Al llegar al antiguo convento de
Almagro escucho una conferencia sobre el misoneísmo en la Edad Media. El temor
a lo nuevo que sentía el hombre medieval se presiente al contemplar los patios
inmóviles del convento. Dos torreones de laureles defienden la insignificancia
del pozo que ocupa el centro del claustro. Desde la celda restaurada se respira
un sosiego sin movimiento que parece recoger ese sentido de que nada ha de
moverse, de que todo debe permanecer incólume para no conturbarnos. Solo el
gañido de un mirlo rompe el cuadro estático que contemplo desde la ventana. La
celda se conserva con un gusto por lo antiguo ya extraño. Me parece sentir en
la cerámica del suelo las huellas de un monje atribulado por los deseos
carnales, percibo en la comba de los sillones recios la gravedad de un hábito
que reposa su pasar mecánico de horas y rezos. Tras el vano del ventanuco unas
palomas zurean para arrullar la lentitud del verano. Puedo oler el misoneísmo
de los clásicos, puedo percibir el pánico de que un cambio trastorne la esencia
de lo inmóvil, aunque sigo escuchando a través de mis auriculares de última
generación la conferencia de un poeta moderno que habla de la revolución que
van a provocar sus teorías.
La modernidad que nos empuja al “filoneísmo” choca de frente contra esa otra
sociedad que perseguía lo inmutable. Si ayer mismo no hubiera escuchado a Julia
Gutiérrez Caba transformada en Teresa de Jesús, no me asaltarían estas
debilidades mentales. “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero…” decía la
santa Julia, animada por la voz de Teresa Caba confundidas en una. La emoción
contenida del éxtasis de una mujer conturbada por el cambio la supo transmitir
la vieja actriz con una sensibilidad que no daba lugar a la duda: era ella la
que había entrado en éxtasis, la que se estaba uniendo con otra esencia
distinta a la suya, la que levitaba como nube por encima de la superficie
terrestre. Ahora, en esta celda del convento remozado, las moradas de la santa
Julia huelen a rosa y a laurel, a sosiego y a eternidad, a escritorio de pino
gastado y a sillas remachadas, a paredes encaladas y a rosales trepando por la
piedra. El misoneísmo, el miedo a lo nuevo, el que sentía la santa cuando se
enfrentaba a todas esas experiencias dolorosas y placenteras que la elevaban y
la herían como a un heroinómano en pleno
viaje. Comprendo que no se quisiera salir de esta paz sin ruido, de este vivir
sin ser notado, de este pasar sin conciencia, comprendo que no se quisiera
cambiar el mundo si se conseguía esa paz y adivino la experiencia fabulosa y
conturbadora (porque la ha sabido transmitir doña Julia con maestría de
demiurgo) del alma partiendo hacia territorios desconocidos.
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