El fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no
querer acordarse de aquel lugar de La Mancha. Lo había estado siempre: como
tarde o temprano termina sabiendo todo idealista, la realidad defrauda al
deseo. Esto ya lo sabía don Miguel, él mismo había conseguido tirar por la
borda todas las oportunidades que la vida le había ofrecido. Primero destrozo
mi carrera militar, no sin antes dilapidar la posibilidad que me brinda la
corte, para terminar arruinando mi prestigio poético y dramático. Ese resumen
de la vida del alcalaíno se extiende también a la hora de hablar de sexo. Cervantes,
tartamudo y lisiado, puede comprobar a través de la ventana de su casa cómo
otros poetas de renovado prestigio comparten lecho y soneto con doncellas que
no pueden evitar sucumbir a sus encantos. Lope de Vega, su gran enemigo,
le devuelve la imagen del poeta que, triunfante, maneja el sexo y el amor con
sutileza. Es el rostro que reconoce al pardillo en una partida de póquer, es el
ganador. Él, sin embargo, debe conformarse con lo que pudo ser y no fue, con
esa duda constante: «Qué habría pasado si…».
Pero en tiempo de derrota florece la mejor literatura. Con un
contexto incapaz de defraudar más de lo defraudado, nace la genial obra de
Cervantes. Y, cómo no, será un canto a esa derrota literaria, derrota amorosa,
derrota social… y, por supuesto, también derrota sexual. Porque, en el Quijote,
el erotismo está presente de manera continua. Pero no como algo explícito, no
como algo tangible. No aparece con la solvencia con la que lo exprimió Lope.
Tampoco con la viciosa terquedad de Quevedo. Ni siquiera con la elevación
de Góngora. Es más como esa manzana que colocan frente a ti, pura
sugerencia. Por eso, viajar a través del Quijote es coquetear página
a página con el deseo, con el inconveniente moral. Es difícil saber si el
caballero de la Triste Figura, como antes su creador, fue feliz con esta forma
de vida. Serán el debe y el haber, también en el caso de Miguel de Cervantes,
los encargados de dictar sentencia al final de sus vidas.
Dulcinea, Maritornes y
Leandra
Don Alonso Quijano es el más reprimido de todos los obsesos
sexuales que han habitado nuestra literatura. Lo digo así, para marcar el
terreno. Él abandona su vida por amor, como quisimos hacer todos alguna vez.
Atrás quedan la sobrina, el barbero, el cura… A todos les dice adiós por
la quijotesca empresa que supone involucrarse en un viaje de fidelidad
absoluta, una especie de promesa de cariño eterno. Pero la monogamia no
pertenece a la naturaleza del alma humana. Esta etiqueta renacentista de
«caballero fiel a su amada» se derrumba cuando el instinto sexual arrecia.
Así, solo hace falta que la asturiana Maritornes se confunda de cama y acabe
topándose con el Quijote para que este encare los favores sexuales ofrecidos
por la dama. ¿Instinto? ¿Confusión real? ¿Triquiñuela quijotesca? ¿Qué
habríamos hecho nosotros?
Porque sucumbir a Maritornes como a punto estuvo de hacerlo el
Quijote no es más que un salto a la naturaleza del sexo. Hablamos de un
personaje, la Maritornes de la venta, que se presenta ante nosotros como un
torbellino imparable. No importa que Cervantes nos la dibuje como una mujer
poco agraciada en lo físico y en lo moral, esto forma parte del juego erótico
del que el arriero de Arévalo, verdadero y principal interesado en yacer con
ella, desea formar parte. Es una relación a medio camino entre el lenocinio y
la sumisión:
Había el arriero
concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había
dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus
amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. (Capítulo XVI, primera parte)
Esta relación tempestuosa acabará con Maritornes compartiendo
cama, por avatares del destino que solo pueden aparecer en la obra de
Cervantes, con Sancho. O lo que es lo mismo, con la inocencia. Con el pueblo.
Es la debilidad del Imperio hecha escena.
Pero el simbolismo de Maritornes no se acaba ahí. Pocos capítulos
más tarde, don Quijote vuelve a sucumbir a sus encantos. Esta vez, la moza
asturiana convence al caballero para que este introduzca la mano a través de
cierto agujero. Él obedece, sumiso, lo que le costará un disgusto en forma de
cruel broma. Acabará colgado de una cuerda, sufriendo los rigores que la
metáfora mano-agujero exige. Porque el hecho de introducir el dedo en la grieta
ha sido objeto de numerosas lecturas, desde la límpida cristiana hasta la más
sórdida de las paganas, y me niego a ser yo quien las siga alimentando.
Pero dejemos atrás a Maritornes para continuar con nuestro viaje a
través del deseo quijotesco. Otro de los personajes que se mueven por un plano
que roza la lujuria y la sexualidad es Leandra. Esta hermosa muchacha se deja
seducir por Vicente, el hombre que reúne todos los estándares varoniles de la
época. Es tanta la atracción que siente que no dudará en escaparse con él
dejando atrás a todos los demás pretendientes. Pero la tragedia no se acaba
aquí. Días después la joven será encontrada, desnuda y asustada, en una triste
cueva alejada de la civilización.
Todos hemos amanecido desnudos, metafórica o literalmente, dentro
de una cueva cualquiera de un mes cualquiera de cualquier año. No seré yo quien
culpe a Leandra. Ella, como nosotros, se dejó llevar. Y también como nosotros,
salió perdiendo. Es el peaje que cobra la lascivia, a menudo demasiado caro.
Pero, me temo, podrán volver a cobrárnoslo si la situación lo requiere. Y es
que esto de tropezar con la piedra tantas veces como haga falta sí pertenece,
nos guste o no, a la naturaleza humana.
Al ser encontrada, Leandra insiste en que no ha sido despojada de
su honor. Pero el deseo que por Vicente había sentido está presente en cada
renglón del capítulo. ¿Quién puede asegurar que no lo estuvo también durante el
momento del desnudo? Además, el narrador deja abierta la puerta a una posible excusa
como forma de consuelo para el desolado padre de Leandra. El narrador duda:
¿será todo tan pulcro como ella asegura?
Duro se nos hizo de creer
la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte
para que el desconsolado padre se consolase. (Capítulo LI, primera parte)
Cervantes exhibe sus dotes narrativas a la perfección. Mantiene al
lector en un estado ambiguo, sin que sepa si debe optar por el sentido literal,
siempre atrofiado por la censura y el contexto, o por el sentido metafórico,
mucho más instintivo y natural.
Anselmo, Eugenio y
onanismo
Precisamente por desventuras con Leandra, la narración quijotesca
se encuentra poco más tarde con Anselmo y Eugenio, dos pastores que deambulan
por el monte intentando aliviar sus desdichas amorosas. Pero, ay de mí que no
todo en la vida es amor y que incluso con el corazón roto puede uno consolarse
sexualmente. Al menos eso se desprende de las palabras de Eugenio al explicar
cómo pasan allí los días.
Anselmo y yo nos
concertamos de dejar la aldea y venirnos a este valle, donde él
apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño
de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a
nuestras pasiones o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa
Leandra o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras
querellas. (Capítulo LI, Primera Parte)
¿Dar vado a sus pasiones? ¿Así, en la soledad del monte? Hasta el
más desapasionado de los aquí presentes piensa en el noble arte del onanismo al
leer el párrafo. Si, por el contrario, en la sala hay algún enfermo sexual, por
su cabeza rondarán ahora todo tipo de obscenidades, desde la zoofilia hasta
vaya usted a saber qué demoníacas prácticas. Pero no quiero ser yo, de nuevo, el
que las aliente.
Pero no solo de realidad vive el sexo. La masturbación goza del
mismo motor que el arte, esto es, el éxito depende de la imaginación que uno le
eche. Y me temo que en imaginación y fantasía nadie gana a nuestro querido
caballero. Por eso, cuando todavía en la primera parte se afana en evocar una
escena placentera, no duda en hacerlo en los siguientes términos:
… Tomar luego la que
parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en
el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o
castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas
aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de
cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada… (Capítulo L, primera parte)
¿Es o no un acto de inalcanzable pero siempre presente deseo el
hecho de narrar así un episodio? Porque a la hora de desear también debemos
contar con el encanto de lo inaccesible, el gusto por lo prohibido. Y en este
sentido, nuestro héroe, tan sólido moralmente, tan cuidadoso en lo formal, debe
soltar las riendas en el otro plano: en el interior, en el ilusorio.
Altisidora y Antonio
Capítulo aparte merece la irrupción de Altisidora, ya en la
segunda parte de la novela. La doncella, dama de compañía de la famosa duquesa,
no dudará en someter al Quijote a la tentación de la carne, haciendo que se
enfrente por primera vez al pecado de forma real. Esta no es una cuestión
cualquiera, pues es la primera vez que nuestro caballero cuenta con la
posibilidad de abrazarse a su debilidad. Maritornes nace gracias al descuido.
Dulcinea, a la idealización. Pero Altisidora está ahí, se puede acariciar.
Y a fe de todos los lectores que nuestro caballero de la Triste
Figura duda. Tanto es así que, al presentarse la dama con un ágil romance, don
Quijote siente cómo le tiemblan las canillas. Es la manzana, límpida y
reluciente, preparada para ser mordida. Por eso, es el propio narrador el que
nos recuerda la fragilidad del hombre, consciente de que no puede poner esa
muestra de flaqueza en la boca de la moralidad quijotesca. Y lo relata con
claridad y buen porte:
Luego imaginó que alguna
doncella de la duquesa estaba dél enamorada, y que la honestidad la forzaba a
tener secreta su voluntad; temió no le rindiese, y propuso en su pensamiento el
no dejarse vencer. (Capítulo XLIV)
Quijote y Sancho huyen del palacio de los duques con la honra
renacentista intacta, pero con la sensación de arrepentirse, cada uno en su
terreno, de las cosas que no hicieron (que suele ser, por otra parte, el peor
de los arrepentimientos). Pero, quien esté libre de Altisidoras, que tire la primera
piedra.
Ya con la obra acariciando sus últimas páginas y don Quijote
hastiado después de un viaje agotador, la llegada de los dos protagonistas a
Barcelona se inicia con un capítulo que rezuma erotismo por los cuatro
costados. El caballero andante es ridiculizado, esta vez, por don Antonio.
Pero, entre ridículo y ridículo, siempre hay tiempo para jugar con el fornicio.
En un momento dado, y siempre presente el simbolismo al que se ve
obligado a recurrir un escritor en plena Contrarreforma, el Quijote disfruta de
lo que Cervantes define como «sarao de damas», un término de lo más sugerente
que da pie a todo tipo de reflexiones de las que la libido no escapa. Don
Alonso Quijano se planta frente a las cuatro amigas de la mujer de don Antonio.
Ojo a cómo la define Cervantes: «señora principal y alegre, hermosa y
discreta». ¿Señora principal? Prefiero no incitar al mal pensamiento una vez
más. Pero, títulos aparte, el Quijote acaba «molido». Y, como bien expresa el
narrador, también en lo que al alma se refiere:
Comenzóse el sarao casi a
las diez de la noche. Entre las damas había dos de gusto pícaro y burlonas, y,
con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas
alegrasen sin enfado […] le molieron, no solo el cuerpo, pero el ánima. Era
cosa de ver la figura de don Quijote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho
en el vestido, desairado y, sobre todo, nonada ligero. (Capítulo LXII, segunda parte)
Al acabar la escena, el Quijote sentencia: «¡Fugite, partes
adversae!». Esta fórmula viene a significar «¡Fuera, enemigos!», y era
utilizada por los religiosos para expulsar al demonio en los exorcismos. ¿Por
qué este guiño eclesiástico después de la farra? ¿Qué pecado se lleva dentro?
Al observar como, ya en el último capítulo, don Alonso Quijano se
consume entre sábanas, uno no puede evitar entristecerse mientras comprueba que
no hay sitio en el último tren. Es el triunfo de la razón. La locura ha muerto
y, con ella, todas las oportunidades que se le presentaron a «el Bueno», que
así fue llamado un día don Alonso Quijano, de arrojarse al infierno de aquel Dante que
tanto admiró el creador de la obra, don Miguel de Cervantes. Quién sabe si al
exigir la extrema unción, con Sancho llorando junto al cabecero de la cama, el
antiguo caballero andante consiguió percatarse de que allí, en la orilla de los
cuerdos, el amor ideal que había supuesto Dulcinea nunca había existido.
Hablamos del Quijote, el hombre que tuvo delante la manzana… y no
la mordió. El final ya es conocido por todos: algún día, en tu lecho de muerte,
te cruzarás con la cordura y tendrás que rendir cuentas. Y comprenderás
que el fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no querer acordarse
de aquel lugar de La Mancha. Como lo había estado siempre.