lunes, 22 de junio de 2020

Bucólicas


Mi abuelo me cuelga sobre los huesudos hombros un cordero recién parido. Tengo unos seis años. A veces dudo de la veracidad de este recuerdo. Puede ser un producto de la invención o la necesidad de crear imágenes novelescas con que anclarnos a un pasado que se va difuminando hasta apenas reconocernos en él. Mi abuelo era pastor y yo, de pequeño, me alojaba los veranos en su quinta de campo porque estorbaba en casa. Recuerdo el fluir sosegado de mi abuela, su cara amable, su tono suave, su remendar pausado bajo el rosal silvestre y sus patatas a lo pobre. 
Mi abuelo se me lleva con las ovejas a ramonear la escasa hierba de los ribazos y barbechos. Una aventura emocionante, de iniciación. "¡Regas, toma; regas, toma!" y un rascar el paladar con la lengua para llamar la atención a una borrega que se acerca demasiado a las pampanas de una cepa. El perro, noble y lanudo, agrupa al rebaño. Una perdiz aparece de repente, no alza el vuelo y mi abuelo sale corriendo tras ella, se lanza al suelo y la atrapa. Las manos retorcidas pellizcan el pan, amasan la navaja y rebanan un tasajo de longaniza seca. El placer de la comida, un placer distinto cuando el trabajo es extenuante. No, los gozos del comer no hay que buscarlos en restaurantes con estrellas Michelín, sino en episodios previos de desgaste físico que conviertan el ritual de la mesa en un devorar primitivo, recostados contra los almendros. 
Mi abuelo me deja solo, en el pescante de un carro, durante unos minutos, los suficientes para que el macho se espante y nos arrastre (a mí y a los aperos de labranza) hasta el confín de las vías del tren. Puede ser, no estoy seguro.
Después de la siega, en la era, por la noche, se aventa el trigo y se embala la paja. Bloques de construcción que nos sirven a mí y a otros chicos para hacernos refugios misteriosos. Es una fiesta a la luz de las estrellas, o así nos parece a los más pequeños.
Se aproxima la tormenta, lo dicen en el parte de la radio. Se colocan las estufas de carbón contra el pedrisco en mitad de las eras. El cielo es gris y las piedras rompen las tejas, también revientan las uvas.  
Me espanta el agua, me da miedo meterme en la balsa, de fondo confuso y profundidad de pánico. Aprieta el calor y me baño en el abrevadero donde se refrescan las ovejas. Me rasco la tripa y el pecho. Mi abuela me da friegas de Nivea. Aún disfruto de sus dedos de hechicera.
En los canales de riego que mi abuelo cava con las abarcas hundidas en el barro, yo organizo regatas de sarmientos. A veces encallan, otras llegan a la meta. Valoro su posición y se monta ceremonia de celebración para los ganadores.  
Mi abuelo y yo trepamos por las ramas del viejo cerezo, junto al pozo. Él con algunos dedos de los pies fuera de las abarcas; yo, con las rodillas heridas por la aspereza del árbol. Las ciruelas no me gustan. Los pájaros se han comido casi todas las cerezas maduras. El espantapájaros no asusta a las picarazas.   
Mi abuela me arropa en la cama, junto a los silos, en la parte más alta de la casa. Yo leo un tebeo de Agamenón y me duermo. Un estruendo me despierta y me encuentro en el establo, al lado de las caballerías, alteradas, rodeado de una nube de polvo y de la pérdida del sosiego de mi abuela, que me acuna en sus brazos, desesperada porque esperaba verme muerto después del derrumbe del piso. Este episodio me lo contaron, no es de mi memoria ni de mi imaginación. No puedo asegurar que ellos, mis abuelos, también fueran víctimas de la invención de los recuerdos. No creo. Eran amantes del realismo costumbrista, del queso de servilleta y de la palabra precisa.

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