Bajo a la calle y observo a los paseantes, gente de todas las edades. Me da por identificarme con algunos de ellos: primero, con un joven que pasa a mi lado. ¿Cómo fui yo cuando tenía su edad, qué sentía, cómo me comportaba, qué sensaciones me rondaban cuando poseía un cuerpo fuerte, vigoroso; una melena ondulada, sin calveros ni canas; un sexo rozagante y un físico en el que poder confiar para flirtear con chicas de mi edad? Me deprime bastante esa mirada hacia atrás, una nostalgia abrumadora me aplasta. Ya nunca podré disfrutar del vigor entusiasta de los veinte años, de la impetuosidad alegre, del vitalismo descerebrado de esas edades en las que el tiempo no existe, solo el placer y el arrebato pasional. Veo a ese muchacho de vientre plano y rostro terso, su zancada decidida, su sonrisa juvenil. Mira con picardía a la chica que le acompaña, que le roza el bíceps, que le palpa las nalgas, que le ríe, entregada, cada una de sus tonterías, que se para, lo agarra de la nuca y lo besa, con una pasión conmovedora. Pienso en que el muchacho, como yo, jugará a algún deporte, al fútbol, ¡cómo disfrutaba jugando al fútbol! La noche anterior al partido soñaba con los goles que marcaría al día siguiente. Y leía, también leía, aunque era esta una afición que entonces no debía ser divulgada. Los amigos de jauría no veían bien a quienes manteníamos esos hábitos perniciosos que no servían para cultivar lo físico. Por eso era mejor callar esas perversiones del espíritu. Leer no daba puntos en el ranking de los machotes. Lo miro otra vez, ya despegado de los labios de ventosa de su amiga. Así fui yo: musculoso, deportista, adolescente descerebrado, amador, un poco idiota y también lector, otra persona, sí, otra. De él solo me queda lo de un poco idiota, lo de descerebrado y, por supuesto lo de lector, una lástima. El resto es historia.
Pero aún peor es mirar hacia delante. Observar a los que tienen más edad que yo y preguntarse: ¿cómo puedo llegar a ser? Bueno, en el mejor de los casos, un viejo que apoya en su bastón la fragilidad de sus huesos. Camina solo, con cuidado, con cara de pocos amigos, asqueado de todo lo que le rodea. Miro a mi derecha y veo a un anciano paseado en una silla de ruedas por una mujer sudamericana. Tiene la mirada perdida, como si ya no fuera de este mundo. Su color de piel anuncia una muerte no muy lejana, los párpados despegados y el ánimo abatido.
Deja, deja, voy a seguir mirando a mi izquierda, la chica ha vuelto a agarrar al joven de la nuca.