El pasado sí existe, contradigo, entre otros, a T.S. Elliot, existe y ahoga. Se incrusta en el presente y no lo deja desenvolverse, le impide el movimiento, lo amordaza, lo destaza y apenas le permite respirar. El presente necesita aire, porque está vivo, porque se aleja de la muerte siempre que puede. Pero el pasado hace todo lo posible por quitarle la máscara de oxígeno, por devolverlo a la nada, al vacío, a la inexistencia. Me toco y gozo de mis dedos sobre la piel. Me toco, soy, siento, me muevo, alejo al pasado, estático, maldito, que me impide gozar de la experiencia del tacto, del placer, de la caricia. Detrás de ella, en el recuerdo, siempre hay otros dedos, otra piel, que ya no están, que solo existen en ese pasado ominoso, que vuelve una y otra vez para aniquilar los frutos de la sensualidad, los goces momentáneos del presente.
La brisa acaricia las hojas de los árboles, las hace bullir, entretenerse, balancearse en oleaje de tierra. Contemplo el paisaje y, por un momento, disfruto del presente, hasta que llega la voz del pasado, la imagen de un recuerdo de bosque mullido en el que ella y yo retozábamos. Todo se silencia, el viento, el rumor de las hojas, el murmullo de las cigarras, todo enmudece detrás de un sábado de agosto en lo alto de las montañas, de un martes de julio en la ribera de un río, de un jueves de septiembre en la trocha de un sendero. El presente está bien jodido. Nunca podrá separarse de esa mano que llega y aprieta con fuerza el cuello para impedirle gozar de los bienes terrenos. Sí, el pasado existe, solo para abochornar al presente, para apresar sus labios, su nariz y sus manos y susurrarle al oído: "No tienes derecho a ser, no lo tienes."