sábado, 27 de junio de 2020

Spinoza, la anomalía salvaje


Acercarse a Baruch Spinoza significa hablar de un hombre maldito y execrado. Excomulgado por cuestionar dogmas de la teología judía, su humilde labor como pulidor de lentes convivió con la serena exaltación de la alegría. Hijo de padres judíos de origen portugués y español, nació en Ámsterdam en 1632. Fue alumno del médico y rabino Saúl Levi Morteira, que —sin alejarse de la ortodoxia judía— practicaba un fructífero diálogo con los humanistas cristianos. De joven, leyó a Lucrecio, Thomas Hobbes, Cervantes, Quevedo, Góngora y Giordano Bruno. Se ha dicho que fue uno de los primeros ateos de la historia, pero su filosofía es una meditación sobre Dios. No del Dios trascendente que creó el tiempo, la materia y el espíritu, sino del Dios que es tiempo, materia y espíritu. Totalidad viva y palpitante que no cesa de producir formas y que nunca se enreda en las pasiones humanas. Lector minucioso del Talmud y el Antiguo Testamento, Spinoza leyó a Maimónides, Crescas y Gersónidas, pero su curiosidad le animó a salir del gueto para frecuentar los medios intelectuales cristianos, donde conoció la filosofía de Descartes y se adentró en los laberintos de la física y la geometría. Acusado de ateo y librepensador, los ancianos de la sinagoga decretaron su excomunión, logrando que las autoridades civiles añadieran la pena de destierro por blasfemar contra las Escrituras. Se instaló en Voorburg, a media legua de La Haya, trágicamente distanciado de su familia y su comunidad. Acogido por los círculos protestantes liberales de convicciones pacifistas (menonitas, colegiantes), su carácter dulce y su inteligencia le atrajeron numerosos amigos. No transigió con privilegios que pudieran menoscabar su independencia, como honores, rentas y cargos oficiales o privados. No se encerró en su estudio. Defendió la libertad de pensamiento, la hegemonía de la razón y la convivencia pacífica. Partidario de Jan De Witt, Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, ambos protectores de las libertades civiles y la tolerancia religiosa, salió a la calle para expresar su repulsa cuando una muchedumbre los asesinó con horrible ensañamiento, obedeciendo órdenes de Guillermo III de Inglaterra. El filósofo dejó una nota en el lugar del crimen, donde se leía: Ultimi barbarorum («El colmo de la barbarie»). 

Admirador del estoicismo, Spinoza cultivó la austeridad, la sencillez y la prudencia. Su elogio de la alegría como pasión superior a la tristeza le hizo condenar el ascetismo, que ensombrece la mente y denigra el cuerpo. No invocaba el hedonismo, sino la vida contemplativa exaltada por los griegos, según la cual el hombre superior dedica su existencia a la sabiduría, el arte y la contemplación de la Naturaleza. Enfermo de tuberculosis, la muerte sobrevino en La Haya en 1677. Dejó inconcluso su Tratado Político, pero nos legó casi una docena de obras donde destacan su Tratado teológico-político y su magistral Ética demostrada según el orden geométrico. Se hizo un inventario de sus bienes tras su fallecimiento: una cama, una pequeña mesa de roble, otra de esquina con tres patas, dos mesitas auxiliares, un equipo de pulir lentes, unos ciento cincuenta libros y un tablero de ajedrez. La herencia de un hombre que vivió para el espíritu, indiferente a los placeres mundanos. 

Para Spinoza, la sabiduría es el placer soberano, la dicha más perfecta y legítima. La gloria es la alegría de participar en la vida de Dios. No de un Dios personal y trascedente que interviene en la historia, sino de un Dios impersonal e inmanente. Dios es la Naturaleza, la totalidad de lo existente (Natura naturata) y la fuente y origen que sostiene el dinamismo de la vida (Natura naturans), renovando ininterrumpidamente sus formas. No hay ninguna finalidad en Deus sive Natura (Dios o la Naturaleza), solo un conjunto de leyes que producen fenómenos por medio de analogías, contrastes y oposiciones. Esta red de relaciones es inteligible porque las ideas no son “pinturas mudas”, sino un aspecto más del dinamismo, la unidad y el orden de la Naturaleza. El orden creador y el orden intelectual coinciden cuando el pensamiento es conocimiento verdadero: “el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”. La filosofía no es un reflejo, sino saber reflexivo o, si se prefiere, intuición perfecta. El entendimiento, correctamente orientado, conoce las cosas tal como son en sí mismas. Es absurdo elaborar un método, como hizo Descartes, salvo cuando se presupone una separación ontológica entre Dios y el mundo. Spinoza abandonó las tesis de su Tratado sobre la reforma del entendimiento cuando comprendió que solo se vive y se conoce en el Ser. No hay nada más allá. No hay una trascendencia opuesta a la inmanencia. Dios no es padre y no se preocupa por el hombre. Cuando decimos lo contrario, formulamos una analogía absurda que obedece a nuestros miedos y deseos. Es un acto de ignorancia. 

Dios es absolutamente infinito, afirmación absoluta que excluye toda negación o determinación. “Dios no tiene derecha ni izquierda, ni se mueve ni está parado, ni se halla en un lugar, sino que es absolutamente infinito y contiene en sí todas las perfecciones”. Su creatividad es inextinguible. Ningún ser es idéntico a otro. Cada individuo constituye una novedad absoluta. Dios es lo uno y lo múltiple. Para conocerlo, solo tenemos que observar y estudiar la totalidad de la que formamos parte. Dios no está en lo alto, sino en el aquí y ahora. En la filosofía de Spinoza no hay ninguna concesión a la trascendencia. Dios no es lo que está más allá, sino la red infinita que nos envuelve. Al señalar la extensión como atributo infinito de Dios, Spinoza impugna la idea bíblica de la creación, donde la materia solo es una herramienta o sustrato, no algo divino. El filósofo holandés niega que la creación sea fruto de una elección libre de la voluntad de Dios. Dios, por esencia, es una fuerza creadora y no puede substraerse a su naturaleza. Decir que Dios ha creado el universo por amor al bien, significa subordinarlo a un destino, cuestionando su perfección y autosuficiencia. Decir que Dios elige conlleva limitar su libertad, pues elegir siempre implica una renuncia y una deliberación. Además, Dios es eterno y en la eternidad no hay un antes o un después. Decir que Dios podría haber elegido otra cosa es como decir que Dios podría no ser Dios, pues una decisión siempre modifica en mayor o menor grado al que la adopta. Dios crea libre, pero necesariamente. No es creador por elección, sino por esencia. 

Los seres finitos se caracterizan por su duración. No son eternos. Spinoza no cree en la inmortalidad individual. El hombre no es “un imperio dentro de otro imperio”. Forma parte de la Naturaleza y su libertad es ilusoria. Cree que es libre porque desconoce las causas que determinan sus actos. Participa del conatus o impulso por perseverar en la existencia común a todos los seres vivos. Esa es su “chispa divina”, no la quimérica humanidad de Dios. El alma del hombre solo es una idea, la conciencia reflexiva de su realidad corporal. Dado que Dios o la Naturaleza es un solo individuo (Facies totius universi), el ser humano posee una dimensión mística, pues su alma, en tanto idea, permanece en Dios, pero no como conciencia individual. Spinoza afirma que “un círculo existente en la Naturaleza, y la idea de ese círculo existente, son una misma cosa”. El círculo que conocemos por medio de la razón es un modo de Dios y, en cuanto idea, un atributo divino. Evidentemente, no se puede rezar a un Dios así, tan impersonal como el Dios aristotélico. Spinoza elogia las pasiones alegres, que constituyen un éxito de la vida, y aboga por la superación de las pasiones tristes, que solo evidencian un fracaso. Las pasiones tristes nos separan de la vida, cegándonos para apreciar sus dones. Nos enemistan con los otros, pues atribuyen una importancia irracional a las cosas perecederas. Nos hacen codiciar la riqueza y el placer, sin comprender que su valor es muy inferior a la sabiduría. La verdadera felicidad consiste en sacudirse la servidumbre de las pasiones tristes. La virtud es obrar bajo la luz de la razón, con una comprensión adecuada de las cosas, intentando no ser objetos pasivos de las circunstancias y las emociones. La virtud nos hace obrar bien y no hay mayor felicidad. El sabio ama a Dios y a los hombres, lo cual le permite amarse a sí mismo, pues entiende que su existencia es necesaria y participa del milagro de la vida. Todos somos parte del entendimiento infinito de Dios y estamos indisolublemente unidos al resto de los hombres. Lejos de la adoración clásica de Dios, que implica humildad y humillación, Spinoza postula un amor que es sabiduría y conciencia de la pluralidad. El amor intelectual de Dios es el grado más alto de una religión filosófica que exalta el conocimiento como forma más elaborada de piedad. El sabio contempla el universo “sub specie aeternitatis”, es decir, como un todo regulado por la razón y la necesidad. 

La religión filosófica de Spinoza no es solo metafísica, sino una guía para el buen uso de la vida. Nos incita a ejercer la libertad y expresar nuestros sentimientos, combatiendo los prejuicios. Una lucha que no puede estar asociada a la violencia, sino a la argumentación y la persuasión. Spinoza se muestra partidario de analizar las Escrituras desde una perspectiva crítica, empleando las herramientas de la historia, la lógica y la filología. Solo así podremos lograr una comprensión racional que nos aleje de lo mítico e incongruente. Su conclusión es que únicamente merece la pena conservar de los textos bíblicos su incitación a la caridad y la justicia. No es un precepto exclusivo de la tradición judía, sino un mandato universal inscrito en el corazón de todos los hombres. Las instituciones, las ceremonias y los hechos históricos que aparecen en la Biblia solo reflejan el punto de vista del hombre. A veces, son invenciones, fantasías; otras, simples aberraciones. Solo los preceptos más sencillos, como el amor al prójimo, proceden de Dios y pueden aglutinar a todos los hombres de buena voluntad, sin necesidad de organizar ritos y establecer jerarquías. 

En el campo de la política, Spinoza sostiene que la república siempre es preferible a la monarquía, pues promueve la libertad y la igualdad. Los reyes solo defienden sus privilegios, implicando a las naciones en guerras inmorales. El clero debe estar sujeto al poder temporal. Las iglesias no deben inmiscuirse en los asuntos del Estado. El “derecho de Dios” es el poder de la vida, desplegándose en grados diferentes, no una ley con autoridad para coaccionar al poder civil. La política debe gozar de autonomía y proceder con realismo. Hay que comprender al ser humano con sus flaquezas y virtudes, sin esperar una quimérica transformación. El mito del “hombre nuevo” es pura ilusión. No se puede reinventar al hombre, solo cabe educarlo, fomentando la responsabilidad cívica. Hay que estudiar “los actos y apetitos humanos como si fuesen líneas, superficies y cuerpos”. El conatus puede enfrentarnos con otros individuos, pero ese conflicto debe resolverse mediante la razón, mostrándonos que la asociación en el seno del Estado incrementa las posibilidades de sobrevivir: “Nada es más útil a un hombre que otro hombre”. Solo hay una vida plenamente humana cuando el poder de cada uno se suma al de los demás, alumbrando una sociedad que garantiza derechos y libertades. Los escolásticos tenían razón cuando afirmaban que el hombre es un animal político. Spinoza carece del pesimismo de Hobbes y Maquiavelo: los hombres no viven en sociedad solo para garantizar su seguridad, sino por la esperanza de una existencia libre y racional. Frente a la violencia del primitivo estado de naturaleza, la convivencia ordenada por leyes ofrece la posibilidad de resolver las querellas pacíficamente. El Estado democrático es más poderoso que una monarquía absoluta, pues basa su fuerza en la voluntad de la mayoría, lo cual neutraliza el riesgo de insurrecciones y mitiga la amenaza de guerras civiles. El hombre no es bueno ni malo por naturaleza. Está sujeto a las pasiones y expuesto al error. Por eso, hay que legislar con buen criterio, pues solo la ley puede librarnos de la violencia y la arbitrariedad. 

Spinoza es una anomalía salvaje, como apuntó Toni Negri, un filósofo intempestivo que exaltó la libertad desde la dulce Holanda, abogando por un mundo gobernado por la razón. No planteó una fría utopía, sino un modo de vida basado en la esperanza, la compasión y el consenso. Desnudó los dogmas, mostrando que solo eran odiosas supersticiones o errores absurdos. “No presumo de haber encontrado la mejor de todas las filosofías —escribió a Alberto Burgh, joven convertido al catolicismo—, pero sí sé que conozco la verdadera, y si me preguntas que cómo lo sé, te responderé que del mismo modo que tú sabes que los ángulos de un triángulo valen dos rectos…”. Cartesiano y casi volteriano, Spinoza solo respetaba a los cristianos liberales que propugnaban la separación de la Iglesia y el Estado. Su espíritu tolerante corrió paralelo a su rigor geométrico. Su prosa carece de plasticidad porque su pretensión es trasladar la exactitud matemática al terreno de la filosofía. El conocimiento nunca podrá ser perfecto y total pues “Dios o la Naturaleza” es lo absolutamente infinito. ¿Cuál será el camino de perfección hacia una sabiduría superior? “Cuanto más conocemos las cosas singulares, más conocemos a Dios”. Dios está en el polvo de cristal de una lente tallada minuciosamente por unas manos expertas. En la circunferencia trazada por un compás y en el barro que se acumula en los caminos. No es un Dios padre que vela por nosotros. Frente a la adversidad, solo cabe responder con entereza y dignidad. No debemos pensar en la muerte. Un hombre libre reserva sus pensamientos y emociones para la vida, donde se halla la única dicha posible. Un hombre libre reserva su sabiduría para meditar sobre la vida, no sobre el morir. Arrepentirse es un gesto estéril. El que lo hace es “doblemente miserable e impotente”. Hay que abstenerse de condenar. Lo esencial es comprender, especialmente nuestros propios errores, y saber que “no queremos, apetecemos, ni deseamos algo porque lo juzgamos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo queremos, apetecemos y deseamos”.

El decreto de excomunión o “herem” contra Spinoza es implacable: “Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos”. ¿Por qué tanto odio? ¿Solo porque fue un hereje o quizás un ateo? Toni Negri afirma que la anomalía de Spinoza fue salvaje porque es una invitación a rebelarse contra los órdenes políticos que no hayan sido libremente establecidos por las mayorías populares. Negri exacerbó la dimensión revolucionaria, olvidando que Spinoza reprueba la violencia, pero advirtió con nitidez su inconformismo radical. Pese a su airada excomunión, el nombre de Spinoza no se ha borrado. La posteridad lo recuerda como el símbolo de una sabiduría alegre y valiente, que intentó liberar al hombre del miedo y la superstición, inculcándole la pasión del conocimiento y la serenidad estoica frente al dolor. “Libre de la metáfora y del mito”, escribió Borges en un bello y clásico soneto sobre el filósofo judío, nos regaló “el infinito mapa de Aquel que es todas Sus estrellas”.

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