martes, 1 de octubre de 2024

El silencio y la montaña


 El silencio guarda a la montaña en otoño. Un silencio denso, lenitivo, que penetra por todo el cuerpo para desaguarlo de impurezas. Entre pinos negrales que compiten por llegar cuanto antes allá arriba, sobre la fronda mullida de las agujas, el silencio se hace dueño de todo, te subyuga, te posee. Un silencio abrumador que apaga la conciencia y la devuelve a su origen: a la pureza de lo natural. La Serranía de Cuenca tiene esa virtud. La masa, la muchedumbre, no se ha enseñoreado de ella. Está libre del mal del turismo y se entrega, lúbrica, frondosa, apabullante. Nadie (ni siquiera los poetas) ha conseguido explicar todavía por qué uno se diluye, se deshace, cuando se sumerge en la espesura de los montes. Nadie ha sido capaz de provocar tanto ensimismamiento como el vuelo sosegado de los buitres. La vida y la muerte están tan próximas entre las montañas que pierdo la personalidad, la vanidad, el oficio de ser uno. 

El rumor del agua, transparente, cristalino, árabe, rompe el silencio. Nadie (ni los músicos) puede igualar esta armonía, este runrún vibrante que invita al reposo y a la evasión de uno mismo. El río rompe el bosque con un rayo de vida, le saca lustre, lo ilumina. Nadie en lontananza, nadie, ni siquiera yo, evaporado a los pies de los árboles. Entre la espesura flota un sol arañado por las ramas, un sol aromático como lluvia de luz. Un sol que cae sobre el agua y la convierte en plata. Ya no soy, no es necesario. Me basta. Me diluyo. Me evito. Soy otoño.   


La foto, por supuesto, no es mía. Es de Hermi.       

martes, 24 de septiembre de 2024

Sobre el duelo y la ausencia (a partir de un artículo de Rafael Narbona)

 En un artículo tan estremecedor como certero, Rafael Narbona habla del duelo y del dolor que provoca la ausencia del ser amado. Es un homenaje a Javier Marías y se apoya en el libro que la mujer del escritor, Carmen Mercader, ha publicado hace poco en Reino de Redonda

De Duelo sin brújula, el libro de Mercader, extrae fragmentos como estos: "Nadie nos prepara para la pérdida" y añade el propio Narbona: "Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto". Y sigue diciendo el articulista, apoyado en las palabras de Carmen: "El dolor asociado a las pérdidas no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar". Y continúa: "Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar (...) el matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente", para volver a apoyarse en las afirmaciones estremecedoras de Carmen: “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”. Y sigue Narbona explicando de forma admirable los efectos devastadores de la ausencia: "Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas". 

No he encontrado mejor análisis que el de este artículo para definir mi propia experiencia. Ni el libro de Rosa Montero, ni el de Madame Curie, ni nada de lo que he leído hasta ahora sobre este asunto (y ha sido mucho) se acerca tan certeramente y sin subterfugios al sentimiento real que provoca la ausencia de la compañera o compañero. Dice, desengañada ante los consejos, la mujer de Marías: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”. Y concluye con un aserto incuestionable y tenebrosamente inapelable: "El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. 

Como Carmen Mercader, yo también he sentido, al poco de morir, el tacto de la compañera en la cama, en el sofá, en todos lados y, como bien define ella, no es sino una "cruel elaboración de la mente afligida". Y sí, llega un momento en que los recuerdos dejan de ser fuente de dolor y se convierten en una extraña forma de alivio. 

Hay muchos aciertos, muchas certezas, mucha sinceridad y buen hacer ensayístico y narrativo en este artículo de Rafael Narbona, tanto que, a pesar de su descarnada crudeza, me ha proporcionado el consuelo necesario que se encuentra a veces en el arte. No hacen falta tratados ni grandes novelones. Un sencillo artículo periodístico tan cuidado como este es suficiente para comprobar la necesidad de la literatura. Agradecido.    

lunes, 23 de septiembre de 2024

"De duelos, brújulas e ilusiones: en recuerdo de Javier Marías" por Rafael Narbona




Hay artículos que cuesta trabajo escribir, pero que se imponen como una necesidad ineludible. Hoy, sábado 14 de septiembre, he recibido dos ejemplares de Duelo sin brújula, un pequeño libro de Carme López Mercader, editora y viuda de Javier Marías. Es la última obra que publicará Reino de Redonda, una editorial creada en 2000 y que ha alumbrado 40 títulos exquisitos en unas ediciones cuidadísimas. Marías seleccionaba los títulos con su finísimo olfato literario y su exquisito buen gusto, y López Mercader se ocupaba del proceso de edición y publicación. Solo aparecían dos o tres títulos al año y los beneficios eran irrisorios o inexistentes. En 2019, Reino de Redonda perdió 1.000 euros, pero ese descalabro no pudo oscurecer la gloria de haber aportado al idioma castellano títulos que aún no habían sido traducidos. Redonda es un pequeño islote deshabitado en las islas de Barlovento perteneciente a Antigua y Barbuda, uno de los trece países que forman las Antillas. Javier Marías la convirtió en un Reino literario y se coronó como el rey Xavier I, concediendo títulos de nobleza a figuras como Pedro Almodóvar, Francis Ford Coppola, Alice Munro, Umberto Eco, George Steiner, Ray Bradbury, Frank Gehry, J. M. Coetzee, Éric Rohmer y Philip Pullman. Ahora el trono ha quedado vacante, si bien el rey difunto dejó dispuesto que ocupara su lugar el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Carme López Mercader aventura que algunos criticarán la publicación de su planto en Reino de Redonda, pero yo creo que no hay mejor homenaje a Javier Marías que evocar su figura y reflexionar sobre el duelo en una colección que constituye un fiel reflejo de su concepción de la vida y la literatura. Solo cabe lamentar que la colección se interrumpa, pero quizás es la inevitable consecuencia de la desaparición de su creador. Hergé dejó dispuesto que no se publicaran nuevas aventuras de Tintín después de su muerte. Así como Madame Bovary era Flaubert, Tintín era Hergé y creo que no equivocarme al afirmar que Reino de Redonda era Javier Marías. El pequeño libro de Carme López Mercader es un excelente broche de oro a una aventura romántica que nació del amor a la buena literatura. Su pequeño tamaño me ha recordado la excelente obra de Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, aparecido en 1989. Según Jabès, el libro es la patria de los espíritus libres, de los que prefieren echar raíces en las palabras, un territorio intangible, y no en un lugar físico, siempre propicio a los desengaños y a las pasiones más oscuras. El color negro de la cubierta y el rojo de la flecha ascendente no recuerdan a un réquiem, con su promesa de resurrección, sino a uno de esos poemas de George Trakl, con sus tristezas púrpuras y sus ocasos ahogados en la penumbra. Carmen López Mercader sitúa en el umbral de su texto una cita del psiquiatra Sue Stuart-Smith: “Aunque tenemos una gran capacidad innata para establecer vínculos, no hay nada en nuestra biología que nos ayude a lidiar con la ruptura de éstos, lo que significa que el duelo es algo que tenemos que aprender por experiencia propia”. Ciertamente, “nadie nos prepara para la pérdida”, como escribe López Mercader, y cuando esta se produce, hay que partir de cero, afrontarla como el explorador que se adentra en una “tierra incógnita” habitada por “dragones”. Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto.
El dolor asociado a las pérdidas -aclara Carme López Mercader- no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar. Es lo que hizo ella mientras Javier Marías permanecía en la UCI, aquejado por una neumonía bilateral. En esos momentos, no vives. Simplemente, funcionas, a veces con la ayuda de la farmacología, que permite conciliar el sueño. Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar. La ausencia de alguien muy querido “cambia la inclinación del eje del mundo”. El matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente. Carme no cree que los difuntos sobrevivan en la memoria de los que los amaron ni que exista algo más allá de la muerte. “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”.
Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas. Una compañera de UCI que también perdió a su pareja comentó a Carme que las dos habían bajado al infierno, pero volverían fortalecidas. Sin embargo, esa idea no le aporta ningún consuelo: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”.
El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: “Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. López Mercader cree que el mal existe y que algunos malvados disfrutan haciendo daño a los demás, pero al mismo tiempo admite que “el ser humano tiende a la empatía y la solidaridad”. No obstante, esa calidez puede ser intempestiva e hiriente. Preguntar cómo está a alguien que ha perdido a su pareja, solo produce incomodidad. ¿Qué se puede decir? ¿Estoy mal, mejor, tengo mis días? El culto al difunto tampoco constituye una ayuda. Carme cuenta que visitó con Javier las casas de muchos escritores ya fallecidos y contemplar sus pluma, sus pipa o sus escritorios no les sirvió para comprender mejor al autor o su obra. Por eso no le agrada la idea de que el hogar de Marías se transforme en un mausoleo, especialmente porque él apreciaba mucho su intimidad y detestaba el exhibicionismo. No le preocupaba lo que otros pensaran de él. Prefería callar y no deshacer malentendidos.
Carme nos cuenta que Javier bailaba mal, pero le gustaba dar unos pasos con ella. Por ejemplo, cuando llegaba el Año Nuevo y sonaba el Danubio Azul, el famoso vals de Johann Strauss hijo. Evocar esos momentos produce consternación, pero también cierto temor: “El miedo es un sentimiento que está siempre presente en el duelo, como he descubierto con infinito asombro”. C. S. Lewis confiesa lo mismo en Una pena en observación. De hecho, comienza así el libro dedicado a narrar el duelo por la pérdida de su mujer, la escritora Joy Gresham. El miedo a veces se mezcla con el estupor. A los pocos días de morir, Carme sintió el tacto de Javier en la cama y en el sofá: un brazo que se posaba en la cintura, una caricia en el cuello. Descarta que se trate de algo real, una especie de contacto entre el mundo físico y un hipotético más allá. Piensa que solo fue “una cruel elaboración de su mente afligida”. Una hoja del manuscrito de Tomás Nevinson introducida en el bolso al azar volvió a crear la impresión de que era posible la comunicación con los difuntos, pues en ella se leía: “…convenía que todo el mundo me creyera muerto y por lo tanto fuera de juego e inalcanzable…”. Carme descarta otra vez la posibilidad de una experiencia sobrenatural. La muerte solo es un vacío desolador, un espacio deshabitado, mudo. Sin embargo, al recordar la bondad, generosidad y paciencia de Javier mientras escuchaba sus explicaciones sobre las plantas que decoraban la terraza, escribe: “no me cabe la menor duda de que está en el cielo, sea este real o inventado por nosotros, pobres seres desolados, derrotados y anhelantes”.
Abatida por la pérdida, Carme descuidó las plantas de la terraza y murieron por culpa del calor y la suciedad, pero algo le impulsó a comprar un bambú y una orquídea. Aunque no se preocupó mucho de ellas, crecieron y, al llegar la primavera, adquirieron un aspecto luminoso. Gracias a ese milagro, sintió que los recuerdos podrían dejar de ser una fuente de dolor y proporcionar alivio. Una mimosa que plegaba sus hojas al sentir el tacto de la mano traía a la memoria la amabilidad distante de Javier, su pudor y su humor delicado, nada ofensivo. Carme cita la frase que un viejo jefe indio le dice a una mujer blanca en una película: “mi espíritu está dentro de ti y el tuyo dentro de mí”. El recuerdo de los seres queridos no es solo evocación, sino una forma de fusión con el ausente. Se puede decir que recordar es una manera de ser otro, de hacerle un hueco al que ya no está, de mezclarse con él y transformarse en algo distinto y mejor.
López Mercader se describe como una mujer independiente. De hecho, Javier y ella vivían en ciudades diferentes y, aunque compartían largos períodos, también permanecían separados durante muchas semanas. Aficionada al senderismo de montaña, Carme a veces realizaba extensas travesías sin la compañía de Marías, pues al escritor los paisajes naturales solo le producían indiferencia. Eso no significa que los paisajes urbanos le fascinaran. De hecho, los únicos paisajes que le cautivaban eran los interiores, los que podían encontrarse dentro de las personas o los que aparecían en una buena película, pues el cine era una de sus grandes pasiones. A pesar de esa independencia, Carme ha descubierto que no puede vivir sin Javier y su dolor parece una travesía inacabable. No pierde la esperanza de llegar a la meta, de conseguir cierta paz interior, pero de momento no atisba esa serenidad que supuestamente el tiempo suele proporcionar. No tira la toalla. Solo pide que los buenos amigos le permitan ir a su ritmo, que no le fuercen a quemar etapas, pues ella ha aprendido en la montaña que cada senderista necesita un ritmo diferente. Si acelera su paso por encima de sus posibilidades, lo más probable es que abandone su objetivo.
Javier Marías se sentía atraído por los fantasmas. Su película favorita era El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947) y, aunque no creía en lo sobrenatural, sí pensaba que de alguna manera los muertos acompañan a los vivos. Siempre tenía muy presente en su memoria a su madre, Dolores Franco, a su hermano Julianín, que murió con solo tres años, a su padre don Julián, a los escritores Juan Benet, Heliodoro Carpintero y Rosa Chacel. Todos estaban presentes en él y, de alguna manera, lo acompañaban. Javier no tenía prisa por morir, pero a medida que pasaba el tiempo sentía que él también se convertía en un fantasma y confiaba reencontrase con sus seres queridos. Carme se considera una mujer estrictamente racional, pero siente la presencia de Javier a todas horas y su mente comienza a abrirse a perspectivas hasta ahora desechadas por absurdas o ilógicas: “Ojalá, ojalá ese otro mundo exista y lo haya recibido con los brazos abiertos, ojalá mi Javier esté rodeado ahora del cariño de los que le faltaban en su vida mortal y nunca se ausentaban de su pensamiento”. López Mercader finaliza su breve planto con una conmovedora rebelión contra la razón: “Que me lleve a creer que esa eternidad que decía concebir sólo conmigo exista y que él esté aguardándome pacientemente en ella. Que me haga soñar con lo que no puede ser”.
Siempre he admirado a Julián Marías. Padre e hijo convivieron durante un tiempo como dos solteros bien avenidos. Don Julián albergaba una profunda fe que su hijo no compartía y eso le ayudó a sobrellevar la pérdida de su mujer, Lolita Franco. Solía repetir que Lolita estaba en todas las páginas que había escrito. En 1897, Ramón y Cajal describió a la mujer intelectual, poco frecuente en esa época por culpa de los prejuicios sociales y los impedimentos legales, como una mujer “inteligente y ecuánime, rebosante de optimismo y fortaleza”. Heliodoro Carpintero utiliza esa cita para describir a Lolita en la nota de homenaje que escribió con ocasión de su muerte. Julián, que sufrió enormemente con su pérdida, estaba convencido de que “volvería a verla y a estar con ella”, pues “la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal”. El amor que sentía por ella demandaba un mañana compartido: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”. Julián Marías sostenía que “el hombre ha acontecido de manera fecunda y complejísima sobre la Tierra; no parece lícito entender su destino más alto como una simplificación”. ¿Cómo será esa eternidad donde Julián esperaba encontrarse con Lolita? En ningún caso, una vivencia estática, sino algo dinámico y creativo. “Nuestra realidad personal, inteligente, amorosa, carnal, ligada a formas históricas, hecha de proyectos de varia suerte, articulados en trayectorias de desigual autenticidad, es la que ha de perpetuarse, transfigurarse, salvarse. No puede imaginarse ninguna mutilación ni disminución”. Julián Marías no ignoraba que el racionalismo había mermado la esperanza, no reconociendo otro horizonte que el no ser. “Nuestros contemporáneos prefieren lo único de que se puede tener seguridad: la nada. Acaso la escasez de amor es un factor que entibia el deseo, la necesidad de otra vida: si no se ama, ¿para qué?”.
Sé que Javier Marías y Carme López Mercader están muy lejos de esta perspectiva. Entiendo su postura, pero yo prefiero guiarme por las razones del corazón y no por las evidencias empíricas. He perdido a muchos seres queridos y hace poco mi mujer ha superado un cáncer, lo cual ha convertido nuestra rutina en un camino de miedo e incertidumbre. La muerte me parece obscena e intolerable. Cuando El Cultural me comunicó que Javier Marías había muerto y me pidió un artículo sobre su desaparición, experimenté una profunda tristeza. Solo habíamos hablado por teléfono en tres o cuatro ocasiones. Después de leer mi relato “El día que no conocí a Javier Marías”, publicado en la revista Zenda, me llamó por teléfono para contarme cuánto le había gustado y, poco después, me concedió una de sus últimas entrevistas. Durante hora y media, hablamos por teléfono. Si alguien quiere escuchar la conversación, puede hacerlo en Youtube. Javier Marías me pareció un hombre bueno y amable, con un sentido del humor elegante y una inteligencia muy aguda. No descubro nada si digo que fue uno de los mejores escritores de los últimos cincuenta años y que -como escribió Pérez Reverte- el Nobel ha perdido mucho al no incluirlo entre sus premiados. Como sostiene Javier Gomá, el mundo se empobrece trágicamente cada vez que muere una persona buena y valiosa. Por eso, prefiero pensar que hay otra vida, similar a la que comparten la señora Muir y el capitán Gegg, una vida donde también se encuentra Julián y Lolita y, por supuesto, Javier Marías, esperando a todos los que le quisieron. William Blake sostenía que la existencia no discurre en el tiempo y el espacio, sino en el fecundo seno de la Imaginación. La Imaginación, y no la materia, es la realidad primordial. Esa idea es la brújula que debe guiar nuestros duelos. Soñar es la mejor forma de vivir y la única alternativa para adentrarse en la “tierra incógnita” de la muerte con la esperanza de no extraviarse en la oscuridad y el silencio.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Los pinos y la enseñanza



A través de las ventanas de mi aula de 2º de bachillerato se ve la copa de unos pinos enormes, un bosque frondoso, con aluvión de palomas y otras aves escandalosas. Desde Cañete no había tenido un paisaje así mientras doy una clase. La naturaleza es poderosa, mucho. No sé por qué, aún no lo sé, se me sosiega el ánimo y el paisaje se vuelve nostalgia. Observo desde las ventanas antiguas el paisaje esplendoroso y no me cabe sino dejarles hablar a los chicos para pensar en el pasado. Se me antoja que este es el final de un trayecto y aquí, a la altura de las copas de los árboles, puedo esperar la solución final (no, eso queda muy mal), el colofón a una peripecia singular (mejor). 

En mi adolescencia nunca pensé en ser profesor, nunca, ni se me hubiera ocurrido. Fue Eva quien me empujó a serlo. Y bien que se lo agradezco. Antes tuve diversas dedicaciones de las que guardo pocos recuerdos. La docencia, por mucho que se empeñen en desdeñarla muchos, ofrece la oportunidad perfecta para removerte las tripas, para crecer o menguar, para enquistarte o renovarte, para vivir o para morir. He conocido muchos profesores inanes, asesinados por la rutina y, al contrario, resucitados por el entusiasmo. 

Enseñar desde las copas de los pinos es una ocasión para observar la vida desde arriba, desde donde Valle gustaba pintar a sus personajes. Y sí, seguimos apegados al esperpento (la enseñanza en España se atiene, desde tiempos inmemoriales, a esos parámetros). Ni leyes de educación ni hostias, el esperpento es nuestra guía permanente. La Administración nuestra de cada día es así. 

Y pese a todo, disfruto de estar en clase, de acariciar las agujas de los pinos desde la ventana, de ver reír a los alumnos, de oírlos argumentar una opinión, de conversar con ellos, de jugar, de verlos enredar, de ovillarse en la delicia de la adolescencia. Y no voy a terminar diciendo, "quien lo probó lo sabe", porque se ha utilizado tanto que suena a tópico, no. "Quien subió a los árboles, conoce la tierra que pisa", casi queda mejor el verso de Lope.        

viernes, 13 de septiembre de 2024

Mar


 

Todavía no puedo visitar su tumba, está demasiado profunda, soy incapaz de sumergirme tanto. Me falta el oxígeno. Imposible visitarla, porque ahora, ya cerca de la superficie, cerca del aire que empieza a aliviarme los pulmones, no resistiría la apnea. No he hecho cursos de buceo y aguanto poco sin respirar. 

Sigue ahí, permanentemente, no me obliguéis a que me hunda en las profundidades abisales, en las simas tenebrosas de la tragedia, otra vez. No. No puedo visitar su tumba todavía. Quizás en algún momento, algún día en que la memoria no me convierta en peso muerto cayendo en el mar, quizás. 

Ahora mismo acabo de aprender a nadar. He sacado la cabeza y vuelvo la boca a uno y otro lado para atrapar el aire nuevo. Ahora que la espesura del agua ha dejado paso a la atmósfera clara, al cielo limpio, no puedo volver a sumergirme. Perdona, no puedo. Quizás más tarde, cuando el mar se seque, cuando el río deje de correr por su cauce, cuando los sumideros se abran y traguen toda la bilis que tengo acumulada.  

lunes, 9 de septiembre de 2024

"Las tres vidas de León Tolstói" por Rafael Narbona



Un 9 de septiembre nació León Tolstói. El joven Tolstói, pendenciero y frívolo, no se parecía nada al viejo Tolstói, pacifista, vegano y anarquista cristiano. ¿Cuántas vidas puede vivir un hombre? La fe y la política, dos pasiones con no pocas similitudes, muchas veces introducen una cesura radical en una biografía, transformando a un escéptico en un proselitista implacable. En su juventud, Cioran exaltó el nacionalsocialismo, creyendo que su credo épico y anticristiano despertaría la conciencia histórica de Rumanía, despojándola de su desidia ancestral. En su madurez, más desengañado que arrepentido, desplazó su fervor político al ámbito de lo metafísico, abrazando el nihilismo. Se puede decir que vivió dos vidas. En la primera, prevaleció la cólera; en la segunda, la melancolía.
León Tolstói no se conformó con dos vidas. Su peripecia vital incluyó tres identidades que se forjaron a base de negar con vehemencia la anterior. Durante su juventud fue un hedonista y, en ocasiones, un bárbaro. Jugaba, bebía, contraía deudas, cazaba, alardeaba de su insaciable apetito sexual. Nacido en el seno de una familia de la nobleza rural, perdió su madre a los dos años y a su padre a los nueve. Fue un mal estudiante, pero leía a Voltaire y Rousseau. Quizás fantaseaba con ser un libertino. Incapaz de hacer nada de provecho, se marchó a la Guerra de Crimea con su hermano Nikolái, teniente de artillería. No tardó en alistarse como suboficial. Pidió ser enviado a primera línea de fuego y, en su correspondencia, admitió sin problemas de conciencia que disfrutaba de la guerra. En esas fechas, ya escribía un diario y acariciaba la idea de ser escritor, pero su vocación era menos firme que su determinación de explorar todos los placeres de la vida, sin permitir que le estorbaran las objeciones morales.
Hay un retrato de esa época. Con el pelo corto, una especie de gabán de amplias solapas y un pañuelo anudado al cuello, posa sentado en una butaca señorial. Su faz, inequívocamente eslava, transmite dureza y cierto desprecio. La frente alta, los ojos pequeños y crueles, los labios finos y sensuales, la mandíbula afilada, las orejas grandes y casi en punta. Hay algo de Calibán en ese rostro. No se aprecia una pizca de ternura y sí una insoportable combinación de orgullo, insolencia y malicia. La pared desnuda que sirve de fondo evoca el cielo del perro semihundido de Goya, con su pavoroso aspecto de cieno vomitado por una deidad mitológica.
El sitio de Sebastopol, con sus 100.000 muertos, revela al joven León Tolstói la inhumanidad de la guerra. Aquella orgía de sangre y sufrimiento disipa su visión romántica de la violencia en el campo de batalla. Cuando regresa a San Petersburgo, ya no soporta la frivolidad de los salones, ni los excesos bohemios. Una perspectiva humanista ha acabado con la insensibilidad que salpicó su juventud de excesos. Siente deseos de retomar la vida campesina de su niñez. Vuelve a la hacienda familiar, Yásnaia Poliana, con la cabeza llena de ideas sobre reformas sociales y pedagógicas. Su vocación literaria ocupa el centro de su vida. Ya es un artista, con obras tan notables como los Relatos de Sebastopol, Infancia, Adolescencia, Juventud, La felicidad conyugal o Los cosacos. No tardarán en llegar las obras maestras. Según George Steiner, Guerra y paz y Ana Karenina lo sitúan a la altura de Shakespeare, Cervantes y Dante. Viaja por Europa y, tras presenciar una ejecución en París, promete no volver a servir a un gobierno. Identificado con el espíritu anarquista, considera que el orden social es injusto y pervierte al ser humano, estimulando sus pasiones más indignas. Regresa a Yásnaia Poliana con la determinación de emancipar a sus setecientas almas, pero el zar se le adelanta, aboliendo la servidumbre.
Hay una imagen de esa época donde posa otra vez sentado, pero ya no es el mismo hombre. Casado y con hijos (su prole llegará a los trece vástagos), su rostro ha perdido dureza. Se ha dejado crecer la barba. Con levita y las piernas cruzadas, ha dejado su chistera sobre una mesa baja cubierta con una tela de rayas. A su izquierda, hay una cortina. Parece un burgués, pero sobre todo es un literato. Sus ojos ya no son crueles, sino curiosos y casi indulgentes. Es el novelista que tanto seduce a Nabokov, el que ha asimilado la lección de Flaubert, según el cual el narrador omnisciente debe ser invisible. Aunque a veces incurre en incongruencias temporales, sus novelas expresan una profunda comprensión del tiempo. No se limita a encadenar los años y las horas, con las licencias de un novelista. Capta esa duración que funde memoria y devenir, reflejando el espesor de la vida, su creatividad infinita y su indestructible continuidad, inapreciable para los que solo cuentan los minutos. No escribe para entretener, sino para comunicar su visión de las cosas. Apasionado y obsesivo, sus manuscritos revelan su elevada exigencia artística.
Diez años después de la imagen de artista burgués, acontece una crisis espiritual que transforma a Tolstói en un asceta y quizás un profeta. Empieza a pensar que la literatura es un lujo inútil. Aun así escribe dos novelas con un trasfondo moralista, La sonata a Kreutzer y Resurrección, y un cuento magistral, “La muerte de Iván Illich”, la historia de un burócrata que al llegar al final de su existencia descubre que sus sueños, parcialmente cumplidos, constituían una meta absurda. Toda su vida ha sido un trágico y ridículo error. Atormentado por los errores de su juventud, cuando se dejaba arrastrar por la violencia y el frenesí sexual, Tolstói decide seguir un estricto ideal ético basado en el regreso al cristianismo primitivo. Elogia el pacifismo, la desobediencia civil no violenta, el vegetarianismo, la abstinencia sexual y el trabajo manual. Condena la propiedad privada y renuncia a sus derechos de autor. Escribe al zar Alejandro III para que conmute la pena de muerte de los asesinos de su padre, citando el mandato moral de Cristo: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”. Se cartea con Gandhi, lee a Thoreau, estudia el Evangelio, escribe a favor del esperanto, fabrica y repara zapatos, abre una escuela para los hijos de sus trabajadores, empleando una pedagogía anarquista que excluye los exámenes, las lecciones magistrales y el principio de autoridad. El maestro no debe calificar ni reprobar, sino escuchar y acompañar. Se dedica escribir ensayos pedagógicos y religiosos. En El reino de Dios está en vosotrosreivindica el mensaje evangélico original. Niega la existencia de los milagros y acusa a todas las iglesias de haber traicionado a Cristo. La iglesia ortodoxa lo excomulga y prohíbe a los fieles leer sus obras.
En una fotografía de 1908, con ochenta años, posa en los jardines de Yásnaia Poliana. Ya no queda nada del joven engreído y desdeñoso. Parece un campesino. Sentado en una humilde silla de enea, muy alejada del lujoso butacón en el que posó con veinte años, viste como un campesino: botas altas, pantalón de tela basta y pobre, amplio blusón azul. Se ha quedado parcialmente calvo y su larga barba es enteramente blanca. En sus ojos, ya no hay dureza, sino compasión e indulgencia. Es un asceta que sueña con la santidad. Algunos atribuyen su transformación a un desarreglo neurótico, pero al observar sus facciones, que en este caso sí son el espejo del alma, no se aprecian los estragos de la locura, sino los signos de una fructífera aventura espiritual. Tolstói ha viajado hacia dentro, se ha desprendido de las pasiones más dañinas y ha adoptado el compromiso de vivir para los demás. Su deriva moral le aleja de las preocupaciones estrictamente literarias y, en cierto aspecto, lastra su pluma, pues se siente obligado a moralizar. Al margen de eso, su vejez se ha convertido en una inspiración para todos los que sueñan con cambiar el mundo pacíficamente. Cuando en 1901 comienza a circular el rumor de que la Academia Sueca va a concederle el Nobel de Literatura, Tolstói se indigna y anuncia que repartirá el dinero entre los perseguidos políticos. Para muchos, es la conciencia de su tiempo, una voz que se alza contra las injusticias y los abusos. Creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que ha adquirido la estatura de los profetas. Ya sabemos que los profetas concitan tanto fervor como odio y Tolstói no es una excepción. Algunos opinan que solo es un viejo chiflado, un juicio que aún pervive entre los cínicos y desencantados.
El último acto de la vida de Tolstói está a la altura de su ideal de sencillez y fraternidad. “Es una vergüenza y una bajeza el querer hacerse superior al prójimo”, escribe, abrumado por su fama y sus posesiones. Quiere ser un hombre anónimo, un simple trabajador. Se ha negado a instalar electricidad y agua corriente en Yásnaia Poliana. Siega y cuida sus manzanos, y desea desprenderse de su patrimonio, pues piensa que la riqueza provoca podredumbre moral. Su ética se condensa en una frase: “No hay regla moral más simple que la de hacer que los otros nos sirvan lo menos posible y que uno sirva a los demás cuanto más mejor”. Su mujer, Sofía Behrs, se opone vehementemente a sus deseos de repartir sus bienes entre los pobres y Tolstói decide abandonar su hogar. Con un humilde equipaje compuesto de libros y manuscritos, se sube a un tren con un billete de tercera. Está enfermo, pero eso no le hace cambiar de planes. Sin embargo, el malestar físico le obliga a detenerse en la estación ferroviaria de Astápovo. Apenas puede respirar. No tarda en descubrirse su identidad e infinidad de personas se acercan para ayudarle o movidos por la curiosidad. Sus últimas palabras expresan su incomodidad por recibir tantas atenciones mientras millones de hombres sufren ante la indiferencia generalizada. Muere el 20 de noviembre de 1910. De acuerdo con sus disposiciones, será enterrado en un túmulo de hierba y tierra -sin cruces ni inscripciones- en el bosque de Stary Zakaz, en Yásnaia Poliana. Aunque las autoridades intentan impedirlo, su funeral se convierte en un acontecimiento multitudinario.
¿Quién era realmente Tolstói? ¿El hedonista, el artista o el asceta? Creo que los tres, pero de forma sucesiva, como una de esas muñecas rusas que se desmontan, mostrando cada vez una figura más pequeña. En su caso, hay que invertir la escala, pues Tolstói se hizo más grande cada vez. Su plenitud como escritor aconteció a medio camino, pero como ser humano alcanzó su momento más alto al final de su vida. Muchos le acusan de santurronería, sin disimular la irritación que les produce su última etapa. Esa indignación es comprensible, pues los seres humanos que logran el milagro de la coherencia entre lo que dicen y lo que hacen ponen de manifiesto nuestra debilidad, algo que no se perdona fácilmente. Las tres vidas de Tolstói son un canto a la libertad. Nos enseñan que no estamos condenados a ser siempre la misma persona. Convertirnos en otro, romper con nuestro pasado, repudiar lo que fuimos, no es un gesto de incongruencia, sino una de las formas más inteligentes de no quedar atrapados en el barro de nuestras equivocaciones.

Comienza el curso



Voy a mi nuevo instituto. Entro por la puerta grande y veo una disposición un tanto extraña de los espacios. En fin, me dirijo a una de las aulas, allí están los que creo son mis alumnos. Un poco crecidos para ser de 2º de bachillerato pero, bueno, tengo oído que en la ciudad los chicos maduran más aprisa que en los pueblos (pero mucho más, hay algunos que parecen mayores de cuarenta). Se extrañan muchísimo con las indicaciones que les voy dando. Les entrego una ficha de datos para que me la rellenen. No lo hacen todos. Es bastante estrambótico este principio de curso. Me paro a pensar, salgo de la supuesta aula y del supuesto instituto y compruebo que me he metido en la Subdelegación del Gobierno. Cualquiera puede tener un desliz, me digo a mí mismo, ¿como este? Pues sí, como este. A cualquiera podría haberle pasado. ¿A cualquiera? En fin, lo dejo para mañana porque me he dado cuenta de que hoy no teníamos clase, una vez revisado el calendario. Estoy muy confundido. El problema es que poco más allá, en la misma acera, hay un sex shop y una tienda de animales. Espero llegar más espabilado porque yo de vibradores y de ropa de cuero no tengo apuntes. Menos aún de jaulas para pájaros.

sábado, 31 de agosto de 2024

"Un anarquista llamado Valle-Inclán" por Rafael Narbona



Ramón María del Valle-Inclán se hizo anarquista en su vejez, alejándose del carlismo estético de su juventud. Su radicalismo hoy tal vez le costaría un disgusto. En la escena sexta de Luces de bohemia, publicada en 1920, Max Estrella, poeta ciego y clarividente, se encuentra con un preso anarquista. Con blusa, alpargatas y grilletes, se trata de un obrero catalán que se define a sí mismo como “un paria”. No es un término despectivo, sino el lúcido reconocimiento de su lugar en un orden social donde se “menosprecia el trabajo y la inteligencia” y se rinde culto al dinero. Max afirma que pronto llegará la hora de los parias de la tierra, pero ese momento sólo será posible, instalando “la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol”. El anarquista objeta que “el ideal revolucionario” no se cumplirá con la simple “degollación de los ricos”. Hay que llegar más lejos. Sólo destruyendo la sociedad capitalista podrá surgir “otro concepto de la propiedad y el trabajo”. Algo escéptico, Max se conforma con pequeños logros: “Todos los días, un patrono muerto, algunas veces, dos… Eso consuela”. El preso sabe que le aguarda la muerte: “Cuatro tiros por intento de fuga. […] Por siete pesetas, al cruzar un lugar solitario, me sacarán la vida los que tienen a su cargo la defensa del pueblo. ¡Y a esto llaman justicia los ricos canallas!”. No le atemoriza morir, pero sí que le den tormento, sólo “para divertirse”. “¡Bárbaros! –protesta Max, con el alma temblando de indignación-. […] ¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?”. Cuando el preso anarquista se despide de Max, anuncia su inminente fin: “Van a matarme… ¿Qué dirá mañana esa Prensa canalla?” “Lo que le manden”, responde Max, con lágrimas de impotencia y rabia.
En la escena undécima, Max –ya en libertad- se cruza con una madre con su hijo muerto entre los brazos. Sólo es un niño con “la sien traspasada por el agujero de una bala”. La policía mantiene el orden público, masacrando inocentes. Antonio Maura, presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII, promueve el terrorismo de Estado para frenar la cólera de un pueblo maltratado y humillado. La pobre mujer chilla desolada: “¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos!”. “Esa voz me traspasa”, exclama Max, sobrecogido. Poco después, se escuchan disparos y un sereno anuncia con indiferencia que la policía ha abatido a un preso anarquista, mientras intentaba fugarse. “Ya no puedo gritar –masculla Max-. ¡Me muero de rabia!... Estoy mascando ortigas. La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza”.
¿Se atrevería algún autor contemporáneo a escribir algo así? Probablemente, ninguna editorial se prestaría a publicar una obra como Luces de bohemia y si por un milagro viera la luz, su autor acabaría ante los jueces de la Audiencia Nacional, acusado de terrorismo. Jean-Paul Sartre fue una de las últimas plumas dispuestas a desafiar al capitalismo. Su indignación le hizo cometer el error de minimizar los crímenes de la Unión Soviética, pero sería injusto no reconocer su coraje. Criticó con firmeza la guerra de Vietnam y denunció vigorosamente los crímenes del gobierno francés en Argelia, que incluyeron torturas masivas y miles de ejecuciones extrajudiciales. En cambio, Albert Camus, santificado por la posteridad, evitó pronunciarse. Se echan de menos los escritores valientes y comprometidos. El anhelo de ventas y el deseo de no complicarse la vida ha prevalecido sobre la rebeldía y el inconformismo. Una pena.

Nuevo curso


 El lunes comienzo un nuevo curso en un nuevo instituto (me echan de todos). Saber qué tipo de víctimas caerán en mis clases siempre es un acicate para experimentar con nuevas máquinas de tortura y comprobar el filo de las navajas (de tanta reputación por estos lares), más que nada por certificar si son tan útiles en las reyertas, como aseguraba Lorca. Se me remueve ese espíritu insano del inquisidor a punto de celebrar el auto de fe. El año pasado no fue mal. Los que aparecen en la foto fueron los últimos. ¿O fui yo el condenado? No sé. 

martes, 27 de agosto de 2024

"Umbral es un verbo" por Juan Bonilla




Es ya tópico decir que acaso no haya peldaño más alto para un escritor que conseguir que su nombre se convierta en adjetivo. No hay muchos que lo consigan, aunque con el paso del tiempo se desvirtúe la filiación entre el adjetivo generado por la lengua común y la obra de la que partió: es el caso de Dante y dantesco, pues se califica de dantesco casi cualquier catástrofe y a nadie se le ocurre utilizar ese adjetivo para una situación de paz y armonía y amor idealizado y sanador, que son tan componentes de la Comedia como las imágenes aterradas del infierno. Es el caso también de Kafka, cuánta gente habrá usado el adjetivo kafkiano sin necesidad de haber leído ni El proceso ni El castillo. Les pasa también a algunos personajes: quijotesco tiene ya significado propio, más allá del perezoso «relativo al Quijote», y no digamos nada de Lolita porque estamos en horario infantil.

Se diría que Francisco Umbral —aunque sin salir del cerco de la literatura— también consiguió el honor de que su apellido fuera dando los pasos convenientes para transformarse en adjetivo, umbraliano, pero creo que lo suyo, la conjugación en su caso de un estilo muy reconocible y de una personalidad muy paseada, más que un adjetivo merece la categoría de verbo. Umbral lo umbraliza todo, pero esto es algo que se puede decir de todos los escritores cuya personalidad y estilo están tan patentes en todo lo que hacen que de alguna manera son callejones sin salida, trampas mortales para sus discípulos que no podrán pasar del rango de imitadores. No son muchos los autores de los que se pueda decir. Se puede decir de Borges, hasta el punto de que hay verbos y expresiones que si uno las usa ya está siendo borgiano. Se puede decir de Gómez de la Serna, que lo transmutaba todo en greguería. Y desde luego se puede decir de Umbral, en cuya máquina de escribir entraba la actualidad, la intimidad o la historia y de la que lo que salía era el yo de Umbral umbralizando las realidades de la actualidad, la intimidad o la historia.

Creo que los libros de Umbral más que por los géneros que se les asigne, dada la flexibilidad con que los acababa sometiendo, se pueden distinguir por esas realidades. Si hay que dividirlos en categorías, es la que yo utilizo para ordenar sus volúmenes en mi biblioteca, y aunque tenga problemas para colocar alguno, porque raro es el libro suyo que no podría pertenecer a, al menos, dos categorías distintas, parece evidente que no lo hay para distinguir el género al que pertenece El hijo de Greta Garbo, el género al que pertenece Trilogía de Madrid y el género al que pertenece La forja de un ladrón. Unos dependen o han sido suscitados por la actualidad (así muchos de los libros de encargo que se vio obligado a escribir, pero también alguna de sus novelas), otros están claramente imbricados en la intimidad («estoy oyendo crecer a mi hijo», desde luego, Carta a mi mujer, Un ser de lejanías, entendiendo por intimidad aquel lugar que está más allá del horizonte de la mera privacidad, un sitio al que solo el hablante puede alcanzar y del que lo que sustraiga solo podrá hacerlo mediante aproximaciones porque el lenguaje no es suficiente, algo así como cuando tratamos de describir un cuadro, sin que ello quiera decir que la descripción del cuadro no sea mejor o más memorable que el cuadro mismo), y otros sin duda en la historia. A Umbral la historia le interesa también para configurar su yo, bien en la creación paulatina de un árbol genealógico (la literatura es el reino de la libertad y la prueba de ello es que podemos inventarnos el árbol genealógico que nos dé la gana y decidir que venimos de donde queremos venir y él tuvo claro que venía de una tradición en la que están Baudelaire y Rubén Darío, Valle Inclán y Ruano, la novela lírica propugnada por Ortega pero también los relámpagos del lenguaje callejero), bien para revisitar episodios históricos como la guerra civil o la irrupción de una nueva derecha tras la agonía del franquismo o la movida madrileña o el socialfelipismo, asomándose a ellas desde la misma posición que adopta para asomarse a la actualidad, buscando los detalles pequeños, los personajes desplazados, la anécdota que le sirva de trampolín para alcanzar la categoría. Así se da el caso de que algunos episodios nacionales los trata —a pesar de que cuando los encara son históricos— como hechos de actualidad y al revés, a los episodios de la pura actualidad los trata con entidad de hechos históricos.

Se diría que de nuestros muertos más o menos recientes en la literatura española, el que goza de mejor salud es Umbral porque de las dos maneras que tiene un escritor de sobrevivir una, la reactivación de su obra, parece que se cumple dado que sus títulos principales no han dejado de reimprimirse en bolsillo, y dos, suscitar obras de otros e influir en autores de generaciones posteriores, también está entre los logros de Umbral, sobre quien se han escrito biografías, se han hecho documentales (el mejor documental que se haya hecho sobre un escritor español es Anatomía de un dandi de Ortega & Arnaiz), y ha influido en el tono y la melodía de toda una hornada de nuevos columnistas. Ahora José Besteiro le ha hecho un pedestal imponente: ha escrito un libro sobre Umbral que es también, en sus mejores momentos, un libro de Umbral. Lo ha titulado Francisco Umbral, manual de instrucciones y ha llevado a la extenuación el estatuto de lector: tan contaminado queda de la voz del autor al que lee, que finalmente ha adoptado esa voz para escribir. Aparte de eso, su libro está lleno de vislumbres que, dejada en una percha la bufanda de hincha, le hacen justicia al escritor al que vindica.

Con Umbral, y en esto, creo, no se ha hecho hincapié suficientemente, en los años sesenta, después de décadas en que la novela española ha ido pasando del tremendismo al realismo social, con alguna incursión en la novela lírica —Helena o el mar del verano de Julián Ayesta— o en el Nouveau Roman —Off-side de Torrente Ballester—, Umbral rescata la disputa que centró la actualidad literaria de nuestros años veinte, cuando Ortega, gran lector reticente de Baroja, arremete contra la novela que cuenta historias (la que depende de su sustancia narrativa por encima del estilo en que esta se desarrolle) y hace una llamada a poetizar la realidad, a obligar a la novela a que flexibilice sus fronteras, a que sea prosa que interiorice los laberintos de los personajes y los eleve mediante al estilo sin concederle mayor relevancia a aquello que pase en la historia que se nos narre. De ahí que en esa década, que no se olvide, es la década de Proust y de Joyce, aparezca todo un grupo de narradores que arriman la novela a la lírica, caso de Benjamín Jarnés, sin que falten los que siguen defendiendo el modelo barojiano, pienso en Carranque de Ríos. De toda aquella década que Umbral leyó como lo leía, creo, casi todo, buscándose a sí mismo, rebanando todo aquello que pudiera servirle para umbralizarlo, Umbral rescata el principio de que el estilo es el hombre —en este caso el escritor— y en un cuento o en una novela el mandamiento que exige que pasen cosas, que haya sucesos, no es de obligado cumplimiento y se puede escribir una obra maestra como «Entrada en Sevilla», un relato de Pedro Salinas del libro Vísperas del gozo, en el que lo único que se nos cuenta es que un viajero llega a Sevilla.

Así pues, Umbral enlaza con una tradición que parecía abandonada por nuestra literatura y aunque, acuciado por su vocación de escritor y la necesidad de ganarse la vida, entregue buena parte de su prosa al periodismo ofreciendo crónicas, reseñas, reportajes, entrevistas, lo que sea, hace sus primeros intentos con la premisa de que el yo que va a ir vertiendo en sus ficciones no tiene por qué distanciarse del que le vaya sirviendo para componer el género en el que yo creo mejores frutos va a dar: la memoria. Lo digo en singular para distinguir dos géneros, lo que los ingleses llaman Memoir, y las memorias, en plural, que suelen ser el texto que un autor escribe cuando se han consumido sus días o su experiencia le ha ofrecido material suficiente para empaquetarlas en un volumen de recuerdos.

La Memoir suele ceñirse a un asunto concreto, no necesita explicarnos de donde viene quien habla ni adónde va, solo el tránsito en el que una circunstancia excepcional —una enfermedad, un adulterio, una adicción— le ha trastornado la rutina y al hacerlo lo ha convertido en otro aunque siga siendo el mismo. A este género, en el que el yo que habla parte del pacto de que lo que cuente no se extraiga de su fantasía sino de los hechos de su experiencia, de manera que pudiera probar que los datos que utiliza los puede corroborar con documentos o testimonios de terceros, como si el lector fuese un juez capacitado para exigirlos, pueden pertenecer libros como La noche que llegué al café Gijón o, por supuesto, Mortal y rosa.

Conviene no olvidar que, célebremente, Paul John Eakin sostuvo que el yo de una autobiografía no puede ser reflejo de algo preexistente, sino una pura creación por y para el texto, de donde la autobiografía sea también invención. Pero que la autobiografía sea invención no quiere decir que en ella la invención sea del mismo tipo que en las novelas. Cuando Umbral empieza a escribir novelas grandes —me refiero ahora solo a la extensión y no a su ambición o su calidad— irrumpe en el panorama narrativo con una voz que suena nueva por, como he apuntado, la recuperación de voces que habían sido completamente preteridas durante la posguerra —toda aquella novela de la Revista de Occidente, de la que Umbral compra el espíritu aunque no los resultados. En ese espíritu la lírica se hermana con la vulgaridad, expresada casi siempre en diálogos relámpagos que van construyendo estructuras en las que se va erigiendo el yo del narrador. Se ve bien en su primera novela Travesías de Madrid, donde un joven va a una pensión a ver si puede ligarse a la vieja propietaria y ahorrarse las pesetas de la estancia, callejea juntándose con muchachas que le hacen mucho caso o poco caso, pero que va enlazando mientras recorre la ciudad, casi como si le hubieran encargado hacer una guía de los mejores lugares donde tomar lo que sea y los rincones mejores para calmar las ganas de cuerpo. No he contado la cantidad de muchachas y mujeres que van saliendo en la novela, pero se diría que esta no ofrece otra cosa que el inmenso tedio de un joven en una ciudad en la que sin dinero eres nada y cuya sola fortuna, precisamente, es la juventud atenazada en el tedio. Con ella comienza uno de los senderos de la narrativa umbraliana, el sendero urbano, donde el yo es una cámara, por decirlo con el título de una novela famosa.

La pugna esencial de Umbral con el género narrativo se asienta en una conciencia nítida de que si bien no conviene confundir vida y literatura, pues la segunda no tiene más remedio que pertenecer a la primera —lo que no significa que no pueda vampirizarla— sí se debe hacer el esfuerzo de que, por mímesis, una se forme como la otra: es decir, sin estructura previa, sin marquesas que salen a las cinco, sin planteamiento, nudos, desenlaces. En Los cuadernos de Luis Vives apunta: «El personaje de la novela no nace sino de un fenómeno superior de la atención, como decía Ortega del amor. La literatura no consiste en inventar, sino en observar». Pero en esa frase no se dice que uno puede, primordialmente, inventarse el yo observador. Y ese es el yo que Umbral va sacando a pasear en sus novelas más novelas —espero que se entienda lo que quiero decir. Ese yo no puede ser el mismo, aunque sea gemelo, del yo de las novelas/memoria, donde encontramos quizá los logros más potentes de la narrativa de Umbral: El hijo de Greta Garbo, mi favorita con distancia, Los males sagrados, Memorias de un niño de derechas. Ni tampoco con el yo del escritor de novelas actualidad, casi siempre eróticas o políticas, La bestia rosa, Los amores diurnos, Historias de amor y viagra (que son las novelas que, creo, prefiere Besteiro).

Hay que hacer hincapié en otro yo de Umbral que siendo el menos evidente me parece el más importante, porque no deja de ser el álveo de todos los demás: el yo lector. Umbral, como se sabe, escribió mucho sobre escritores, sobre la vida literaria, no solo artículos y fragmentos memorialísticos, también los empleó como personajes de algunas de sus ficciones. Dije antes que uno de los movimientos soberanos que demuestran que la literatura es el reino de la libertad está en el hecho de que cada escritor se confecciona su propio árbol genealógico, y Umbral no tardó en hacerlo y le fue rabiosamente fiel. En Las palabras de la tribu declara haber descubierto qué era la literatura con Rubén Darío y con Valle-Inclán. Sabemos lo mucho que le importó —y lo mucho que ayudó a que se volviera a leer— Ramón Gómez de la Serna. Le dedicó uno de sus mejores ensayos a Ruano y otro a Larra y otro a Lorca. En cuanto a la literatura extranjera, no se discutirá —sus propias declaraciones no nos permitirían discutir— la importancia que tuvo la lectura de los libros de Henry Miller. Todo escritor —y me temo que esto no admite excepciones— es hijo de sus lecturas y sus preferencias de lectura. Aquella frase de Borges, haciendo pie en Emerson para dividir a los escritores en dos tipos, los escritores de la vida y los escritores de la literatura, ha traído como consecuencia un inmenso malentendido al hacer pensar que de veras hay escritores que solo escriben porque leen y otros, se supone que superiores, que lo hacen movidos porque han vivido. El propio Borges se colocaba entre los escritores de la literatura porque no había vivido —como si leer fuera acto que se sale del acto mayor de vivir— y ponía como ejemplo de escritor de la vida a Jack London, dado que sus cuentos sobre boxeadores se basaban en sus experiencias como boxeador y sus cuentos sobre buscadores de oro se basaban en sus experiencias como buscador de oro. Pero Borges olvidaba que boxeadores hay y ha habido miles y solo Jack London entre ellos, o Ring Lardner o Hemingway, consiguieron escribir obras maestras sobre el asunto, como hubo millones de personas que se lanzaron a la quimera del oro, y de entre todos ellos solo Jack London logró escribir una obra maestra. ¿Cuál era el secreto? Sencillo: Jack London había leído. Quería ser escritor no porque quisiera contar lo que sucedía en el mundo del boxeo, en los mares del sur o en las minas americanas: quería ser escritor porque se había salvado del tedio de la vida, de la miseria de la vida, gracias a las ficciones. Por lo tanto, es imprudente, cuando no injusto, escamotearle a Jack London su condición de escritor de la literatura: lo es tanto como el propio Borges. A Umbral le pasa un poco lo mismo: el peso de su vida es tan imponente en su propia obra que se diría que pertenece al grupo de los escritores de la vida, porque hizo de ella el tema casi exclusivo de su obra. Pero por fortuna, al revés que en el caso de London, su dedicación a la literatura le permitió desarrollar un yo paralelo en el que el lector que fue desperdigó pistas, esbozó estampas, retrató vidas, se sumergió en obras, que demuestran que sin ellas, sin esa condición de lector que utiliza la literatura de los otros como trampolín para dar el salto de conseguir una voz propia e inconfundible, no hubiera alcanzado la altura que alcanzó.

En la división de Borges, Umbral es de esos autores que podrían igualmente militar en un grupo y en el otro, ser un escritor de la literatura sin dejar de ser un escritor de la vida, porque también supo difuminar como nadie las fronteras entre una y otra. Solo la consciente destilación de muchas voces leídas desde bien pronto, solo la certeza de que la literatura sería una tabla de salvación para construirse mediante la escritura y convertirse en los diversos «yoes» que lo integraron, propició que Umbral se convirtiera en ese verbo que es hoy y al que homenajea Besteiro: un autor que utilizó la intimidad para ir más allá de sí mismo y alcanzar el peldaño más alto de la literatura, que es la poesía, un escritor que no temió utilizar la actualidad para construirse un personaje público del que dejó sobradas muestras en su obra, como tampoco se ahorró utilizar la historia para hacer de unos cuantos episodios nacionales, episodios personales, umbralizando todo lo que caía en el rodillo de su máquina de escribir.

jueves, 22 de agosto de 2024

Dosis: "Días de fútbol"


 

Onofre es pícnico y patizambo. Así lo asegura el informe médico del comienzo de temporada. Su ilusión siempre fue jugar al fútbol porque cree tener condiciones excepcionales para triunfar. Por eso fue a rogarle un puesto al entrenador del equipo de su pueblo. Tuvo suerte. Apenas quedaban jóvenes en la aldea y el club lo fichó, después de que el padre del chico accediera a sufragar el equipaje de los jugadores. A Onofre le tuvieron que explicar qué quería decir eso de "pícnico". Era fácil, un eufemismo de "cuerpo rechoncho, de caja torácica abombada". También le tuvieron que explicar lo que significaba "eufemismo". Le sabía mal preguntar tanto, pero quería saber qué era eso de "patizambo". Bueno, "es evidente, no lo ves, mírate las rodillas". Él no vio nada raro, estaban como siempre, pegadas la una a la otra, formando sus piernas una equis casi perfecta.
El caso es que por fin estaba en un equipo de fútbol formal: todos con la misma camiseta, el mismo pantalón y las mismas medias. Se emocionó la primera vez que lo citaron para un partido. Estaban en el vestuario y, al ver a todos vestidos de la misma forma, rompió a llorar. No pudo soportar la emoción. Onofre tenía cara de lelo, pero no lo era. Según su abuela, siempre había sido un muchacho muy avispado. Eso sí, cuando lloraba, sí parecía un poco tonto. Era el primer partido de la 2ª Regional. Solo se presentaron doce jugadores. Onofre sería el único suplente. Veía muy cerca el día de su debut, pero no fue ese, ni tampoco ninguno de los veinte partidos siguientes. A Onofre le valía con estar en el banquillo vestido como todos los demás, pero tenía la ilusión de salir al campo a demostrar lo que sabía hacer con el balón. Solo entrenaban una vez a la semana y a él los entrenamientos no se le daban muy bien. Sabía que en un partido oficial sería otra cosa.
Llegó el último partido y Onofre ya no tenía esperanzas de jugar. Además, la noche anterior al partido se había ido con unos amigos cerca del río y lo retaron a cortar unas cañas. Había luna llena y Onofre, para demostrar su hombría delante de su pandilla, las cortó sin miedo. El día del partido, en el vestuario, Onofre apenas se podía calzar los pantalones cortos. Los huevos se le habían hinchado de tal manera que parecía tener un balón de baloncesto entre las piernas. El escroto bien tenso y colorado como el culo de un mandril. El entrenador no se había percatado de lo que Onofre escondía. En el minuto 50, el defensa central se lesionó de gravedad. Solo estaba Onofre en el banquillo. El entrenador lo miró y, por fin, le dijo las palabras que tanto tiempo había esperado: "Onofre, calienta". El muchacho patizambo rompió a llorar, esta vez con mucho sentimiento y cargado de razón. Al intentar salir del banquillo, el entrenador se percató del bulto que apretaba sus calzones. Le dijo que esperara y se los bajó. Al ver semejante hinchazón no sabía si llamar a una ambulancia, explotar a reír o calmar la llantina de su pupilo. Por supuesto, no lo dejó salir y lo mandó al Centro de Salud. Allí acabaron los sueños de Onofre. La mala suerte, la adversidad y unas cañas de luna llena terminaron con su carrera antes de empezarla, como le ocurrió a Julio Iglesias o a Álvaro Benito o a Javier Clemente. El mundo del éxito solo está reservado para los que tienen suerte.

domingo, 18 de agosto de 2024

Dosis: "Agosto"


 

No es posible atravesar agosto sin abanico. Cuando veo a esos indigentes clavados en la acera, de rodillas, sentados, con el vaso de la miseria esperando una limosna, pienso que no durarán más que un día, achicharrados al sol, moscas de verano. No puede ser el mismo pobre quien nos vuelva a pedir al día siguiente unos céntimos, imposible. Agosto no se puede atravesar a la intemperie, en mitad de una calle, sin un techo, sin un aire acondicionado. Un desgraciado duerme a las cuatro de la tarde sobre un cartón, a la sombra de un edificio. Parece muerto, porque lo está. Nadie, nadie puede soportar agosto lejos de una madriguera. Es un mes inclemente con todo ser humano. 

Y aun teniendo un escondite donde librarnos del bochorno, no saldremos indemnes de agosto, saldremos otros, distintos, acanallados, sin pupilas, amodorrados por la murria, muertos. Nadie sale vivo de este mes implacable. Agosto nos tiene agarrados de las meninges. Nos exprime, no puede permitir que disfrutemos de ese ocio merecido o del viaje de nuestra vida. Las fiestas de los pueblos son una celebración de la hecatombe. Agosto se asocia con el sol y con sus huestes diabólicas para someternos al dominio de la indolencia. Este agosto, que podría ser la miel del año, se convierte, poco a poco, en un insoportable tránsito hacia la nada. Agosto solo es la previsión de septiembre, solo eso. Y esta predicción lo hace odioso y lamentable, es como un domingo eterno, sin horizonte. 

Me acerco al desgraciado que duerme sobre los cartones y abre un párpado, "¡puta mierda!", dice y escupe cerca de mis zapatos derretidos. Por suerte no está muerto. Mentira, todos lo estamos en agosto. 

jueves, 15 de agosto de 2024

Dosis: "Paseantes"


 

Bajo a la calle y observo a los paseantes, gente de todas las edades. Me da por identificarme con algunos de ellos: primero, con un joven que pasa a mi lado. ¿Cómo fui yo cuando tenía su edad, qué sentía, cómo me comportaba, qué sensaciones me rondaban cuando poseía un cuerpo fuerte, vigoroso; una melena ondulada, sin calveros ni canas; un sexo rozagante y un físico en el que poder confiar para flirtear con chicas de mi edad? Me deprime bastante esa mirada hacia atrás, una nostalgia abrumadora me aplasta. Ya nunca podré disfrutar del vigor entusiasta de los veinte años, de la impetuosidad alegre, del vitalismo descerebrado de esas edades en las que el tiempo no existe, solo el placer y el arrebato pasional. Veo a ese muchacho de vientre plano y rostro terso, su zancada decidida, su sonrisa juvenil. Mira con picardía a la chica que le acompaña, que le roza el bíceps, que le palpa las nalgas, que le ríe, entregada, cada una de sus tonterías, que se para, lo agarra de la nuca y lo besa, con una pasión conmovedora. Pienso en que el muchacho, como yo, jugará a algún deporte, al fútbol, ¡cómo disfrutaba jugando al fútbol! La noche anterior al partido soñaba con los goles que marcaría al día siguiente. Y leía, también leía, aunque era esta una afición que entonces no debía ser divulgada. Los amigos de jauría no veían bien a quienes manteníamos esos hábitos perniciosos que no servían para cultivar lo físico. Por eso era mejor callar esas perversiones del espíritu. Leer no daba puntos en el ranking de los machotes. Lo miro otra vez, ya despegado de los labios de ventosa de su amiga. Así fui yo: musculoso, deportista, adolescente descerebrado, amador, un poco idiota y también lector, otra persona, sí, otra. De él solo me queda lo de un poco idiota, lo de descerebrado y, por supuesto lo de lector, una lástima. El resto es historia. 

Pero aún peor es mirar hacia delante. Observar a los que tienen más edad que yo y preguntarse: ¿cómo puedo llegar a ser? Bueno, en el mejor de los casos, un viejo que apoya en su bastón la fragilidad de sus huesos. Camina solo, con cuidado, con cara de pocos amigos, asqueado de todo lo que le rodea. Miro a mi derecha y veo a un anciano paseado en una silla de ruedas por una mujer sudamericana. Tiene la mirada perdida, como si ya no fuera de este mundo. Su color de piel anuncia una muerte no muy lejana, los párpados despegados y el ánimo abatido. 

Deja, deja, voy a seguir mirando a mi izquierda, la chica ha vuelto a agarrar al joven de la nuca.     

domingo, 11 de agosto de 2024

Dosis: "La pancha"


 

Tener tripa o panza ("pancha" la llamaba mi padre) es un atributo que cuando se llega a unos ciertos años es de fácil adquisición. Recuerdo que cuando mi padre tenía mi edad actual estaba muy satisfecho de su "pancha". Se quitaba la camiseta en cuanto llegaba a casa y se la acariciaba con fruición, con delectación. Para él la "pancha" era sinónimo de la recuperación de la salud. Por poco acaba con él una cirrosis que lo dejó en el chasis y por eso, la recuperación de su "pancha" supuso volver a disfrutar de los placeres de la vida: comer, beber, fumar y jugar al solitario. Además, para ellos, los de su generación, tener "pancha" significaba postergar los fantasmas del hambre y la necesidad. Él comenzó a trabajar a los once años y ese estigma nos hacía muy diferentes, tan distintos como el juicio sobre mi recién adquirida "pancha". Para mí es una maldición contemplar en los escaparates ese perfil de preñada que todavía no relaciono con mi fisionomía. Para nosotros, tener "pancha" supone una desgracia estética y casi social. Lo que para mi padre era un síntoma de placer que lo alejaba de aquel tiempo de miseria y hambre, para mí es un indicio de apoltronamiento burgués y abandono estético. 

Desde que la tengo, observo a mi alrededor a muchos hombres con este atributo, sobre todo los que se acercan a mi edad, y, aun así, no obtengo ningún consuelo. Porque la mayoría de ellos ya no tienen que conquistar a nadie, ya da igual que su aspecto no sea sexualmente deseable, incluso repulsivo. Me gustaría poder llegar a casa, quitarme la camiseta, sentarme y pasar las dos manos sobre mi "pancha", como si estuviera esperando la patada del bebé que llevo dentro, gozando de la caricia, de mi recién adquirida condición de sochantre, como hacía mi padre. Sorber el vino del vaso, echarle una calada al Ducados y jugar al solitario, mientras se va haciendo la cena. Perder la mirada en el as de oros y volver a pasarme la mano por el ombligo, sin remordimientos, con la total convicción de que mi "pancha" es un signo de felicidad. La vida es así de sencilla.  

domingo, 4 de agosto de 2024

Trieste 6: "Las tres religiones"



 El hombre propone y dios dispone, no sé dónde he oído semejante imbecilidad, pero empiezo por aquí porque hoy he visitado la sede de las tres religiones: una sinagoga, una iglesia y un bar. Sí, no tenía otra cosa que hacer y allí que nos hemos ido. Ha sido una experiencia antropológica, además de religiosa. 

En la sinagoga nos han vestido con unos pantalones de gasa blanca y nos han colocado un casquete de arlequín. Hacía tiempo que no me sentía un payaso de la tele, bueno tampoco tanto tiempo. En la iglesia no nos han exigido ninguna vestimenta especial, aunque solo la nuestra natural ya daba un poco de repelús. Escuchar los exordios de judíos y católicos (solo me faltan los musulmanes, aunque no los hay mejores) es algo patético. No me puedo explicar que tres cuartas partes del mundo estén sometidas por estas religiones. Que hayan provocado tantas muertes y tantas desgracias y sigan en la brecha como si nada, que sus templos sean visitados y venerados con auténtica sumisión, que cualquier movimiento de sus jefes religiosos provoque una hecatombe a nivel universal. De veras, no doy crédito. Sus propuestas son tan chuscas, sus preceptos tan decadentes y sus premisas tan ridículas que me hacen dudar de la existencia de raciocinio en el ser humano. 

De veras, cuando nos han obligado a colocarnos esos pantalones de gasa y el casquete de arlequín, he pensado que la humanidad no tiene solución, que lo que debería ser una actuación de circo lo querían convertir en un acto de reverencia a la Torá (ese libro sangriento donde dios es un ser vengativo y justiciero, como Chuck Norris, pero a lo bestia). Lo del bar lo dejo aparte porque ahí sí, en ese templo se respira la verdadera libertad de conciencia del individuo. Una birra, una grappa, ofrece más beneficios a la sociedad que dos pilas enteras de agua bendita. La de la foto es Melpómene con la teta fuera, no os asustéis.