martes, 24 de septiembre de 2024

Sobre el duelo y la ausencia (a partir de un artículo de Rafael Narbona)

 En un artículo tan estremecedor como certero, Rafael Narbona habla del duelo y del dolor que provoca la ausencia del ser amado. Es un homenaje a Javier Marías y se apoya en el libro que la mujer del escritor, Carmen Mercader, ha publicado hace poco en Reino de Redonda

De Duelo sin brújula, el libro de Mercader, extrae fragmentos como estos: "Nadie nos prepara para la pérdida" y añade el propio Narbona: "Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto". Y sigue diciendo el articulista, apoyado en las palabras de Carmen: "El dolor asociado a las pérdidas no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar". Y continúa: "Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar (...) el matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente", para volver a apoyarse en las afirmaciones estremecedoras de Carmen: “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”. Y sigue Narbona explicando de forma admirable los efectos devastadores de la ausencia: "Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas". 

No he encontrado mejor análisis que el de este artículo para definir mi propia experiencia. Ni el libro de Rosa Montero, ni el de Madame Curie, ni nada de lo que he leído hasta ahora sobre este asunto (y ha sido mucho) se acerca tan certeramente y sin subterfugios al sentimiento real que provoca la ausencia de la compañera o compañero. Dice, desengañada ante los consejos, la mujer de Marías: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”. Y concluye con un aserto incuestionable y tenebrosamente inapelable: "El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. 

Como Carmen Mercader, yo también he sentido, al poco de morir, el tacto de la compañera en la cama, en el sofá, en todos lados y, como bien define ella, no es sino una "cruel elaboración de la mente afligida". Y sí, llega un momento en que los recuerdos dejan de ser fuente de dolor y se convierten en una extraña forma de alivio. 

Hay muchos aciertos, muchas certezas, mucha sinceridad y buen hacer ensayístico y narrativo en este artículo de Rafael Narbona, tanto que, a pesar de su descarnada crudeza, me ha proporcionado el consuelo necesario que se encuentra a veces en el arte. No hacen falta tratados ni grandes novelones. Un sencillo artículo periodístico tan cuidado como este es suficiente para comprobar la necesidad de la literatura. Agradecido.    

lunes, 23 de septiembre de 2024

"De duelos, brújulas e ilusiones: en recuerdo de Javier Marías" por Rafael Narbona




Hay artículos que cuesta trabajo escribir, pero que se imponen como una necesidad ineludible. Hoy, sábado 14 de septiembre, he recibido dos ejemplares de Duelo sin brújula, un pequeño libro de Carme López Mercader, editora y viuda de Javier Marías. Es la última obra que publicará Reino de Redonda, una editorial creada en 2000 y que ha alumbrado 40 títulos exquisitos en unas ediciones cuidadísimas. Marías seleccionaba los títulos con su finísimo olfato literario y su exquisito buen gusto, y López Mercader se ocupaba del proceso de edición y publicación. Solo aparecían dos o tres títulos al año y los beneficios eran irrisorios o inexistentes. En 2019, Reino de Redonda perdió 1.000 euros, pero ese descalabro no pudo oscurecer la gloria de haber aportado al idioma castellano títulos que aún no habían sido traducidos. Redonda es un pequeño islote deshabitado en las islas de Barlovento perteneciente a Antigua y Barbuda, uno de los trece países que forman las Antillas. Javier Marías la convirtió en un Reino literario y se coronó como el rey Xavier I, concediendo títulos de nobleza a figuras como Pedro Almodóvar, Francis Ford Coppola, Alice Munro, Umberto Eco, George Steiner, Ray Bradbury, Frank Gehry, J. M. Coetzee, Éric Rohmer y Philip Pullman. Ahora el trono ha quedado vacante, si bien el rey difunto dejó dispuesto que ocupara su lugar el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Carme López Mercader aventura que algunos criticarán la publicación de su planto en Reino de Redonda, pero yo creo que no hay mejor homenaje a Javier Marías que evocar su figura y reflexionar sobre el duelo en una colección que constituye un fiel reflejo de su concepción de la vida y la literatura. Solo cabe lamentar que la colección se interrumpa, pero quizás es la inevitable consecuencia de la desaparición de su creador. Hergé dejó dispuesto que no se publicaran nuevas aventuras de Tintín después de su muerte. Así como Madame Bovary era Flaubert, Tintín era Hergé y creo que no equivocarme al afirmar que Reino de Redonda era Javier Marías. El pequeño libro de Carme López Mercader es un excelente broche de oro a una aventura romántica que nació del amor a la buena literatura. Su pequeño tamaño me ha recordado la excelente obra de Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, aparecido en 1989. Según Jabès, el libro es la patria de los espíritus libres, de los que prefieren echar raíces en las palabras, un territorio intangible, y no en un lugar físico, siempre propicio a los desengaños y a las pasiones más oscuras. El color negro de la cubierta y el rojo de la flecha ascendente no recuerdan a un réquiem, con su promesa de resurrección, sino a uno de esos poemas de George Trakl, con sus tristezas púrpuras y sus ocasos ahogados en la penumbra. Carmen López Mercader sitúa en el umbral de su texto una cita del psiquiatra Sue Stuart-Smith: “Aunque tenemos una gran capacidad innata para establecer vínculos, no hay nada en nuestra biología que nos ayude a lidiar con la ruptura de éstos, lo que significa que el duelo es algo que tenemos que aprender por experiencia propia”. Ciertamente, “nadie nos prepara para la pérdida”, como escribe López Mercader, y cuando esta se produce, hay que partir de cero, afrontarla como el explorador que se adentra en una “tierra incógnita” habitada por “dragones”. Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto.
El dolor asociado a las pérdidas -aclara Carme López Mercader- no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar. Es lo que hizo ella mientras Javier Marías permanecía en la UCI, aquejado por una neumonía bilateral. En esos momentos, no vives. Simplemente, funcionas, a veces con la ayuda de la farmacología, que permite conciliar el sueño. Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar. La ausencia de alguien muy querido “cambia la inclinación del eje del mundo”. El matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente. Carme no cree que los difuntos sobrevivan en la memoria de los que los amaron ni que exista algo más allá de la muerte. “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”.
Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas. Una compañera de UCI que también perdió a su pareja comentó a Carme que las dos habían bajado al infierno, pero volverían fortalecidas. Sin embargo, esa idea no le aporta ningún consuelo: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”.
El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: “Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. López Mercader cree que el mal existe y que algunos malvados disfrutan haciendo daño a los demás, pero al mismo tiempo admite que “el ser humano tiende a la empatía y la solidaridad”. No obstante, esa calidez puede ser intempestiva e hiriente. Preguntar cómo está a alguien que ha perdido a su pareja, solo produce incomodidad. ¿Qué se puede decir? ¿Estoy mal, mejor, tengo mis días? El culto al difunto tampoco constituye una ayuda. Carme cuenta que visitó con Javier las casas de muchos escritores ya fallecidos y contemplar sus pluma, sus pipa o sus escritorios no les sirvió para comprender mejor al autor o su obra. Por eso no le agrada la idea de que el hogar de Marías se transforme en un mausoleo, especialmente porque él apreciaba mucho su intimidad y detestaba el exhibicionismo. No le preocupaba lo que otros pensaran de él. Prefería callar y no deshacer malentendidos.
Carme nos cuenta que Javier bailaba mal, pero le gustaba dar unos pasos con ella. Por ejemplo, cuando llegaba el Año Nuevo y sonaba el Danubio Azul, el famoso vals de Johann Strauss hijo. Evocar esos momentos produce consternación, pero también cierto temor: “El miedo es un sentimiento que está siempre presente en el duelo, como he descubierto con infinito asombro”. C. S. Lewis confiesa lo mismo en Una pena en observación. De hecho, comienza así el libro dedicado a narrar el duelo por la pérdida de su mujer, la escritora Joy Gresham. El miedo a veces se mezcla con el estupor. A los pocos días de morir, Carme sintió el tacto de Javier en la cama y en el sofá: un brazo que se posaba en la cintura, una caricia en el cuello. Descarta que se trate de algo real, una especie de contacto entre el mundo físico y un hipotético más allá. Piensa que solo fue “una cruel elaboración de su mente afligida”. Una hoja del manuscrito de Tomás Nevinson introducida en el bolso al azar volvió a crear la impresión de que era posible la comunicación con los difuntos, pues en ella se leía: “…convenía que todo el mundo me creyera muerto y por lo tanto fuera de juego e inalcanzable…”. Carme descarta otra vez la posibilidad de una experiencia sobrenatural. La muerte solo es un vacío desolador, un espacio deshabitado, mudo. Sin embargo, al recordar la bondad, generosidad y paciencia de Javier mientras escuchaba sus explicaciones sobre las plantas que decoraban la terraza, escribe: “no me cabe la menor duda de que está en el cielo, sea este real o inventado por nosotros, pobres seres desolados, derrotados y anhelantes”.
Abatida por la pérdida, Carme descuidó las plantas de la terraza y murieron por culpa del calor y la suciedad, pero algo le impulsó a comprar un bambú y una orquídea. Aunque no se preocupó mucho de ellas, crecieron y, al llegar la primavera, adquirieron un aspecto luminoso. Gracias a ese milagro, sintió que los recuerdos podrían dejar de ser una fuente de dolor y proporcionar alivio. Una mimosa que plegaba sus hojas al sentir el tacto de la mano traía a la memoria la amabilidad distante de Javier, su pudor y su humor delicado, nada ofensivo. Carme cita la frase que un viejo jefe indio le dice a una mujer blanca en una película: “mi espíritu está dentro de ti y el tuyo dentro de mí”. El recuerdo de los seres queridos no es solo evocación, sino una forma de fusión con el ausente. Se puede decir que recordar es una manera de ser otro, de hacerle un hueco al que ya no está, de mezclarse con él y transformarse en algo distinto y mejor.
López Mercader se describe como una mujer independiente. De hecho, Javier y ella vivían en ciudades diferentes y, aunque compartían largos períodos, también permanecían separados durante muchas semanas. Aficionada al senderismo de montaña, Carme a veces realizaba extensas travesías sin la compañía de Marías, pues al escritor los paisajes naturales solo le producían indiferencia. Eso no significa que los paisajes urbanos le fascinaran. De hecho, los únicos paisajes que le cautivaban eran los interiores, los que podían encontrarse dentro de las personas o los que aparecían en una buena película, pues el cine era una de sus grandes pasiones. A pesar de esa independencia, Carme ha descubierto que no puede vivir sin Javier y su dolor parece una travesía inacabable. No pierde la esperanza de llegar a la meta, de conseguir cierta paz interior, pero de momento no atisba esa serenidad que supuestamente el tiempo suele proporcionar. No tira la toalla. Solo pide que los buenos amigos le permitan ir a su ritmo, que no le fuercen a quemar etapas, pues ella ha aprendido en la montaña que cada senderista necesita un ritmo diferente. Si acelera su paso por encima de sus posibilidades, lo más probable es que abandone su objetivo.
Javier Marías se sentía atraído por los fantasmas. Su película favorita era El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947) y, aunque no creía en lo sobrenatural, sí pensaba que de alguna manera los muertos acompañan a los vivos. Siempre tenía muy presente en su memoria a su madre, Dolores Franco, a su hermano Julianín, que murió con solo tres años, a su padre don Julián, a los escritores Juan Benet, Heliodoro Carpintero y Rosa Chacel. Todos estaban presentes en él y, de alguna manera, lo acompañaban. Javier no tenía prisa por morir, pero a medida que pasaba el tiempo sentía que él también se convertía en un fantasma y confiaba reencontrase con sus seres queridos. Carme se considera una mujer estrictamente racional, pero siente la presencia de Javier a todas horas y su mente comienza a abrirse a perspectivas hasta ahora desechadas por absurdas o ilógicas: “Ojalá, ojalá ese otro mundo exista y lo haya recibido con los brazos abiertos, ojalá mi Javier esté rodeado ahora del cariño de los que le faltaban en su vida mortal y nunca se ausentaban de su pensamiento”. López Mercader finaliza su breve planto con una conmovedora rebelión contra la razón: “Que me lleve a creer que esa eternidad que decía concebir sólo conmigo exista y que él esté aguardándome pacientemente en ella. Que me haga soñar con lo que no puede ser”.
Siempre he admirado a Julián Marías. Padre e hijo convivieron durante un tiempo como dos solteros bien avenidos. Don Julián albergaba una profunda fe que su hijo no compartía y eso le ayudó a sobrellevar la pérdida de su mujer, Lolita Franco. Solía repetir que Lolita estaba en todas las páginas que había escrito. En 1897, Ramón y Cajal describió a la mujer intelectual, poco frecuente en esa época por culpa de los prejuicios sociales y los impedimentos legales, como una mujer “inteligente y ecuánime, rebosante de optimismo y fortaleza”. Heliodoro Carpintero utiliza esa cita para describir a Lolita en la nota de homenaje que escribió con ocasión de su muerte. Julián, que sufrió enormemente con su pérdida, estaba convencido de que “volvería a verla y a estar con ella”, pues “la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal”. El amor que sentía por ella demandaba un mañana compartido: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”. Julián Marías sostenía que “el hombre ha acontecido de manera fecunda y complejísima sobre la Tierra; no parece lícito entender su destino más alto como una simplificación”. ¿Cómo será esa eternidad donde Julián esperaba encontrarse con Lolita? En ningún caso, una vivencia estática, sino algo dinámico y creativo. “Nuestra realidad personal, inteligente, amorosa, carnal, ligada a formas históricas, hecha de proyectos de varia suerte, articulados en trayectorias de desigual autenticidad, es la que ha de perpetuarse, transfigurarse, salvarse. No puede imaginarse ninguna mutilación ni disminución”. Julián Marías no ignoraba que el racionalismo había mermado la esperanza, no reconociendo otro horizonte que el no ser. “Nuestros contemporáneos prefieren lo único de que se puede tener seguridad: la nada. Acaso la escasez de amor es un factor que entibia el deseo, la necesidad de otra vida: si no se ama, ¿para qué?”.
Sé que Javier Marías y Carme López Mercader están muy lejos de esta perspectiva. Entiendo su postura, pero yo prefiero guiarme por las razones del corazón y no por las evidencias empíricas. He perdido a muchos seres queridos y hace poco mi mujer ha superado un cáncer, lo cual ha convertido nuestra rutina en un camino de miedo e incertidumbre. La muerte me parece obscena e intolerable. Cuando El Cultural me comunicó que Javier Marías había muerto y me pidió un artículo sobre su desaparición, experimenté una profunda tristeza. Solo habíamos hablado por teléfono en tres o cuatro ocasiones. Después de leer mi relato “El día que no conocí a Javier Marías”, publicado en la revista Zenda, me llamó por teléfono para contarme cuánto le había gustado y, poco después, me concedió una de sus últimas entrevistas. Durante hora y media, hablamos por teléfono. Si alguien quiere escuchar la conversación, puede hacerlo en Youtube. Javier Marías me pareció un hombre bueno y amable, con un sentido del humor elegante y una inteligencia muy aguda. No descubro nada si digo que fue uno de los mejores escritores de los últimos cincuenta años y que -como escribió Pérez Reverte- el Nobel ha perdido mucho al no incluirlo entre sus premiados. Como sostiene Javier Gomá, el mundo se empobrece trágicamente cada vez que muere una persona buena y valiosa. Por eso, prefiero pensar que hay otra vida, similar a la que comparten la señora Muir y el capitán Gegg, una vida donde también se encuentra Julián y Lolita y, por supuesto, Javier Marías, esperando a todos los que le quisieron. William Blake sostenía que la existencia no discurre en el tiempo y el espacio, sino en el fecundo seno de la Imaginación. La Imaginación, y no la materia, es la realidad primordial. Esa idea es la brújula que debe guiar nuestros duelos. Soñar es la mejor forma de vivir y la única alternativa para adentrarse en la “tierra incógnita” de la muerte con la esperanza de no extraviarse en la oscuridad y el silencio.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Los pinos y la enseñanza



A través de las ventanas de mi aula de 2º de bachillerato se ve la copa de unos pinos enormes, un bosque frondoso, con aluvión de palomas y otras aves escandalosas. Desde Cañete no había tenido un paisaje así mientras doy una clase. La naturaleza es poderosa, mucho. No sé por qué, aún no lo sé, se me sosiega el ánimo y el paisaje se vuelve nostalgia. Observo desde las ventanas antiguas el paisaje esplendoroso y no me cabe sino dejarles hablar a los chicos para pensar en el pasado. Se me antoja que este es el final de un trayecto y aquí, a la altura de las copas de los árboles, puedo esperar la solución final (no, eso queda muy mal), el colofón a una peripecia singular (mejor). 

En mi adolescencia nunca pensé en ser profesor, nunca, ni se me hubiera ocurrido. Fue Eva quien me empujó a serlo. Y bien que se lo agradezco. Antes tuve diversas dedicaciones de las que guardo pocos recuerdos. La docencia, por mucho que se empeñen en desdeñarla muchos, ofrece la oportunidad perfecta para removerte las tripas, para crecer o menguar, para enquistarte o renovarte, para vivir o para morir. He conocido muchos profesores inanes, asesinados por la rutina y, al contrario, resucitados por el entusiasmo. 

Enseñar desde las copas de los pinos es una ocasión para observar la vida desde arriba, desde donde Valle gustaba pintar a sus personajes. Y sí, seguimos apegados al esperpento (la enseñanza en España se atiene, desde tiempos inmemoriales, a esos parámetros). Ni leyes de educación ni hostias, el esperpento es nuestra guía permanente. La Administración nuestra de cada día es así. 

Y pese a todo, disfruto de estar en clase, de acariciar las agujas de los pinos desde la ventana, de ver reír a los alumnos, de oírlos argumentar una opinión, de conversar con ellos, de jugar, de verlos enredar, de ovillarse en la delicia de la adolescencia. Y no voy a terminar diciendo, "quien lo probó lo sabe", porque se ha utilizado tanto que suena a tópico, no. "Quien subió a los árboles, conoce la tierra que pisa", casi queda mejor el verso de Lope.        

viernes, 13 de septiembre de 2024

Mar


 

Todavía no puedo visitar su tumba, está demasiado profunda, soy incapaz de sumergirme tanto. Me falta el oxígeno. Imposible visitarla, porque ahora, ya cerca de la superficie, cerca del aire que empieza a aliviarme los pulmones, no resistiría la apnea. No he hecho cursos de buceo y aguanto poco sin respirar. 

Sigue ahí, permanentemente, no me obliguéis a que me hunda en las profundidades abisales, en las simas tenebrosas de la tragedia, otra vez. No. No puedo visitar su tumba todavía. Quizás en algún momento, algún día en que la memoria no me convierta en peso muerto cayendo en el mar, quizás. 

Ahora mismo acabo de aprender a nadar. He sacado la cabeza y vuelvo la boca a uno y otro lado para atrapar el aire nuevo. Ahora que la espesura del agua ha dejado paso a la atmósfera clara, al cielo limpio, no puedo volver a sumergirme. Perdona, no puedo. Quizás más tarde, cuando el mar se seque, cuando el río deje de correr por su cauce, cuando los sumideros se abran y traguen toda la bilis que tengo acumulada.  

lunes, 9 de septiembre de 2024

"Las tres vidas de León Tolstói" por Rafael Narbona



Un 9 de septiembre nació León Tolstói. El joven Tolstói, pendenciero y frívolo, no se parecía nada al viejo Tolstói, pacifista, vegano y anarquista cristiano. ¿Cuántas vidas puede vivir un hombre? La fe y la política, dos pasiones con no pocas similitudes, muchas veces introducen una cesura radical en una biografía, transformando a un escéptico en un proselitista implacable. En su juventud, Cioran exaltó el nacionalsocialismo, creyendo que su credo épico y anticristiano despertaría la conciencia histórica de Rumanía, despojándola de su desidia ancestral. En su madurez, más desengañado que arrepentido, desplazó su fervor político al ámbito de lo metafísico, abrazando el nihilismo. Se puede decir que vivió dos vidas. En la primera, prevaleció la cólera; en la segunda, la melancolía.
León Tolstói no se conformó con dos vidas. Su peripecia vital incluyó tres identidades que se forjaron a base de negar con vehemencia la anterior. Durante su juventud fue un hedonista y, en ocasiones, un bárbaro. Jugaba, bebía, contraía deudas, cazaba, alardeaba de su insaciable apetito sexual. Nacido en el seno de una familia de la nobleza rural, perdió su madre a los dos años y a su padre a los nueve. Fue un mal estudiante, pero leía a Voltaire y Rousseau. Quizás fantaseaba con ser un libertino. Incapaz de hacer nada de provecho, se marchó a la Guerra de Crimea con su hermano Nikolái, teniente de artillería. No tardó en alistarse como suboficial. Pidió ser enviado a primera línea de fuego y, en su correspondencia, admitió sin problemas de conciencia que disfrutaba de la guerra. En esas fechas, ya escribía un diario y acariciaba la idea de ser escritor, pero su vocación era menos firme que su determinación de explorar todos los placeres de la vida, sin permitir que le estorbaran las objeciones morales.
Hay un retrato de esa época. Con el pelo corto, una especie de gabán de amplias solapas y un pañuelo anudado al cuello, posa sentado en una butaca señorial. Su faz, inequívocamente eslava, transmite dureza y cierto desprecio. La frente alta, los ojos pequeños y crueles, los labios finos y sensuales, la mandíbula afilada, las orejas grandes y casi en punta. Hay algo de Calibán en ese rostro. No se aprecia una pizca de ternura y sí una insoportable combinación de orgullo, insolencia y malicia. La pared desnuda que sirve de fondo evoca el cielo del perro semihundido de Goya, con su pavoroso aspecto de cieno vomitado por una deidad mitológica.
El sitio de Sebastopol, con sus 100.000 muertos, revela al joven León Tolstói la inhumanidad de la guerra. Aquella orgía de sangre y sufrimiento disipa su visión romántica de la violencia en el campo de batalla. Cuando regresa a San Petersburgo, ya no soporta la frivolidad de los salones, ni los excesos bohemios. Una perspectiva humanista ha acabado con la insensibilidad que salpicó su juventud de excesos. Siente deseos de retomar la vida campesina de su niñez. Vuelve a la hacienda familiar, Yásnaia Poliana, con la cabeza llena de ideas sobre reformas sociales y pedagógicas. Su vocación literaria ocupa el centro de su vida. Ya es un artista, con obras tan notables como los Relatos de Sebastopol, Infancia, Adolescencia, Juventud, La felicidad conyugal o Los cosacos. No tardarán en llegar las obras maestras. Según George Steiner, Guerra y paz y Ana Karenina lo sitúan a la altura de Shakespeare, Cervantes y Dante. Viaja por Europa y, tras presenciar una ejecución en París, promete no volver a servir a un gobierno. Identificado con el espíritu anarquista, considera que el orden social es injusto y pervierte al ser humano, estimulando sus pasiones más indignas. Regresa a Yásnaia Poliana con la determinación de emancipar a sus setecientas almas, pero el zar se le adelanta, aboliendo la servidumbre.
Hay una imagen de esa época donde posa otra vez sentado, pero ya no es el mismo hombre. Casado y con hijos (su prole llegará a los trece vástagos), su rostro ha perdido dureza. Se ha dejado crecer la barba. Con levita y las piernas cruzadas, ha dejado su chistera sobre una mesa baja cubierta con una tela de rayas. A su izquierda, hay una cortina. Parece un burgués, pero sobre todo es un literato. Sus ojos ya no son crueles, sino curiosos y casi indulgentes. Es el novelista que tanto seduce a Nabokov, el que ha asimilado la lección de Flaubert, según el cual el narrador omnisciente debe ser invisible. Aunque a veces incurre en incongruencias temporales, sus novelas expresan una profunda comprensión del tiempo. No se limita a encadenar los años y las horas, con las licencias de un novelista. Capta esa duración que funde memoria y devenir, reflejando el espesor de la vida, su creatividad infinita y su indestructible continuidad, inapreciable para los que solo cuentan los minutos. No escribe para entretener, sino para comunicar su visión de las cosas. Apasionado y obsesivo, sus manuscritos revelan su elevada exigencia artística.
Diez años después de la imagen de artista burgués, acontece una crisis espiritual que transforma a Tolstói en un asceta y quizás un profeta. Empieza a pensar que la literatura es un lujo inútil. Aun así escribe dos novelas con un trasfondo moralista, La sonata a Kreutzer y Resurrección, y un cuento magistral, “La muerte de Iván Illich”, la historia de un burócrata que al llegar al final de su existencia descubre que sus sueños, parcialmente cumplidos, constituían una meta absurda. Toda su vida ha sido un trágico y ridículo error. Atormentado por los errores de su juventud, cuando se dejaba arrastrar por la violencia y el frenesí sexual, Tolstói decide seguir un estricto ideal ético basado en el regreso al cristianismo primitivo. Elogia el pacifismo, la desobediencia civil no violenta, el vegetarianismo, la abstinencia sexual y el trabajo manual. Condena la propiedad privada y renuncia a sus derechos de autor. Escribe al zar Alejandro III para que conmute la pena de muerte de los asesinos de su padre, citando el mandato moral de Cristo: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”. Se cartea con Gandhi, lee a Thoreau, estudia el Evangelio, escribe a favor del esperanto, fabrica y repara zapatos, abre una escuela para los hijos de sus trabajadores, empleando una pedagogía anarquista que excluye los exámenes, las lecciones magistrales y el principio de autoridad. El maestro no debe calificar ni reprobar, sino escuchar y acompañar. Se dedica escribir ensayos pedagógicos y religiosos. En El reino de Dios está en vosotrosreivindica el mensaje evangélico original. Niega la existencia de los milagros y acusa a todas las iglesias de haber traicionado a Cristo. La iglesia ortodoxa lo excomulga y prohíbe a los fieles leer sus obras.
En una fotografía de 1908, con ochenta años, posa en los jardines de Yásnaia Poliana. Ya no queda nada del joven engreído y desdeñoso. Parece un campesino. Sentado en una humilde silla de enea, muy alejada del lujoso butacón en el que posó con veinte años, viste como un campesino: botas altas, pantalón de tela basta y pobre, amplio blusón azul. Se ha quedado parcialmente calvo y su larga barba es enteramente blanca. En sus ojos, ya no hay dureza, sino compasión e indulgencia. Es un asceta que sueña con la santidad. Algunos atribuyen su transformación a un desarreglo neurótico, pero al observar sus facciones, que en este caso sí son el espejo del alma, no se aprecian los estragos de la locura, sino los signos de una fructífera aventura espiritual. Tolstói ha viajado hacia dentro, se ha desprendido de las pasiones más dañinas y ha adoptado el compromiso de vivir para los demás. Su deriva moral le aleja de las preocupaciones estrictamente literarias y, en cierto aspecto, lastra su pluma, pues se siente obligado a moralizar. Al margen de eso, su vejez se ha convertido en una inspiración para todos los que sueñan con cambiar el mundo pacíficamente. Cuando en 1901 comienza a circular el rumor de que la Academia Sueca va a concederle el Nobel de Literatura, Tolstói se indigna y anuncia que repartirá el dinero entre los perseguidos políticos. Para muchos, es la conciencia de su tiempo, una voz que se alza contra las injusticias y los abusos. Creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que ha adquirido la estatura de los profetas. Ya sabemos que los profetas concitan tanto fervor como odio y Tolstói no es una excepción. Algunos opinan que solo es un viejo chiflado, un juicio que aún pervive entre los cínicos y desencantados.
El último acto de la vida de Tolstói está a la altura de su ideal de sencillez y fraternidad. “Es una vergüenza y una bajeza el querer hacerse superior al prójimo”, escribe, abrumado por su fama y sus posesiones. Quiere ser un hombre anónimo, un simple trabajador. Se ha negado a instalar electricidad y agua corriente en Yásnaia Poliana. Siega y cuida sus manzanos, y desea desprenderse de su patrimonio, pues piensa que la riqueza provoca podredumbre moral. Su ética se condensa en una frase: “No hay regla moral más simple que la de hacer que los otros nos sirvan lo menos posible y que uno sirva a los demás cuanto más mejor”. Su mujer, Sofía Behrs, se opone vehementemente a sus deseos de repartir sus bienes entre los pobres y Tolstói decide abandonar su hogar. Con un humilde equipaje compuesto de libros y manuscritos, se sube a un tren con un billete de tercera. Está enfermo, pero eso no le hace cambiar de planes. Sin embargo, el malestar físico le obliga a detenerse en la estación ferroviaria de Astápovo. Apenas puede respirar. No tarda en descubrirse su identidad e infinidad de personas se acercan para ayudarle o movidos por la curiosidad. Sus últimas palabras expresan su incomodidad por recibir tantas atenciones mientras millones de hombres sufren ante la indiferencia generalizada. Muere el 20 de noviembre de 1910. De acuerdo con sus disposiciones, será enterrado en un túmulo de hierba y tierra -sin cruces ni inscripciones- en el bosque de Stary Zakaz, en Yásnaia Poliana. Aunque las autoridades intentan impedirlo, su funeral se convierte en un acontecimiento multitudinario.
¿Quién era realmente Tolstói? ¿El hedonista, el artista o el asceta? Creo que los tres, pero de forma sucesiva, como una de esas muñecas rusas que se desmontan, mostrando cada vez una figura más pequeña. En su caso, hay que invertir la escala, pues Tolstói se hizo más grande cada vez. Su plenitud como escritor aconteció a medio camino, pero como ser humano alcanzó su momento más alto al final de su vida. Muchos le acusan de santurronería, sin disimular la irritación que les produce su última etapa. Esa indignación es comprensible, pues los seres humanos que logran el milagro de la coherencia entre lo que dicen y lo que hacen ponen de manifiesto nuestra debilidad, algo que no se perdona fácilmente. Las tres vidas de Tolstói son un canto a la libertad. Nos enseñan que no estamos condenados a ser siempre la misma persona. Convertirnos en otro, romper con nuestro pasado, repudiar lo que fuimos, no es un gesto de incongruencia, sino una de las formas más inteligentes de no quedar atrapados en el barro de nuestras equivocaciones.

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Voy a mi nuevo instituto. Entro por la puerta grande y veo una disposición un tanto extraña de los espacios. En fin, me dirijo a una de las aulas, allí están los que creo son mis alumnos. Un poco crecidos para ser de 2º de bachillerato pero, bueno, tengo oído que en la ciudad los chicos maduran más aprisa que en los pueblos (pero mucho más, hay algunos que parecen mayores de cuarenta). Se extrañan muchísimo con las indicaciones que les voy dando. Les entrego una ficha de datos para que me la rellenen. No lo hacen todos. Es bastante estrambótico este principio de curso. Me paro a pensar, salgo de la supuesta aula y del supuesto instituto y compruebo que me he metido en la Subdelegación del Gobierno. Cualquiera puede tener un desliz, me digo a mí mismo, ¿como este? Pues sí, como este. A cualquiera podría haberle pasado. ¿A cualquiera? En fin, lo dejo para mañana porque me he dado cuenta de que hoy no teníamos clase, una vez revisado el calendario. Estoy muy confundido. El problema es que poco más allá, en la misma acera, hay un sex shop y una tienda de animales. Espero llegar más espabilado porque yo de vibradores y de ropa de cuero no tengo apuntes. Menos aún de jaulas para pájaros.