martes, 16 de junio de 2020

"La sabiduría trágica de Nietzsche" por Rafael Narbona



Es imposible concebir una interpretación definitiva de la filosofía de Nietzsche, pues se trata de un pensamiento que postula el perspectivismo como la única visión genuina del pensar y el existir. La doctrina del devenir es incompatible con cualquier cadena de conceptos que pretenda sistematizar el potencial creativo de una obra con un dinamismo intrínseco e inagotable. La filosofía de Nietzsche nunca se transformará en saber académico. Nietzsche nunca se cansará de confundirnos con infinitas máscaras, deslizándose sin tregua por el hilo que reúne y separa la identidad y la diferencia, la palabra y el ser, lo uno y lo múltiple, la virtud y la decadencia. Nada podrá acallar esa explosión de libertad que sueña con reinventar la moral y la política para reconciliarnos con nuestra finitud y liberarnos de quiméricos trasmundos.
Heidegger afirmaba que Nietzsche pertenece a la categoría de los pensadores esenciales, porque su filosofía constituye una meditación sobre el ser del ente. Gilles Deleuze percibe en su obra la melodía de la diferencia. Pierre Klossowski interpreta su pensamiento como una descripción de la realidad basada en el mito: el mundo solo es una fábula, “algo que se cuenta”, una narración que adquiere formas distintas, pero sin otra trascendencia que la mera relación de lo que acontece. Clément Rosset afirma que no se puede hablar de Nietzsche sin mencionar las palabras “beatitud”, “alegría”, “júbilo dionisíaco”. Sus obras son una manifestación de gratitud hacia el ser, una aprobación incondicional de la vida. De todas estas imágenes (y la lista podría ser mucho más prolija), ¿cuál es la que mejor refleja el rostro de un pensador que amaba el disfraz y asociaba su nombre a catástrofes sin cuento, verdaderas conmociones que removerían la historia de la humanidad?
Rüdiger Safranski considera que la filosofía de Nietzsche se condensa en un concepto: Ungeheuer, lo monstruoso, lo informe, lo que desborda cualquier límite y no puede acotarse con formas definidas. Se trata de una noción algo imprecisa, pero es la que mejor se ajusta a la naturaleza del ser, una marea desbordante cuyo flujo y reflujo dibuja un movimiento interminable. La esencia de esta corriente, que solo retrocede para volver con más fuerza, se identifica con el espíritu de la música. Safranski cita el aforismo de Nietzsche, según el cual “sin música la vida sería un error”. No se trata de una reivindicación de carácter estético, sino de un programa filosófico. La metafísica solo podrá expresar el ser en la medida en que se adapte a la música. La filosofía de Nietzsche quiere “hacer música con el lenguaje”, los pensamientos y los conceptos, pues entiende que una visión del mundo que no se exprese como un canto, solo nos proporcionará una imagen momificada de lo real. De ahí que cuando hacia 1889 una sirvienta lo descubra bailando desnudo en su habitación de Turín, su euforia no deba interpretarse como los primeros síntomas de un desarreglo mental que ya había advertido Lou Salomé, la “rusa” que encendió su pasión y rechazó sus reiteradas peticiones de matrimonio. Nietzsche baila desnudo porque “su alma estaba hecha para cantar”. Además, si nos atenemos a la lectura de Klossowski, su locura no es algo casual, sino la consecuencia inevitable de una filosofía orientada hacia la destrucción de la idea de sujeto. La identidad personal solo es una ficción más o, mejor dicho, la ficción que posibilita la culpa, el resentimiento y la reprobación de la vida. El desorden mental es la patología que disuelve una imagen del mundo basada en la impugnación del devenir. Es una experiencia antisocial, pero es la única vivencia que reproduce la esencia del ser: un azar que se emboza en leyes para esconder su absoluta gratuidad.
El hombre que conoce la ley del devenir ya no construye teorías, sino que danza enloquecido. Se pueden interpretar sus movimientos como un arrebato irracional, pero es algo mucho más serio. Detrás de cada paso, se esconde la sabiduría más profunda: la del niño que juega, amontonando cosas y dispersándolas a manotazos. Su proceder no es pueril. Cada gesto reproduce la tensión del ser, sus configuraciones y sus dislocaciones. Es un rito solemne que espanta al tedio, la experiencia más fúnebre del nihilismo. Al jugar, nos liberamos de la metafísica que desdobla lo real en mundos opuestos (lo verdadero y lo aparente), para adentrarnos en la matriz de la sabiduría trágica: la que extrae sus lecciones de la fisiología, de ese laboratorio de ideas que es el organismo, cuyas funciones más elementales (rumiar, digerir, masticar) producen pensamientos más refinados que las especulaciones más abstractas. 
Nietzsche se inspira en sus propios procesos fisiológicos. De ellos extrae su filosofía. Al observarse, descubre que la propia existencia se puede transformar en relato. Escribir sobre uno mismo, transformar la propia vida en una narración, es lo que posibilita seguir escribiendo. Lo inmediato pierde su insignificancia para convertirse en el material que prepara “una significación futura”. El “yo” es un postulado de la gramática, pero lo que cuenta no es el sujeto al que se atribuyen predicados, sino la corriente de pensamiento que fluye a partir de la reconstrucción del instante. Lo que nos acontece ha de vivirse como un experimento que posibilita la comprensión futura. Al concebir nuestra existencia como un proyecto, convertimos nuestra mismidad en un eco de resonancia del ser, donde lo que deviene forma o figura se fragmenta en múltiples facetas que ponen de manifiesto que eso que llamamos verdad solo es una perspectiva, una visión parcial o, más exactamente, una interpretación. Al convertir nuestra biografía en escritura, reproducimos la aventura del ser, sus tensiones y contorsiones, pues el lenguaje se retuerce en metáforas y asociaciones imposibles porque sabe que persigue algo irrealizable: la cristalización de lo que, por su esencia, no admite ninguna configuración definitiva. Es como intentar imprimirle una forma al agua. Sólo conseguiremos observar cómo se escurre entre nuestros dedos. La relación entre las palabras y las cosas no es muy distinta. Las redes del lenguaje persiguen fantasmas y solo reproducen sombras. Sin embargo, no podríamos vivir sin esas proyecciones. La filosofía transforma estos reflejos en conceptos y elabora sistemas, pero solo está perpetuando esa necesidad de fijar lo monstruoso, de encapsular lo que no tolera límites ni definiciones. Cuando el lenguaje se aleja de su raíz musical, la conciencia y el ser se escinden. La conciencia, incapaz de asimilar lo ilimitado e informe, abraza una perspectiva unilateral del ser, ignorando su diversidad. 
El ser se despliega como un conflicto inacabable. Esa es la lección de Heráclito. Cuando se intenta desactivar esa tensión, se produce la decadencia. Nietzsche identifica ese declive con el progreso de la civilización. La única forma de recuperar las energías dionisíacas que impulsan la vida es reactivar las fuerzas que han ido engendrando las diferentes formas de cultura. El Estado griego es la cima de la cultura. Su signo distintivo es el genio militar. La guerra es lo que fecunda la cultura. La sangre que producen las luchas entre los pueblos es ese subsuelo fértil que posibilita la aparición del genio. Por eso, Nietzsche repudia el socialismo y la democracia, justificando la esclavitud y las medidas eugenésicas que impiden la propagación de esas enfermedades (la compasión, el igualitarismo), cuya fuerza corrosiva invierte la moral natural, ahogando la excelencia. La entrada de las masas en la política horrorizaba a Nietzsche, pues opinaba que todo lo que sonaba a “cuestión social” constituía una amenaza contra la preservación de la cultura. La redistribución de la riqueza y el amparo de los débiles impiden el fin último de toda formación cultural: el desarrollo de las grandes personalidades. Por solidaridad con la miseria, malogramos lo que justifica la vida: el canto del arte, pura superficie que certifica la profundidad de lo aparente y la inexistencia de cualquier ultramundo. Es evidente que la apología de la guerra y el darwinismo social resultan inaceptables para la moral contemporánea. Tal vez la única excusa que se puede alegar a favor de Nietzsche es que los prejuicios de su época contaminan su pensamiento, pero desgraciadamente no se trata de simples sedimentos, sino de principios fundamentales de su filosofía. Nietzsche no creía en la libertad ni en los derechos humanos. Y, por supuesto, no ocultaba su racismo, su antipatía hacia los débiles o su desprecio hacia mujeres, tenderos, obreros, socialistas, comunistas y liberales.
Nietzsche oponía el concepto de cultura al de civilización. La civilización es simple decadencia. Nos impide escuchar el canto de la tierra. El nihilismo es el fruto más aciago de la civilización. Vuelve estéril la poesía y nos convierte en sordos para el hermoso y terrible estruendo de la vida. Nietzsche admiraba a Wagner por su genio intuitivo, una virtud contra la que atenta el progreso de las ciencias. La intuición es superior a la mitología de la razón porque organiza el caos mediante mitos que recrean la oscura melodía del ser. Ahí reside la grandeza de la cultura griega. Nietzsche apreciaba la filosofía de Max Stirner porque percibe el yo como un vacío, como una “nada creadora”. El yo solo es un espacio teórico donde se articulan las fuerzas de la vida. Los griegos así lo entendían y por eso usaban máscaras en sus representaciones. Sabían que el yo no es identidad, sino pura transitoriedad sobre la que se escribe el alfabeto de la vida. No hay nada más profundo que la música, que es algo evanescente, un “canto de cisne” donde se manifiesta lo sagrado. La música, el yo, el lenguaje, solo son los portavoces de la insignificancia del ser, un juego que nos utiliza para ir mostrándose y ocultándose, fluyendo y refluyendo. Nada refleja mejor este proceso que la música y el animal que hace música es el animal metafísico, pues sabe que la escucha solo se consuma cuando se percibe el silencio, el “cesar” que una y otra vez se intercala en el despliegue de la vida, mostrando que no hay nada más allá de lo que se oye, o, mejor dicho, de lo que no se oye, ya que la nada no es el reverso del ser, sino el polo dialéctico que posibilita el tránsito del no-ser a la frágil provisionalidad de la apariencia.
El saber debe revolverse contra el saber para enseñar que no hay verdad; solo interpretaciones. Esta sabiduría ha de alcanzarse por medio del mito y el conocimiento intuitivo, pues la razón solo produce ficciones útiles que nos permiten explotar la naturaleza y alumbrar doctrinas salvíficas que inficionan los cuerpos sanos de las culturas incapaces de resistirse a sus promesas de trascendencia. Ese es –según Nietzsche–, el caso del cristianismo, “una ética horrorosa” que ha extendido por el mundo una moral de resentimiento y odio a la vida. Sin embargo, si la doctrina cristiana pudo invertir el concepto clásico de virtud, ¿qué impide una nueva transmutación, donde la virtud recupere su sentido original o, lo que aún sería mejor, produzca esa superación de lo humano que es el superhombre? La sabiduría trágica reconoce la crueldad de la vida, pero no retrocede ante ella. Es el pesimismo de los fuertes, que no temen al eterno retorno de lo mismo. Conviene recordar que esta idea, apenas desarrollada por Nietzsche, solo es una figura, una ficción, cuyo sentido es manifestar la adhesión incondicional a la vida. Para Nietzsche, no hay sustancia; solo existe el devenir y eso es lo más enigmático de todo. Lo que existe solo es pura transitoriedad que emerge de la nada y regresa a ella para volver a aparecer y desparecer, sin que este proceso implique una causa eficiente basada en una racionalidad oculta.
La metafísica del artista de El nacimiento de la tragedia identificaba el arte con la verdad. Nietzsche rectifica esta tesis unos años más tarde. El arte no expresa la esencia del mundo, el en-sí postulado por las metafísicas de inspiración platónico-kantiana. El arte es una representación y nada más. Si identificamos el arte con la verdad, abrimos la puerta que habíamos cerrado a la superstición religiosa, a la idea de un trasmundo mucho más real que la pura inmediatez de lo que se muestra. Tampoco la música es el en-sí de lo real. Sólo es un “ruido vacío” impregnado de sentimientos. No es extraño que Cósima Wagner, al conocer la evolución del pensamiento nietzscheano, escriba: “Aquí ha triunfado el mal”. ¿Dónde se encuentra entonces lo numinoso, lo que nos redime de la banalidad de vivir? En la realidad concreta del singular: “Lo totalmente cercano y lo totalmente lejano son lo sublime, lo abismal, el misterio”. Lo contingente es tan inagotable e inefable como lo era Dios, pero su misterio se agota en la superficie. Solo los griegos advirtieron esa paradoja y por eso eran tan profundos. ¿Cuál es entonces la filosofía del futuro, lo que devolverá a nuestra mirada la sabiduría trágica del que ya no experimenta temor ante la contingencia porque ha renunciado a la esperanza? Según Nietzsche, tenemos que orientar la mirada hacia dentro para que se produzca la apertura al mundo. Entonces descubriremos que el mundo es un don que se renueva a cada instante. Esta es la tarea del superhombre, cuyo poder creador le permite “participar en lo monstruoso del ser”. El tiempo es un círculo sin salida y debemos encontrar la fuerza para aceptar que no podemos abandonarlo. El tiempo es como una serpiente y solo conseguiremos vencer el miedo que nos inspira cuando logremos morderle su cabeza. “El mundo ha de mostrar su carácter monstruoso” y el hombre ha de renunciar a su vieja aspiración de impregnarlo de sentido, transformándolo en su hogar. Ese es el mensaje de Zaratustra: deshumanizar la naturaleza, naturalizar al hombre. Aceptar que solo hay “puntos de voluntad que constantemente aumentan o disminuyen su poder”. 
Safranski recrimina a Nietzsche que su filosofía identifica la voluntad de poder con un principio biológico y materialista, no muy alejado de la idea de una causa primera. De este modo, “el crítico del trasmundo metafísico se deja seducir por los trasmundos de las ciencias naturales”. Por otro lado, al hablar de un partido de la vida que se ocupe del “cultivo de una humanidad para un destino más alto, incluida la aniquilación sin contemplaciones de todo lo degenerado y parasitario”, Nietzsche, que admiraba el código de castas de la India, ofrece una inmejorable plataforma teórica a la biopolítica que aplicó la dictadura nazi durante su nefasto mandato. No hay que olvidar que Hitler consideraba que sus medidas tenían un carácter profiláctico, cuyo sentido era la preservación de una cultura superior.
Para Heidegger, Nietzsche sigue estando prisionero de la metafísica en la medida en que consuma, de una determinada manera, la tendencia fundamental de ésta. Al interpretar el ser como valor, al convertir los problemas ontológicos en problemas axiológicos, recae en la perspectiva platónica de la metafísica, que identifica el ser con lo ente. Eugen Fink opina, no obstante, que cuando Nietzsche concibe el ser y el devenir como juego no se encuentra ya prisionero de la metafísica; tampoco la voluntad de poder tiene entonces el carácter de objetivación del ente, sino una dimensión apolínea. El superhombre es un jugador, no un déspota o un gigante que se apropia del mundo mediante la voluntad de poder. El superhombre participa en el juego del mundo y asume todo lo que acontece. No acepta la fatalidad, sino que participa en el juego del devenir. Su actitud es lo que los estoicos llamaron amor fati. El amor fati es la armonía cósmica entre el hombre y el ser en el juego de la necesidad. La idea del eterno retorno borra la oposición entre pasado y futuro. La voluntad ya no está abocada a querer hacia delante; ahora puede querer hacia atrás. El tiempo revela su secreta fecundidad: el pasado está abierto al porvenir y el futuro disfruta de la consistencia de lo que aconteció. Es el gran sí a la vida. 
No podemos fijar una imagen definitiva de Nietzsche. Su pensamiento es una fronda sumida en una penumbra espesa. A veces, llegamos a un claro y nos deslumbra su sabiduría solar, pero apenas nos alejamos un poco reaparece la negrura. Nietzsche intenta desmontar el edificio de la metafísica occidental, pero carece de un lenguaje capaz de culminar con éxito la operación. De ahí que invoque la música y la poesía como únicas expresiones con el poder de expresar la verdad del ser. El ser es el único Dios que el superhombre puede adorar. Nietzsche opone la figura de Dionisos a Cristo. No habla de redención, sino de amar el sufrimiento, pues es inseparable de lo único santo: la vida. Por eso, la idea del eterno retorno es “el gran pensamiento educador”, que significa la presencia de lo infinito dentro de todo lo finito. La muerte de Dios representa el reconocimiento del tiempo como dimensión verdadera de todo ser. Frente al idealismo, Nietzsche quiere restituir la conexión fundamental entre ser y tiempo. El cuerpo es lo único real. Somos tierra y el crimen más horrendo es delinquir contra la tierra. Como afirmó Max Scheler, Nietzsche dio a la palabra “vida” una resonancia áurea; fundó la “filosofía de la vida”. Su filosofía política no es nada original. Solo encierra los prejuicios de su época. Su negación de Dios no es tanto un asalto contra la esperanza como el anuncio de una nueva aurora, donde la muerte, lejos de ser un acontecimiento negativo, revela su fertilidad. Nietzsche se rebeló contra la idea de una eternidad que implicara la continuación ilimitada de lo existente, pero no contra un infinito que garantiza la pervivencia del ser. La vida es eterna; nosotros no. La sabiduría trágica de Nietzsche nos revela nuestra condición de centauros: mitad animales, mitad dioses, nuestro destino es deambular por esa tierra fronteriza donde la vida y la muerte se fecundan mutuamente.

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