viernes, 4 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes IX

 


Dejamos a Miguel extasiado por los vinos de la hospedería romana del Trastévere, aunque no solo es esto lo que le ocupa los sentidos. Le admiran también los rubios cabellos de las romanas y la gentileza y la gallarda disposición de los hombres. El joven Miguel tan atraído se ve por las mujeres italianas como por los hombres, tanto por los vinos de Grecia como por los de Roma. 

Roma, "reina de las ciudades y señora del mundo". Miguel, acompañado de sus cicerones imprevistos, visita los templos y admira su grandeza, recorre las ruinas de sus estatuas, de sus edificios, de sus mármoles y, a partir de su visita, dispone que nada habría más grandioso que esa ciudad cuando estuviera completa, que sus ruinas (garras de león), imaginan la espléndida melena del animal al que pertenecían. Sus vías esplendorosas, la Apia, la Flaminia, la Julia. Sus montes, el Celio, el Quirinal, el Vaticano. Las siete iglesias. 

De tamaña impresión enferma nuestro joven Cervantes, después de haber sido contratado por el cardenal. Nadie sabe cuál es su dolencia. Algunos hablan del síndrome de Stendhal, pero nadie sabía aún de este escritor y menos de este trauma. Miguel se seca y se pone en los huesos, turbados todos sus sentidos. Dice todavía llamarse Tomás Rodaja y no Miguel de Cervantes. Algunos hablan del mal de alferecía, porque se tumba en el suelo dando mil gritos y no recupera el sentido hasta no pasadas cuatro horas. Revienta en alaridos y se desgañita diciendo que nadie se le acerque por si le quiebran, porque es de vidrio de los pies a la cabeza. Lo peor de los ataques se le cura pronto, a base de emplastos de romero y aceite de sauce, pero no los accesos mentales. 

Miguel, ahora Tomás Rodaja, quiere ser un hombre quebradizo, todo de vidrio, nadie se le puede acercar y teme que cualquiera pueda acabar con su vida si toca sus hechuras. El cardenal, divertido por la ocurrencia del loco que ha tomado a su servicio, le presta ropas holgadas, una camisa muy ancha, que él se ciñe con mucho tiento y con cuerda de algodón. Va por la mitad de las calles, solo sorbe líquidos de un orinal y no quiere calzarse zapatos: teme que le caiga alguna teja y cuando truena tiembla como azogado. 

Los muchachos, al ver su debilidad, le lanzan trapos y piedras, porque no hay nada que más anime a la infancia malvada que la fragilidad. Cuantas más voces da, más cascotes le alcanzan, le semejaba esto a las pocas veces que ha tenido la oportunidad de representar comedias sobre las tablas y se las pateaban y saludaban con todo tipo de pedrería y frutas podridas.

Así dejamos a Cervantes en sus primeros días en Roma. Vendrán mejores, o no.      

jueves, 3 de julio de 2025

El joven Cervantes VIII

 


Llega a Roma, por fin, nuestro joven Cervantes y, como a Tomás Rodaja, se le arruga el pellejo y se acongoja ante la grandiosidad del espectáculo. Se topa con dos lindos ya dentro del barrio del Trastévere. Se aturulla al oír su lengua, no porque extrañe el toscano, sino porque la angustia le ciega las entendederas. Le preguntan adónde va, Miguel queda como de estatua de sal y uno de los lindos le agita los hombros para hacerlo reaccionar, pues parecía haber quedado en estado de parosismo. "Busco un amo a quien servir", les espeta el de Alcalá. "Y sí, sé leer y escribir". "Y no, no sé el nombre de mi patria". Todo se lo dice de corrido, aún afectado por la impresión. Los italianos lo entienden sin dificultad, pero no comprenden que les responda a las cuestiones antes de haberlas ellos planteado. Lo suponen brujo o nigromante. 

Deciden acompañarlo hasta la casa del cardenal Acquaviva, quien gusta de personajes relacionados con lo esotérico, y, sobre todo, por darle aliciente a ese día de julio que tan poco se había desperezado. "Tomás Rodaja me llamo", miente Cervantes, porque aún teme que lo persigan cuadrilleros o alguaciles. "Y estudié algunas letras bajo el vergajo del licenciado López de Hoyos". No sabe Cervantes por qué le salen las palabras así, como a trompicones, sin concierto ninguno. Respondía este aserto a lo que iba a preguntar uno de los lindos, por cuanto quedaron todavía más intrigados. Por supuesto conocían de oídas a López de Hoyos y confirmaron acertada la decisión de llevarlo junto al cardenal. 

Una hostería se cruza en su camino y los italianos, en el afán de agasajar a su nuevo huésped, lo invitan a "li polastri e li macarroni". De las faltriqueras de Miguel (para ellos Tomás) salieron unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso, una vez bien comidos y bien bebidos. Se ofrece Cervantes a leer un soneto del toledano, que a nuestros italianos les parece muy bien ligado, aunque con demasiados vapores de su Petrarca. 

Y medio atufado por un vino no demasiado aguado, se atreve a contar las malas experiencias de su navegación en galera desde Cartagena a las costas de Génova (cierto es que en episodios anteriores afirmamos que su viaje fue por tierra, pero tampoco es de importancia la patraña). "Nos maltrataron las chinches, nos enfadaron los marineros, nos destruyeron los ratones, nos fatigaron las mareas y nos espantaron las borrascas". "Llegamos trasnochados, mojados y con ojeras". Eran estas peripecias ajenas a los lindos, pues nunca en todos los días de su vida habían pisado una galera, ni tan siquiera un bote de pescadores. 

Pero tan aficionado es nuestro joven Miguel al vino que pronto deja los cuentos de la navegación para elogiar la grandeza del tinto de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Garnacha y la rusticidad de la Chéntola. Que, según él, le hacen olvidar los caldos de Madrigal, Coca, Alaejos, Esquivias, Cazalla..., tan amable es Baco que surte de su mejor sangre así a españoles como a italianos. 

Y en estas loas del dios de las bacanales dejamos al joven Miguel (ahora Tomás), junto a nuestros dos lindos italianos, muy refocilados de haber conocido persona tan señera y tan ducha en los licores de los dioses.

"El odio de Dios" por Carlo Frabetti





Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma…

(César Vallejo, «Los heraldos negros»)

Puede que el cristianismo, entendido en un sentido muy amplio (en ese amplio sentido que le permitía a un Fidel Castro decir «Yo soy cristiano en lo social»), sea una religión del amor y la fraternidad («una», en todo caso, no «la»: las hay anteriores y mejores). Pero el catolicismo ortodoxo (valga el pleonasmo, pues si no es ortodoxo no es catolicismo, sino herejía) es, obviamente, una religión del odio y la discriminación1.

Obviamente, sí, aunque algunos, mediante una acrobacia mental que raya en el delirio2, se nieguen a verlo, y aunque muchos católicos de buena voluntad sean herejes sin darse cuenta. Pues para un católico es dogma de fe que existe un infierno donde los ángeles caídos y los humanos muertos en pecado mortal penarán eternamente. Y solo desde el odio más feroz y obtuso se puede aceptar la posibilidad de un castigo eterno y pretender, además, hacerla compatible con la idea de un Dios justo y misericordioso. Dicho sin ambages: para creer de verdad3 en el infierno hay que ser un descerebrado o una mala, malísima persona, y preferentemente ambas cosas a la vez.

Al igual que la seudoizquierda tergiversa el socialismo y lo pone, en versión degradada, al servicio del sistema, la Santa (?) Iglesia Católica Apostólica Romana (SICAR) tergiversa el cristianismo, le reincorpora la brutal ideología patriarcal judaica (con la que Jesucristo rompió) y lo convierte, a partir del cesaropapismo constantiniano y el Concilio de Nicea, en un instrumento de dominación. Y por eso la SICAR necesita el infierno. Un castigo finito y situado en otro plano de realidad sería poco eficaz como espantajo disuasorio, es decir, como medida de control; cualquier castigo pasajero, frente a una posterior eternidad de bienaventuranza, se volvería insignificante, infinitesimal. Y un infinitesimal, para que adquiera consistencia, hay que multiplicarlo por infinito.

Por lo tanto, el purgatorio no basta: algo tan etéreo y lejano como un castigo en el más allá no puede impresionar mucho a los pecadores si no es eterno. Es necesario un infierno definitivo con la terrible leyenda dantesca en la entrada: «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate» («Dejad toda esperanza los que entráis»). Solo hay un problema: un Dios justo y misericordioso no puede infligir un castigo infinito a un ser de responsabilidad limitada, como es obvio para cualquiera que no renuncie al pensamiento racional; por lo tanto, la primera tarea de la religión católica —como del judaísmo y el islam, sus hermanas bíblicas— es inhibir la racionalidad en las mentes de los creyentes, implantar en ellas una zona de insensatez selectiva en la que tengan cabida las contradicciones más flagrantes, esa «fusión de contrarios» que solo es posible en los delirios y los sueños.

Y ni siquiera es necesario (aunque sí suficiente) hablar del infierno: la sangrienta historia de la SICAR es la más clara evidencia de que, lejos de ser una religión del amor, el catolicismo es la religión del odio eterno, la religión del odio de Dios. Y no hace falta remontarse a las Cruzadas o a la «evangelización» de América o a la Inquisición: la historia reciente de la Iglesia no es menos elocuente en ese sentido, y el abyecto nacionalcatolicismo español es la mejor prueba de ello. (No es casual, dicho sea de paso, que, al igual que José Antonio Primo de Rivera, y por las mismas razones, desde la misma ideología, el papa y los obispos de turno proclamen una y otra vez que la familia —la tradicional y solo ella— es la célula de la sociedad).

Como todas las organizaciones totalitarias, la SICAR manifiesta su horror y su aversión —su odio disfrazado de compasión— a lo diferente, a todo aquello que dificulta la homologación social y la dominación. No solo defiende a muerte la nefasta familia patriarcal nuclear (que por suerte empieza a dar signos de debilidad), sino que además pretende tener la marca registrada, el derecho en exclusiva sobre su denominación de origen. Los inquisidores ya no pueden quemar vivos a los y las homosexuales, como han hecho durante siglos, pero siguen negándoles los derechos más básicos, el derecho mismo a la existencia; ya no pueden condenarlos a la hoguera en el más acá, pero siguen condenándolos al fuego eterno en el más allá.

Nunca, ni siquiera de niño, me ha asustado el infierno. Lo que sí que me asusta, y mucho, es que haya tantas personas que creen o fingen creer en él.

Notas

(1) Lo cual explica —aunque no siempre las justifique— las reacciones adversas suscitadas por la Iglesia en general y sus altas jerarquías en particular. No hay que sorprenderse de que las feministas canten, en sus manifestaciones, «Vamos a quemar la Conferencia Episcopal por machista y patriarcal». O que el estribillo de una vieja canción anarquista italiana diga: «E il Vaticano brucerà con dentro il papa» («Y el Vaticano arderá con el papa dentro»). O que una heroica Sinéad O’Connor rompiera públicamente una foto de Juan Pablo II diciendo «Lucha contra el verdadero enemigo», después de interpretar una versión de «War», la famosa canción de Bob Marley, sustituyendo algunas de las palabras para que se convirtiera en una protesta contra el abuso sexual a menores en el seno de la Iglesia católica. Dicho sea de paso, Juan Pablo II, además de protector de pederastas, fue el azote de la Teología de la Liberación, apoyó a los sectores más reaccionarios del catolicismo, como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, y prohibió expresamente a los católicos el uso de preservativos, incluso en caso de sida o de riesgo de transmisión de enfermedades venéreas. Y no deja de ser significativo que fuera canonizado durante el mandato de Francisco I. Pero ese es otro artículo.

(2) «Delirar» viene del latín de-lirare, salirse del surco al arar. Un delirio, tal como se define en psiquiatría, es una creencia que se vive con una profunda convicción a pesar de que la evidencia demuestre su falsedad.

(3) ¿Significa esto que en el mundo hay miles de millones de descerebrados y/o malas personas? Afortunadamente, no. La clave está en creer «de verdad». La mayoría de los católicos —incluidos no pocos sacerdotes, frailes y monjas— con los que, a lo largo de mi vida, he hablado del tema, se salían por la tangente diciendo cosas tales como: «Sí, es dogma de fe que el infierno existe; pero yo no creo que haya nadie en él», un argumento absurdo que convertiría a Dios en un embaucador y los textos sagrados en cuentos para asustar a los niños. Los psicólogos lo llaman disonancia cognitiva, y es una verdadera pandemia mental, que «explica» (entre comillas, pues no se puede explicar lo inexplicable), por ejemplo, que una persona que consideraría un monstruo a alguien capaz de degollar a su perro o a su gato para comérselo, se pueda comer tranquilamente a un cordero o a un cochinillo asesinados por otros; o que los hinchas futbolísticos veneren a una pandilla de mercenarios de lujo que patean una pelota y celebren sus victorias como propias.

miércoles, 2 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes VII


 

Bueno, el caso es que, según dice el propio Cervantes en el Viaje del Parnaso, se enfrenta a grandes obstáculos para llegar a Roma, cuna de papas, putas y gente laureada. Roma para él es el monte Olimpo de los poetas y hasta allí quiere llegar sí o sí, pero "Fortuna me cargó una pesada piedra". La pesada piedra no es otra sino la dificultad de conseguir la fama. Con esta ambición pierde la cabeza, pues no ve otro medio para escribir como un vate magnífico que no sea reunirse con los "buenos", que lo acepten los laureados, entrar de lleno en la secta de los elegidos. 

Los verdaderos poetas no hacen caso de las influencias, ni de las trapacerías, ni de la "vil ganancia". Se dedican a cantar las hazañas de Marte o Venus, sin preocuparse de lo terreno, y así les va. En su mundo de ensueños, ven pasar la vida como una nube y nunca fijan los pies en la tierra. ¿Cómo se puede conseguir algo así? Los poetas están hechos de una masa dulce, suave, correosa y tierna, siempre llenos de apariencias e ignorantes del mundo real. Al poeta no le preocupa llegar a rico, sino alcanzar la gloria literaria, el "estado honroso" (o el elogio de los eruditos). Cervantes quisiera ser poeta, se comporta como tal, en apariencia es un cisne, pero cuando engarza su voz, suena como el graznido de un cuervo y la Fortuna nunca lo elevará así a las alturas de la fama. Y a pesar de todo, sigue empeñado en su labor, sigue su camino, por si en algún recodo lo abordara algún alto pensamiento. 

Cabalga ligero de equipaje. Abandonó su humilde casa, su Madrid, su Prado, sus teatros públicos (que tanto le negaron también). Atrás queda el Paseo de San Felipe (el mentidero donde recibía noticias del turco perro), y atrás también ese hidalgo al que hirió por intentar aprovecharse de su hermana. "Salgo de mi patria y de mí mismo", porque el joven Miguel, pese a deleitarse con las maravillas italianas, pese a absorber todo el "licor suave" de Ariosto, de Tasso y de tantos otros, se siente como si no estuviera en su cuerpo, como si hubiera dejado parte de sus entrañas en el Madrid de sus desdichas. Roma en el horizonte, ensombrecidas sus colinas por la neblina y por el tranco desigual de la mula coja que lo lleva en su grupa. Roma en lontananza, descanso de sus huesos y esperanza de su voluntad.     

martes, 24 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes VI


Dejamos al joven Miguel enzarzado en lucha feroz contra un italiano. Cuando al alcalaíno le mientan a la hermana, siempre se le atufan las meninges y la cosa no acaba bien. En este caso, el buen obrar de Musacchio o Muchacho (no es tan importante el nombre exacto de los personajes, sino su actuación en la peripecia), calmó la furia de Cervantes, quien espoleado por el Orlando furioso que acababa de oír, cree que no es pecado, sino todo lo contrario, mostrarse iracundo y del todo fuera de orden.

Y aquí debo hacer un receso porque, si seguimos así nunca llegaremos a Roma. Como os dije, la falta de documentación alimenta estas aventuras, pero ha caído en mis manos nada menos que el Viaje del Parnaso. No es obra nueva, por supuesto, pero he descubierto que, si hacemos criba de las palabras de Cervantes, no descubrimos otra sino las peripecias que le acaecieron de camino a la ciudad eterna. Solo hay que hacer un trabajo de cernido grueso y decantar los versos de un Miguel en la plétora de su juventud creadora:

"Antes de llegar a Roma, me encuentro con un arriero de Peruggia, de ingenio griego y de valor romano. Me dice que vuelve de Roma, adonde había ido huyendo de la vulgaridad de su ciudad natal. Para ello compró una mula vieja, coja y parda. Y partió solo, paso a paso. El animal no se espantaba, pero no era bueno para carga. Grande, de poca fuerza, corta de vista, larga de cola, estrecha de ancas y dura de cuero (como podéis comprobar, no solo yo soy amante de las digresiones, aunque deberíais analizar, con toda la malicia posible, las de Cervantes). Según me contó el arriero, con ínfulas de poetón, llegó a Roma sobre esta bestia y fue agasajado por el sabio Apolo. Cuando volvió, solo y sin un escudo, me descubrió quién se tenía allí por famoso. 
Yo, que finjo tener gracia de poeta, aunque el cielo no me la preste, también quiero elevar mi alma, ya sea guiado por una mula o por el aire, y pretendo llegar a Roma para descubrir la fuente de las musas, acercarme los caños a la boca y remojar los labios en ella, llenarme la barriga de su licor suave y rico, para, así, convertirme en un poeta ilustre o, al menos, magnífico. Pero enseguida se presentarán mil inconvenientes y el deseo quedará en el aire, irresoluto y desvalido. Fortuna me carga una pesada piedra que frustra mis esperanzas".

Así nos cuenta el propio Cervantes sus escarceos en Italia. ¿Qué pesada piedra será esa? En el próximo capítulo intentaremos descubrirlo. Postergamos lo de Roma para un momento más propicio.

martes, 10 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes V



 Entramos, ahora sí, definitivamente en Roma con nuestro joven Cervantes. Ahora sí, prometo y confirmo. No me voy a detener en los caminos que le llevaron hasta allí, ni tampoco voy a reparar mucho en un par de comerciantes que fueron a buscarlo a la venta donde se alojaba. Sí, dos banqueros amigos de su padre de cuyos nombres tenemos noticia: Pirro Bocchi y Francesco Musacchio. 

¿Cómo sabían estos dos que Miguel de Cervantes estaba en la posada?, no os voy a mentir, no lo sé. Pero aquí están, cabalgando junto a él, acompañándolo en su camino hacia Roma. Obvia decir que le dan noticia de su padre, el cirujano Rodrigo, antes don Rodrigo. Le comentan también su admiración por la bella Andrea, a quien han conocido en Madrid. El día es de un azul mitológico, abierto a la cabalgadura suave y a la charla sosegada. 

Se cruzan con un grupo de peregrinos que hablan un castellano de Andalucía. Son de Sevilla y uno de ellos, fraile cartujo, conoce de oídas a la familia Cervantes. Miguel se siente inquieto, si saben de ellos es posible que hayan oído algo de sus problemas con la justicia. Insta a los dos banqueros a apresurarse. Quiere llegar cuanto antes a la ciudad. Bocchi es malicioso y ha percibido el nerviosismo de Cervantes. Traduzco sus palabras: “No os preocupéis, Miguel, no hay delito ni sentencia de tribunal que no se borre con una peregrinación a los santos lugares, y en Roma los hay a puñados”. No traduzco a Miguel, cuyo toscano se nutre sobre todo de palabras gruesas: “¡Vaffanculo!”. Bocchi, animado por el efecto de su pullita, sigue buscando la bilis de Cervantes. No sabe que el joven tiene poca cuerda y que echa mano a la espada con extrema facilidad. “¿Y no podríais recomendarme a vuestra hermana?, sé que tiene muy buena mano con los hombres”. Suerte que con Bocchi cabalga su amigo Musacchio, porque Miguel se abalanza contra él, con el rostro congestionado y el estoque en ristre, con la intención de partir en dos la mala cabeza del italiano impertinente. 

Y dejo así, en suspenso a estos dos contendientes y al pacificador que intenta que la sangre no riegue el camino: uno, sobre un rocín flaco, congelado en la postura de asestar un mandoble mortal. Otro, protegiéndose la cabeza con un cojín que lleva a mano. El tercero se abraza al torso del castellano iracundo. Ya llegaremos a Roma más adelante. 

De las promesas de un descendiente de moros poco o nada hay que esperar.  

lunes, 9 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes IV

 


Os prometí que en la próxima entrega de este serial (es decir, en esta) os contaría cómo le fue al joven Cervantes en Roma. Y yo creo que lo voy a cumplir. 

Como ya os dije, la última noche antes de la entrada a la ciudad ¿eterna?, Miguel tiene experiencias que parecen repetir otras vividas en España. En la venta, después de oír recitar a un arriero de voz aflautada los versos del Ariosto, sube a la habitación, preparada con pulcritud por la posadera. En realidad se trata de un sobretecho asentado en viejos tablones, con más de ocho camastros desparramados por la buhardilla sin orden ni concierto. A pesar de las brumas del vino de la Toscana, Cervantes puede oír los atronadores ronquidos (casi rebuznos) de los que allí duermen. Es curiosa la naturaleza humana, aunque hablemos lenguas distintas, aunque procedamos de lugares bien distantes, aunque nos hayan alimentado con leches diferentes; a la hora de roncar, la naturaleza nos iguala y ¡de qué manera! Por eso debemos pensar que cuanto separa a un negro de Eritrea de un vecino de Alcalá, es menos que nada. Al joven Miguel le resulta familiar ese concierto de viento que hace retumbar la cámara. Y también, por qué no decirlo, los aromas nonada ambarinos que se desprenden de los cuerpos (enemigos del agua y la lejía), maltratados por los caminos y las bestias de carga. Con mucha dificultad, debido a la oscuridad del lugar y al desmayado pabilo de la vela de sebo, llega hasta el lecho. Más bien desparrama sus huesos sobre él. 

Pero no acaba aquí la noche. Un gran estrépito despierta a Cervantes y ve, entre la penumbra cómo sus vecinos se enzarzan en lucha grotesca, a puñadas y a golpes de candil, sin reparar en el descanso de nadie. Al parecer son tres arrieros que disputan en buena lid por una moza del partido. No quiere Cervantes inmiscuirse en la pelea. A pesar de su juventud, ha aprendido ya a evitar las pendencias ajenas. Los observa entre las sombras, como si asistiera a un teatrillo chinesco de los que alguna vez había visto en Sevilla. De nuevo se dice: “Esta escena hay que guardarla en la memoria. Podría servirme para ilustrar algún cuento divertido o alguna comedia similar a las de Lope de Rueda, cuyas obras tanto me han entretenido”. Y la conserva bajo siete llaves en su magín, sobre todo, la imagen de una camisa poco limpia que apenas oculta las vergüenzas de uno de los contendientes, a pesar de la oscuridad.

Vergüenza me da, y no poca, cómo he acabado este episodio, entregado, de nuevo, a la digresión y al vicio de no contar, cómo disponía Aristóteles, los hechos uno detrás de otro. Os emplazo para la próxima entrega, afligido y cabizbajo, asegurándoos que en la próxima entrega hablaré, sin faltar a mi palabra (que es sagrada), de la entrada de Miguel de Cervantes en Roma.              

domingo, 8 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes III


 

Cervantes llega a Roma para cumplir allí los 22 años. No creáis que entonces, 1569, se celebraban estas fechas con bandas de miss ni con globos, ¡ni por pienso! (cómo me gusta esta expresión). Cervantes ni siquiera recuerda con exactitud el día de su nacimiento (no está para tonterías). 

De los muchos lugares que quedan impresos en las pupilas de Miguel, serán Ferrara y Florencia los destacados. Queda deslumbrado ante el lujo, el buen gusto y la modernidad de esas ciudades, tan distintas de Madrid o Sevilla. En el camino (había tiempo y mucho) conoce a unos titiriteros con los que ensaya sus primeros balbuceos en toscano. Le place enormemente ese acento festivo y cordial. Le huele a latín, a esa lengua que no terminó de aprender con el bachiller López de Hoyos. En un principio desconfía de sus compañeros de viaje, aunque su dominio del estoque y la menguada apariencia de los cómicos, le dan una cierta tranquilidad. Las posadas, como las castellanas y aragonesas, son lugares donde, al amor de la lumbre, lo mismo se puede oír recitar la Jerusalem conquistada del perseguido Tasso, que te puede asaltar un desgraciado y acuchillarte para arrancarte la bolsa. No es que Cervantes lleve mucho dinero, pero sí guarda a buen recaudo la recomendación de un tío suyo (también de apellido Cervantes) para instalarse con el cardenal Acquaviva. No hay nada mejor que las recomendaciones (o enchufes, vamos) para no pasar penurias, tanto en Roma como en Madrid. Y dejar de una vez esos jergones de paja molida de las posadas, repletos de chinches y pulgas saltarinas. 

La última noche, antes de llegar a la ciudad de los papas, tiene suerte y escucha en un italiano diáfano el capítulo donde Orlando se vuelve loco de amor por una princesa y se larga a una peña en el bosque para descargar su ira. La memoria de Miguel es prodigiosa (eso asegura el bachiller López de Hoyos y también su hermana Andrea) y guarda en el caletre ese pasaje del Orlando furioso del divino Ariosto ("para cuando escriba un poema épico", piensa el joven alcalaíno). Los huéspedes escuchan los versos, entre los vapores del vino y la pesadez de un guiso de osobuco un tanto pasado. Algunos caen dormidos sobre las mesas y otros se entusiasman y gritan como si quisieran castigar a Andrómeda, la princesa que ha rechazado al héroe del poema épico.  

Llega a Roma, por fin, como prófugo de la justicia (recordadlo), pero durante su primer día en la ciudad no se acuerda de su condición adversa. Este primer día lo tendría que haber contado en este episodio, pero la cabeza propone y el diablo de la digresión dispone. Os convoco para el próximo, en el que os aseguró que descubriré las verdaderas peripecias del joven Cervantes, tal y como ocurrieron, sin lugar a ninguna duda, en ese primer día bajo el cielo romano y con sus 22 primaveras recién cumplidas.    

jueves, 5 de junio de 2025

Donostia



La playa de la Concha a la derecha, un atardecer lánguido, el mar eterno y rizado de fondo. Calma, esplendor, éxtasis. A la izquierda el monte Igeldo. En la playa corren los perros y los muchachos, sobrados de vida. Todo es melancolía, a pesar del soberano paisaje, todo. No hay naturaleza capaz de levantar un ánimo decaído, un espíritu muerto, un hálito exangüe. El fresco del atardecer obliga al refugio. Es inútil, ningún abrigo puede mitigar el frío de la ausencia.

Valle versus Galdós



Ver al Inter y al Barca es como si enfrentáramos a Valle contra Galdós. Valle, por supuesto, es el Barcelona; el Inter, Galdós. El equipo catalán con sus virguerías personales, el barroquismo de su juego, el preciosismo de su prosa, su delantera incisiva, hiriente, sardónica. El equipo italiano, como don Benito, sobrio, pendiente de la realidad de su rival, huye de la retórica hueca, va al grano y aprovecha sus recursos de trabajador experimentado. El resultado es lo de menos, se puede disfrutar de ambos con un poco de flexibilidad y amor por la literatura, digo, el fútbol.

Las aventuras del joven Cervantes II





Dejamos a Cervantes atribulado, por su mala cabeza. La justicia lo persigue por las cuchilladas que le propina al pretendiente de su hermana Andrea. No sabe dónde ir, bueno, sí lo sabe, busca el refugio de familiares en Córdoba, Cabra y Sevilla. Por fin decide irse a Italia, la justicia, como ya dijimos, no se andaba entonces con chiquitas. Seguramente se fue por tierra, porque las galeras estaban muy controladas y, si lo apresaban, corría el riesgo de perder su mano derecha (nada más y nada menos). 
De su estancia en Italia no se sabe mucho a causa de los escasos documentos que se poseen. Y, como siempre, cuando faltan datos fidedignos, se recurre a las hipótesis, a las elucubraciones alrededor de la obra o a la fantasía más pura y dura. Cinco años pasó allí y es lógico pensar que se empapó bien de lo que entonces era el centro neurálgico de la cultura europea renacentista: Dante, Petrarca, Boccaccio, Ariosto, Bandello, Tasso… Todos estos autores están presentes de una manera u otra en la obra de Cervantes. En especial, Ariosto. Su Orlando furioso es uno de los motores del protagonista del Quijote. 
Pero vamos al grano de las peripecias del joven Cervantes en Italia. Pasó por muchas ciudades, como si de un tour turístico se trataraes, pero no. Fue camarero del cardenal Acquaviva en Roma, puesto sobre el que se han lanzado muchas conjeturas, porque eran puestos muy codiciados, extraños para un prófugo de la justicia. Tuvo que pedir a su padre un certificado de limpieza de sangre. Después, se enroló en la Armada que Felipe II envió contra el turco. Y sí, participó en Lepanto, como está atestiguado (ya hablaremos en otro capítulo de este episodio). Estuvo convaleciente en Nápoles (qué ciudad). Supongo que tan bulliciosa y vital o más que cuando yo la vi el año pasado. Estuvo en Luca, en Florencia, en Messina, en Trapani, en Palermo… Sicilia también tiene lo suyo y en Cervantes también caló esa cálida sensualidad de la isla. En algunas de sus comedias, en sus novelas ejemplares (sobre todo en el Licenciado Vidriera), en el Persiles, en La Galatea, en el Viaje del Parnaso y, por supuesto, en el Quijote está la marca de su paso por Italia. Lástima no conocer más aventuras de su estancia allí. Me atrevo a inventar alguna, pero otro día.

miércoles, 4 de junio de 2025

Vendernos



Vender lo que uno hace, ya sean cuadros, libros, pulseras de plástico, pendientes de pasta de papel, canciones, vídeos de TikTok, pamelas de colores... Vender lo que uno confecciona, no para ganar dinero exclusivamente, sino, sobre todo, para engordar el ego, para que la gente te rodee, te aclame y te dore la píldora hasta reventar de aire pestilente. "Escrio para mí mismo", falso. Nadie, en esta edad del trapicheo, de la exposición pública, nadie escribe ni esculpe, ni hace vídeos por entretenimiento o por engrandecer su espíritu, que no. Todos actuamos para que se nos acepte, se nos adule, se nos aclame. Y esta tendencia la veo hasta en el desempeño de la enseñanza. Observo desde hace años una obsesión absurda por caer bien al alumnado. No para acercarse a él con la intención de inculcarle de mejor manera los bolos alimenticios que nos prepara la Administración, sino para ser popular entre ellos, única y exclusivamente, sin otro fin mayor. 
Ha calado el mensaje pueril de esas películas americanas de instituto donde la máxima aspiración de un individuo consiste en ser popular, famoso, sea al precio que sea. Los frikis que no alcanzan ese sueño son infelices y desgraciados. Este mensaje, tan infantil como idiotizante, ha calado en todos los gremios: cantantes, escritores, periodistas, merceros... Todos se (nos) desvivimos por ser reconocidos, por alcanzar esos "me gusta" tan absurdos como trumpistas.

martes, 3 de junio de 2025

59



Hoy hemos comido juntos. Es su cumpleaños. He elegido yo el sitio, con no mucha fortuna. No importa. Lo de menos es la calidad de la comida (ni siquiera el servicio ha sido aceptable). Lo emocionante es estar juntos de nuevo. Enfrente uno del otro. Me pregunta por mi nueva vida y sonrío: "Ya ves". No se extraña de nada. También sonríe. Pedimos vino y me toca el pelo, recién cortado. No dice nada. Calla y sonríe. A mí me basta. Sentir sus dedos en la cabeza, ver sus ojos, escuchar levemente su alegría, el eco de su escepticismo. No puedo coger su mano, ¡me gustaría tanto! Solos, como siempre, los dos solos. Animados y nostálgicos. El vino tiene estas propiedades. Cincuenta y nueve, nada menos. Hoy, 29 de mayo de 2025. Solo 59. Antes de irse, vuelve la cara, saca un cigarrillo de la pitillera y me parece oírla: "Vuelvo en seguida". Me pido una copa. La espero.

martes, 27 de mayo de 2025

La hoja de plátano



Suicidarse a buchitos de cerveza, qué delicado, qué discreto, qué artesanía. No precipitarse como el desesperado que se sumerge en la bañera para sajarse las muñecas. Tampoco entregarse al escándalo del ahorcado, ni al estruendo del que se vuela la tapa de los sesos con una escopeta. Poco a poco, en porciones medidas, sin prisa, sin pausa. Acompañado o solo, algo que no pueden elegir quienes se arrojan al tren o a un viaducto. Ese demorarse en el acabamiento, ese placer de degustar el final poco a poco, con delectación. Acelerar de vez en cuando con el güisqui, pero solo de vez en cuando, con moderación. Controlar la angustia con espaciados sorbos de licor. Ir dejándose caer con parsimonia, con el dulce descenso de la hoja de plátano que desea el suelo, pero no se desvive por alcanzarlo. Ser cuerpo en suspensión, entregado al albur de brisas y corrientes.
Me duele un poco el píloro, quizás el peciolo se ha desprendido ya de la rama.

"Un paseo por el barrio de las Letras de Madrid" por Paco Nadal




“¿No es cierto ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?”. El viajero que camine por la calle Huertas de Madrid estará más tentado de mirar al suelo que a las fachadas que le rodean. A lo largo de toda ella van apareciendo en letras doradas, cual pistas de un juego de orientación, citas famosas de la literatura española. Estamos en el barrio de Las Letras, en su calle más emblemática, una vía peatonal en ligero ascenso desde plaza del Ángel hasta la de Platería de Martínez, siempre llena de ambiente y con alguno de los bares más icónicos de la ciudad, en la que se rinde homenaje a sus vecinos más ilustres. Miguel de Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina… las plumas más excelsas del Siglo de Oro de la literatura española moraron, escribieron, deambularon y bebieron en algún momento de su vida en este céntrico barrio de Madrid, convertido hoy en uno de los preferidos para el ocio nocturno, de los bares y tabernas y de las actividades teatrales y literarias. Las Letras es el corazón dramaturgo de la ciudad.

Si tuviéramos que enmarcarlo en el plano de la ciudad, diríamos que el Barrio de Las Letras está en pleno centro, emparedado entre otras dos apetitosas zonas para el forastero curioso: el eje Sol-Gran Vía, por un lado, y el Paseo del Arte (es decir, el de los museos), por otro. Sus fronteras naturales serían la calle de la Cruz, al oeste; la Carrera de San Jerónimo, al norte; el paseo del Prado, por el este, y la calle Atocha, por el sur.

Si el eje del barrio es la calle Huertas, el centro cosmogónico de este universo urbano-literario es la plaza de Santa Ana, uno de los escasos espacios diáfanos que esponjan el entramado de Las Letras, orlada por fachadas del siglo XIX, llena de terrazas y vida a cualquier hora. Es un lugar perfecto para ir de tapeo a probar unas croquetas o un bocadillo de calamares bajo la solemne mirada de dos estatuas, una dedicada a Calderón de la Barca y otra a Federico García Lorca, constatación de la esencia poética del lugar. En uno de sus laterales se alza el Teatro Español, en el mismo solar que ocupó el corral de comedias del Príncipe, inaugurado en 1582, donde se estrenaron las mejores comedias de los autores del Siglo de Oro. Cinco siglos de historia teatral de España condensados en el mismo espacio urbano. Todo un récord de continuidad.

No fue el único espacio escénico del barrio. También estuvo aquí el Teatro de la Cruz, hoy ya desaparecido, el otro gran corral de comedias popular de este Madrid castizo cuyo recuerdo se mantiene en una placa en una fachada de la calle de la Cruz, cerca de su confluencia con la plazuela del Ángel. En él se estrenaron obras inmortales como El sí de las niñas, de Fernández de Moratín, El barbero de Sevilla, de Gioachino Rossini o el celebérrimo Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, al que se hacía cita al inicio de este texto.

Las calles del barrio son estrechas y, muchas, peatonales. El lugar perfecto para caminar —sobre todo en los rigores del estío, que en Madrid se emplea a fondo— y dedicar tiempo a ese pasatiempo tan viajero que es descubrir rincones con encanto. El callejón del Gato, por ejemplo, con sus espejos deformantes, aparece en un pasaje de Luces de Bohemia, de Valle-Inclán. En el número 11 de la calle de Cervantes se encuentra aún la casa (hoy un recomendable museo) donde vivió Lope de Vega, el “fénix de los ingenios”, desde 1610 hasta su muerte, acaecida en 1635. “Mi casilla, mi quietud, mi huertecillo y estudio”, escribía sobre su vivienda el autor de Fuenteovejuna y El perro del hortelano.

La iglesia de San Sebastián, por ejemplo, en la calle Atocha, tiene casi tantas vinculaciones literarias como celestiales. Data de mediados del siglo XVI. En ella reposan los restos de Lope de Vega; fueron bautizados Tirso de Molina y Jacinto Benavente —bien es cierto que con 287 años de diferencia—, y se casaron Mariano José de Larra o Gustavo Adolfo Bécquer.

En el convento de las Trinitarias Descalzas (Lope de Vega, 18), obra insigne del barroco español, muy cerca de la calle Huertas, fue enterrado en 1616 Miguel de Cervantes, que vivió y murió en el número 2 de la calle que hoy lleva su nombre. Y más coincidencias, frente a ese convento de las Trinitarias donde hoy reposan los restos del autor de El Quijote vivió Francisco de Quevedo, otro de los autores más destacados de la literatura española, a quien se recuerda en una gran placa emplazada en la fachada del edificio actual.

¿Y dónde imprimían todos estos futuros genios de las letras sus primeras obras? Pues… ¡en el mismo barrio! En 1586 Pedro Madrigal abrió en el número 87 de la calle Atocha, donde hoy está la Sociedad Cervantina, una imprenta en la que se publicó a principios de 1605 la primera edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. A la muerte de Madrigal, su sucesor, Juan de la Cuesta, trasladó el negocio al número 7 de la vecina calle de San Eugenio. Como se ve, en aquella época las mudanzas no eran muy lejanas y todo sucedía en el palmo de terreno que abarcaba el barrio. En ese nuevo taller se imprimió la segunda parte de El Quijote (1615), además de varias obras de Lope, Tirso y Calderón. La Sociedad Cervantina ha restaurado aquel taller de impresión con una réplica de la imprenta de Juan de la Cuesta, tan exacta que incluso hoy funciona y permite a los visitantes ver y comprender el proceso de edición de una obra literaria del Siglo de Oro.

Pero no nos engañemos. Para una gran mayoría de turistas que deambulan por Las Letras, Don Quijote es una marca de queso y Quevedo, un cantante de reguetón. El barrio es el kilómetro cero de la marcha de ese Madrid que nunca duerme ni descansa. De, posiblemente, la única capital europea en la que un martes a las dos de la madrugada están todos los bares abiertos y a reventar y los coches se atascan en sus calles.
El catálogo de garitos es más amplio que el de comedias del Siglo de Oro. Además, unos pegados a otros. Hay bares tradicionales de añejos mostradores de madera, barriles con taburetes y vaso de caña como La Dolores (plaza de Jesús, 4), Los Gatos (calle de Jesús, 2), la Cervecería Santa Ana (plaza Santa Ana, 10) o La Venencia (Echegaray, 7). Coctelerías pijas y de luces tenues como Santos y Desamparados (Costanera Desamparados, 4), La Analógica (Huertas, 65), Lovo (Echegaray, 20) o Salmon Gurú (Echegaray, 21), donde puede sonar desde el mejor jazz a temas indie-rock. O lugares eclécticos e inclasificables como Viva Madrid (Fernández y González, 7) o Decadente (Fernández y González, 10). En fin, que si no has pasado una noche por la calle Huertas… es que no has estado en Madrid.