jueves, 3 de julio de 2014

Placer de dioses ("El trovador sin párpados")


Termino una nueva novela, la cuarta. Irá a parar al mismo cajón que la tercera, su destino es la polilla y la carcoma. De todas formas, la aventura que he vivido con ella durante un año me ha resultado más apasionante que cualquiera de los acontecimientos que van apareciendo tras los días.
He amado, llorado, sangrado y vivido en los siglos XI y XII. He vivido en el corazón de Aquitania y he recorrido los lugares del Oriente más deseado (Constantinopla, Edesa, Trípoli, Antioquía, Jerusalén...), incluso he parado durante unos meses en la Sevilla de principios del siglo XII para recrearme con sus príncipes muertos y sus poetas decadentes. Me he fundido con el primer trovador, con Guillermo de Aquitania, he hecho míos sus versos, he hecho suyos los míos y he vivido con él la pasión y la muerte.
De vuelta a casa, queda el intenso sabor de haber vivido otra vida, de que este último año he estado más tiempo vestido con jubón, cota de malla y zaragüelles que con camisa y pantalones vaqueros. He comido hasis, he devorado venados, he amado duquesas muertas y villanas esculpidas en el capitel de una catedral, he palpado cuerpos acribillados por el paso del tiempo, he atravesado con la espada pechos de hombres desconocidos, he escuchado el árabe antiguo de boca de un sultán sabio, me he bañado hasta las rodillas en sangre de infieles, he gozado y padecido cabalgando por caminos de Aquitania, de Aragón, de Castilla, de al-Ándalus, de Germania, de Bizancio... Todo esto he hecho y aunque he vuelto sin heridas, veo la sangre correr tras la última corrección, la rebaño y me sabe a ambrosía. El acto de la creación, por muy mediocre que sea, es siempre un placer de dioses.    

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