Chocolate y María se casaron con muy poca convicción, por inercia, sin apenas mirarse, sin mediar siquiera un interés económico. Chocolate era asiduo a los bares, tabernas, cafés, cantinas y urinarios. Tenía el talante de un gato de cámara y una sola afición, la pérdida de dientes. Durante el noviazgo, no se besaron. No porque ella se negara (debería haberlo hecho), sino porque para él un beso era un acto absurdo de gente de otra especie. Él solo perseguía la penetración de la hembra y para eso no era necesario andar mezclando labios, lenguas, dientes y salivas.
Desde muy joven, Chocolate perdió el pelo y con él, lo poco que tenía de cromañón. Pertenecía a una especie más antigua. Era pendenciero, intrigante y del Real Madrid. Le gustaba hablar mal de unos y de otros, sin tener en cuenta las ofensas ni la verdad. Tenía mal vino, no reparaba en diplomacias de ningún tipo. Le solían partir la cara, aunque menos frecuentemente de lo que era de esperar.
Si el noviazgo de Chocolate fue triste, el matrimonio aún lo fue más. Al principio, ella también se tuvo que dar a la bebida para aguantar las arremetidas del neandertal. Llegaba a casa Chocolate dando tumbos y con ganas de penetrarla como a una vaca o de golpearla como a un televisor estropeado. Ella intentaba evitarlo, primero bebiendo más que él; luego, refugiándose en casa de su madre, la única mujer a la que Chocolate no era capaz de ponerle la mano encima. No por nada, sino porque era una señora leída, racional y de carácter: se rumoreaba que había matado a su marido de un sartenazo en la cabeza cuando él le puso la mano encima.
María nunca pensó en separarse de Chocolate. Corrían tiempos en los que apartarte de tu marido no era de ley (en un pueblo menos). Las mujeres soportaban a cualquier energúmeno con tal de no aguantar las afrentas que la comunidad guardaba para las que no respetaban la convención. María quería a su madre con delirio, con arrobo: como un beato adora a la virgen del pueblo o un hooligan, al equipo de sus amores. La madre de María era su protectora, su refugio, el vientre al que volver. Su ermita, su campo de fútbol.
Cuando murió su madre, María quiso, desde ese mismo instante, caer muerta con ella. El día del entierro, Chocolate lo celebró con una tremenda curda. Se plantó en casa más descompuesto que nunca. Ella no sabía dónde esconderse. Su madre vivía al lado, pero ya no estaba. María salió por la ventana, perseguida con torpeza por el bulto calvo, deforme y maloliente. Él era un tentetieso con halitosis; ella, un personaje de Dickens. Corrió por la calle, a oscuras, sin saber dónde parar. El berrido del marido al fondo. Sus pies la conducían al cementerio. Una vez allí, se dirigió hacia el nicho donde habían encerrado el cuerpo de su madre. Todavía no habían colocado la lápida. En la pared enlucida que ocultaba el cadáver, el sepulturero había grabado el nombre y las fechas de nacimiento y muerte.
María se quedó ante el nicho, sudorosa y desconcertada. Oyó el crujir de unos pasos titubeantes y, al poco, el bramido vinoso de Chocolate agrió el silencio de los muertos. Sin saber qué hacer, María, sin resuello y sin sentido, comenzó a picar con un trozo de mármol el murete de yeso, que cedió enseguida. Abrió el ataúd y allí estaba su madre, rígida, pero reconocible. Se tumbó junto a ella, la abrazó y la besó. El cuerpo largo y lánguido de María no cabía en aquel hueco, era bastante más alta que su madre. Sus piernas revoloteaban en el aire fuera del agujero. Cuando Chocolate llegó frente a la tumba de la suegra, vio unos pies agitándose con desesperación. Asustado, por la posibilidad de que la madre de María hubiera vuelto de entre los muertos, salió corriendo, tropezó con unas coronas y cayó a una fosa que el sepulturero había dejado a medio cavar.
Ya no se oía el resuello de aguardiente de Chocolate y remitió el pataleo de María. El cementerio recuperó el canto del autillo y la madre, de nuevo, amparó entre sus brazos a la hija que nunca había sido besada.
Ya no se oía el resuello de aguardiente de Chocolate y remitió el pataleo de María. El cementerio recuperó el canto del autillo y la madre, de nuevo, amparó entre sus brazos a la hija que nunca había sido besada.
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