martes, 16 de junio de 2020

"Tejedor de mitos: de eros, tiempo y poesía" por Natalia Carbajosa


La juventud y la belleza que entran por los sentidos, sostenía Boccaccio, contribuyen a la perfección de las facultades del alma. Lo sensorial y lo perecedero nos llevan de la mano hacia lo espiritual y lo inmortal. En principio, y solo en principio, parece ser el camino a la inversa el recorrido por Gustav von Aschenbach, el atormentado e inolvidable héroe de Muerte en Venecia. Nada tan esclarecedor o tan ambiguo, en este sentido, como la ensoñación por la que el protagonista de la novela de Thomas Mann se transforma en un Sócrates apócrifo dirigiéndose a su discípulo Fedro. Aunque el extracto ha sido ya referido una y mil veces, retomo aquí sus primeras palabras: «Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, solo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu».

Maravillosa afinidad de pensamiento entre los jóvenes boccaccianos y el intelectual decadente nos resulta este comienzo. ¿Por qué entonces, al continuar leyendo, advertimos que los argumentos de Aschenbach se apartan de esta incipiente confluencia para llevarnos, precisamente, a su contrario?: «Pero, ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que este es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; (…) ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos?».

Se han escrito comentarios y análisis sin fin sobre el sentido de este extracto y su relación con el resto de la obra y, en concreto, sobre la verdadera interpretación del alma de Aschenbach. A mi juicio, ese «abandono la decisión a tu criterio» hace vano cualquier conato de conclusión definitiva. Pues, como mínimo, el lector se preguntará: ¿le es posible al poeta crear algo sublime y digno de ser recordado, sin ese extravío que lo vuelve como mínimo inapropiado para la aceptación social? Sin la sombra de Eros cerniéndose sobre su propia sombra mortal, ¿puede obrarse ese milagro? ¿Y no existimos todos los demás gracias a esas obras que le ponen visión, música y palabras a lo que sentimos, soñamos y anhelamos también más allá de la versión socialmente aceptada de nosotros mismos?

Indefectiblemente, volvemos en este asunto, una y otra vez, a la casilla de salida: belleza y juventud. Y cuando ambas se han perdido, como en el caso del héroe de Mann, expresado en versos del poeta argentino Roberto Juarroz, «solo queda un recurso: / convertir la pérdida en pasión». Pasión y muerte del artista.

Hace tiempo escribí el siguiente poema:

Edades

¿Desde cuándo envejecen? ¿Desde cuándo
translucen todas sus edades superpuestas?
En aquel
que hoy habita en un traje de viejo
¿por qué al mirar despacio asoma el hombre
que treinta años atrás pisaba el mundo
con el brillo y la apuesta hechura
de la madurez,
sin el vaho que encorva y vuelve opaca
la médula del deseo? ¿Y por qué
—elocuente a su pesar—, y tantos juntos
en todos los rostros sobre el mismo
van trazando el esbozo
gastado y a la vez recién marcado
en este colosal, pues colectivo
lienzo?

Se trata de un poema fácilmente comprensible, clásico en su composición, que descansa sobre el ritmo endecasílabo, y de filosófica factura: se lamenta el paso del tiempo detectado en uno o varios rostros cualesquiera, como los que nos cruzamos a diario por la calle, máxime en este mundo occidental en el que cualquier ciudad atestigua el envejecimiento de su población. Esta anécdota inicial, individual (miradas que se cruzan momentáneamente entre desconocidos), acaba convirtiéndose en un lamento «colectivo»: cada rostro es parte de un lienzo o sudario universal, impersonal, que acaba o acabará envolviéndonos a todos.

Solo después de dar por buena esta versión del poema, advertí que el verso que lo divide en dos mitades más o menos proporcionadas (en la primera se constata el envejecimiento de los rostros vistos al azar; en la segunda se establece esa extrapolación con el común envejecer), contiene una expresión que, más que dividirlo, lo hace sangrar: «la médula del deseo». El suyo es un tajo, una herida que casi adquiere relieve, tal como si apareciese destacado en negrita y en color frente a la monocromía del resto de la composición. Todos los demás elementos, anteriores y posteriores, se convierten en merodeos para llegar o regresar a ese centro doliente.

Envejecer se convierte, así, en algo mucho más trascendental que los achaques, la decadencia corporal o las arrugas. Envejecer es dejar de desear, física (la médula) y espiritualmente (del deseo). Envejecer es pasar, de aquella «ola de la vida, impersonal e inmortal» de la que hablaba Kathleen Raine, a la ola de la muerte, impersonal… y, fuera de toda duda, mortal.

Tomemos ahora el siguiente poema del nobel sueco Tomas Tranströmer:

Garabatos a fuego

En los meses sombríos centelleaba mi vida
solo cuando hacía el amor contigo.
Como la luciérnaga se enciende y se apaga, se enciende y se apaga
—uno puede seguir a ratos su trayecto
en la oscuridad de la noche, entre los olivos.
En los meses sombríos el alma estuvo hundida
y sin vida
pero el cuerpo iba derecho a ti.
Mugía el cielo nocturno.
Nosotros ordeñábamos el cosmos a escondidas y sobrevivíamos.

He aquí un caso curioso de salvación del alma por el cuerpo: cuando se ha perdido la fe en la vida, son los gestos del cuerpo y, entre ellos, aquellos que escenifican el acto amoroso, los que toman las riendas de ese sujeto escindido; diríase que de forma mecánica y, sin embargo, en este poema en concreto, se transmite una ternura a prueba de toda automatización. El sujeto se pliega a una hibernación temporal de su mitad esencial; de ahí la luz intermitente de la luciérnaga y la repetición de «en los meses sombríos», que lleva implícita la idea de que han de volver los luminosos. Pero no renuncia al «nosotros» que, a falta de una mayor capacidad de entrega, envía al cuerpo en su precaria embajada. El único «yo» sobre el que empezar reconstruirse, en este ejemplo extremo, es por tanto el cuerpo, aunque no estático y en soledad: el cuerpo en tanto materia viva en busca del encuentro con el cuerpo amado.

La pérdida de la fe que abruma a esa alma «hundida / y sin vida» del poema me lleva, indefectiblemente, a las siguientes palabras de Claudio Magris en su ensayo y libro de viaje El Danubio: «No es necesaria la fe en Dios, basta la fe en las cosas creadas, que permite moverse entre los objetos persuadido de su existencia, convencido de la irrefutable realidad de la silla, del paraguas, del cigarrillo, de la amistad. Quien duda de sí mismo está perdido, al igual que quien, temiendo no conseguir hacer el amor, no lo consigue. Se es feliz junto a las personas que hacen sentir la indudable presencia del mundo, así como un cuerpo amado proporciona la certidumbre de esos hombros, de ese seno, de esa curva de las caderas y de su onda que sostiene como un mar. Y quien no tiene fe, enseña Singer, puede comportarse como si creyera; la fe vendrá después».

El poema de Tranströmer actualiza el «como si creyera» de Magris y Singer. Todo el mundo se reconoce, en algún momento de su vida, en esa dolorosa desconexión. Entonces no se percibe el mundo de los sentidos como un engaño ni como un extravío, sino todo lo contrario: como el único mundo posible; el único camino de vuelta a casa, por el que el cuerpo solo tiene que ir abriéndose paso hasta que, cuando sea la hora, le dé alcance el alma descreída y vuelvan a ser una sola materia/esencia. En ausencia de fe, el cuerpo es la única fe posible.

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