Siempre he sentido inclinación a leer a los
clásicos y he pasado ratos memorables con los textos de Homero, Platón, Virgilio, Dante y Shakespeare.
He encontrado en ellos una profundidad y una compresión de la naturaleza humana
que me han ayudado a entenderme a mí mismo.
Pero aprecio a estos autores no solo por lo
que transmiten, sino también por cómo lo transmiten. Nada más placentero que la
métrica de La Eneida, un libro
que me gusta leer en voz alta. En su testamento, Virgilio ordenó que se
destruyesen sus versos, pero su protector Octavio Augusto no solo lo
prohibió sino que contrató a dos escribas para que copiasen la obra sin la más
mínima alteración.
La Eneida tiene
fragmentos maravillosos como cuando Eneas, fundador de Roma, se topa con
su madre Venus, disfrazada de ninfa, tras su llegada a las costas de Libia
después de perder parte de su flota.
Si uno lee este largo poema épico,
inevitablemente encuentra hexámetros que parecen sacados de La Ilíada o La
Odisea. El mismo Eneas, que sobrevive de la guerra de Troya, viaja por el
Mediterráneo hasta llegar a las playas de Roma, al igual que Ulises retorna
a Ítaca tras sufrir penalidades sin cuento.
Estos libros se han convertido en clásicos
porque han tocado la fibra más sensible de los lectores de diferentes
generaciones. Es imposible no conmoverse con la desesperación de Eneas al
perder sus barcos en la tormenta provocada por Eolo o por el llanto
de Príamo al pedir a Aquiles que le entregue el cadáver de
su hijo Héctor.
En ese sentido, es imposible que la obra de
Homero fuera la recopilación anónima de una serie de relatos míticos porque sus
libros tienen vida, han sido escritos por una persona con una gran empatía hacia
los sentimientos humanos hasta el punto de que cualquier lector de hoy puede
reconocerse en sus personajes. El dolor de Aquiles por la pérdida de Patroclo es
auténtico, no es una mera creación literaria, como sabe cualquier conocedor de La Ilíada.
Creo que quien no es capaz de leer a estos
autores se pierde una dimensión de la existencia humana que solo se puede
percibir en estas grandes obras, que, al fin y a la postre, transmiten una
acumulación de experiencia. Cuando uno lee a Shakespeare se puede dar cuenta de
que los sentimientos de los hombres no han cambiado en cuatro siglos y que la
tecnología es un barniz que apenas cubre una fractura interior que todos
llevamos dentro.
No podría vivir sin estos libros porque sería
como perder una parte esencial de mí mismo. En cierta forma, tengo la impresión
de que somos depositarios de ese inmenso legado cultural del que
formamos parte activa. Los clásicos no son ellos, somos nosotros. Yo soy Hamlet,
Eneas, Don Quijote, Madame Bovary y Aquiles. Todos viven en mi
interior y he sido un poco de todos ellos mientras leía estas obras.
Por eso me gusta tanto el final de Fahrenheit 451, la película de François
Truffaut, cuando los personajes pasean por el bosque y recitan en voz alta los
libros prohibidos que sobrevivirán en su memoria porque nadie podrá matar jamás
a Homero.
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