martes, 17 de abril de 2018

Historias de amor IV: "Amor depravado"


En un lugar de La Mancha, vivía no ha muchos años un depravado de los de moto Guzzi en el garaje, calzón largo en invierno y puro retorcido después de las comidas. El caballero solía, muy de mañana, arrancar su máquina y lanzarse a la puerta del instituto de bachillerato en busca de aventuras no del todo santas. Era de complexión menuda, mejillas hundidas y pilosas, y de una edad más propia de partida de dominó que de botellón de explanada. Había que verlo en la cancela del instituto a la espera de que las muchachas salieran de estampida hacia la libertad de los patios y veredas. Allí plantado, junto a su Guzzi trucada y a su puro retorcido de media mañana, con la digestión en ciernes y el regüeldo en el pico de la boca, esperaba la salida de las púberes con la esperanza de que alguna se rindiera a sus proposiciones. 
Cuando las veía, con la pernera suelta y el canalillo rendido a las reverencias, se le deshacía en ríos el paladar y el puro se le remojaba hasta caer de la boca como soletilla empapada en chocolate. Agarraba entonces la cornamenta de su Guzzi y caminaba al husmeo del rastro de las "lolitas" filibusteras que le habían robado el corazón, la digestión y el puro. Regoldaba restos agrios de coliflor hervida y sesos de cordero, se relamía la rebaba y continuaba tras ellas con la vista prendida en unas medias de rejilla o en el borde carnoso de una cintura. 
Las chicas lo conocían, sabían de sus extravagancias y se reían de sus propuestas cuando las abordaba entre los troncos firmados de una alameda. Nunca se les ocurrió llamar a la policía, ni a la guardia civil, ni siquiera a sus padres, para que detuvieran a ese viejales que se recreaba con sus carnes bullentes; en parte porque nunca habían percibido ningún peligro, en parte porque les divertía reírse de un pirado de bragueta rendida y cabeza sin norte. 
Se sentaban ellas en un banco de granito que recogía con solidez y recato sus confidencias y desvelos. Gritaban, reían y observaban con disimulo el acercarse ruinoso de la Pantera Rosa. Así lo llamaban, por su arrastre de suelas y por su afición a no abrocharse los botones de la bragueta."¡Eh, niñas, niñas!" Ellas ignoraban las primeras llamadas de atención de la Pantera, pese a haberlas escuchado con toda claridad y ¿quién no?, con ese chirrido lastimoso de la Guzzi que avisaba de su reclamo. 
Cuando las chicas tenían ganas de chanza se le acercaban y le preguntaban qué quería. Él, con los ojos perdidos en las lozanías, les proponía siempre la misma extravagancia: "Si me enseñáis una tetilla, os doy veinte duros". Ellas fingían escandalizarse y asustaban al de la Guzzi haciendo ademán de avisar a los cuadrilleros. Al oírlas gritar y pedir ayuda para que las salvaran de quien las desnudaba con la vista y les proponía zorrerías, él se apresuraba por arrancar la Guzzi, saltaba sobre el pedal y se desmedraba ante la posibilidad de que un hombre de su talla acudiera al aviso. Se divertían las púberes viendo cómo el hidalgo salía haciendo eses hacia un destino incierto: quizá su casa; quizá el amparo de una inocente desgraciada, incapaz de advertir su chochería malsana.

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