sábado, 3 de agosto de 2024

Trieste 5: "La comida austrohúngara"

 


Cuando el viajero llega a una ciudad desconocida, sabe que va a permanecer en ella un tiempo limitado. Hay que aprovechar la estancia, hay que absorberlo todo en muy poco tiempo. Uno se desvive por recorrer las calles, atrapar los museos, absorber los paisajes, comer sin medida, beber sin tiento. Todo hay que hacerlo en un tiempo récord. Se desvive el viajero por patear las calles, por no perderse ninguno de los recovecos que le han recomendado, los rincones que aparecen señalados en las guías turísticas, las placas de los recorridos históricos, las señales del buen turista. Uno hace todo esto y llega al apartamento derrengado, exhausto, ávido de cama y reposo. Posiblemente el mejor momento de la jornada sea ese, el de la llegada al refugio. 

En la vida diaria, pasa un poco esto, solo que ese reposo final es la muerte. Por eso veo con cierta confianza esta analogía. El fin del camino es lo más placentero, lo que, en el fondo, uno busca cuando va de acá para allá, disolviendo el mundo a zancadas, intentando atraparlo en la memoria de la cámara fotográfica. No, es imposible, nada se puede atrapar, todo se deshace, se diluye, nada permanece, aunque la sensación de sosiego, de paz, de felicidad al final del camino me sirve para ver la muerte como una esperanza.

Esta reflexión nace de una mala comida (eran platos típicos austrohúngaros, qué se podía esperar) y del calor húmedo de los lugares marítimos. No penséis que he cambiado o que me he vuelto un hombre cabal, sensato, con capacidad para analizar con sensatez mis movimientos. No, no es así. Solo el calor y el mal comer me llevan a estos parajes. En cuanto me engulla una pizza napolitana en Casa Pepe, vía del Coroneo, 19, esto se me ha pasado.   

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