Te puede arder la cabeza después de horas y horas de colas en los aeropuertos como dolían el cuello, la espalda y la fiereza cuando el caballo se convertía en parte de las extremidades. Te pueden cortar los empeines las cintas de cuero de las sandalias tras hincharse los pies en los insufribles tránsitos de avión, como escocían los arneses de las armaduras en la piel ahumada de los asediadores de la ciudad. Llegarás aturdido por los largos periodos de insomnio que provoca la preparación del viaje y sus desvelos, como el comandante de la tropa que no confía en sus fuerzas para abatir las murallas del enemigo. Te ahogará la angustia de la muerte accidental y el peligro que entraña surcar el cielo con un cachivache de hierro y plástico con dos alas nada flexibles, como al guerrero le estrangulaba la posibilidad de ser abatido por una piedra del camino o por el invierno indómito o por la enfermedad que acecha en cada viaje o por los perros salvajes que se esconden en las raíces de los arbustos.
Serás una piel sin ánimo, un esbozo de tu retrato, una amalgama de músculos sin voluntad que solo desean caer sobre las sábanas del hotel para recomponer el físico y el espíritu, como las hordas que, llegadas a la puerta de la ciudad, se entregaban a la blandura de los campamentos y a las curas del sueño con las que preparar el ataque. Serás un hombre en reparación al llegar al destino, un soldado que se alimenta de la sangre caliente de los sacrificios para buscar los buenos augurios de la batalla que se va a librar de madrugada. Serás un seguidor de la fe que nos lleva a los rincones más insospechados del universo para someternos a las leyes de la secta del viajero: descubrir su comida, sus gentes, su pasado y las diferencias de nuestra distancia.
Todo está dispuesto para el asedio, todo, incluido el guerrero que ya descansado y alimentado con los jugos calientes del sacrificio se propone descubrir la ciudad con entusiasmo. El problema es que este lugar, la fortaleza que nos espera es el centro del mundo (todavía), es una muralla inexpugnable que alberga en sus entrañas el poder de miles de años de victorias, de miles de armas con las que aplastar nuestras sienes y nuestro pecho. La dificultad estriba en no saber cómo acceder con éxito a tanta belleza, a tanta historia escondida, a tanto placer para los sentidos.
Roma no es una conquista cualquiera, Roma es, a pesar de conocerla, de ir preparado como un mercenario de Aníbal, una plaza que requiere de los mejores caballos para ser conquistada, del valor de la mirada más profunda, de la uña precisa que sepa hacer estallar su burbuja de caos y de decadencia para llegar a las esencias de un sexo que te otorgará placer eterno.
Me dispongo al asedio, a pesar de observar en el embrutecimiento que provoca el cansancio de los preparativos, las dificultades previstas: el río de turistas, la extorsión de la modernidad, las sandalias con calcetines, los japoneses de encargo, el empalago de los empleados, una niña con una tablet y el escándalo de los "Teletubbies" rompiendo el encanto de la historia, la mirada enturbiada por el aburguesamiento y la madurez, el adormecimiento de los flashes fotográficos, unos compatriotas renegando de la tierra extranjera que acaban de pisar para añorar con estupidez sus usos y costumbres...
Todo se puede acabar bajo el paso torpe de los elefantes. Es fácil destruir la belleza con la rotundidad de un ejército llevado en los lomos de bestias tan poco sutiles. Ojalá no ocurra y se me abran con deliicadeza el mito y las ruinas, que me posean los centuriones hasta que puedan sorber los humores de mis tripas envueltas en su saliva.
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