A los primeros cristianos se podría decir que
los pilló el toro. Un día estaban en las catacumbas, masacrados por Diocleciano,
y al siguiente Constantino ganaba batallas con la cruz como emblema.
Tenían que improvisar algo rápido y se les
ocurrió coger algo que ya existía y que les venía bien: la basílica romana, que
era un edificio destinado a ejercer la justicia. Lo tenían todo hecho ya y no
se molestaron más que en cambiar unas esculturas por otras y unos mosaicos por
otros. Por un tiempo tuvieron de sobra. Cuando empezaron a abundar los santos y
los bautizos, recuperaron viejos edificios romanos para hacer mausoleos y
baptisterios, que eran edificios pequeños y de planta central, pero no demasiado
originales. El único que se atrevió a crear algo nuevo fue Justiniano, con
su Santa Sofía. Y no por la tipología de la planta, sino por su tamaño y por su
cúpula sobre pechinas.
Llegamos a la Edad Media y con ella llegamos
a los monasterios. Eso ya era otra cosa. La iglesia era parte de un gran
conjunto. Sobre el año 1000 aparece el primer gran arte cristiano europeo, el
románico. Antes hemos tenido algunos intentos, como el visigodo, el carolingio
y el prerrománico asturiano; y desde luego, tenemos el arte bizantino, que no
supone ninguna ruptura con el arte romano y continuará casi sin cambios hasta
1453, cuando finalmente caiga Constantinopla en poder del sultán Mehmed II.
Pero el románico ya es otra cosa, algo que recuerda muy poco a la antigüedad
clásica, ni en su escultura ni en su pintura ni tampoco en su arquitectura, que
parece tan alejado como si perteneciera a otra civilización sin contacto con el
mundo anterior. Naturalmente decimos «parece», porque los libros de Vitrubio no
se olvidan nunca aunque se olviden, es decir, que cualquiera que se plantee
construir algo en Europa, ya sea un puente, ya sea un castillo, ya sea un
palacio, ya sea una iglesia, no puede librarse de las técnicas ni de los
modelos romanos, como tampoco puede dejar de mirar de reojo al arte musulmán,
sobre todo en las zonas del sur de Europa y Tierra Santa, donde, no lo
olvidemos, llegan las cruzadas.
En cualquier caso tememos un nombre, el abad Hugo
de Semur. Él será el responsable de la reforma del monasterio que recibe el nombre
de Cluny III. La iglesia del monasterio será el modelo de todas las grandes
catedrales románicas, pero el románico no es solo un arte de catedrales y
grandes basílicas, como las catedrales de Ripoll y Santiago de Compostela
o la basílica de Santa María de Vezelay, es también un arte de pequeñas ermitas
e iglesias rurales, como las iglesias del pirineo catalán, o como San Baudelio
de Berlanga, e incluso es un arte de criptas, como la cripta de San Isidoro en
León. En cualquier construcción románica encontraremos mucho muro, mucha
piedra, muy poca luz, poca altura y sensación de solidez, de edificio muy
pesado y robusto. No lo hacen por gusto. Por un lado muchas iglesias son
edificios defensivos (la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós, en Huesca,
con su estrecha y oculta escalera para escapar de las razias moras),
por otro lado está el asunto del peso de la cobertura. Las bóvedas de
cañón derivan su peso a los muros laterales. No hay contrafuertes, como en el
gótico. No se pueden poner ventanas porque si pones muchas ventanas el muro no
aguanta el peso de la bóveda y el edificio se hunde. Pero los muros tienen una
ventaja: se pueden pintar. Y en el románico tenemos esas magníficas pinturas al
fresco que no tenemos en el gótico.
Hemos dicho que la primera gran iglesia
románica es la de Cluny III. También en Francia, unos doscientos años después,
aparece el otro gran estilo de la Edad Media, el gótico. También surge en un
monasterio, con una nueva orden, el Cister, creada por Roberto de Molesmes y
difundida por Bernardo de Claraval. Al gótico le corresponde vivir el
renacimiento urbano de los siglos XIII y XIV, hasta la llegada de las pestes
que a partir de 1347 pararán en seco el desarrollo y el crecimiento de la
población europea. Por tanto las catedrales góticas ganarán en esplendor a las
románicas. Hay más dinero. Hay más ambición. Y el resultado son edificios más
altos. El arco apuntado sustituye al arco de medio punto. Tenemos una nueva
bóveda, la de crucería, y tenemos los arbotantes, que trasladan el peso a los
contrafuertes. Podemos llenar los muros de ventanas, grandes ventanas, incluso
podemos hacer que casi desaparezcan los muros, como en la Capilla Real de
París. Y por si los edificios no son ya bastante altos, les ponemos remates
puntiagudos (los chapiteles o pináculos o agujas caladas) y levantamos los
cimborrios románicos.
Pese a todo los arquitectos volverán a mirar
a los romanos, ya lo he dicho, pero no de un modo inconsciente sino con pleno
interés. Se ha dicho muchas veces que los libros de arquitectura de Vitruvio
fueron redescubiertos por un humanista florentino en 1414 en el monasterio de
Montecassino. Parece ser que es una leyenda, pero en cualquier caso es un hecho
fundamental que el nuevo tiempo, esa Europa que ha sobrevivido a la peste y que
ya no es la Europa de la Edad Media sino otra cosa que aún está por definir, se
lanza a desenterrar el pasado clásico en todas sus formas. No estaba olvidado,
desde luego, pero es ahora cuando aparece la Academia Platónica en Florencia,
cuando vuelven las grandes esculturas de bronce (como los condotieros de Donatelo y
de Verrochio), cuando se empiezan a traducir los viejos pergaminos
griegos, cuando se vuelven a leer los libros de política de Tito Livio, y
cuando un orfebre que nunca había construido nada se pone a estudiar las ruinas
de Roma y descubre cómo puñetas se puede terminar la catedral de Santa María de
las Flores, a la que le faltaba la cúpula. Hemos llegado a Brunelleschi y
con él hemos llegado a la gran catedral renacentista.
Si se va a Roma hay que ver el Panteón. Si se va a Estambul hay que ver
Santa Sofía. Si se va a Florencia no hay que ser vagos y hay que subir a la
cúpula de Santa María de las Flores. Sé que cuesta, está muy alta, hay
escalones y escalones y más escalones, y los escalones no se acaban nunca. Pero
solo desde dentro de la cúpula se puede entender la cúpula de Brunelleschi. Y
cuesta entenderla, pese a todo, porque en realidad son dos cúpulas, o mejor
dicho, es una cúpula que esconde en su interior un tambor octogonal, porque se
construyó sin andamios, porque se utilizó un sistema de construcción (los
ladrillos, y sobre todo, el modo de colocación de estos, intercalando hileras
de ladrillos trasversales) inventado por alguien que no dejó ni una nota
escrita sobre cómo se hizo, nada que pudiera servir a futuros arquitectos, y
porque antes de ponerse a construir su cúpula, Brunelleschi, desilusionado por
haber perdido el concurso para las segundas puertas del Baptisterio frente a Ghiberti,
se pasó un buen montón de años estudiando sobre el terreno las ruinas romanas.
Pero es que Brunelleschi, además, nos dejó un
nuevo modelo de iglesia cristiana, una iglesia que vuelve a la basílica romana
pero con una novedad radical: lo más importante de la iglesia es lo que no se
ve, lo que no se puede tocar, lo intangible, lo inmaterial: el tratamiento de
la luz. ¿Alguien ha visto una zona de sombra en la iglesia de San Lorenzo? No.
No hay sombras. Ni hay exceso de luz en otros puntos. Todo allí es uniforme,
todo está bañado por la misma atmósfera tenue y diáfana. ¿Y de dónde le viene
la luz? Pues no se sabe bien. No tenemos grandes rosetones góticos. La luz
parece venir de cualquier lado, pero toda es igual. Y toda es igual porque el
arquitecto se ha preocupado por distribuir el espacio de tal modo que ningún
lugar de la iglesia se diferencie de los otros, parezca más importante,
trasmita una sensación distinta del resto. En una iglesia románica o gótica
uno, nada más entrar, sabe que tiene que ir de la puerta hacia el altar, que
está al fondo. Cuando uno entra en San Lorenzo se pierde, todo es igual de
hermoso, de suntuoso, de armónico. Esté donde esté, mire donde mire, uno sabe
que está en un lugar especial, privilegiado.
Vignola devolverá la oscuridad a la
iglesia. Recordará un poco al románico pero en este caso su oscuridad es
voluntaria, y está reservada solo a las capillas laterales, mientras que la
nave central, la única nave central, está toda iluminada. Pero Vignola ha
conocido de primera mano el manierismo de Miguel Ángel, y los que le
encargan su iglesia, los jesuitas, saben que toca pelear con todas las armas
contra los reformadores.
Con Brunelleschi empieza lo que luego continúa
Miguel Ángel en su cúpula de San Pedro, lo que luego continúa Christopher Wren en la catedral de Londres,
ya en el Barroco, ya en el siglo XVII, lo que continúa Jules Hardouin
Mansart en su, también barroca, Iglesia de los Inválidos, lo que se desparrama,
en los siglos XVIII y XIX en todas y todas las cúpulas neoclásicas. Salirse de
la norma tiene su precio. Brunelleschi no quiso agremiarse, no quiso pertenecer
a un sistema donde el individuo contaba muy poco, y tuvo muchos problemas por
ello. Como también Mozart se negó a vivir de un único mecenas y por tanto
fue condenado a la pobreza. Lo normal es seguir a los maestros, que para eso
son maestros, copiar y no innovar, reproducir y no inventar.
Pero el arte avanza al ritmo del mundo. Llega
el siglo XX y el hierro, el acero, el hormigón y el vidrio son los elementos
básicos de la arquitectura. Y viene Auguste Perret y se atreve a
hacer una iglesia de hormigón armado y nada más, es decir, solo hormigón,
hormigón, hormigón y hormigón. ¿Se puede pensar en un material más feo, soso y
vulgar para una iglesia? Pues si visitan Notre-Dame du Raincy verán que fea no
es. Otra cosa es lo que pensaron los que la vieron en 1923. Pero a veces uno se
tropieza con un cura atrevido y entonces… bueno, entonces nos podemos tropezar
con la iglesia de la Riola, de Alvar Aalto, o nos podemos tropezar con el
santuario de Nuestra Señora de Aránzazu, que parece mentira que sea un edificio
de la España franquista, y encima la casa del Señor, pero sí, mira tú por
dónde, va y el edificio más moderno de la época es una iglesia, y no contentos
con el edificio en sí, se atreven a meter esculturas de Oteiza y de Chillida,
y para eso había que ser muy pero que muy atrevido… ¿Quién dice que la iglesia
es reaccionaria? Pues algunos de sus edificios no lo son, desde luego.
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