sábado, 30 de abril de 2016

"El Quijote o la manzana que nunca mordimos" por Carlos Mayoral


El fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no querer acordarse de aquel lugar de La Mancha. Lo había estado siempre: como tarde o temprano termina sabiendo todo idealista, la realidad defrauda al deseo. Esto ya lo sabía don Miguel, él mismo había conseguido tirar por la borda todas las oportunidades que la vida le había ofrecido. Primero destrozo mi carrera militar, no sin antes dilapidar la posibilidad que me brinda la corte, para terminar arruinando mi prestigio poético y dramático. Ese resumen de la vida del alcalaíno se extiende también a la hora de hablar de sexo. Cervantes, tartamudo y lisiado, puede comprobar a través de la ventana de su casa cómo otros poetas de renovado prestigio comparten lecho y soneto con doncellas que no pueden evitar sucumbir a sus encantos. Lope de Vega, su gran enemigo, le devuelve la imagen del poeta que, triunfante, maneja el sexo y el amor con sutileza. Es el rostro que reconoce al pardillo en una partida de póquer, es el ganador. Él, sin embargo, debe conformarse con lo que pudo ser y no fue, con esa duda constante: «Qué habría pasado si…».
Pero en tiempo de derrota florece la mejor literatura. Con un contexto incapaz de defraudar más de lo defraudado, nace la genial obra de Cervantes. Y, cómo no, será un canto a esa derrota literaria, derrota amorosa, derrota social… y, por supuesto, también derrota sexual. Porque, en el Quijote, el erotismo está presente de manera continua. Pero no como algo explícito, no como algo tangible. No aparece con la solvencia con la que lo exprimió Lope. Tampoco con la viciosa terquedad de Quevedo. Ni siquiera con la elevación de Góngora. Es más como esa manzana que colocan frente a ti, pura sugerencia. Por eso, viajar a través del Quijote es coquetear página a página con el deseo, con el inconveniente moral. Es difícil saber si el caballero de la Triste Figura, como antes su creador, fue feliz con esta forma de vida. Serán el debe y el haber, también en el caso de Miguel de Cervantes, los encargados de dictar sentencia al final de sus vidas.

Dulcinea, Maritornes y Leandra
Don Alonso Quijano es el más reprimido de todos los obsesos sexuales que han habitado nuestra literatura. Lo digo así, para marcar el terreno. Él abandona su vida por amor, como quisimos hacer todos alguna vez. Atrás quedan la sobrina, el barbero, el cura… A todos les dice adiós por la quijotesca empresa que supone involucrarse en un viaje de fidelidad absoluta, una especie de promesa de cariño eterno. Pero la monogamia no pertenece a la naturaleza del alma humana. Esta etiqueta renacentista de «caballero fiel a su amada» se derrumba cuando el instinto sexual arrecia. Así, solo hace falta que la asturiana Maritornes se confunda de cama y acabe topándose con el Quijote para que este encare los favores sexuales ofrecidos por la dama. ¿Instinto? ¿Confusión real? ¿Triquiñuela quijotesca? ¿Qué habríamos hecho nosotros?
Porque sucumbir a Maritornes como a punto estuvo de hacerlo el Quijote no es más que un salto a la naturaleza del sexo. Hablamos de un personaje, la Maritornes de la venta, que se presenta ante nosotros como un torbellino imparable. No importa que Cervantes nos la dibuje como una mujer poco agraciada en lo físico y en lo moral, esto forma parte del juego erótico del que el arriero de Arévalo, verdadero y principal interesado en yacer con ella, desea formar parte. Es una relación a medio camino entre el lenocinio y la sumisión:
Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. (Capítulo XVI, primera parte)
Esta relación tempestuosa acabará con Maritornes compartiendo cama, por avatares del destino que solo pueden aparecer en la obra de Cervantes, con Sancho. O lo que es lo mismo, con la inocencia. Con el pueblo. Es la debilidad del Imperio hecha escena.
Pero el simbolismo de Maritornes no se acaba ahí. Pocos capítulos más tarde, don Quijote vuelve a sucumbir a sus encantos. Esta vez, la moza asturiana convence al caballero para que este introduzca la mano a través de cierto agujero. Él obedece, sumiso, lo que le costará un disgusto en forma de cruel broma. Acabará colgado de una cuerda, sufriendo los rigores que la metáfora mano-agujero exige. Porque el hecho de introducir el dedo en la grieta ha sido objeto de numerosas lecturas, desde la límpida cristiana hasta la más sórdida de las paganas, y me niego a ser yo quien las siga alimentando.
Pero dejemos atrás a Maritornes para continuar con nuestro viaje a través del deseo quijotesco. Otro de los personajes que se mueven por un plano que roza la lujuria y la sexualidad es Leandra. Esta hermosa muchacha se deja seducir por Vicente, el hombre que reúne todos los estándares varoniles de la época. Es tanta la atracción que siente que no dudará en escaparse con él dejando atrás a todos los demás pretendientes. Pero la tragedia no se acaba aquí. Días después la joven será encontrada, desnuda y asustada, en una triste cueva alejada de la civilización.
Todos hemos amanecido desnudos, metafórica o literalmente, dentro de una cueva cualquiera de un mes cualquiera de cualquier año. No seré yo quien culpe a Leandra. Ella, como nosotros, se dejó llevar. Y también como nosotros, salió perdiendo. Es el peaje que cobra la lascivia, a menudo demasiado caro. Pero, me temo, podrán volver a cobrárnoslo si la situación lo requiere. Y es que esto de tropezar con la piedra tantas veces como haga falta sí pertenece, nos guste o no, a la naturaleza humana.
Al ser encontrada, Leandra insiste en que no ha sido despojada de su honor. Pero el deseo que por Vicente había sentido está presente en cada renglón del capítulo. ¿Quién puede asegurar que no lo estuvo también durante el momento del desnudo? Además, el narrador deja abierta la puerta a una posible excusa como forma de consuelo para el desolado padre de Leandra. El narrador duda: ¿será todo tan pulcro como ella asegura?
Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase. (Capítulo LI, primera parte)
Cervantes exhibe sus dotes narrativas a la perfección. Mantiene al lector en un estado ambiguo, sin que sepa si debe optar por el sentido literal, siempre atrofiado por la censura y el contexto, o por el sentido metafórico, mucho más instintivo y natural.

Anselmo, Eugenio y onanismo
Precisamente por desventuras con Leandra, la narración quijotesca se encuentra poco más tarde con Anselmo y Eugenio, dos pastores que deambulan por el monte intentando aliviar sus desdichas amorosas. Pero, ay de mí que no todo en la vida es amor y que incluso con el corazón roto puede uno consolarse sexualmente. Al menos eso se desprende de las palabras de Eugenio al explicar cómo pasan allí los días.
Anselmo y yo nos concertamos de dejar la aldea y venirnos a este valle, donde él apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas. (Capítulo LI, Primera Parte)
¿Dar vado a sus pasiones? ¿Así, en la soledad del monte? Hasta el más desapasionado de los aquí presentes piensa en el noble arte del onanismo al leer el párrafo. Si, por el contrario, en la sala hay algún enfermo sexual, por su cabeza rondarán ahora todo tipo de obscenidades, desde la zoofilia hasta vaya usted a saber qué demoníacas prácticas. Pero no quiero ser yo, de nuevo, el que las aliente.
Pero no solo de realidad vive el sexo. La masturbación goza del mismo motor que el arte, esto es, el éxito depende de la imaginación que uno le eche. Y me temo que en imaginación y fantasía nadie gana a nuestro querido caballero. Por eso, cuando todavía en la primera parte se afana en evocar una escena placentera, no duda en hacerlo en los siguientes términos:
… Tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada… (Capítulo L, primera parte)
¿Es o no un acto de inalcanzable pero siempre presente deseo el hecho de narrar así un episodio? Porque a la hora de desear también debemos contar con el encanto de lo inaccesible, el gusto por lo prohibido. Y en este sentido, nuestro héroe, tan sólido moralmente, tan cuidadoso en lo formal, debe soltar las riendas en el otro plano: en el interior, en el ilusorio.

Altisidora y Antonio
Capítulo aparte merece la irrupción de Altisidora, ya en la segunda parte de la novela. La doncella, dama de compañía de la famosa duquesa, no dudará en someter al Quijote a la tentación de la carne, haciendo que se enfrente por primera vez al pecado de forma real. Esta no es una cuestión cualquiera, pues es la primera vez que nuestro caballero cuenta con la posibilidad de abrazarse a su debilidad. Maritornes nace gracias al descuido. Dulcinea, a la idealización. Pero Altisidora está ahí, se puede acariciar.
Y a fe de todos los lectores que nuestro caballero de la Triste Figura duda. Tanto es así que, al presentarse la dama con un ágil romance, don Quijote siente cómo le tiemblan las canillas. Es la manzana, límpida y reluciente, preparada para ser mordida. Por eso, es el propio narrador el que nos recuerda la fragilidad del hombre, consciente de que no puede poner esa muestra de flaqueza en la boca de la moralidad quijotesca. Y lo relata con claridad y buen porte:
Luego imaginó que alguna doncella de la duquesa estaba dél enamorada, y que la honestidad la forzaba a tener secreta su voluntad; temió no le rindiese, y propuso en su pensamiento el no dejarse vencer. (Capítulo XLIV)
Quijote y Sancho huyen del palacio de los duques con la honra renacentista intacta, pero con la sensación de arrepentirse, cada uno en su terreno, de las cosas que no hicieron (que suele ser, por otra parte, el peor de los arrepentimientos). Pero, quien esté libre de Altisidoras, que tire la primera piedra.
Ya con la obra acariciando sus últimas páginas y don Quijote hastiado después de un viaje agotador, la llegada de los dos protagonistas a Barcelona se inicia con un capítulo que rezuma erotismo por los cuatro costados. El caballero andante es ridiculizado, esta vez, por don Antonio. Pero, entre ridículo y ridículo, siempre hay tiempo para jugar con el fornicio.
En un momento dado, y siempre presente el simbolismo al que se ve obligado a recurrir un escritor en plena Contrarreforma, el Quijote disfruta de lo que Cervantes define como «sarao de damas», un término de lo más sugerente que da pie a todo tipo de reflexiones de las que la libido no escapa. Don Alonso Quijano se planta frente a las cuatro amigas de la mujer de don Antonio. Ojo a cómo la define Cervantes: «señora principal y alegre, hermosa y discreta». ¿Señora principal? Prefiero no incitar al mal pensamiento una vez más. Pero, títulos aparte, el Quijote acaba «molido». Y, como bien expresa el narrador, también en lo que al alma se refiere:
Comenzóse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas había dos de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado […] le molieron, no solo el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de don Quijote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado y, sobre todo, nonada ligero. (Capítulo LXII, segunda parte)
Al acabar la escena, el Quijote sentencia: «¡Fugite, partes adversae!». Esta fórmula viene a significar «¡Fuera, enemigos!», y era utilizada por los religiosos para expulsar al demonio en los exorcismos. ¿Por qué este guiño eclesiástico después de la farra? ¿Qué pecado se lleva dentro?
Al observar como, ya en el último capítulo, don Alonso Quijano se consume entre sábanas, uno no puede evitar entristecerse mientras comprueba que no hay sitio en el último tren. Es el triunfo de la razón. La locura ha muerto y, con ella, todas las oportunidades que se le presentaron a «el Bueno», que así fue llamado un día don Alonso Quijano, de arrojarse al infierno de aquel Dante que tanto admiró el creador de la obra, don Miguel de Cervantes. Quién sabe si al exigir la extrema unción, con Sancho llorando junto al cabecero de la cama, el antiguo caballero andante consiguió percatarse de que allí, en la orilla de los cuerdos, el amor ideal que había supuesto Dulcinea nunca había existido.
Hablamos del Quijote, el hombre que tuvo delante la manzana… y no la mordió. El final ya es conocido por todos: algún día, en tu lecho de muerte, te cruzarás con la cordura y tendrás que rendir cuentas. Y comprenderás que el fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no querer acordarse de aquel lugar de La Mancha. Como lo había estado siempre. 

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