martes, 11 de julio de 2023

La soledad de Montaigne



En todo el día solo he hablado con una persona, la camarera de un bar que suelo frecuentar. "Una caña", le he dicho, y también "cóbrate". Hasta aquí mi jornada de socialización. Después de dedicar el curso entero a la perorata (casi a la verborrea) viene bien el respiro de días así; aunque echo de menos en seguida la afición por pegar la hebra. Este silencio lo compenso escribiendo y leyendo. Converso con las voces de los muertos (creo que decía Quevedo) y oigo mi propia voz interior (un tanto muerta también). Con la edad, estaba llegando a la convicción de que la soledad era un estado ideal para la creación literaria, estaba convencido de que necesitaba a muy poca gente (cada vez menos) para urdir una jornada medianamente agradable. Tras la muerte de Eva, esta convicción se tambaleó y de qué manera. Busqué la ciudad, busque a la gente, busqué todo tipo de actividades sociales porque en cuanto me quedaba solo en casa me derrumbaba. Poco a poco voy reconquistando ese espacio que a la vez gané y perdí, ese espacio de la soledad reconfortante, reflexiva, creativa, ese "dolce far niente" que parece prohibido en la sociedad moderna. Nada mejor que las vacaciones para ahondar en esa reconquista. 

El problema es que el verano es implacable, inhabitable casi en todas partes. Julio me resulta odioso por muchas cosas (no solo por las bermudas), ahora más que nunca. Parece como si el clima se aliara con los recuerdos terribles y arremetiera contra las reconstrucciones de la voluntad, contra los paseantes, contra los diletantes, contra los vagabundos... Quien cree en la filosofía peripatética lo tiene más complicado en verano; sin embargo, esta mañana he encontrado un antídoto contra la imposibilidad de pasear, contra la ansiedad de no parar, de viajar, de participar en todo tipo de actividades, esta mañana me he reencontrado con Montaigne. No soy una planta, no necesito que me hablen para crecer, pero casi.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario