue así.

Durante los siglos XVI y XVII, la muerte era tan real como la vida. Los poetas advertían sobre su llegada: “No labres sin fundamento / máquinas de vanidad, / pues la mayor majestad / en un sepulcro se encierra”, decía Calderón. Había que prepararse para morir y ayudar en este proceso era parte de las obligaciones de las amistades y la familia. En los manuales de muerte, o ars morendi, de la tradición católica se describen las tentaciones que se experimentaban en la agonía como las más terribles. El demonio atacaba fieramente y los devocionarios y consejos del alma trataban de enseñar el camino a Dios, mientras ofrecían el cuerpo a la tierra. Este doble entendimiento del ser humano no era una abstracción teórica, sino un principio organizador de las costumbres funerarias. En otras tradiciones, como en el budismo tántrico, encontramos el mal traducido Libro tibetano de los muertos, o Bardo thodol, que podemos interpretar como: Liberación mediante audición en el estado intermedio. Este texto del siglo VIII ayuda al alma a avanzar en el ciclo del samsara y buscar una buena reencarnación en la próxima vida. Al recitarlo, durante 49 días junto al moribundo y el cadáver, también se ayuda a los familiares del difunto a despedirse y pasar el duelo.

La sociedad secular necesita encontrar formas para encarar la muerte. Pensar en el fin no supone una actitud derrotista. Aunque nadie quiere morir, reflexionar sobre ello de vez en cuando, es quizá la forma más coherente que tenemos de afirmar la vida. Hasta Steve Jobs alabó la muerte como la mejor invención de la vida. Después de trabajar trece años con personas con padecimientos incurables, la enfermera Tenzin Kiyosaki recogió en un libro reciente los arrepentimientos más comunes de los moribundos. Estos eran: haber pospuesto los sueños, no haber expresado suficiente los sentimientos a los seres queridos y no haber perdonado. En la misma línea, otros trabajos anteriores mencionan también la pesadumbre por haber trabajado demasiado. Afirmación que vendría corroborada por el fenómeno de “la gran renuncia” en Estados Unidos que detonó la pandemia y que en nuestro país podría explicar porqué hay más de 100.000 demandas de empleo sin cubrir, a pesar de las cifras de paro. La sociedad es más inteligente de lo que asumen los poderosos. Si el trabajo es una herramienta para la vida, hay que desecharlo cuando sus condiciones no permiten el desarrollo digno de la misma.

La muerte se ha conceptualizado como un error de la naturaleza. Hay científicos que trabajan —subvencionados por individuos con nombres propios como Jeff Bezos con miles de millones de dólares— en la eliminación de la muerte. La consideran una enfermedad que tiene que ser tratada. La idea de inmortalidad nunca ha estado tan presente. Morir solo tiene sentido si se relaciona con la comunidad. La inmortalidad, sin embargo, es algo individual. Se relaciona con la preservación del propio ego.

En su lado más perverso la comunidad justificaría la guerra o el terrorismo y alentaría el sacrificio individual. Me pregunto si el ejercicio de pensar un poco más en la muerte propia y menos en la de los demás no podría acercarnos a la reflexión que reclama Hannah Arendt para no actuar por órdenes sin cuestionamiento, vengan estas del ejército o del mercado. Me pregunto si entender la importancia del momento de la muerte no podría ayudarnos a frenar, al menos en parte, la violencia.

La agonía es un instante de alta sensibilidad, incluso meditar sobre ello remueve los sentimientos. Al escribir estas líneas me recorren muchas emociones, como no me sucede con otros temas, pero es que son precisamente las emociones, nos recuerda la filósofa Ana Carrasco-Conde en su libro Decir el mal: La destrucción del nosotros, “lo que nos pone en contacto con los demás y con nosotros mismos”, y nos libera de la apatía, que es un poco, si me permiten, la peor muerte de todas: la muerte en vida.