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lunes, 28 de septiembre de 2015
domingo, 27 de septiembre de 2015
"De pinturas blasfemas y satánicas" por Jot Down
«Somos esclavos de los dioses, sean estos lo que sean» le espeta Orestes a Menelao en la tragedia que lleva su nombre, tras confesar que Apolo le ordenó asesinar a su propia madre. Así son los dioses: siempre exigiéndonos adoración, fe incondicional, ofrendas, sacrificios, acatamiento de sus órdenes por brutales que puedan ser… Qué pesados. Ocasionalmente algún intrépido se rebela contra ellos, como Prometeo, para acabar encadenado y con un águila comiéndole el hígado eternamente, o Nietzsche, que declaró a Dios oficialmente muerto y acabó hablándole a un caballo. Jaque mate, ateos.
No, hay que buscar caminos oblicuos y es entonces cuando la historia del arte pasa a tener un nuevo significado ante nuestros ojos. Ciertas obras se entienden mejor si las vemos como regalos envenenados, burlas crueles hacia quien se finge adorar pero realizadas aparentemente sin la menor malicia ¿Necesitan pruebas? Ahí está Stephen Sawyer, un artista estadounidense que dice ser muy devoto pero vean, vean su obra. Jesucristo con tatuajes macarras, boxeando, pinchándose heroína… ¿Pero esto qué es? Haría santiguarse escandalizado al mismísimo marqués de Sade. Lejos de ser un caso aislado, si echamos la vista atrás encontramos una larga tradición de artistas a los que el mismísimo demonio debía de estar susurrándoles al oído mientras pintaban, así que ahí va una selección.
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San Nicolás se niega a mamar, autor desconocido
Los Evangelios Apócrifos fueron excluidos del Nuevo Testamento cuando resultaban ser los más divertidos. En ellos podíamos ver, por ejemplo, a un niño Jesús equipado con pañales ignífugos («Este pañal es el vestido del dios de los dioses, puesto que el fuego de los dioses no ha podido consumirlo, ni deteriorarlo siquiera. Y lo guardaron preciosamente consigo, con fe ardiente y con veneración profunda») que te quitaban los demonios si te los ponías de sombrero. Otro milagro no menos importante es que en cierta ocasión se negó a mamar, causando gran admiración en María y José. Un episodio que sirvió de inspiración a comienzos del siglo XI para atribuírselo también a san Nicolás, en este fresco de la abadía de Novalesa, en la provincia de Turín. Aunque tal vez el autor solo pretendió dibujar a una señora tocándose la teta tras liarse un porro gigante con cabeza.
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La Virgen y el Niño, en el Libro de Kells
Durante la Alta Edad Media fueron frecuentes los ataques vikingos a localidades irlandesas y huyendo de uno de ellos un grupo de monjes fundó la abadía de Kells, allá por el siglo IX. Fue en sus inicios cuando el monasterio elaboró el Libro de Kells (aquí pueden verlo digitalizado) que recogía el Nuevo Testamento con toda clase de ilustraciones, una de las cuales vemos sobre estas líneas. Pero vamos a ver: ¿en qué estaba pensando el que hizo esto? ¿En que con un 6 y un 4 hago la cara de tu retrato?
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San Bernardo y la Virgen, de Alonso Cano
Bernardo de Claraval fue un monje del siglo XII promovido a santo por haber hecho muchas cosas buenas, como fundar más de sesenta monasterios por toda Europa y predicar en favor de la Guerra Santa. Era muy devoto de la Virgen y esta un día como recompensa le escanció con precisión asturiana un chorro de leche de su pecho. El episodio, conocido como «Premio lácteo a san Bernardo», sirvió de motivo al artista del barroco Alonso Cano para este cuadro que actualmente se exhibe en el Museo del Prado. Cano era por cierto un personaje bastante turbio, acusado de asesinato, partícipe de varios duelos y encarcelado a causa de sus múltiples deudas. Estamos por tanto ante alguien claramente inspirado por el demonio.
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Estigmatización de san Francisco, de Giotto
Las heridas que sufrió Jesús durante su pasión pasaron a ser una seña de identidad del cristianismo, que dotaba de estigmas a diversos santos y vírgenes como forma de vincularlos con él. Ahora bien, ¿cómo representar en una escena el proceso de estigmatización? A Giotto en este fresco de entre los años 1325 y 1328, en la basílica de la Santa Cruz de Florencia, no se le ocurrió mejor manera que mediante un ataque aéreo sobre un san Francisco sorprendido con las manos en alto, aunque eso no le sirve para impedir que el serafín descargue toda su artillería de estigmas trazadores.
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Nacimiento del niño Jesús, de Giotto
Giotto era el Julio Verne de la Edad Media, si antes lo veíamos imaginar una tecnología bélica que tardaría siglos en hacerse realidad, aquí va más lejos y nos muestra a un niño Jesús con el casco espacial aún puesto, revelándonos así su origen extraterrestre.
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El beato Ranieri libera a noventa pobres de una cárcel de Florencia, de Sassetta
El pintor gótico Sassetta (1392-1450) no le va a la zaga y representa al beato Ranieri con el casco de rigor y le añade además un cohete propulsor en lugar de unas anticuadas piernas.
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Virgen con el Niño, del Maestro del Altar de San Bartolomé
Aquí tenemos otro de esos bebés que los ve un espartano y le falta tiempo para tirarlo por el barranco. Todos ellos aparecen reunidos en la inagotable veta de tesoros artísticos que es la página Ugly Renaissance Babies. Respecto a los conocimientos anatómicos del artista, cuyo nombre real se desconoce y es denominado «Maestro del Altar de San Bartolomé», hay que señalar dos cosas: 1) Las mujeres no suelen tener los pechos a la altura de la clavícula; y 2) Los bebés no tienen un número indeterminado de articulaciones en brazos y piernas.
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La Virgen del cuello largo, de Parmigianino
Si el Jesucristo adulto acostumbra a ser retratado como un hombre atractivo aunque con pintas de hippie, con el recién nacido los pintores parece que no encuentran manera de acertar. Al manierista del siglo XVI Parmigianino se le trastocaron las proporciones y nos dejó a uno afectado de gigantismo que en todo caso sirve de ejemplo sobre los peligros de la radiación.
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La tentación de san Antonio, de Salvator Rosa
Salvator Rosa fue un destacado pintor italiano del siglo XVII de vida bohemia y enfrentado a las autoridades religiosas de su época. Su afición a pintar escenas de bandidos, brujería y seres de ultratumba (como el magnífico La fragilidad humana) ya debería hacer levantar a cualquier inquisidor que se precie, pero es que además cuando pintaba escenas religiosas escogía aquellas que le permitían representar al maligno, como eran las alucinaciones del ermitaño Antonio Abad. Esa criatura fantástica fue una fuente de inspiración para Dalí, como podemos ver en el cuadro sobre el mismo tema que realizó en 1946.
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Las tentaciones de san Antonio, de El Bosco
Las visiones de este santo del siglo III han sido un tema predilecto de muchos artistas por la oportunidad que ofrece para dejar volar la imaginación y plasmar la monstruosidad y la depravación bajo la excusa de la santidad. El Bosco era muy de esto, así que le dedicó un espectacular tríptico y también esta otra pintura de arriba que se encuentra en ll Prado. Lo primero que se nos viene a la mente al contemplarla es un «¡Oiga señora, quítese ese granero de la cabeza!», pero nos fijamos mejor y entonces vemos debajo una mujer desnuda y una señal con un cisne dibujado, lo cual representaría a un prostíbulo. La tentación de la carne acechando al bueno de Antonio.
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El martirio de san Vital, autor desconocido
Lo que parece un santo en estado larvario es en realidad la ilustración que se hizo en un manuscrito francés del siglo XIV del tormento que sufrió Vital antes de morir para que renegase de sus creencias. Estuvo casado con otra santa, Valeria, que tuvieron dos hijos también santos, Gervasio y Protasio.
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San Lucas dibujando a la Virgen y al Niño, de Maerten van Heemkerck
El evangelista Lucas era médico pero suele ser descrito también como pintor, lo que ofrece a los artistas el combo de abordar una temática religiosa y además emplear ese recurso que les es tan querido de retratar a un pintor junto a la escena que pinta. Imposible resistirse. Lo hizo por ejemplo Zurbarán en San Lucas como pintor, ante Cristo en la Cruz que puede verse en el Prado y también Maerten van Heemkerck en San Lucas dibujando a la Virgen y al Niño, que pueden ver aquí al completo. Pero lo que nos interesa es específicamente la parte que mostramos sobre estas líneas. A ver, Maerten, ¿qué te hizo pensar que era una buena idea mostrar al niño Jesús como un adicto al gym y los esteroides? Es una fijación peculiar, pues en el Cristo varón de dolorestambién nos lo muestra como alguien que lo mismo te predica una parábola que te hace treinta dominadas.
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Virgen con el Niño de pie, abrazando a su madre, de Giovanni Bellini
Veamos, el niño Jesús intentando estrangular a su madre. Muy bien. La inquisición tiene mala fama pero es que hay gente que iba provocando. Fíjense además en esos ojillos crueles que le pinta, así como en el enorme cráneo, hidrocefálico o directamente alienígena. El responsable es Giovanni Bellini, un pintor veneciano que terminó esta obra en 1480.
sábado, 26 de septiembre de 2015
"Escondiéndose en Montaigne" por Antonio Muñoz Molina
CUANDO ARRECIA LA bronca pública y la temperatura del delirio,
entre nosotros siempre tan alta, va llegando al punto de ebullición, mi
instinto es el de esconderme y el de retirarme. Uno se esconde como puede en la
vida privada y se retira a un silencio que está hecho en gran parte de las
palabras luminosas y acogedoras de unos cuantos libros, o más bien de las voces
de quienes los escribieron, preservadas en ellos desde hace siglos. “El mundo
está demasiado encima de nosotros”, decía Saul Bellow. El chantaje de la
actualidad y el descrédito de todo lo que no sea nuevo o inmediato lo acosan a
uno más insidiosamente que nunca. Por eso, y por supervivencia, por salud
mental, cuando el estrépito es ya como un martillo neumático taladrando la
acera bajo la ventana, yo busco para esconderme, de manera instintiva, las
voces que más me acompañan y me serenan, como hacía Josep Pla cuando pasaba un
día entero de invierno en la cama leyendo a Montaigne, que tenía sobre él un
efecto a la vez tónico y sedante.
A Pla, Montaigne lo abrigaba contra el frío crudo y el tedio
funeral de la posguerra franquista. A mí me alivia del espectáculo usual de la
palabrería intoxicadora y del encono estéril, y de la extraña propensión
española y antiespañola a echar leña al fuego y preferir lo peor a costa de lo
razonable. Un dicho americano me viene a la memoria: to cut off your nose to
spite your face: literalmente, cortarse uno la nariz para injuriarse la cara,
o, en términos de la política española, hacer todo lo posible por perjudicar al
otro, sabiendo o no queriendo saber que ese otro está tan entreverado a uno
mismo que no es posible hacerle daño o prevalecer sobre él sin precipitar la
propia ruina. Montaigne vivió muy de cerca los horrores de su propia época,
desatados por la mezcla letal de la ambición política y el fanatismo religioso,
y los interpretó a la luz de sus lecturas de los clásicos griegos y latinos,
del estoicismo de Séneca, el epicureísmo de Lucrecio, la perspicacia histórica
y psicológica de Plutarco. Ahora, el risueño cretinismo de los propagadores de
la ignorancia ha puesto de moda la llamada “caducidad de los saberes”: en la
Francia trastornada de mediados del siglo XVI, Montaigne reconoció en las obras
de escritores romanos de más de mil quinientos años atrás el diagnóstico de las
debilidades y las estupideces humanas que había presenciado él mismo: la
facilidad del error, el éxito del engaño, lo incierto y variable de las
inclinaciones y las capacidades humanas, la utilidad de la ironía, la necesidad
de modelar la propia vida autónoma y el ejercicio soberano y escéptico de la
razón. Viviendo en tiempos oscuros, Montaigne no concedía ningún crédito
intelectual a la pesadumbre, y consideraba que uno de los indicios más seguros
de la sabiduría era un disfrute constante de los placeres de la vida, más
valiosos todavía por ser pasajeros e inseguros. Los profesionales de la
ortodoxia, con independencia de las fantasías políticas o religiosas que los
animaban a matarse entre sí, y de paso a cualquiera que se les cruzara por
delante, tenían en común la convicción de que sólo existe una manera legítima
de pensar y vivir, y que fuera de ella no cabe más que la condenación al fuego
eterno, anticipado en ocasiones por el fuego terrenal de un auto de fe:
Montaigne se complace en enumerar la variedad inaudita de las creencias y las
costumbres en las sociedades no europeas, y hasta hace el elogio de la buena
salud, el coraje, la dulzura de trato de los caníbales del Nuevo Mundo, que, al
fin y al cabo, dice, mutilan y se comen a sus víctimas cuando ya están muertas,
en vez de atormentarlas vivas, como prefieren los matarifes militares y los
inquisidores europeos.
Cuando vuelvo a Motaigne es raro que no vuelva también a
Cervantes. Hay un aire común, una música semejante de naturalidad en el estilo,
una observación cercana, meticulosa, escéptica, cordial. Cuando leo, en el
Quijote de 1615, los capítulos que suceden en la casa del Caballero del Verde
Gabán, me parece que estoy visitando una versión manchega y por lo tanto más modesta
del castillo del señor de Montaigne, coronado por esa torre en la que él se
retiraba a leer y a escribir, y en la que también habría ese silencio laborioso
del que habla con admiración y probablemente con íntima envidia Cervantes, que
casi nunca disfrutaría de comodidades semejantes: “El maravilloso silencio que
en toda la casa había, que semejaba un convento de cartujos”. Don Diego de
Miranda, el Caballero del Verde Gabán, lleva una vida que habría aprobado
Montaigne: apartada en el sosiego de su casa y en la lectura —tiene “hasta seis
docenas de libros”—, pero también activa, de una manera equilibrada, porque se
ocupa de administrar su hacienda y se distrae con la caza menor, y disfruta de
recibir invitados y de ofrecerles una comida “limpia, abundante y sabrosa”.
Montaigne dice que la conversación es “el ejercicio más fructífero y natural de
nuestro espíritu”, “más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida”. Don
Diego de Miranda, igual que sin duda lo era Cervantes, es un excelente
conversador, y hasta Don Quijote, cuando se encuentra en su casa, habla con más
conocimiento y lucidez que nunca, y hay momentos en los que sus reflexiones
sobre la invención literaria, y sobre el uso noble y natural en ella de la
propia lengua en lugar del latín, nos hacen pensar en la prosa de Montaigne.
Que en la política española predomine el monólogo mitinero y que
todo diálogo sea un diálogo de sordos y un guirigay de insultos quizás tenga
que ver con la falta de la tradición reflexiva y conversadora de Montaigne y
Cervantes. En el siglo XVII hubo tentativas de traducción al español de los
Ensayos, pero se quedaron en nada por la presión del integrismo religioso y
político. Montaigne sólo llegó a nuestro idioma a finales del XIX, cuando ya
llevaba varios siglos ejerciendo una influencia vivificadora en la cultura
francesa y también en la inglesa, irradiando su espíritu de indagación y de
irreverencia, su ejemplo de claridad expresiva. Una gran parte del pensamiento
racional y democrático y la escritura crítica vienen de Montaigne, de manera
semejante a como la tradición de la novela viene de Cervantes. En los Ensayos,
como en Don Quijote, se examina la vida tal y como es, con plena conciencia de
la dificultad del conocimiento, y de las fantasías que inventa la imaginación,
y de la capacidad humana para ponerlas por encima de la realidad, y para
cometer estupideces y atrocidades en su nombre, y para obstinarse en no ver lo
que está delante de los ojos.
De la trastienda de uno mismo o la “arrière-boutique” en la que,
según Montaigne, hay que saber esconderse a solas aprendió Virginia Woolf la
idea de la habitación propia que una mujer necesita para escribir. Entre Montaigne
y Cervantes, yo busco el camino para retirarme sin hosquedad ni misantropía y
para estar presente con dignidad y con los ojos abiertos, y a ser posible sin
angustia. •
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Literatura Universal
domingo, 20 de septiembre de 2015
"Manzanas" por Manuel Vicent
La inteligencia humana se ha movido simbólicamente en torno a tres manzanas. Primero fue la manzana del paraíso que la serpiente ofreció a Eva. Si coméis el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal seréis como dioses. El texto original en hebreo se fue adulterando al pasar por diversas traducciones del griego al latín. Se supone que la serpiente ofreció a Eva una propuesta hacia el conocimiento, pero el cristianismo adoptó una acepción equivocada de manzana, malum en latín, y transformó en pecado lo que en la lengua original se exponía de manera positiva y liberadora. La religión católica ha seguido interpretando la pérdida del paraíso como castigo ejemplar frente a la teoría de la evolución. La segunda manzana fue la que, según la tradición, le cayó a Newton en la cabeza y le impulsó a desarrollar la ley de la gravedad, llave de la física moderna, que ha permitido que una sonda espacial haya llegado a Plutón después de recorrer 5.000 millones de kilómetros. La tercera manzana preside hoy la empresa más exitosa de nuestro siglo. Apple muestra con orgullo su logo universalmente conocido, una manzana con un pequeño mordisco cuyo significado alude de nuevo a la liberación que proporciona el conocimiento. La nueva Ley de Educación perpetrada por el infausto ministro Wert equipara las manzanas de la física y de la informática con la manzana del paraíso, que solo es fruto de un cuento mágico, paradigma de la culpa de la inteligencia, origen de todos los males. La enseñanza de la Religión como asignatura favorecida y evaluable pone a Eva al mismo nivel de Newton y de Alan Turing, padre de los nuevos ordenadores. Pero hoy la serpiente diría a los alumnos: si mordéis esta manzana de Wert no seréis como dioses. Seréis expulsados del paraíso de la ciencia y vuestro cerebro seguirá siendo corroído y manipulado por la superstición.
martes, 8 de septiembre de 2015
Pregón de la Feria de Utiel 2015
Pregón de la Feria de Utiel 2015.
jueves, 3 de septiembre de 2015
"La tradición" por Julio Llamazares
Si en apenas dos meses, los que van del verano, que continúa, en España hubieran muerto 12 boxeadores, 12 ciclistas corriendo competiciones, 12 policías dirigiendo el tráfico o 12 bomberos apagando fuegos habría habido ya un gran debate nacional sobre la conveniencia o no de la práctica de tales deportes o sobre la seguridad de esas profesiones y el país entero estaría alarmado por la tragedia. Pero, como los 12 muertos (y los que aún pueden producirse: el verano continúa con sus fiestas) han tenido lugar en el cumplimiento de una tradición, la de los juegos de toros, se dan por bien empleados, puesto que la tradición, que es sagrada, está por encima de cualquier cosa y lo justifica todo.
En el nombre de la tradición, en este país se han hecho y siguen haciéndose barbaridades sin fin, la mayoría utilizando al toro para ellas, pero también a otros animales, aunque también las hay presuntamente más inocentes por la ausencia de sangre, que no de violencia y mal gusto: tirarse toneladas de tomates unos a otros hasta acabar irreconocibles y rodando por el suelo, llevar a hombros imágenes religiosas a pleno sol durante kilómetros después de un año de no entrar en la iglesia ni de visita, pegarse con los del pueblo vecino por un quítame allá esa Virgen, competir entre los del propio a ver quién come el mayor número de butifarras o huevos duros sin beber agua o demostrar la hombría explotando pólvora y la testosterona saltando o emborrachándose hasta caer al suelo. Si, como dice la antropología, la tradición es la cultura de un pueblo, a uno le da hasta miedo saberse parte de un pueblo capaz de hacer todas estas cosas y, además, enorgullecerse de ellas.
Se acerca el toro de Tordesillas, que llenará las páginas de los periódicos de comentarios un año más, pero ya que los animales no alcanzan a despertar la compasión de esos españoles aficionados a torturarlos y a asesinarlos por diversión ni consiguen que reaccionen unas autoridades que en numerosos casos tienen miedo a sus vecinos (los alcaldes de los pueblos) o a las consecuencias electorales de su decisión, por lo que no se atreven a coger el toro de la tradición por los cuernos, nunca mejor dicho, detengan por los menos esa sangría de vidas humanas que, como si se tratara de sacrificios a un dios impío, se producen cada año en un país en el que la tradición y la barbarie se confunden muchas veces, lo que muestra su retraso cultural evolutivo. Viendo y oyendo manifestarse a algunos participantes en esas fiestas, uno se afirma en su convicción de que no sólo el hombre desciende del mono sino que muchos no han descendido aún.
"Las vidas cruzadas de Da Vinci, Maquiavelo y César Borgia" por Javier Bilbao
En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, terror, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!
Harry Lime (Orson Welles) en El tercer hombre.
Han pasado cinco siglos, pero su recuerdo lejos de extinguirse parece ampliarse cada día como ondas en un estanque. Cada uno de ellos dejó su particular impronta y no solo en un campo sino en varios, que por algo hablamos de hombres del Renacimiento. Pero a pesar de sus marcadas personalidades el legado de cada uno habría sido distinto sin la presencia de los otros dos. Descubrir cómo fue esa influencia respectiva es una tarea fascinante, que nos muestra que tan importante como aprenderse nombres es conocer las relaciones entre ellos y nos permite comprender esa época tan excepcionalmente violenta… y tan prolífica artística e intelectualmente, como bien nos recordaba Orson Welles en aquel célebre diálogo (por cierto, los suizos ni siquiera inventaron el reloj de cuco).
Como un gigante que nos abruma con su tamaño aunque la vista solo nos alcance hasta sus rodillas, el asombro que provoca hoy día Leonardo Da Vinci se queda corto si tenemos en cuenta que se han perdido o quedaron inconclusas varias de las obras a las que más tiempo dedicó, así como aproximadamente la mitad de las doce mil páginas que rellenó con audaces observaciones e invenciones de todo tipo. Su nacimiento tuvo lugar en la localidad de Vinci el año 1452 y a finales de la década de 1460 se traslada a Florencia, donde ingresaría como aprendiz en el taller de Andrea del Verrocchio. Un maestro que pronto se percató de su talento y le iniciaría en diversas artes, sentando así las bases de su habilidad multidisciplinar.
Mientras tanto, en 1469 nacería en las afueras de esa misma ciudad Maquiavelo. Gracias a la biblioteca con la que contaba su padre se sumergió en el estudio de los clásicos romanos que tanto influirían en su obra. En esa época de juventud forjaría además una serie de amistades que conservaría de por vida basadas en la complicidad y el humor. Una cualidad de la que estaba muy dotado y que se reflejaría en su abundante producción epistolar posterior, unas cartas intercambiadas con esos amigos en las que combinaba las observaciones perspicaces sobre la situación política y sus intrigas como diplomático con bromas en ocasiones bastante gruesas sobre sus proezas o fracasos sexuales. Para que nos hagamos una idea merece la pena citar un fragmento de una de ellas, destinada a Luigi Guicciardini:
¡Por todos los demonios, Luigi! Cómo es que la Fortuna te llena el plato y yo me debo contentar con las migajas. Mientras tú te hartas de follar, yo estoy pasando hambre… Estaba la mar de cachondo cuando me encontré con una vieja que me lava y plancha las camisas; vivía en un oscuro sótano… me pidió que entrara porque quería venderme una camisa… Y soy tan inocentón y gilipollas que entré. Y ahí en la penumbra distinguí a una mujer encogida en el rincón, fingiendo modestia, cubriéndose el cuerpo y la cara con una toalla… La desvergonzada vieja me cogió la mano y me atrajo hacia ella diciendo «esta es la camisa que quiero venderte, pero me gustaría que te la probaras primero y pagaras luego». Como ya sabes, en realidad soy un tipo tímido, así que me quedé aterrado cuando la vieja salió de la habitación y cerró la puerta, dejándome solo en la oscuridad. En todo caso, para abreviar la larga historia, me la follé. Aunque sus muslos eran fofos y su coño estaba húmedo… y el aliento le apestaba un poco… yo estaba tan rematadamente cachondo que me puse a ello con empeño. Cuando hube terminado, decidí echar un vistazo a la mercancía, cogí de la chimenea un trozo de madera ardiente para encender la lámpara… ¡Puaj! Era tan fea que por poco me caigo muerto allí mismo.
Pero además de su formación, ingenio y agudeza psicológica para comprender a las personas, como vemos Maquiavelo siempre fue muy consciente de la importancia de la diosa Fortuna para alcanzar cualquier logro, por sublime o mundano que fuera. Esta tocaría su vida cuando, tras la expulsión de los Médici, el nuevo régimen político florentino le asignaría en 1498, con solo veintinueve años, un puesto de gran responsabilidad: canciller y secretario de la Segunda Cancillería. Su ocupación sería nada menos que la de encargarse de las relaciones exteriores de la ciudad-estado y de su defensa. Lo que le permitiría tratar con frecuencia con el mayor ingeniero militar de su tiempo —que no era otro que Leonardo Da Vinci— así como con un joven príncipe de considerable carisma y enorme ambición, César Borgia.
Los papas del Renacimiento eran levemente distintos a los actuales: montaban orgías y fiestas en las que las meretrices debían recoger castañas del suelo con su vagina, tenían numerosos hijos reconocidos o no, conspiraban, asesinaban, sobornaban e incluso organizaban guerras para conquistar nuevos territorios. Es decir, eran mucho más divertidos. La Iglesia en su conjunto era una institución tan corrupta que como sabemos terminaría desatando la reacción de Lutero. Así que cuando César nació en Roma en 1475 como uno de los hijos ilegítimos del cardenal de origen valenciano Rodrigo Borgia, no tardó en obtener cargos como el de obispo de Pamplona aunque solo contara con quince primaveras. Un puesto que se le quedaría pequeño cuando su padre consiguió en 1492, bajo acusaciones de simonía —compra de bienes espirituales—, hacerse papa; sería llamadoAlejandro VI. Bajo semejante paraguas la vida de César solo podía ir a mejor… aunque además tuvo que morir su hermano mayor en extrañas circunstancias, lo que le permitió ocupar su puesto como capitán general del Vaticano y dar rienda suelta a sus ambiciones. El ahora también duque de Valentinois se propuso nada más y nada menos que unificar Italia para recuperar el esplendor del Imperio romano.
En 1499 César Borgia comenzó su campaña de conquista del centro de Italia y tres años más tarde mantendría su primera reunión con Maquiavelo. El ejército del primero se había plantado en las puertas de Florencia y nuestro astuto diplomático tenía el encargo de negociar un acuerdo de no agresión. Era su adversario, un potencial enemigo para la ciudad que él representaba, pero Maquiavelo quedó fascinado por su manera de ejercer el poder sin cortapisas. Así es como un príncipe debía ser, comenzó a barruntarse para sus adentros, en cierta línea con lo que mucho más adelante Nietzsche teorizaría sobre el superhombre y El Fary sobre el hombre blandengue. Pero César, precisamente porque se sabía fuerte, casi invulnerable, no perdonaría a Florencia solo a cambio de vagas promesas de lealtad o algo de dinero. Su exigencia fue la de apropiarse de lo más valioso que había por entonces en la ciudad y que le resultaría de gran utilidad. Estamos hablando de Leonardo Da Vinci. Un ingeniero militar dotado de tan portentosa imaginación sería el arma más eficaz para continuar con su campaña expansionista.
Bajo las órdenes de su nuevo mecenas (al que retrató en un dibujo), Leonardo se dedicó a realizar mejoras en sus fortificaciones, diseñó piezas de artillería, catapultas y una nueva máquina de asedio que permitía elevar de una sola vez a trescientos hombres sobre cualquier muralla. También diseñó submarinos, tanques, helicópteros y calculadoras, pero la técnica por entonces no estaba aún lo suficientemente avanzada para ponerse a la altura de su inventiva. Aquellas de sus creaciones que sí se pusieron en práctica influirían en la forma de hacer la guerra desde entonces, pero fueron acumulando un creciente desasosiego en un Da Vinci cada vez más pacifista y desencantado con la crueldad del ser humano. Ya no quería formar parte de todo aquello. Él quería pintar, diseñar máquinas voladoras y ser un científico, no crear máquinas que sembrasen la muerte.
Mientras tanto, a Maquiavelo se le encomendaron misiones diplomáticas en las que debía permanecer largas temporadas en la corte de Borgia, lo que le permitió ir tratándolo y conociéndolo cada vez más, tanto a él como a Leonardo. Con el primero lograba sintonizar por sus sutiles análisis políticos y con el segundo por su perspectiva científica sobre el mundo. Según especula Paul Strathern en El artista el filósofo y el guerrero pudo haber influido en el regreso de Leonardo a Florencia en 1503, en un nuevo contexto político en el que el papa quería aproximarse a la ciudad-estado y su hijo consintió entonces desprenderse de él como gesto de buena voluntad.
Pero la experiencia no habría sido del todo negativa para el pintor. Durante sus viajes pudo fijarse en paisajes como el del Alto Arno, que según algunos es el que podemos ver al fondo en su obra más célebre, La Gioconda. Además, el velo que cubre su cabello estaría inspirado en el que vio llevar a Lucrecia, hermana de César. Precisamente a ese río, el Arno, estuvo vinculado otro gran proyecto de Leonardo y de Maquiavelo que acabó en un completo desastre, aunque no tuvieron demasiada culpa de ello. En agosto de 1504 comenzaron las obras de una gigantesca obra de ingeniería civil, ideada por el primero y supervisada por el segundo, consistente en desviar el curso del río. Su finalidad era privar de él a su vecina y enemiga ciudad de Pisa, de manera que Florencia volvería a tener una salida al mar. Leonardo no solo realizó planos del proyecto sino que inventó una original máquina excavadora, sin embargo no fue él quien dirigió los trabajos sino un tal Colombino. Sus modificaciones sobre el trazado original parece ser que tuvieron mucho que ver con el desbordamiento de los diques tras una tormenta, lo que provocó la muerte de ochenta trabajadores.
Con el desastre el proyecto quedó suspendido tras haber causado un considerable gasto a una ciudad, pero no supuso el fin para ninguno de los dos. Da Vinci continuó con su fresco de La batalla de Anghiari en una pared del Palazzo della Signoria, mientras pintaba la de enfrente un joven bastante prometedor, un tal Miguel Ángel, que terminaría abandonando el proyecto para irse a Roma a decorar la Capilla Sixtina. Maquiavelo por su parte pasaría a encargarse de dotar a Florencia de una milicia ciudadana que sustituyera a las tropas de mercenarios, inspirándose para ello en el ejército de la antigua Roma que tanto admiraba. El tercero en discordia, César Borgia, continuó con sus ambiciones imperiales pero la muerte de su padre, Alejandro VI, supuso un golpe que terminaría acabando con él. La misma fortuna que antes lo hizo subir a lo más alto ahora lo dejaba despeñarse sin piedad. No solo perdió a un gran aliado sino que el papa sucesor, Julio II, terminó siendo su peor enemigo. César acabó sus días en España en 1507, durante una emboscada tras haber escapado de su encarcelamiento en el Castillo de la Mota. No llegó a cumplir los treinta y dos años, pero su fugaz paso por el mundo dejó una huella imperecedera. No solo por la manera en que alteró los equilibrios de fuerzas en una península itálica tan caótica, tal como señalaba Welles, sino por inspirar el libro que acabaría convirtiéndose en un clásico del pensamiento.
Julio II no solo acabó con César, también trajo la ruina a Maquiavelo al restablecer en el gobierno florentino a los Médici. Recordemos que nuestro inquieto diplomático había accedido al cargo cuando esta familia de mecenas perdió el poder, así que ahora solo podía esperarle el ostracismo. En la pequeña propiedad rural a la que se retiró perdió toda la influencia de antaño pero comenzó su más fructífero periodo de creatividad literaria. Escribió poemas, comedias teatrales, tratados históricos y militares, así como un libro en el que hablaba de la política de una forma como no se había hecho antes. La franqueza con la que en otro tiempo era capaz de narrar sus desventuras sexuales la emplearía ahora en describir con toda su crudeza la naturaleza del poder.
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