viernes, 4 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes IX

 


Dejamos a Miguel extasiado por los vinos de la hospedería romana del Trastévere, aunque no solo es esto lo que le ocupa los sentidos. Le admiran también los rubios cabellos de las romanas y la gentileza y la gallarda disposición de los hombres. El joven Miguel tan atraído se ve por las mujeres italianas como por los hombres, tanto por los vinos de Grecia como por los de Roma. 

Roma, "reina de las ciudades y señora del mundo". Miguel, acompañado de sus cicerones imprevistos, visita los templos y admira su grandeza, recorre las ruinas de sus estatuas, de sus edificios, de sus mármoles y, a partir de su visita, dispone que nada habría más grandioso que esa ciudad cuando estuviera completa, que sus ruinas (garras de león), imaginan la espléndida melena del animal al que pertenecían. Sus vías esplendorosas, la Apia, la Flaminia, la Julia. Sus montes, el Celio, el Quirinal, el Vaticano. Las siete iglesias. 

De tamaña impresión enferma nuestro joven Cervantes, después de haber sido contratado por el cardenal. Nadie sabe cuál es su dolencia. Algunos hablan del síndrome de Stendhal, pero nadie sabía aún de este escritor y menos de este trauma. Miguel se seca y se pone en los huesos, turbados todos sus sentidos. Dice todavía llamarse Tomás Rodaja y no Miguel de Cervantes. Algunos hablan del mal de alferecía, porque se tumba en el suelo dando mil gritos y no recupera el sentido hasta no pasadas cuatro horas. Revienta en alaridos y se desgañita diciendo que nadie se le acerque por si le quiebran, porque es de vidrio de los pies a la cabeza. Lo peor de los ataques se le cura pronto, a base de emplastos de romero y aceite de sauce, pero no los accesos mentales. 

Miguel, ahora Tomás Rodaja, quiere ser un hombre quebradizo, todo de vidrio, nadie se le puede acercar y teme que cualquiera pueda acabar con su vida si toca sus hechuras. El cardenal, divertido por la ocurrencia del loco que ha tomado a su servicio, le presta ropas holgadas, una camisa muy ancha, que él se ciñe con mucho tiento y con cuerda de algodón. Va por la mitad de las calles, solo sorbe líquidos de un orinal y no quiere calzarse zapatos: teme que le caiga alguna teja y cuando truena tiembla como azogado. 

Los muchachos, al ver su debilidad, le lanzan trapos y piedras, porque no hay nada que más anime a la infancia malvada que la fragilidad. Cuantas más voces da, más cascotes le alcanzan, le semejaba esto a las pocas veces que ha tenido la oportunidad de representar comedias sobre las tablas y se las pateaban y saludaban con todo tipo de pedrería y frutas podridas.

Así dejamos a Cervantes en sus primeros días en Roma. Vendrán mejores, o no.      

jueves, 3 de julio de 2025

El joven Cervantes VIII

 


Llega a Roma, por fin, nuestro joven Cervantes y, como a Tomás Rodaja, se le arruga el pellejo y se acongoja ante la grandiosidad del espectáculo. Se topa con dos lindos ya dentro del barrio del Trastévere. Se aturulla al oír su lengua, no porque extrañe el toscano, sino porque la angustia le ciega las entendederas. Le preguntan adónde va, Miguel queda como de estatua de sal y uno de los lindos le agita los hombros para hacerlo reaccionar, pues parecía haber quedado en estado de parosismo. "Busco un amo a quien servir", les espeta el de Alcalá. "Y sí, sé leer y escribir". "Y no, no sé el nombre de mi patria". Todo se lo dice de corrido, aún afectado por la impresión. Los italianos lo entienden sin dificultad, pero no comprenden que les responda a las cuestiones antes de haberlas ellos planteado. Lo suponen brujo o nigromante. 

Deciden acompañarlo hasta la casa del cardenal Acquaviva, quien gusta de personajes relacionados con lo esotérico, y, sobre todo, por darle aliciente a ese día de julio que tan poco se había desperezado. "Tomás Rodaja me llamo", miente Cervantes, porque aún teme que lo persigan cuadrilleros o alguaciles. "Y estudié algunas letras bajo el vergajo del licenciado López de Hoyos". No sabe Cervantes por qué le salen las palabras así, como a trompicones, sin concierto ninguno. Respondía este aserto a lo que iba a preguntar uno de los lindos, por cuanto quedaron todavía más intrigados. Por supuesto conocían de oídas a López de Hoyos y confirmaron acertada la decisión de llevarlo junto al cardenal. 

Una hostería se cruza en su camino y los italianos, en el afán de agasajar a su nuevo huésped, lo invitan a "li polastri e li macarroni". De las faltriqueras de Miguel (para ellos Tomás) salieron unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso, una vez bien comidos y bien bebidos. Se ofrece Cervantes a leer un soneto del toledano, que a nuestros italianos les parece muy bien ligado, aunque con demasiados vapores de su Petrarca. 

Y medio atufado por un vino no demasiado aguado, se atreve a contar las malas experiencias de su navegación en galera desde Cartagena a las costas de Génova (cierto es que en episodios anteriores afirmamos que su viaje fue por tierra, pero tampoco es de importancia la patraña). "Nos maltrataron las chinches, nos enfadaron los marineros, nos destruyeron los ratones, nos fatigaron las mareas y nos espantaron las borrascas". "Llegamos trasnochados, mojados y con ojeras". Eran estas peripecias ajenas a los lindos, pues nunca en todos los días de su vida habían pisado una galera, ni tan siquiera un bote de pescadores. 

Pero tan aficionado es nuestro joven Miguel al vino que pronto deja los cuentos de la navegación para elogiar la grandeza del tinto de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Garnacha y la rusticidad de la Chéntola. Que, según él, le hacen olvidar los caldos de Madrigal, Coca, Alaejos, Esquivias, Cazalla..., tan amable es Baco que surte de su mejor sangre así a españoles como a italianos. 

Y en estas loas del dios de las bacanales dejamos al joven Miguel (ahora Tomás), junto a nuestros dos lindos italianos, muy refocilados de haber conocido persona tan señera y tan ducha en los licores de los dioses.

"El odio de Dios" por Carlo Frabetti





Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma…

(César Vallejo, «Los heraldos negros»)

Puede que el cristianismo, entendido en un sentido muy amplio (en ese amplio sentido que le permitía a un Fidel Castro decir «Yo soy cristiano en lo social»), sea una religión del amor y la fraternidad («una», en todo caso, no «la»: las hay anteriores y mejores). Pero el catolicismo ortodoxo (valga el pleonasmo, pues si no es ortodoxo no es catolicismo, sino herejía) es, obviamente, una religión del odio y la discriminación1.

Obviamente, sí, aunque algunos, mediante una acrobacia mental que raya en el delirio2, se nieguen a verlo, y aunque muchos católicos de buena voluntad sean herejes sin darse cuenta. Pues para un católico es dogma de fe que existe un infierno donde los ángeles caídos y los humanos muertos en pecado mortal penarán eternamente. Y solo desde el odio más feroz y obtuso se puede aceptar la posibilidad de un castigo eterno y pretender, además, hacerla compatible con la idea de un Dios justo y misericordioso. Dicho sin ambages: para creer de verdad3 en el infierno hay que ser un descerebrado o una mala, malísima persona, y preferentemente ambas cosas a la vez.

Al igual que la seudoizquierda tergiversa el socialismo y lo pone, en versión degradada, al servicio del sistema, la Santa (?) Iglesia Católica Apostólica Romana (SICAR) tergiversa el cristianismo, le reincorpora la brutal ideología patriarcal judaica (con la que Jesucristo rompió) y lo convierte, a partir del cesaropapismo constantiniano y el Concilio de Nicea, en un instrumento de dominación. Y por eso la SICAR necesita el infierno. Un castigo finito y situado en otro plano de realidad sería poco eficaz como espantajo disuasorio, es decir, como medida de control; cualquier castigo pasajero, frente a una posterior eternidad de bienaventuranza, se volvería insignificante, infinitesimal. Y un infinitesimal, para que adquiera consistencia, hay que multiplicarlo por infinito.

Por lo tanto, el purgatorio no basta: algo tan etéreo y lejano como un castigo en el más allá no puede impresionar mucho a los pecadores si no es eterno. Es necesario un infierno definitivo con la terrible leyenda dantesca en la entrada: «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate» («Dejad toda esperanza los que entráis»). Solo hay un problema: un Dios justo y misericordioso no puede infligir un castigo infinito a un ser de responsabilidad limitada, como es obvio para cualquiera que no renuncie al pensamiento racional; por lo tanto, la primera tarea de la religión católica —como del judaísmo y el islam, sus hermanas bíblicas— es inhibir la racionalidad en las mentes de los creyentes, implantar en ellas una zona de insensatez selectiva en la que tengan cabida las contradicciones más flagrantes, esa «fusión de contrarios» que solo es posible en los delirios y los sueños.

Y ni siquiera es necesario (aunque sí suficiente) hablar del infierno: la sangrienta historia de la SICAR es la más clara evidencia de que, lejos de ser una religión del amor, el catolicismo es la religión del odio eterno, la religión del odio de Dios. Y no hace falta remontarse a las Cruzadas o a la «evangelización» de América o a la Inquisición: la historia reciente de la Iglesia no es menos elocuente en ese sentido, y el abyecto nacionalcatolicismo español es la mejor prueba de ello. (No es casual, dicho sea de paso, que, al igual que José Antonio Primo de Rivera, y por las mismas razones, desde la misma ideología, el papa y los obispos de turno proclamen una y otra vez que la familia —la tradicional y solo ella— es la célula de la sociedad).

Como todas las organizaciones totalitarias, la SICAR manifiesta su horror y su aversión —su odio disfrazado de compasión— a lo diferente, a todo aquello que dificulta la homologación social y la dominación. No solo defiende a muerte la nefasta familia patriarcal nuclear (que por suerte empieza a dar signos de debilidad), sino que además pretende tener la marca registrada, el derecho en exclusiva sobre su denominación de origen. Los inquisidores ya no pueden quemar vivos a los y las homosexuales, como han hecho durante siglos, pero siguen negándoles los derechos más básicos, el derecho mismo a la existencia; ya no pueden condenarlos a la hoguera en el más acá, pero siguen condenándolos al fuego eterno en el más allá.

Nunca, ni siquiera de niño, me ha asustado el infierno. Lo que sí que me asusta, y mucho, es que haya tantas personas que creen o fingen creer en él.

Notas

(1) Lo cual explica —aunque no siempre las justifique— las reacciones adversas suscitadas por la Iglesia en general y sus altas jerarquías en particular. No hay que sorprenderse de que las feministas canten, en sus manifestaciones, «Vamos a quemar la Conferencia Episcopal por machista y patriarcal». O que el estribillo de una vieja canción anarquista italiana diga: «E il Vaticano brucerà con dentro il papa» («Y el Vaticano arderá con el papa dentro»). O que una heroica Sinéad O’Connor rompiera públicamente una foto de Juan Pablo II diciendo «Lucha contra el verdadero enemigo», después de interpretar una versión de «War», la famosa canción de Bob Marley, sustituyendo algunas de las palabras para que se convirtiera en una protesta contra el abuso sexual a menores en el seno de la Iglesia católica. Dicho sea de paso, Juan Pablo II, además de protector de pederastas, fue el azote de la Teología de la Liberación, apoyó a los sectores más reaccionarios del catolicismo, como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, y prohibió expresamente a los católicos el uso de preservativos, incluso en caso de sida o de riesgo de transmisión de enfermedades venéreas. Y no deja de ser significativo que fuera canonizado durante el mandato de Francisco I. Pero ese es otro artículo.

(2) «Delirar» viene del latín de-lirare, salirse del surco al arar. Un delirio, tal como se define en psiquiatría, es una creencia que se vive con una profunda convicción a pesar de que la evidencia demuestre su falsedad.

(3) ¿Significa esto que en el mundo hay miles de millones de descerebrados y/o malas personas? Afortunadamente, no. La clave está en creer «de verdad». La mayoría de los católicos —incluidos no pocos sacerdotes, frailes y monjas— con los que, a lo largo de mi vida, he hablado del tema, se salían por la tangente diciendo cosas tales como: «Sí, es dogma de fe que el infierno existe; pero yo no creo que haya nadie en él», un argumento absurdo que convertiría a Dios en un embaucador y los textos sagrados en cuentos para asustar a los niños. Los psicólogos lo llaman disonancia cognitiva, y es una verdadera pandemia mental, que «explica» (entre comillas, pues no se puede explicar lo inexplicable), por ejemplo, que una persona que consideraría un monstruo a alguien capaz de degollar a su perro o a su gato para comérselo, se pueda comer tranquilamente a un cordero o a un cochinillo asesinados por otros; o que los hinchas futbolísticos veneren a una pandilla de mercenarios de lujo que patean una pelota y celebren sus victorias como propias.

miércoles, 2 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes VII


 

Bueno, el caso es que, según dice el propio Cervantes en el Viaje del Parnaso, se enfrenta a grandes obstáculos para llegar a Roma, cuna de papas, putas y gente laureada. Roma para él es el monte Olimpo de los poetas y hasta allí quiere llegar sí o sí, pero "Fortuna me cargó una pesada piedra". La pesada piedra no es otra sino la dificultad de conseguir la fama. Con esta ambición pierde la cabeza, pues no ve otro medio para escribir como un vate magnífico que no sea reunirse con los "buenos", que lo acepten los laureados, entrar de lleno en la secta de los elegidos. 

Los verdaderos poetas no hacen caso de las influencias, ni de las trapacerías, ni de la "vil ganancia". Se dedican a cantar las hazañas de Marte o Venus, sin preocuparse de lo terreno, y así les va. En su mundo de ensueños, ven pasar la vida como una nube y nunca fijan los pies en la tierra. ¿Cómo se puede conseguir algo así? Los poetas están hechos de una masa dulce, suave, correosa y tierna, siempre llenos de apariencias e ignorantes del mundo real. Al poeta no le preocupa llegar a rico, sino alcanzar la gloria literaria, el "estado honroso" (o el elogio de los eruditos). Cervantes quisiera ser poeta, se comporta como tal, en apariencia es un cisne, pero cuando engarza su voz, suena como el graznido de un cuervo y la Fortuna nunca lo elevará así a las alturas de la fama. Y a pesar de todo, sigue empeñado en su labor, sigue su camino, por si en algún recodo lo abordara algún alto pensamiento. 

Cabalga ligero de equipaje. Abandonó su humilde casa, su Madrid, su Prado, sus teatros públicos (que tanto le negaron también). Atrás queda el Paseo de San Felipe (el mentidero donde recibía noticias del turco perro), y atrás también ese hidalgo al que hirió por intentar aprovecharse de su hermana. "Salgo de mi patria y de mí mismo", porque el joven Miguel, pese a deleitarse con las maravillas italianas, pese a absorber todo el "licor suave" de Ariosto, de Tasso y de tantos otros, se siente como si no estuviera en su cuerpo, como si hubiera dejado parte de sus entrañas en el Madrid de sus desdichas. Roma en el horizonte, ensombrecidas sus colinas por la neblina y por el tranco desigual de la mula coja que lo lleva en su grupa. Roma en lontananza, descanso de sus huesos y esperanza de su voluntad.