domingo, 24 de abril de 2016

"Kafka: literatura y prostitución" por Carlos Mayoral


Kafka ya se había percatado de que el siglo XX se despertaba convertido en un monstruoso insecto cuando el resto de mortales seguía empeñado en sacarle brillo a las desgastadas poltronas novelísticas del XIX. Porque el eco de estas voces encargadas, durante años, de convertir a la prosa en la reina de todos los intelectos rebotaba ya a esas alturas en las paredes de la «Shakespeare & co», desembocando en un nuevo modelo de novela que, por medio de los Joyce, los Proust o los Faulkner, mezclaba en un mismo cóctel la metafísica alemana, el monologue intérieur, la durée bergsoniana y quién sabe cuántos recursos más a medio camino entre la distinción y la horterada. Como por arte de magia se multiplicaban los pesados e inabordables tomos. Los vanguardistas europeos se empeñaban en resaltar la calidad de estas creaciones, aunque muy pocos se preocuparan por apurar hasta el último párrafo. Mientras, el ego de los protagonistas se elevaba por encima de los tejados del París de la época, que seguía siendo una fiesta antes de apolillarse con el influjo de las grandes guerras. Estos egos nos legarían célebres episodios como aquella cena entre los ya citados Joyce y Proust, donde cada uno se centró en hablar de sí mismo sin reparar en los desconocidos argumentos del contrario.
Ante semejante panorama, era cuestión de tiempo que nuestro querido Franz buscara algún antídoto que le permitiera escapar de aquella claustrofóbica habitación. Pero no sería fácil encontrar la fórmula para un chaval que exhibía nombre de emperador austro-húngaro y figura enclenque de orejas enarboladas y que apenas contaba con un empleo que lo ahogaba y un desamor propio sorprendentemente palpable. Todas estas características, incluidas el nombre imperial y su orejuda genética, habían sido maceradas lentamente por el apellido Kafka. Su padre, un judío no demasiado adepto, ejercía de patriarca con una mano tan dura que sus golpes se pueden apreciar en cada renglón escrito por el obediente hijo. Su madre había cogido las riendas de la creatividad de Franz, espoleada por unos ancestros bastante bohemios (perdón por el nefasto juego de palabras) y una mentalidad más afable. Las hermanas habían desempeñado el papel de amigas y confidentes, ofreciéndose como apoyo cuando Franz parecía caer, algo que, de manera literal, ocurría muy a menudo por culpa de sus frecuentes mareos. Más tarde, el apellido se consumiría en Auschwitz, donde las hermanas descubrirían que a veces no hay mundo más kafkiano que este que pisamos cada día. Pero, como decíamos, en estas llegó el bueno de Franz Kafka. Deshecho y atormentado. Áspero. Insociable.

Sobre antitodos y antídotos

Si repasamos los prolegómenos del artículo, notaremos que se ha puesto especial atención en colocar sobre la mesa tanto el ambiente familiar como el ambiente literario que envolvían la figura de Kafka. Para escapar de ambos contextos, el genial escritor elige un año: 1912. Será durante este año cuando descubra las dos vías de escape que le hagan olvidar. Estas vías consisten en, por un lado, poner sobre el papel toda la literatura que hasta entonces había saboreado solo como lector y, por otro, acudir de manera más o menos habitual a los distintos burdeles de Praga. Para comprender la situación debemos, necesariamente, adentrarnos en el mundo kafkiano que él mismo se empeñó en crear. La cualidad que mejor define a Kafka es la indefinición. Al leerlo, uno se siente preso de los sentimientos del protagonista, por mucho que este sea un bicho o un tipo que ha sido procesado sin motivo aparente. De ahí vienen las diferentes lecturas que se han hecho de su obra. Yo he visto cómo identificaban al bicho de la Metamorfosis con el fascismo, con el proletariado, con el fracaso sexual, con la caída del imperio y con el auge del gin-tonic. Porque todos y ninguno somos Kafka y nunca se define de una manera clara la frontera entre quién es el personaje y quién el lector. Así, todos hemos ocupado el lugar de Samsa o el de Josef K. desde la barrera, disfrutando a la vez de su sufrimiento, que era el nuestro, y de la escasa distancia que nos separa de ellos. Bien, pues resulta que esto mismo me ocurre al visualizar la vida de Kafka, pues la empatía con el protagonista es tal que ya no se sabe dónde empieza la vida de Kafka y dónde termina la del biógrafo de turno.
¿Cómo no fundirse con nuestro orejudo protagonista cuando, con el corazón en un puño, le escribe estas líneas a su eterno amigo Max Brod?
Ayer, de pura soledad, me llevé a una prostituta a un hotel. Era demasiado vieja para seguir siendo melancólica. Y solo le apenaba que los hombres no fueran tan cariñosos con las prostitutas como lo son con sus amantes. Y no la consolé porque ella tampoco me consoló.
Es la crónica de un ánimo desgarrado. Una mente que sufre y en la que no resulta difícil introducirse. A estas alturas del artículo debemos reseñar que, a medida que los años transcurrían, Kafka se iba volviendo cada vez más antitodo. Había manifestado su interés por el socialismo por una supuesta capacidad solidaria que más tarde rechazaría. Se había vuelto vegetariano, en contra del sentir familiar. Cómo olvidar aquella escena en la que, mientras observaba una pecera junto a su novia, Kafka conversaba con los peces: «tranquilos, ya no os comeré más». Este naturismo excesivo tendría fatales consecuencias ya que, según todos los expertos, la tuberculosis que acabó con su vida pudo ser contraída después de beber leche sin pasteurizar. La evolución religiosa que experimentó ya en sus años de juventud desembocaría en un ateísmo borroso («el Mesías llegará cuando ya no sea necesario»), tendencia que también contradice la tradición de la familia Kafka. Es, por tanto, un espíritu empeñado en encontrar el camino opuesto al que se le ha marcado.
Dicho esto, volvamos al año 1912. Kafka ya ha visitado algunos burdeles durante sus viajes puntuales por Europa. Su cultura literaria se ha forjado con las lecturas de Flaubert y Cervantes. Nos acercamos a la fórmula de la que hablábamos párrafos atrás, ¿qué ocurre a partir de este año que hace que Kafka escriba, probablemente, la mejor literatura del siglo XX y se obsesione, a la par, con el extenso abanico de prostitutas praguenses? Muy fácil. Kafka deja de creer, de un plumazo, en su capacidad literaria y en su capacidad amatoria.

Kafka, el amor y la prostitución

En 1912, Kafka escribe su primera obra de renombre a la vez que comienza su primera relación sentimental seria. Se abren, por fin, los dos caminos. No perderemos mucho tiempo en hablar de su fracaso literario, pues ya es de sobra conocido. Solo publicará un puñado de relatos y la falta de estima que él mismo tiene hacia su obra le lleva a formular un postrer deseo antes de morir: sus escritos han de ser quemados hasta el último folio. Este fracaso cierra la primera vía de escape. Pero aún le queda una última bala en la recámara. Conoce a Felice Bauer, con la que mantendrá un romance de cinco años. La correspondencia entre los amantes, publicada y muy recomendable, habla por sí sola. Son cinco años de relación turbulenta, inestable. Casi siempre a distancia. Felice va perdiendo la perspectiva kafkiana y la relación se extingue. «Mi barca es muy frágil», sentenciaría él. Es su primer fracaso pero no el único. Milena Jesenská o Dora Diamant sufren también su falta de tacto con las mujeres.
¿Pero por qué se da en él esta incapacidad amatoria? Los argumentos ya se han desarrollado a lo largo del artículo. El primero, la misma indefinición que se manifiesta en sus textos. Kafka no se conforma con adoptar un único papel en la obra. En las cartas con Bauer se puede observar cómo Franz va mutando, escapando de la realidad que Felice le plantea. Ella no entiende esta metamorfosis que lo acompaña, esta forma de huir con argumentos que mezclan, como en su obra, la realidad con el disparate de la manera más natural. Felice se lo confesaría a Brod: «No sé por qué, pero el caso es que Franz me escribe bastante, pero sin embargo, sus cartas no logran tener sentido. No sé de qué se trata». El segundo argumento no es otro que el rechazo a lo establecido, a todo aquello que le recuerde a su familia. Sin carne, sin sinagogas, sin núcleo familiar. Kafka ha conseguido lo que pretendía, convertirse en un ser que representara todo lo contrario a lo que representó su padre.
Como ya hemos comentado, Kafka había contactado con el mundo de la prostitución durante su juventud. Con dieciséis años, su padre le había instado a contratar los servicios de una meretriz para adquirir la educación sexual que él no había podido darle. A la repulsa inicial le sobrevino la inquietud que todo joven siente por lo moralmente incorrecto. Junto a su amigo Brod, visita los prostíbulos de aquellos países por los que viajan. Es a partir del manido 1912 cuando la inquietud se convierte en pasión. Y no hablo de una pasión tan lasciva como pueda parecer («paso por los burdeles como quien pasa delante de su amada», llegó a decir). Kafka encuentra en la figura de la prostituta la espontaneidad que busca en su literatura. La novedad y el descenso a lo tenebroso le atraen. Durante los cinco años en los que se empareja con Felice, los vaivenes de la relación consiguen que Franz visite los prostíbulos cada vez que el compromiso se rompe. Su casa natal en la esquina de la Maisselgasse, curiosamente, se ubica junto a uno de ellos. Es el destino. Recorre las calles observándolas. Observa sus rostros. Sus piernas sugerentes. Según algunos testimonios, se pregunta si es una bajeza codiciar su cuerpo. Después, indica que solo lo hace de manera inocente, aunque, con su indefinición habitual, confiesa que es lo mejor que ha conocido. Como apunta Daniel Desmarquest en su libro Kafka y las muchachas, en un fragmento suprimido del Diario, Brod lo deja claro: «la única apta para él es la mujer sucia, mayor, completamente desconocida, con muslos ajados».
Es su viejo vicio, ese del que solo podrá alejarse cuando la tuberculosis se acentúe. Pero la clave está ahí, el mejor escritor del siglo XX encuentra en estas mujeres una puerta a ese mundo tenebroso e ignoto que también buscó en su literatura. Sus páginas se pueblan de personajes femeninos dispuestos a utilizar su cuerpo. Personajes rudos, puntuales, difuminados. No hay que olvidar que Kafka es un hombre apuesto. Mide 1,80 m, casi veinte centímetros por encima de la media de la Praga de la época. Las mujeres se acercaban a él, como demuestran las numerosas aventuras que mantuvo con la camarera de enfrente o la dueña de la mercería de la esquina, qué más da. A él le gusta revolcarse en el fango de la oportunidad perdida, amar a aquella persona que ha sido apartada. Porque si de algo habla su obra es de la soledad. O, mejor dicho, de convertir el sentimiento atroz que acompaña a la soledad en algo natural, reconocible e incluso amable. Y la prostitución es eso, soledad. Por eso, en la relación entre una prostituta y su cliente podemos ver reflejadas todas las relaciones entre los personajes de Kafka y el propio Kafka. ¿Qué son Samsa y K. sino personajes prostituidos por su propio destino?
Es el punto de encuentro entre esas dos vías de las que hablábamos al principio. Había que escapar de ese siglo XX, de ese monstruoso insecto. Había buscado un antídoto y, sin ser consciente de ello, lo había encontrado. Literatura y prostitución. Prostitución y literatura. Pero dejemos que sea el propio Kafka quien despida estos párrafos con un fragmento de su propio mundo, esta vez de El Castillo (1926):
Se abrazaron y el pequeño cuerpo ardía en las manos de K. Rodaron sumidos en una inconsciencia de la que K intentó en vano liberarse; unos metros más allá chocaron con la puerta de Klamm provocando un ruido sordo. Allí yacieron sobre un charco de cerveza y rodeados de otra basura de la que el suelo estaba cubierto. Transcurrieron horas, horas de un aliento común, de latidos comunes, horas en las que K tuvo la sensación de perderse o de que estaba tan lejos en alguna tierra extraña como ningún otro hombre antes que él, una tierra en la que el aire no tenía nada del aire natal, en la que uno podía asfixiarse de nostalgia y ante cuyas disparatadas tentaciones no se podía hacer otra cosa que continuar, seguir perdiéndose. Y para él, al menos en un principio, no supuso ningún susto, sino un consolador amanecer, cuando alguien llamó a Frieda desde la habitación de Klamm con una voz profunda, entre indiferente y autoritaria. 

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