Los clásicos literarios son puntos de fuga hacia el infinito. Detrás de una página de Moby Dick, late el inmenso océano, con sus interminables abismos. Detrás de Madame Bovary, ruge el tedio de millones de vidas condenadas a una insípida rutina. Los clásicos no son meras expresiones de una subjetividad privilegiada, sino hitos de la memoria colectiva que labran poco a poco el retrato la humanidad.
Quizás los clásicos más perfectos son los que no pueden atribuirse con certeza a un autor, como la Ilíada y la Odisea. Homero, el improbable ciego de Quíos, encarna la maldición del aedo clarividente. Shakespeare, el joven palafrenero que “sabía algo de latín y menos de griego”, aviva el sueño del genio anónimo, cuyo furor creador convive con la infelicidad cotidiana y una refinada timidez. Aunque los clásicos proceden del talento individual, su virtud consiste en pertenecer a todos. Es absurdo creer que prolongan la vida de su creador. La muerte es irreversible e impersonal.
Los clásicos no son un simulacro de eternidad, sino un punto de inflexión en la memoria de las sucesivas generaciones. Nos obligan a mirar el mundo con otros ojos. El Quijote abunda en descuidos, digresiones y negligencias. Su estructura narrativa es primaria y reiterativa. Su prosa se despeña en muchas ocasiones por el prosaísmo y la confusión. Sin embargo, nada logra rebajar su credibilidad. Su carga de tristeza y desengaño nos apena tanto como la pérdida de un amigo muy querido. Alonso Quijano está dominado por la misma locura que el joven rabí de Galilea. Ambos desafían al poder por una ilusión tan necesaria como irrealizable. Mejor dicho: desafían a la realidad, incapaces de soportar sus límites, tristemente incompatibles con nuestros sueños más ambiciosos. Su final sólo puede ser la befa y el escarnio.
Es evidente que cada lengua posee sus clásicos. Sin embargo, las diferencias culturales no afectan a las preocupaciones esenciales. Todos los pueblos meditan sobre la muerte, el destino individual y los dioses. Los apaches carecen de tradición escrita, pero podemos comprender su valentía, su apego a la tierra, sus ansias de libertad, su resistencia a ser colonizados. Sus tradiciones orales han penetrado en la historia y han despertado en el ser humano la nostalgia de una vida nómada e incierta.
No sabemos cuáles serán los clásicos del porvenir, pero quizás podamos anticipar que redundarán en la desdicha del ser humano, inevitablemente derrotado por el tiempo y la historia. Quizás los clásicos solo son los testigos de nuestros fracasos, la sombra de nuestras ilusiones malogradas. La felicidad casi nunca es el destino de los héroes que perduran en nuestra memoria. Aquiles nos parece más grande que Ulises porque su final es más trágico.
Los clásicos ponen el infinito en nuestras manos. Podemos recorrerlos incontables veces, pero nunca llegaremos a conocer su verdadera extensión. En cada lectura, descubriremos nuevos pasajes, nuevos abismos. Un clásico puede confundirse con una zona de paso. Podemos experimentar la ilusión de atravesarla, pero en realidad quedamos atrapados en su interior. Cuando cerramos el libro, su historia ya se ha alojado en nuestra mente y, con menor o mayor intensidad, nunca dejará de fascinarnos, invitándonos a repetir la experiencia. Pero no nos engañemos. Nos atrae en la misma medida que un abismo. El infinito no es un milagro, sino una abominación, “una idea que corrompe a todas las demás”, según Jorge Luis Borges. El infinito es el martirio recurrente de Prometeo y Sísifo. O la interminable caída de Geoffrey Firmin por una sima volcánica, confundiéndose con un perro muerto. Malcolm Lowry escribió: “Todo es una maldita mentira”. Los demonios están en todas partes. En nuestro interior, en el exterior, en nuestros sueños. La dicha –continúa Lowry- se parece a “un pequeño tiovivo” que intentamos abordar una y otra vez, “perdiendo la siguiente oportunidad, y la siguiente, perdiendo todas las oportunidades hasta que es demasiado tarde”. Tal vez los clásicos son los libros que nos muestran lo que desearíamos no ver, revelándonos que hemos convertido el jardín que debíamos cuidar en un infierno del que es imposible escapar
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