martes, 26 de diciembre de 2023

La edad de la inocencia

 


He vuelto a ver La edad de la inocencia de Scorsese. Era una de nuestras películas favoritas y hoy la he sufrido especialmente. La he visto entre continuos hipidos y escalofríos, provocados, no sé si por las propias escenas rebosantes de dulzura, intensidad y elegancia; o por los recuerdos, la melancolía y los detalles que me trasladaban una y otra vez a Eva. Las rosas amarillas, símbolo del amor imposible de los protagonistas, esas que aún tengo plantadas en la maceta de la entrada de mi casa. Los ojos verdes de Michel Pfeiffer, su belleza cristalina, su mirada alegre que esconde una tristeza inmensa, los ojos verdes de Eva. Los troncos de la chimenea desmoronándose por la ferocidad del fuego, la enfermedad salvaje. Los guantes que estorban cuando hay que acariciar la mano deseada, el placer de su blancura. La renuncia a ver a la amada cuando es demasiado tarde para revivir lo perdido. 

No hay nada en esta nueva realidad que vivo que me estremezca tanto como la recreación en el dolor y la pena a la que me somete la ficción. Nada de lo que me rodea me conmueve con tanta fuerza como los libros, las películas, la música o el teatro. Es como si mi alma estuviera anclada en el rincón de los contempladores, como si hubiera renunciado a vivir y solo la vida de los otros, las escenas de su pasión, fueran capaces de herirme, de conturbarme, de conmoverme. Una película perfecta para deshacerse.   

lunes, 18 de diciembre de 2023

Niebla


 

La tristeza es niebla ácida que lo invade todo. Ninguna luz es capaz de atravesarla. Los cuerpos se deshacen (sobre todo viejos y adolescentes), no hay horizonte. Allá, al fondo, está la esperanza de la hierba, muy al fondo, tanto que ni siquiera se atisba, pura ilusión. Cala los huesos la humedad eterna, hasta volverte líquido. Solo quiero callar, dormir, abandonarme. No veo a nadie a mi alrededor, a nadie. La bruma lo invade todo: oculta el amor, el entusiasmo, la amistad, la ilusión, la ribera. Por mucho que intento salir de las tinieblas, solo consigo dar tumbos, me golpeo contra las paredes, contra las piedras, contra las esquinas de los muebles. Las palabras no circulan entre tanta espesura, todo es silencio; el olfato murió hace mucho y el tacto ya no se estremece con las pieles nuevas. Quizá la vida era esto: esperar como lago sin orillas a la muerte, envuelto en la nada. Ser agua. Solo esto.   

martes, 12 de diciembre de 2023

Chet y los muertos



 Me dispongo a ver un documental sobre Chet Baker y, desde el principio, vuela la convicción de que el genio devora al personaje y, al no poder aguantar los espacios en los que no está creando, se entrega a la droga y a la depravación. Conforme avanza el documental (de estupenda manufactura), se impone otra idea, más común: mejor separar al personaje y su talento. Las creaciones musicales de Chet Baker me cautivan, me enamoran, igual que a todas sus mujeres. Qué trivial, qué sucio todo lo que tiene que ver con su adicción a las drogas, con el maltrato hacia alguna de sus ellas, con el desprecio hacia sus hijos y hacia su madre. En cambio, Chet se pone a cantar, con esa lírica imperfecta, sopla la trompeta y toda su maldad desaparece. Me hace llorar, me produce una sensación extrema. El problema es que siempre que se trata la vida de un genio se suele escoger a estos, a los que han sufrido una vida convulsa y fuera de orden. ¿Es que el genio no puede vivir de otra forma? ¿Es que no hay otra manera de resistir la creación de tanta belleza que ocupar los momentos fuera de la música con droga y perversión? No sé. Hay muchos otros ejemplos de vidas ejemplares, pero claro, esas no interesan porque no tienen el morbo de la biografía convulsa. Sería un fiasco hacer un documental sobre Antón Chéjov o sobre Pérez Reverte (espera, sobre este no). A todas estas, yo me había metido aquí para escribir sobre los muertos, porque Chet está muerto, aunque siga escuchándolo a través de los altavoces de última generación, igual que tantas otras, a pesar de que sigan resonando en mis oídos sin pausa. Porque la gente genial, sea por sus obras o por su vida siempre sigue sonando  

viernes, 8 de diciembre de 2023

Sevilla, Cervantes y Lope


 

Sevilla me atrae de manera casi azarosa: primero, la fijación que sentía mi padre hacia todo lo andaluz; luego, fue el servicio militar; ahora, es el lugar elegido por mi hija para vivir. Una de las novelas que escribí me llevó a Sevilla impulsivamente en su último capítulo. Con la que en este momento paso el rato, me sucede lo mismo. Paseo por la ciudad con la vista puesta en mis personajes. Es como esas rutas que se organizan alrededor de un libro famoso (o no tanto), solo que en mi caso el itinerario va dictando la trama y va configurando el carácter y las peripecias de los los protagonistas. Ayudan las conversaciones cadenciosas, dulces, líquidas del andaluz, incluso influyen en el ritmo y en el humor de los diálogos. En fin, que de esta forma se visita la ciudad con los ojos tan abiertos, con los oídos tan atentos y hasta con el olfato tan dispuesto que me parece estar a finales del siglo XVI en el Arenal, en la plaza de la Alfalfa, en el Guadalquivir, en la cárcel con Cervantes, en el corral de comedias con Lope... Lo de menos es el rigor histórico. Lo de más es que parezcan vivos, que se relacionen con desparpajo y liberalidad. Son mis compañeros de viaje, mis compadres. ¿Bebería Lope manzanilla?, la va a beber hasta caer redondo, os lo aseguro. ¿Comería Miguel chicharrones?, yo lo invito, hasta hartarse.   

miércoles, 6 de diciembre de 2023

Me llamo Nadie



Estoy rodeado de gente, pero nadie sabe de mí. Yo tampoco los conozco, nada sé de ellos. Nadie me espera, nadie me busca, aquí no soy nadie y, como a Ulises, en cierta manera, mi anonimia me salva. Ahora mismo no existo para nadie, soy absolutamente transparente. Veo grupos familiares, de amigos, yo observo con suficiencia, con desapego, porque no pertenezco a nadie, porque nadie me busca, porque no hay conversación a la vista que me condicione. Las luces de Navidad me hacen sonreír, me dan grima, me repelen. Solo hablo con la camarera por absoluta necesidad, ella me da la vida, la cerveza. Es una sensación perversa: no pertenecer a nada, ni a nadie, ni esperar que nadie piense en ti. No esperar abrazos ni consuelos ni siquiera saludos. Nada. Libertad absoluta o soledad indigesta, cualquiera sabe. No estoy en ningún sitio, no estoy, no soy. O eso parece, hasta que la camarera, diligente y real, anuncia, “aquí tienes la oreja” y me encuentro con mis vicios. Y ahora, dime, ¿esto es un poema? No, cualquier texto que contenga las palabras “oreja” y “Navidad”, no es un poema.

miércoles, 29 de noviembre de 2023

Un hombre desastrado

 


Soy un hombre desastrado, eso lo sabe mi madre y todo aquel que me conoce un poco. Desastrado mentalmente, es decir, que aquí dentro hay poco orden y concierto, o sea, que mi cabeza es un sindiós. La desgracia ha ayudado un poco, pero yo ya era así. Ayer, sin ir más lejos, fui a echar aceite al coche, porque me lo pidió la máquina, y grande (o no tanto) fue mi sorpresa al ver que el depósito no tenía tapón. El motor estaba negro, con chorreones por todos lados. Se lo llevé al mecánico y me dijo que no había salido ardiendo por puro milagro. Así soy yo, amante del riesgo y del peligro aventurero. A mí no me hace falta ir a Camboya ni a ningún país africano, ni siquiera a Jerusalén. Mi cabeza me compone las aventuras más arriesgadas sin contratarlas de antemano. Ninguna agencia de viajes, por muy moderna que sea, te puede ofrecer actividades tan excitantes como la de conducir un coche que asperja aceite o montar de noche una bici sin luces con algunas copas de más o poner la cabeza bajo una barra de párking cuando está cayendo o agotar la batería del móvil cuando te va el alojamiento en ello o equivocarte en el día de subir a un tren en Valladolid o dar clase a adolescentes o alternar con gente de cuestionable salud mental... Sí, soy un hombre desastrado, no lo comentéis por ahí, no está de moda ser sincero.    

martes, 28 de noviembre de 2023

Gnomeo y Julieta

 


Todavía no he empezado con Shakespeare en Literatura Universal y las alumnas ya están planteando nuevas miradas hacia las obras del bardo. Ayer, gracias a ellas, descubrí la película de animación, Gnomeo y Julieta, impagable documento. Una de las chicas me mostró algunas escenas y contó el argumento, maravilloso. Todo termina bien y los disparates son para enmarcarlos. Por supuesto, los protagonistas son gnomos: los Montesco, con capuz rojo; los Capuleto, con capuz azul. No tengo palabras (eso nunca lo habría dicho William, aunque él nunca tuvo la suerte de ver Gnomeo y Julieta). Esto ha superado todas mis expectativas. Los clásicos están vivos, muy vivos, tan vivos que uno de los Montesco (recordad, capuz rojo) lleva triquini, como los ingleses en Benidorm. Ella, Julieta, es una especie de guerrera ninja y el ama es una rana. ¡Ah!, y la música es de Elton John. ¿Hay quién dé más? No se me cuece el pan esperando a llegar al teatro barroco, no sé si voy a poder aguantar, lo mismo me salto la Edad Media y el Renacimiento, o, espera, también tengo la vida de Petrarca contada por verduras. No hay que precipitarse.   

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Espantos

 Casi siempre estoy de acuerdo con Dragánov en casi todo, ese escritor búlgaro al que asesiné hace unos años. En casi todo, porque a veces no estoy de acuerdo conmigo mismo. Dice Dragánov que le dan miedo los iluminados. A mí también. Temo a esa gente que habla en nombre de un colectivo, de una patria y, sobre todo, me dan miedo los que hablan en nombre de un dios. 

Me causan repeluzno esos hombres que, cuando vociferan e insultan en los campos de fútbol, lo hacen en nombre de su equipo, de una institución que está por encima de los individuos, de un club que amalgama los sentimientos de sus miembros y les hace convenir en todo, mientras se defienda el nombre de sus colores, de la patria chica, de la aldea a la que representan. 

Me enfadan esas mujeres que se erigen en portavoces ultraterrenas del feminismo y se escudan tras esta, la más justa de las luchas, para defender sus intereses personales, sin pensar en el flaco favor que infligen a la batalla legítima por los derechos de la mujer, oprimida desde el principio de los tiempos por el macho poderoso. 

Me espantan esos espantajos que creen poseer el espíritu de la patria y proclaman el odio hacia todo aquel que no "piense" igual, porque en ellos reside el espíritu de la nación, la esencia de los valores primigenios. 

Me aterran los sacerdotes y los predicadores que dicen hablar por boca de sus dioses (los únicos verdaderos) y anatematizan a diestro y siniestro y hacen apología de su Dios hasta convertirle en un arma mortífera e infernal. 

Me intimidan, me aterran los iluminados, porque son peligrosos, porque han causado todas las guerras que conocemos, porque son proselitistas del odio y desconocen el diálogo, el racionalismo, la tolerancia y el principio de humanidad. Me espanto de mi condición de hombre y de mis atributos.         

martes, 14 de noviembre de 2023

El jardín de las delicias



 Ahora, soledad, desconcierto. Antes, sosiego, abulia. Mucho antes, entusiasmo, furor. 

El salón en penumbra, Melancolía de Lars Von Trier en la pantalla, una novia insatisfecha, enferma emocionalmente, obsesionada con los cometas que pueden destruirla, abatida por los rituales. Pájaros muertos caen desde el cielo, como hojas de otoño. El sofá vacío, con la ausencia aún estampada en los rincones. 

El salón vivo, sin preocupaciones, entregados a las ficciones y a los planes de viajes. El sofá es nuestro coche cama, confortable y tranquilo.  

El salón, destartalado; el sofá, hogar del sexo; los gatos rondando alrededor de la estufa; jóvenes, como nosotros, golpean la puerta para invitarnos a la fiesta. 

El ánimo apresado por el terror vivido, por la muerte, por la ausencia. Solo el móvil y la ficción ofrecen refugio. 

El dulce pasar de la madurez compartida; la dulce confianza de la convivencia; una tortilla de patatas, felicidad de la noche. Los Pirineos como horizonte.

El espíritu encendido de la juventud, las fuerzas intactas, el entusiasmo en la nuca, las yemas de los dedos bullen con la piel eléctrica. 

Al final, el parto, la hija que rompe las lindes del antes y el mucho antes. Solo ella consuela el ahora.

 Los tres actos de la función, las tres jornadas de la comedia, el tríptico de El jardín de las delicias.  

miércoles, 8 de noviembre de 2023

Duermevela

 


Me acuesto solo. Entro pronto en un sueño plácido, esponjoso, hasta que un vaivén del colchón me deja aturdido, en duermevela; hasta que noto un brazo que me abraza los hombros, amorosamente, con cariño; hasta que una voz me susurra al oído: "No te preocupes, estoy bien". Me espanto, quiero despertar, quiero abrir los ojos, pero no me atrevo. Por fin puedo moverme, me despierto del todo, abro los ojos, pero no soy capaz de encender la luz. Extiendo el brazo a lo largo de la cama. No hay nada o no palpo nada. Estoy solo. Cierro los ojos, pero el sueño no vuelve. La voz, esa voz de mujer sí que está allí, conmigo, esta vez desde dentro, desde no sé dónde: "No te preocupes, estoy bien". No puedo conciliar el sueño, sudo, me aparto el edredón, tengo frío, la voz resuena otra vez, como un eco sordo, acurrucado, perdido: "No te preocupes, estoy bien". Espero al día, con los ojos de par en par, sin luz, con la compañía del espanto y del consuelo. 

jueves, 2 de noviembre de 2023



Lo único que me salva es el humor. O el amor, no lo sé. Amo a los Monty Python, amo a Faemino y Cansado, amo a los hermanos Marx, amo a Chaplin, amo a Aristófanes, amo a los Coen, amo a Lope de Vega, a Cervantes, a Vonnegut, a Saunders..., amo a Rajoy. A todo aquel que me hace reír, lo amo, porque me saca de los infiernos y me salva de las brasas del verano. Por eso, en clase, cada vez intento reír más. He comprobado que el humor es el mejor medio para conectar emocionalmente con los alumnos, y de ahí a enseñar hay un tramo muy corto. No fuerzo el humor, porque debería tener las mismas consecuencias que forzar el amor, la cárcel. Están tan acostumbradas las alumnas a que el aprendizaje ha de ser un plomo serio y grave que, cuando en una clase se hace algo que provoca no solo la sonrisa, sino el descojone pleno, hay desconcierto. Primero, por lo inusual de la situación académica; luego, cuando se dan cuenta de que han aprendido algo sin ser martirizados ni aburridos mortalmente, se quedan, primero, confundidos y, después, muy satisfechos. Que conste, que a mí me pasa lo mismo. Antes no me atrevía a tanto, no sé por qué.   

martes, 31 de octubre de 2023

Jarower


 

He conseguido resolver la cuadratura del círculo, he aunado modernidad y tradición,  he fundido lo autóctono (nunca lo es) con lo extranjero (tampoco lo es nunca del todo). Y cómo, pues de la manera más sencilla posible, como se solucionan los problemas que parecen irresolubles: desde la inocencia y la espontaneidad. Ayer en casa de mi madre había una postal de la virgen (no sé cuál, se parecen todas mucho). La había dejado un tío mío encima de la mesa. Mi madre, que no ve muy bien. la encontró y la observó con detenimiento. Después del examen, con los ojos aún entornados, me pregunta: "¿Esto qué es, un "jarower"?" Yo no comprendo, "¿un qué?", "sí, hombre un "jarower" de esos de los disfraces". No podía parar de reírme, pero, al cabo de un rato comprendí que acababa de dar con una piedra filosofal. Había solucionado el conflicto que se presenta cuando se celebra la fiesta de Halloween y muchos se oponen a ella por considerarla extraña a nuestras costumbres (todos sabemos que los Reyes Magos eran de Albacete). 

Mi madre me acaba de dar la solución, cuando llegue el 31 de octubre me disfrazaré en el instituto de la Macarena o de la Moreneta o de cualquier otra virgen y, así, conciliaré estos sentimientos tan encontrados: modernidad y tradición, religiosidad y diversión. Seguro que en un ambiente tan intelectual, tan respetuoso con el humor, tan tolerante y tan habituado a la sátira, esto se va a ver muy bien. ¿A que sí, a que lo veis? Yo tampoco.      

domingo, 15 de octubre de 2023

Licenciado Vidriera


 

Tengo el cuerpo cubierto de hematomas, por eso cuando me rozo con la gente, con las paredes, con las esquinas de las mesas, siento una quemazón intensa que me hunde en la tristeza más absoluta. Tengo miedo de que me toquen, de apoyarme en las paredes, por eso ando solo, aislado del mundo y de su mobiliario: un licenciado Vidriera, un misántropo. 

No siento las huellas de la desgracia hasta que me tocan, hasta que me hablan, hasta que el recuerdo hurga en las heridas, o sea, siempre. 

Contemplo el pasar de los campos a través de la ventanilla del tren y una melancolía abrumadora me ahoga: nunca volveré a abrazar a los árboles, nuca podré morder la carne del melocotón. Las encías son las partes más delicadas de mi organismo: están hinchadas, doloridas, de suspirar abejas. No me toquéis hoy, ni nunca. 

lunes, 9 de octubre de 2023

Delicatessen I


 

El lunes no es buen día para ir de bares, todo el mundo lo sabe. Sin embargo, me ha apetecido salir a un restaurante y, por mi mala cabeza, he comprendido que también se puede comer mal en Albacete, lo confirmo. Me he acercado a tres sitios conocidos, pero estaban cerrados y me he aventurado (¡qué intrepidez, qué riesgo!). Me he armado de valor y me he dicho a mí mismo, "¿cuándo has comido mal en esta ciudad?" (este es el nivel de mis monólogos interiores) y me he metido en un local ignoto (qué palabra, qué misterio).  

Al adentrarme en el salón comedor, me han dado ganas de escapar, pero soy muy pusilánime (aquí podéis poner gilipollas) y la mirada del camarero me lo ha impedido. Me siento. Frente a mí un señor mayor que ya está terminando. Al salir, me toca el hombro y me suelta un "que aproveche" ilustrado con una sonrisa sospechosa. La camarera me perdona la vida y me dice que hay menú único, sin posibilidad de elección. Por suerte, de los tres platos, me gustan dos y no me atrevo a huir. Pido vino y gaseosa para beber mientras contemplo desanimado los paisajes que adornan las paredes. Si Garcilaso los hubiera visto, nunca habría compuesto las églogas. De todas formas, me animo porque hay bastante gente. El vino está malo, hasta con gaseosa, tiene ese color ocre del metal oxidado. Además, está caliente, como la gaseosa. Por supuesto las dos botellas me las sirven a medias (hay que cuidar la sostenibilidad y no desperdiciar nada). 

Primer plato: cazuelilla de chipirones en salsa. Menos mal que es cazuelilla porque mi estómago (que es un verdadero trullo) no habría aguantado una cazuela. De segundo: arroz a banda. Tiemblo a la espera del plato. Me sirven una paellita individual, forrada de pimiento rojo. ¿Quién ha dicho que el arroz con poco tomo siempre está bueno?, mentira. Una parte es salitre puro, a la otra (bastante caldosa) le ha caído una lluvia importante de pimienta. Como mucho más de lo que desearía porque las miradas de los dos camareros me intimidan (aquí también podéis poner por gilipollas). Espero el postre, bueno, no, lo temo. Natillas. Una alegría: son de los polvos de siempre (Potax creo), sabor reconocible de los bares que frecuentaba en los ochenta. 

Por fin he terminado. Me arriesgo a pedir café (creo que llegados a este punto no llevo nada a perder). Pues sí, he vuelto a perder: un recuelo centenario con el mismo sabor que el vino y con la misma temperatura. 

Al salir, aturullado y confuso tras el pago de la cuenta, me doy cuenta de que aquello se vende como marisquería y en las vitrinas hay unas cigalas y unas gambas muy aparentes. Caigo en ese momento en que los únicos que hemos comido de menú hemos sido el señor mayor y yo. Quizás es de esos sitios en los que pedir el menú es un error de bulto, pero qué iba a hacer yo si la camarera es lo primero que me ha ofrecido. Cualquiera se atreve a pedir otra cosa. Con lo que a mí me gusta el marisco. 

Espero digerir el asunto sin espasmos y sin tener que llamar al 112. Sudores fríos ya me suben.      

Nunca

 Páncreas, pulmón, estómago, vísceras. Vísceras, que me enseñaron el significado del adverbio nunca. Nadie comprende su sentido verdadero hasta que no experimenta la tortura del vacío, hasta que no saborea la nada. Nunca es un adverbio terrorífico, una realidad definitiva, sin paliativos, nunca. Cuando el oncólogo la pronuncia, tampoco él sabe lo que significa, porque no está al otro lado de la mesa, porque no te conoce, porque, a pesar de pronunciarla una y otra vez, la usa como el poeta que ha perdido el poder de reanimar a las palabras. 

Nunca, dice Tiresias, nunca volverás a verla, nunca. Seis meses máximo o tres o dos y, después nunca estará contigo, nunca. Él, Tiresias, tampoco la comprende de veras, porque es ciego, porque es un oráculo frío, sin vísceras, porque es un personaje literario. 

Pensad en ella, pensadlo, nunca comprenderéis la palabra nunca hasta que no le arranquen las vísceras a quien os abraza, a quien os besa, a quien os revuelve el cabello con los dedos. Entonces, solo entonces, sabréis que la palabra nunca es la más espantosa de todas las palabras.  

martes, 3 de octubre de 2023

Patricia Janecková

 


Todo se derrumba a mi alrededor, todo envejece, todo enferma, todo fenece. Cuando paseo mi ya escasa curiosidad por las calles o por las redes sociales, únicamente reparo en sucesos trágicos que han segado vidas en flor. Como si me asaltaran, como si me persiguieran, víctima de un complot extraño y angustioso. Hoy, sirva de ejemplo, la desgracia de una soprano eslovaca a la que no conocía, Patricia Janecková. Una amiga de Facebook habla de sus 25 años truncados, de su desaparición y, al acercarme a los vídeos de sus interpretaciones, me sobrecoge un espanto mayúsculo, como si pisara cadáveres y sintiera tronzarse huesos de niño bajo mis pies. Una hermosa muchacha, jovencísima, interpreta un aria de Offenbach. Va disfrazada de muñeca y el episodio no puede ser más gracioso y enternecedor. Y a pesar de la limpieza de su voz, de la graciosa melodía, solo respiro la tragedia: esa chica ya no está, ha desaparecido, ha privado al mundo de su belleza, de su tremenda capacidad artística, de su voz cristalina. Me sobrecoge pensar en su sufrimiento, en su final, cuando aún no estaba preparada para ello (cuándo se está). Me sobrecoge pensar que alguien dotada con una cualidad como la suya, desaparezca sin más y tan pronto. Es una maldición estar vivo. Me siento como si ya solo permaneciera aquí para asistir a la crueldad de un sádico que se recrea con hacer sufrir y con eliminar a seres humanos excepcionales. Después de conocer la desgracia de cerca, uno se estremece de pánico al contemplar la tragedia de los otros, por muy alejados que estén, por muy ajenos que nos resulten, sobre todo de aquellos que en algún momento han iluminado el mundo.  

lunes, 25 de septiembre de 2023

FÁBULA DEL DESAGRADECIMIENTO

 No iba a publicar esto, pero mi psiquiatra (la cerveza) me ha recomendado que no acumule bilis.

Imaginad que habéis trabajado más de treinta años en la misma empresa, con dedicación absoluta, enamorados de la profesión, con entrega incondicional. Imaginad que morís de manera terrible y sin esperarlo, que un cáncer arrasador os acaba en dos meses y medio. Imaginad que vuestros compañeros, afectados en lo más hondo por vuestra desaparición inesperada, reconocen esa labor incondicional y, en un arrebato de amor y justicia, ponen vuestro nombre al edificio en el que trabajabais. Imaginad cómo reaccionaron los que administran la empresa. Bueno, os lo voy a contar para que no os quedéis en un ejercicio de imaginación continuo. La empresa es pública, se trata de una consejería de educación. Cuando los compañeros de la fallecida invitaron a los gerifaltes al acto de homenaje, rechazaron la comparecencia y ni siquiera se dignaron en mandar una carta de pésame a los familiares, miento, enviaron una carta al viudo para reclamar un mes de sueldo que por un error administrativo había cobrado de más la fallecida. Se devolvió el dinero diligentemente y, al parecer, ellos quedaron así satisfechos de su entrega incondicional, de su amor por la profesión, de su trayectoria laboral impecable, de los más de treinta años dedicados a las aulas. Y no hablo desde el rencor, os lo aseguro, sino desde la tristeza más absoluta. Es de bien nacidos.   

jueves, 21 de septiembre de 2023

Soy mejor

Soy mejor desde que ella no está y me duele. Soy más claro, más agrio, sí, pero menos imbécil, más ella. Ella, ella me ha enseñado, tarde, cómo beber de una fuente, cómo acariciar el cabello, cómo decir un no, cómo arrinconar a la soberbia, cómo llorar en público sin pañuelos, cómo no darse importancia, cómo vivir sin aspavientos. Soy mejor desde que no está, porque su ausencia me ha enseñado a renunciar a los espejos.

miércoles, 20 de septiembre de 2023

Tejadillos


 

Unos jóvenes, asustados por la voracidad de la peste, se refugian en una quinta en el campo para evitar la enfermedad. Con el fin de no aburrirse, se cuentan historias todas las noches. Ese es el motivo que une los cuentos del Decamerón de Boccaccio y también nuestro encuentro en Tejadillos (salvando lo de la peste). Lo que nos reunió a siete no ya tan jóvenes (sobre todo alguno) en la serranía de Cuenca este fin de semana fue el cumpleaños de una amiga. Cambia peste por feria interminable, añádele lo del aniversario y una naturaleza que envidiaría un pastor de las églogas de Garcilado y ahí tienes motivos de sobra para enlazar historias y humanidades hasta la camaradería y el desternillamiento. 

La vida es mucho más sencilla que un curso de la Junta de Comunidades de Castilla La Mancha, ya lo creo. Unos pinos, unos corzos fantasmas, unos mosquitos reales, un poco de vino y otro tanto de cerveza, buena voluntad, ganas de pegar la hebra y algún bollo de mosto, son suficientes para aislarte de los problemas mundanos, de la burocracia angustiosa, de la rutina de los días. Mirar el cielo estrellado, escuchar el rumor del agua acariciando las rocas y el dolce far niente son placeres que hay que buscar con ahínco. Es mucho más fácil encontrarlos que cuadrar el cuaderno de evaluación, y mucho más fructífero. No hace falta irse a Tailandia ni a las islas Fidji, os lo aseguro. En Cuenca hay más exotismo que en la falda del Fujiyama.      

lunes, 11 de septiembre de 2023

Frantz



Hoy habría arremetido contra todo, contra todos. No ha amanecido el día con flores. Desde que murió Eva, muchos días amanezco así, con la sensación de mediocridad, de nonada, de embarcarme en la inmundicia. Y me apetece arremeter contra todo cristo. La suerte es que soy muy educado y, hasta ahora, sé moderar las formas. Era el primer día de clase, podría haber sido devastador entrar con esta disposición de ánimo en un curso de 33 alumnos y empezar a soltar por la boca toda la bilis que tenía acumulada, pero no lo he hecho, por vergüenza, por decoro, por profesionalidad. Hasta que he llegado a casa no se me ha pasado este arrebato. Una recomendación de Felipe Benítez Reyes me ha devuelto a la normalidad (quién sabe lo que será eso). He visto Frantz, una película de François Ozon preciosa, deliciosa, con una fotografía magnífica y con un cuidado de los tiempos majestuoso. La ausencia, el perdón, las mentiras piadosas y la frustración giraban en torno a un poema de Verlaine que me ha hecho llorar, otra vez, y ya no sé cuántas van: 

Los largos sollozos de los violines del otoño
hieren mi corazón de una languidez monótona
del todo sofocado y pálido cuando la hora suena,
me acuerdo de pasados días y lloro
y me voy con el viento malo que me lleva
aquí, allá, semejante a la hoja muerta.

Dice la protagonista, tras las recriminación de uno de los personajes: "Así no vas a olvidar a Frantz", "Es que no lo quiero olvidar nunca", pues eso. 

jueves, 7 de septiembre de 2023

Sergio Delicado

 


Ha sido un placer disfrutar del estudio del artista plástico Sergio Delicado. Gracias a Merce y a Elena he conocido a este hombre, todo amabilidad y sensibilidad. Algunas de mis alumnas han querido participar de su obra artística. Todavía no han comenzado las clases, pero ya vamos tomando rumbo hacia la belleza, porque a través de ella se llega a la bondad. La obra de Sergio es variada y magnífica, cultiva tanto la escultura como la pintura, además del libro objeto y los murales. Y no solo tiene valor artístico en sí misma, sino en la narrativa que encierra cada una de sus producciones y que él mismo nos explica con verdadera pasión. Miguel Hernández, Velázquez, Cervantes y muchos más sobrevuelan el estudio de Sergio alimentando a los gatos que pueblan el jardín. Sin embargo,  así como los artistas de siglos pasados se daban con la Iglesia, los actuales se "dan" contra las administraciones, esas feas señoras que todo lo desgracian y corrompen. 

Además de su estudio, Sergio se ha prestado a llevarnos hasta La Roda para que visitáramos la Posada del Sol, una venta del siglo XVII magníficamente restaurada donde hay un Quijote y un Sancho Panza maravillosos, obra del artista, además de unas figuras flotantes que representan al arte escénico. Haremos un reportaje periodístico de esta visita, sin duda. Y eso que aún no han empezado las clases y que estoy no prejubilado, sino premuerto.  

lunes, 28 de agosto de 2023

"El buen europeo no tiene casa" por Jorge Freire




Nacido en Praga el 4 de septiembre de 1875, a Rainer Maria Rilke lo llamaban «el buen europeo». Por un lado, escribía en alemán y en francés; por otro, vivió en medio centenar de domicilios a lo largo y ancho del continente. El sentimiento de desarraigo lo acompañó toda la vida.

¿Es la infancia, como reza su frase más sobada, la única patria del hombre? La suya no fue especialmente feliz. Después de morir su hermana, su madre se empeñó en vestirlo de niña hasta los siete años, compensando con un exceso de mimos el fracaso de su matrimonio; a los once años, su padre lo envió a la academia militar, tratando de resarcirse del fracaso de su propia carrera en el ejército, lo que le proporcionó un «abecedario de horrores».

Pasó un año en Múnich, recién iniciada la veintena, so pretexto de terminar la carrera, cuando ya abrigaba el barrunto de que la poesía iba a ser su única ocupación. Allí conoció a Lou Andreas-Salomé, la mujer más determinante de su vida, que le sugirió que se psicoanalizase, buscase un empleo y se volviese, en resumidas cuentas, una persona normal. Fue Lou quien germanizó su nombre natal, René, como Rainer Maria. Nadie lo marcó tanto. Hasta su letra, que era inclinada y abigarrada, pasó a ser redondeada y clara, como la de ella.

Después vino el viaje a Italia, consignado en un Diario florentino que solo puede entenderse como prenda de amor, y la llegada a Berlín, donde vivía ella con su marido. Durante esos meses cruzaron bosques poblados de gamos y corzos, caminando siempre descalzos, tal y como prescribían las enseñanzas del doctor Andreas, con quien Lou llevaba casada una década, acaso sin consumar jamás el matrimonio.

Decía el poeta y filósofo Valverde que Rilke era un germano muy eslavo, y lo cierto es que no sintió lo que era la patria hasta que no franqueó la espesura de la taiga. En Rusia conoció al pintor Leonid Pasternak (su hijo, Borís, quien por entonces tenía nueve años, pero que, andando el tiempo, alcanzaría fama mundial por El doctor Zhivago, nunca olvidaría el encuentro) y a León Tolstói, con el que no terminó de entenderse. No debía de ser fácil el trato con el hiperestésico Rainer, presa de la abulia y de los bandazos somáticos de la creación poética (cada pieza que terminaba lo dejaba exánime); basta imaginar su estampa con el cuaderno de apuntes en el bolsillo de su chalequito de satén abotonado hasta el cuello para hacerse una idea de su carácter pintoresco. Pero siempre hay un roto para un descosido y hasta el propio Rilke, quintaesencia del desarraigado, halló una tierra en la que podría haber echado raíces.

Cuando llegó a París en 1902, con la intención de conocer al escultor Auguste Rodin, se encontró una ciudad llena de hospitales y moribundos. La experiencia le surtió de material para una novela que tituló inicialmente Diario de mi otro yo y que terminó convertida en esa obra fronteriza que es Los apuntes de Malte Laurids Brigge, un totum revolutum, compuesto de excursos filosóficos, bosquejos de poemas en prosa y anotaciones inclasificables. Por sus páginas desfilan santos, poetas y reyes locos. Después del Malte, Rilke sintió que ya estaba todo dicho, y hasta barajó la posibilidad de dejar la escritura y hacerse médico. Pero, en realidad, abandonó otras dos cosas: la prosa, que nunca volvería a retomar, y París; la Gran Guerra, que lo sorprendió en Alemania, le impidió volver a la Ciudad de la Luz.

A renglón seguido vinieron Capri, Venecia, Múnich y, por supuesto, el castillo de Duino. Después de más de una década documentándose, su travesía a España tenía que ser «el viaje de los viajes». Llegó a Toledo siguiendo el rastro del Greco y se llevó un chasco, pues la ciudad no se ajustaba a sus ideas preconcebidas. De su estancia en Ronda extrajo alguna que otra inspiración: por ejemplo, una cancioncilla infantil que escuchó en un convento de monjas y que, diez años después, escribiendo los Sonetos a Orfeo en la torre de Muzot, en el cantón suizo del Valais, le vendría súbitamente a las mientes e inspiraría el soneto XXI.

Son bien conocidas las reservas con que Rilke manejaba sus lances amorosos, tentándose la ropa antes de exponer sus sentimientos y haciéndose la víctima en muchas ocasiones. Hasta la princesa de Thurn y Taxis, propietaria del castillo de Duino, el fortín a orillas del Adriático donde Rilke escribió sus célebres Elegías, desistió de sus tentativas de emparejarlo con alguna joven triestina cuando, con cara de suplicio y lágrimas de cocodrilo, el «trasnochado donjuán» alegó que, si veía con frecuencia a la misma chica, corría el riesgo de acabar convirtiéndose en su esclavo. Su relación con Lou lo atestigua. Por eso es sorprendente que rompiese con tanta determinación su matrimonio con Clara Westhoff, con la que había tenido una hija siendo ambos muy jóvenes. Pero tiene su lógica si entendemos que, para Rilke, la literatura era una suerte de sacerdocio. «Si puedes vivir sin escribir —decía en sus Cartas a un joven poeta—, no escribas». La trashumancia era, al parecer, condición de posibilidad de la escritura.

Cuesta encontrar una gran ciudad europea en la que el «buen europeo» no residiese. Resulta paradójico, en consecuencia, que su viaje más determinante fuera un paseo breve. Una mañana de enero de 1912, bajando desde el castillo de Duino por el barranco que conducía a la playa Sistiana, en la costa adriática, Rilke escuchó una voz en su interior inquiriendo una pregunta: «¿Quién, si yo gritara, me escucharía en los celestes coros?». Pasaron diez años hasta que, presa de la inspiración, escribiese en unas semanas las Elegías de Duino, que se inician con dicha frase. Curiosamente, no las compuso en el castillo, sino en la vieja cabaña del guarda, en el interior del bosque, con la sola compañía de una mesita y una butaca.

Desconocemos en qué celestes coros pensaba el «buen europeo». Para algunos, se inspiraba en el «ángel meridiano» de la catedral de Chartres, al que había dedicado el primer grupo de sus Nuevos poemas; para otros, en el «ángel terrible» de la puerta del infierno, obra a la que su maestro Rodin dedicó treinta y siete años y que aun así dejó sin terminar; y, para otros, en las pinturas del Greco. Unos señalan la semejanza con el daena de la religión zoroástrica, y otros, con el malak coránico. Su identidad nos es indiferente, pero su figura, convertida en tópico, cae sobre la poesía de Rilke como una losa, y conduce a innumerables lecturas tópicas y simplificadoras. Fue Heidegger quien afirmó en «¿Y para qué poetas en tiempos de miseria?», ensayo contenido en Caminos de bosque, que la tarea del poeta es «prestar atención al rastro de los dioses huidos» y «preservar todavía la huella de lo sacro». Puestos a simplificar, uno diría que la obra de Heidegger, acaso el filósofo más importante del pasado siglo, no es más que una nota al pie de la poesía de Rilke.

Si nos resulta lejano el tiempo bíblico en que podíamos ver a los ángeles no es porque estos hayan huido, sino porque, al no resistir su presencia, hemos dejado de verlos. Como se lee en El libro de horas: «A dónde se han ido los días de Tobías, / cuando uno de los ángeles más deslumbrantes, / de pie junto a la sencilla puerta de la casa, / y algo disfrazado para el viaje, dejó de ser terrible». Según Henry Corbin, el mundo occidental perdió a sus ángeles cuando el mecanicismo cartesiano nos escindió en cuerpo y mente, condenándonos a andar sin rumbo, «en el vagabundeo y la perdición». Para el poeta Keats, la filosofía recortó las alas del ángel; de ahí que lamentase en su poema Lamia que se hubiera destejido el arco iris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo.

La retórica del «desencantamiento del mundo», por decirlo con Weber, hunde sus raíces en una larga tradición surgida al rescoldo de la Revolución Industrial. No han sido pocos los autores que, desde entonces, han tratado de convencernos de que el precio del progreso es la pérdida del sentido. Argumentan que la misma técnica que nos ha permitido medir y pesar el mundo es la misma que nos distancia de él, convirtiéndolo en una suerte de mariposa clavada en el alfiler, fácilmente analizable pero carente de vida. Toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Abierta la tramoya de par en par, contemplamos las bielas y los pistones que accionan el decorado, y, en ese momento, el misterio se desvanece. Pero Rilke, a despecho de lo que sostienen muchos de sus exégetas, no es el enésimo defensor del desencantamiento, sino todo lo contrario.

Como nos sugieren sus versos, acaso el desarraigo sea la condición natural del ser humano. Dice la séptima elegía: «Cada giro apagado del mundo deja tales desheredados, / a quienes no les pertenece lo anterior ni todavía lo próximo. / Porque también lo próximo es distante para los humanos». Dos décadas atrás había escrito en «Día de otoño», incluido en El libro de las imágenes: «Quien ya no tiene casa, no la construirá. / Quien ahora está solo, lo estará mucho tiempo». Pero la obra de Rilke, como no nos enseñan las Elegías, sino su relativa continuación, los Sonetos a Orfeo, no es sino una tentativa de ofrecer un nuevo arraigo.

¿No fue la búsqueda de un sustrato firme, un arraigo que la cosmopolita Praga le había negado, lo que lo movió a afirmarse descendiente de una noble estirpe establecida en la región de Carintia en el siglo XIII, proclamando así sus vínculos con lo habsburgués? Su apellido procedía, en realidad, de unos campesinos llegados a Bohemia cuatro siglos más tarde, pero esto no le impidió grabar en su tumba un escudo de armas inventado por él mismo. No es casualidad que el árbol genealógico descrito en el soneto XVII (las ramas se quiebran, sin embargo, todavía. / Pero apenas llegada una arriba, / ella se curva en forma de lira) adoptase la forma del instrumento de Orfeo. ¿Hay raíces más vigorosas que las que riega «el dios-río de la sangre»?

Arraiga quien percibe la melodía órfica que lo incluye todo, tanto a los vivos como a los muertos. «Un dios lo puede. Pero, dime, ¿cómo / podrá seguirlo un hombre por la angosta lira?». Mirando al lado en sombra. La poesía de Rilke, que es una afirmación radical de la existencia, agarra al lector de la solapa y le conmina a dejar huir del sufrimiento, aceptándolo por completo; a acoger la percepción de los sentidos en el espíritu y lo invisible en lo visible. Como reza el celebérrimo final del soneto XIX: «solo el canto sobre la tierra / santifica y celebra».

En resumidas cuentas, arraiga quien se afianza en lo profundo. «Quien sepa de las raíces del sauce —dice el soneto VI— será más apto para doblar sus ramas». Orfeo, merced a su sacrificio, permite que oigamos su melodía. «Y todo calló. Pero aún en el callar hubo / un nuevo comienzo, un cambio, una señal». Solo tras la muerte vibra la lira: tras la muerte del propio músico, desmembrado por las ménades, ofendidas por sus constantes desaires, en efecto; pero también antes, tras la muerte de Eurídice, a la que ve morir dos veces. «No temáis sufrir y lo que pesa / devolvedlo pues al peso de la tierra». Acaso la trascendencia se dé en vida, y no después de la muerte, pues el sujeto se trasciende a sí mismo no con su propia muerte, sino con la de los que lo rodean.

Ahora bien, ¿cuánta verdad —por decirlo con Nietzsche— puede afrontar el espíritu? «No es que tú puedas soportar / la voz de Dios, ni mucho menos. Pero escucha el soplo, / el mensaje incesante que se forma en el silencio». ¿Cómo? Mirando como el ángel. Es decir, abriendo los ojos de par en par y mirando al interior («En ningún lugar, amada, habrá mundo si no es dentro»). Recuérdese la respuesta de Rilke al poeta en agraz que le pregunta por la calidad de sus versos: «Mira usted hacia fuera, y eso, sobre todo, no debería hacerlo ahora. Nadie puede aconsejarle, ni nadie, ayudarle. Hay solo un único medio. Está en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo del corazón».

Rilke vivió por y para la poesía. La rosa, que es la flor de los poetas, le enseñó que no hay frontera entre apariencia y realidad, como no la hay entre cuerpo y vestido: «pero cada uno de tus pétalos evita / y al mismo tiempo niega toda vestidura». Carácter es destino: fue precisamente la espina de una rosa lo que puso término a su vida. Una mañana de octubre de 1926 quiso cortar una rosa para una amiga egipcia y se pinchó con una espina; la herida se infectó y, para Rilke, muy débil por la leucemia, eso fue fatal. En su epitafio se puede leer: «Oh, tú, rosa, pura contradicción, placer de no ser el sueño de nadie bajo los párpados». Pura contradicción, en efecto, por la que el buen europeo no tiene casa.

miércoles, 23 de agosto de 2023

"Meditaciones a partir de una mudanza" por Juan Gabriel Vásquez




Por estos días terminé de empacar, en 152 cajas de cartón, los libros de mi biblioteca, y lo primero que se me vino a la mente cuando se cerró la última caja fue una frase que le escribió Flaubert a Louise Colet, su amante ocasional y su cómplice literaria: “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”. Yo no llegué a contar los míos, porque en una mudanza no hay tiempo para esos cuidados de neurótico, y mucho menos cuando lo que se empaca no es una biblioteca, sino 11 años de vida en los cuales cada objeto tiene su historia y parece desesperado por contarla. Y a veces hay que detenerse y ponerle atención: nuestras cosas saben de nosotros verdades que nosotros ignoramos, y es mucho lo que podemos aprender de lo que somos, o de la persona en que para bien o para mal nos hemos convertido, cuando recordamos de dónde salieron y cuánto tiempo han pasado con nosotros, y sobre todo cuando decidimos si las llevamos a un destino nuevo o las condenamos sin misericordia al basurero del olvido.

Pero me desvío. Decía que no sé cuántos libros puse en esas cajas que cruzarán el Atlántico, pero sí que dejé atrás una cuarta parte, por lo menos, de la colección que se me ha ido acumulando desde que me fui de esa misma ciudad por primera vez, hace 27 años; y al hacerlo tuve que rendirme a una revelación que nunca, en ninguna de las cuatro mudanzas totales que he hecho en mi vida itinerante, cerrando una vida para siempre y abriendo una nueva en un lugar distinto, me había asaltado con tanta fuerza: hay libros que ya nunca voy a leer. Parece una circunstancia banal, pero todo lector de verdad llega tarde o temprano a un momento de su madurez cuando comienza a hacer cuentas, y se da cuenta de que puede saber, con poco margen de error, cuántos libros caben en el tiempo que le queda de vida. Yo llevo poco más de 30 años leyendo literatura de la forma en que lo hago hoy en día, no como pasatiempo sino como vicio incurable; y, salvo accidente o enfermedad azarosa, nada me impide creer que me quedan otros 30 años de lectura. La diferencia entre los años que vienen y los que han pasado es el vértigo de saber que ya no hay tiempo para todo.

No es distinto, acaso, lo que nos pasa con la gente. El tiempo es limitado, y yo he comprendido que solo puedo gastar el mío con dos tipos de personas: las que me enriquecen y las que me necesitan. Pero estas son palabras amplias en las que caben muchas cosas, desde las amistades probadas a lo largo de varios años hasta las más recientes (que no precisan de mucho tiempo para instalarse en nuestras vidas con la descarada solidez de lo imprescindible), pasando por los minutos breves que compartimos con un desconocido interesante; y muchos suelen serlo si uno sabe mirar con atención y escuchar con interés genuino, y si no apaga la imaginación, que es la única herramienta que tenemos para entrar en la vida escondida de los otros. En esas vidas secretas, en las vidas ocultas o recónditas de la gente con la cual nos cruzamos todos los días, siempre está ocurriendo algo interesante. Cualquier encuentro, si uno tiene los sentidos despiertos y la curiosidad no está en modo avión, puede abrir una ventana hacia las habitaciones ajenas donde podemos ver, cada uno de nosotros, cómo viven los demás su vida entera.

Su vida entera: así lo dijo Ford Madox Ford, el autor de esa maravilla que es El buen soldado, un libro de 1915 que en nuestra lengua se conoce o se lee menos de lo que nos gustaría a sus proselitistas irredentos. (Cada vez que Rodrigo Fresán recluta a un nuevo lector, por ejemplo, me lo cuenta con el mismo orgullo con que suele dar la noticia de haber terminado un nuevo libro). Se trata de una novela breve y bellísima cuyos logros se pueden medir con su primera frase: “Esta es la historia más triste que he oído jamás”. Así es: pues el hecho de que el resto de las páginas estén a la altura de esas palabras atrevidas, de que sean capaces de no desmerecer ni quedar en ridículo, es la mejor carta de recomendación que se me ocurre. La novela habla entre muchas otras cosas de la dificultad insondable de conocer a los demás, o de la inutilidad de nuestros juicios, que siempre son precarios, o de lo sorprendentes e impredecibles que son los otros seres humanos, y no siempre para bien (o casi nunca). “No sé nada –nada en absoluto– del corazón humano”, dice Dowell, el narrador de la novela. Lo que nos cuenta es una indagación, hecha al azar de las revelaciones y los descubrimientos, en los secretos de los otros, lo que callan u ocultan, todo lo que se mueve detrás de sus máscaras y sus imposturas; y mientras cuenta la historia de los otros, los lectores nos vamos percatando de que tampoco él, ese narrador, es como sospechábamos: también él tiene otra cara.

Me gustan las ficciones que son también una metáfora de la lectura de ficción: que ponen en escena, de formas indirectas o laterales, nuestra curiosidad insaciable por las vidas de los otros. Por supuesto que uno nunca sabe con total certeza por qué acaba dedicándose a escribir novelas, aunque los novelistas nos llenemos la boca frecuentemente con palabras largas y grandilocuencias bien estudiadas, pero una de las razones más claras para leerlas debe ser esa insatisfacción insoportable: tenemos solamente una vida y estamos encerrados en ella, fatalmente condenados a mirar el mundo desde el mismo lugar —desde los mismos ojos, desde la misma conciencia— hasta el día de nuestra muerte. La lectura de ficción, aparte de un vicio de justificación difícil (pero que no debería necesitar justificación ninguna, como no la necesita ningún vicio que se respete), es una de las pocas maneras medianamente eficaces que hemos inventado los seres humanos para lidiar con los crueles límites de nuestras existencias monótonas y confinadas: para tener más vidas, sí, para ser otros, para saber hasta donde pueda saberse cómo es vivir siendo otra persona.

Si no me equivoco, es la misma razón por la que la gente toma hongos o se droga de otras formas, o lleva vidas paralelas (la exploración, como decía el poeta Robert Frost, de los caminos que no hemos tomado), o cierra una vida en un lugar para inventarse una nueva en otro, a veces haciéndolo por su cuenta y riesgo, a veces llevándose consigo a toda su familia. La insatisfacción nos agobia de mil maneras distintas, y de distintas maneras respondemos. Creo que era Harold Bloom el que decía que la ficción no sería necesaria si los seres humanos viviéramos 150 años: pues en vidas más largas podríamos tal vez conocer a personas suficientes para saciar nuestra sed de experiencia, o por lo menos conoceríamos mejor a los que conocemos someramente en nuestras vidas limitadas. Pero no tenemos esos años de más: nuestras vidas son cortas; peor aún, son una sola. Para vivir cuanto queremos vivir, para entendernos y entender a los otros tan bien como quisiéramos, tenemos pocas facultades. “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”, escribe Flaubert. ¿Cuáles son? Yo sé cuáles son los míos. Pero sé también que no serán los de otra persona.

lunes, 21 de agosto de 2023

Madeleine Peyroux


 

Suena Madeleine Peyroux, suave, tierna, sola. Extiende un rastro de melancolía afiladísimo. La música me convierte en un alma en pena, ya lo era, pero este aire nostálgico, quejumbroso, de voz arrastrada, me acongoja, me desguaza. Por la escalera de Hacienda sigue bajando gente sin mirada con papeles en la mano. No hay esperanza.  

viernes, 18 de agosto de 2023

Soy tú contigo en alas

 


Algo tuyo hay en el monte. Algo aromático, inconsútil, etéreo. Algo hay, ¡ay!, que me oprime el pecho y me desangra. Algo tuyo hay en el monte, desde Benagéber hasta los Pirineos, algo que impregna el aire y lo convierte en palabra derramada. Cuando en el coche abandonábamos los Pirineos, tu volvías el rostro y decías, "pronto nos vemos", porque sabías que volveríamos, seguro, que la montaña era tu patria y nadie ni nada podría alejarte de ella. Algo aromático, inconsútil, etéreo, te asocia a ella:"Alta soy de mirar a las montañas", pervertías el verso de Miguel Hernández para hacerlo tuyo, para volverlo realidad, carne, aire, estribo, forma. Siento las treinta picaduras de tábanos, mosquitos y arañas como treinta virtudes de tu compañía. Me calmas la comezón con cremas y palabras, las siento en la piel, me alivias el veneno, me salvas. La sangre llega de lo alto, de las montañas, "siempre la claridad viene del cielo", tú lo sabes, yo también, y soy tú contigo en alas.     

viernes, 11 de agosto de 2023

Dichosa edad aquella



Venturosa edad aquella en la que el viajero paraba en una venta o en una posada y le invitaban a la mesa por pura hospitalidad. Venturosa edad en la que se compartían las viandas, los pasteles y el manjar blanco sin conocer necesariamente al posadero o a los huéspedes. Dichosa edad dorada en la que a mitad de comida un caballero se levantaba y endilgaba a la concurrencia un discurso sobre las armas y las letras, sin cobrar por la conferencia ni estar adscrito a ninguna universidad. Dichosa también cuando se presentaban varios enamorados y allí mismo, por casualidad, concertaban sus relaciones y aclaraban sus desdenes. Venturosa edad en que las posaderas se ofrecían a los arrieros y la poca luz provocaba escenas amorosas de mucha risa y variados golpes. Dichosa edad dorada en la que los gigantes se convertían en cueros de vino después de haber sido vencidos y dichosas también aquellas tortillas de huevos no muy frescos que, al masticarlas, crujían entre los dientes (los huesecillos del embrión). Dichosas las pulgas de las camas y las chinches de las caballerías, los jergones de paja molida y el vino aguado. Dichosa edad aquella en la que, al amor de la lumbre, se leía en voz alta un libro de caballerías, mientras un escudero roncaba tras acabarse el vino de la bota. Dichosa Maritornes y todos cuantos vivieron aquellos tiempos que, aunque faltos de dientes y sobrados de aromas, comían con ansia y conversaban sin pausa.     

lunes, 7 de agosto de 2023

Page y Paco Martínez Soria



Hace unos días puse la televisión mientras planchaba y ¡oh, sorpresa!, en Castilla La Mancha TV emitían una película de Paco Martínez Soria. Lo mejor es que cuando iba a cambiar de canal aparece un mensaje en el pie de la pantalla: "Algunas escenas de esta película pueden implicar machismo, pero la cadena está entregada a la defensa de los derechos de la mujer". El mensaje no es literal, pero venía a decir algo así. Descacharrante. Ya espero en las películas eróticas la siguiente leyenda: "Algunas escenas de esta película pueden levantar la libido del espectador, pero todos sabéis que la cadena está entregada a las procesiones y al culto católico en cuerpo y alma. No os perdáis, hijos míos. Todos los que trabajamos aquí somos asexuados, seres angelicales". Y Page en el púlpito.

miércoles, 2 de agosto de 2023

El pasado existe



El pasado sí existe, contradigo, entre otros, a T.S. Elliot, existe y ahoga. Se incrusta en el presente y no lo deja desenvolverse, le impide el movimiento, lo amordaza, lo destaza y apenas le permite respirar. El presente necesita aire, porque está vivo, porque se aleja de la muerte siempre que puede. Pero el pasado hace todo lo posible por quitarle la máscara de oxígeno, por devolverlo a la nada, al vacío, a la inexistencia. Me toco y gozo de mis dedos sobre la piel. Me toco, soy, siento, me muevo, alejo al pasado, estático, maldito, que me impide gozar de la experiencia del tacto, del placer, de la caricia. Detrás de ella, en el recuerdo, siempre hay otros dedos, otra piel, que ya no están, que solo existen en ese pasado ominoso, que vuelve una y otra vez para aniquilar los frutos de la sensualidad, los goces momentáneos del presente. 

La brisa acaricia las hojas de los árboles, las hace bullir, entretenerse, balancearse en oleaje de tierra. Contemplo el paisaje y, por un momento, disfruto del presente, hasta que llega la voz del pasado, la imagen de un recuerdo de bosque mullido en el que ella y yo retozábamos. Todo se silencia, el viento, el rumor de las hojas, el murmullo de las cigarras, todo enmudece detrás de un sábado de agosto en lo alto de las montañas, de un martes de julio en la ribera de un río, de un jueves de septiembre en la trocha de un sendero. El presente está bien jodido. Nunca podrá separarse de esa mano que llega y aprieta con fuerza el cuello para impedirle gozar de los bienes terrenos. Sí, el pasado existe, solo para abochornar al presente, para apresar sus labios, su nariz y sus manos y susurrarle al oído: "No tienes derecho a ser, no lo tienes."    

martes, 1 de agosto de 2023

Museo Nacional de Escultura de Valladolid



El Museo Nacional de Escultura de Valladolid es una rendición absoluta al tremendismo. La habilidad de los artistas del Siglo de Oro (Juan de Juni, Berruguete, Gregorio Fernández...) supieron plasmar con toda precisión lo que la Iglesia les pedía: trasladar el terror a la muerte a los feligreses, metérsela en el tuétano. Degollaciones, crucifixiones, amputaciones, incineraciones, heridas sangrantes, calaveras por doquier... Los gestos de los mártires transmiten una angustia horrorosa, hasta las imágenes de niños sirven para el mismo fin. Como culminación, un esqueleto a cuerpo entero, del que todavía no se ha desprendido la piel de pergamino, termina por revolverme las tripas. A ver quién se come ahora las mollejas de lechazo que tenía pendientes. Quien todavía dude de la calidad de la imaginería barroca o de que la Iglesia se aliimenta del pánico a la muerte y lo explota sin ningún pudor, que se pase por la iglesia de San Pablo: pavoroso. 

miércoles, 26 de julio de 2023

La gente con libretillas

 Caigo en el café "El Minuto" de Valladolid. Caigo y escribo una novela rápida, no, no un relato corto, sino una novela rápida en la que el protagonista se emborracha con el primer güisqui, mata al imbécil que tiene al lado, un tipo repelente con una libretilla como la mía, lo degüella y escapa sin apercibirse de que la policía municipal está en la puerta. ¡Qué ocasión, un asesinato! Eres un desgraciado, Pepe, no tienes ni siquiera la posibilidad de la huida. Te detiene una agente gordita a la que has atropellado en tu salida, también atropellada, En el juicio nada que alegar. En la cárcel, tampoco, te suicidas con la correa de un compañero. Una novela corta, sí. Aquí, el que más y el que menos te escribe una novela en un minuto (díselo a Máximo Huerta). Por cierto, no me caben descripciones, pero aquí las mesas sí que pueden ser lápidas, voy a palparlas antes de matar al hípster que ha aparecido antes (esto es un salto temporal, ¿os habéis dado cuenta, no?), no se puede pedir más en una novela de un minuto. Y del güisqui también respondo, los vinos no los reconozco, pero los güisquis añejos, sí. Por cierto, el único auténtico aquí es el dueño. Un mulato de ojos verdes que está hasta los cojones de la gente con libretillas. 

jueves, 20 de julio de 2023

Cafeterías




 

Las cafeterías de siempre, esos lugares de encuentro, de investigación antropológica, de fauna ibérica. Dos señoras mayores que apenas pueden andar se piden unos anisetes, un matrimonio joven discute sobre los hijos, un señor calvo se rasca con mucha fruición los bajos antes de sentarse (¿ladillas?), chicos con coleta muy modernos piden tostas de quinoa, unas adolescentes se emocionan con los "Frappelatte", tres señores con bermudas se pelean por pagar, un mendigo (en la puerta) pide la voluntad con un vaso de cartón (¿dónde habrá dormido?). Se me acaba la cerveza y el calor sigue apretando. La Delegación de Hacienda no para de recibir gente. Los veo a través de la cristalera de la cafetería, una pecera en la que nadamos frescos mientras esperamos que nos vuelquen el plancton. No, seguramente, las mesas de esta cafetería no son lápidas del cementerio, ni siquiera parecen de mármol verdadero. También una mujer regenta el café como en La colmena, pero no es doña Rosa (supongo). Trata a los clientes con amabilidad, a pesar de que les pidan té con leche, y a las empleadas las dirige con mucho mimo. No, no es doña Rosa, no muda la piel como los lagartos. Los tiempos han cambiado mucho. 

La gente habla y habla y habla, como cuando cae el orvallo en Galicia (ojalá cayera aquí). Como no llueve, se pega la hebra sin ningún rubor ni contención. Solo calla ahora el matrimonio joven. No ven claro haberse casado el uno con el otro. No están cómodos. Las vacaciones se harán demasiado largas. "Y esto acaba de empezar", "con lo a gusto que estaba yo en la churrería", "con lo tranquilo que estaría ahora en la carpa del circo", "quién me mandaría a mí" (esto son monólogos interiores, que de todo tiene que poner uno en las narraciones). Dos chicas jóvenes con el pelo muy corto observan al matrimonio, parece que con envidia. No conocen su mal rollo. Yo sí. Que quién me lo ha dicho. A usted qué le importa. El calvo se vuelve a rascar. Si se hubiera conformado con el porno del móvil, pero no. "¡Joder, qué molesto!" (otra vez). Las chicas del pelo corto lucen bermudas también, nada que ver con las que pasean los hombres que se pelean por la cuenta. Piernas musculadas, bronceadas, gemelos tatuados. Cuando salgan de aquí, irán a la playa de Campello a completar su moreno de cabina. Antes pasarán por una panadería para comprar bollitos de fresa (Que por qué sé yo lo que harán una hora después, a usted eso tampoco le importa). Ellas se lo pueden permitir, lucen un vientre liso y firme como las lápidas del cementerio.     

Desayuno moderno

Hoy he desayunado moderno del "to": tosta de aguacate con huevo poché, batido de kiwi, leche de coco y un montón de mierdas más. Espero la reacción en breve. No sé si me saldrá barba de hípster, si me hará reacción la rúcula o si a la salida del bar me compraré un patinete. Todo puede ser. En este tanteo constante de nuevas formas de vida, uno se ve abocado a hacer locuras como esta. Por cierto, si vas a un bar y no pides cerveza, ¿te cobran recargo? 

domingo, 16 de julio de 2023

El espectáculo y mi culo



 Esta mañana en un programa de radio, Juan Echanove hablaba de un asunto que ayer mismo me vino a la cabeza cuando estaba viendo el Tour. Al hilo del problema que suponen los móviles en un teatro o en un cine, comenta Echanove que tenemos un problema de perversión como espectadores. Ahora mismo, es más importante constatar nuestra presencia en un espectáculo, sea del tipo que sea, que la relevancia que pueda tener el espectáculo en cuestión. Es decir, nos importa mucho más consignar nuestra asistencia a un acontecimiento que el efecto estético o crítico o de entretenimiento que pueda causar en nosotros lo que estamos contemplando, de ahí la obsesión por los selfies, las fotografías y los registros en las redes sociales. Hay mucha gente que prefiere ver un concierto de música a través del móvil, por la necesidad obsesiva de grabar su presencia en él, que disfrutar de veras del directo. Por eso ayer y desde hace un tiempo, en las etapas de montaña de las vueltas ciclistas importantes, aparecen esos energúmenos corriendo con los pantalones abajo junto al ciclista extenuado, a riesgo de tirarlo. No importa el esfuerzo del deportista ni la belleza de la competición, lo que nos obsesiona es mostrar nuestras nalgas a los televidentes que en ese momento están al otro lado de la pantalla. Dejar constancia, al precio que sea, de nuestra presencia en el evento. Nuestro culo es mucho más importante que cualquier manifestación deportiva y mucho más, por supuesto, que cualquier espectáculo artístico.  

sábado, 15 de julio de 2023

Secáronme los pesares


 

Sobre el escenario, Molière, su vida, sus obras, Vive Moliére, una farsa divertidísima y didáctica que he visto la friolera de tres veces (en la última me he reído tanto como en la primera). El Palacio de los Oviedo en Almagro abre sus cielorraso a las estrellas y al vuelo de los murciélagos. Molière muere en lo alto de un tobogán, no durante la representación de El enfermo imaginario. Muere y la diosa Fama se lo lleva consigo al Parnaso. Ojalá todas las muertes se presentaran así, con este ritmo de comedia alocada, chocarrera, musical.

Llevo veinticinco años asistiendo al Festival de Teatro Clásico de Almagro. Perdón, llevamos. Es un ritual, una costumbre sana, un retiro espiritual que alivia y cauteriza las heridas abiertas por la jauría adolescente. Eva también ha venido, como siempre, como todos los años, me lo acaba de decir Molière desde lo alto del tobogán. Las Jornadas de Teatro Clásico son aún más antiguas que el propio festival y ayudan a complementar estos días de comedia. La primera sesión ha resultado intensísima. Las directoras de las mejores compañías teatrales de España desgranan sus ideas y experiencias sobre la dificultad de acercar los textos renacentistas y barrocos. Ana Zamora, Laila Ripoll, Helena Pimenta, mujeres que han resucitado a Juan del Encina, a Lope de Rueda, a Gil Vicente, a Lope, a Calderón y tantos otros. Nos desmenuzan obras que Eva y yo vimos en Almagro y Madrid hace años. Es emocionante revivir con sus creadoras las puestas en escena que luego comentábamos a la luz de un gintónic en la plaza de los Fúcares, envueltos entre calima y galerías. Eva me llegó a confesar que del único teatro que disfrutaba de veras era del clásico, no sabía por qué. El veneno del verso (del que tanto hablan las directoras) se había adueñado de nuestra estética dramática. El teatro contemporáneo nos parecía otra cosa, otro tipo de espectáculo. Los enredos amorosos de Lope, la capa y la espada, nos infectaron de un virus de más larga duración que el COVID.

Por la tarde, en el corral de comedias, Ana Zamora, directora de la compañía Nao d´amores, rinde homenaje a su experta musical Alicia Lázaro, muerta en 2021. Un concierto delicioso de música renacentista del que Ana nos relata su historia, sus entresijos. Alicia, como Eva, como Molière, tampoco ha muerto. En los acordes del concierto está su vida, como en las palabras de Harpagón está Jean Baptiste, como en el runrún de los alumnos está Eva, más allá del tiempo y del espacio. Ana Zamora, magnífica, entusiasmada, pone en boca de un personaje renacentista esta copla, "Secáronme los pesares". Podría decirlo Eva en lo alto del tobogán de la Fama mientras Molière la requiebra y Lope la enamora con versos naturales de amor contrariado. 

martes, 11 de julio de 2023

La soledad de Montaigne



En todo el día solo he hablado con una persona, la camarera de un bar que suelo frecuentar. "Una caña", le he dicho, y también "cóbrate". Hasta aquí mi jornada de socialización. Después de dedicar el curso entero a la perorata (casi a la verborrea) viene bien el respiro de días así; aunque echo de menos en seguida la afición por pegar la hebra. Este silencio lo compenso escribiendo y leyendo. Converso con las voces de los muertos (creo que decía Quevedo) y oigo mi propia voz interior (un tanto muerta también). Con la edad, estaba llegando a la convicción de que la soledad era un estado ideal para la creación literaria, estaba convencido de que necesitaba a muy poca gente (cada vez menos) para urdir una jornada medianamente agradable. Tras la muerte de Eva, esta convicción se tambaleó y de qué manera. Busqué la ciudad, busque a la gente, busqué todo tipo de actividades sociales porque en cuanto me quedaba solo en casa me derrumbaba. Poco a poco voy reconquistando ese espacio que a la vez gané y perdí, ese espacio de la soledad reconfortante, reflexiva, creativa, ese "dolce far niente" que parece prohibido en la sociedad moderna. Nada mejor que las vacaciones para ahondar en esa reconquista. 

El problema es que el verano es implacable, inhabitable casi en todas partes. Julio me resulta odioso por muchas cosas (no solo por las bermudas), ahora más que nunca. Parece como si el clima se aliara con los recuerdos terribles y arremetiera contra las reconstrucciones de la voluntad, contra los paseantes, contra los diletantes, contra los vagabundos... Quien cree en la filosofía peripatética lo tiene más complicado en verano; sin embargo, esta mañana he encontrado un antídoto contra la imposibilidad de pasear, contra la ansiedad de no parar, de viajar, de participar en todo tipo de actividades, esta mañana me he reencontrado con Montaigne. No soy una planta, no necesito que me hablen para crecer, pero casi.