lunes, 28 de agosto de 2023

"El buen europeo no tiene casa" por Jorge Freire




Nacido en Praga el 4 de septiembre de 1875, a Rainer Maria Rilke lo llamaban «el buen europeo». Por un lado, escribía en alemán y en francés; por otro, vivió en medio centenar de domicilios a lo largo y ancho del continente. El sentimiento de desarraigo lo acompañó toda la vida.

¿Es la infancia, como reza su frase más sobada, la única patria del hombre? La suya no fue especialmente feliz. Después de morir su hermana, su madre se empeñó en vestirlo de niña hasta los siete años, compensando con un exceso de mimos el fracaso de su matrimonio; a los once años, su padre lo envió a la academia militar, tratando de resarcirse del fracaso de su propia carrera en el ejército, lo que le proporcionó un «abecedario de horrores».

Pasó un año en Múnich, recién iniciada la veintena, so pretexto de terminar la carrera, cuando ya abrigaba el barrunto de que la poesía iba a ser su única ocupación. Allí conoció a Lou Andreas-Salomé, la mujer más determinante de su vida, que le sugirió que se psicoanalizase, buscase un empleo y se volviese, en resumidas cuentas, una persona normal. Fue Lou quien germanizó su nombre natal, René, como Rainer Maria. Nadie lo marcó tanto. Hasta su letra, que era inclinada y abigarrada, pasó a ser redondeada y clara, como la de ella.

Después vino el viaje a Italia, consignado en un Diario florentino que solo puede entenderse como prenda de amor, y la llegada a Berlín, donde vivía ella con su marido. Durante esos meses cruzaron bosques poblados de gamos y corzos, caminando siempre descalzos, tal y como prescribían las enseñanzas del doctor Andreas, con quien Lou llevaba casada una década, acaso sin consumar jamás el matrimonio.

Decía el poeta y filósofo Valverde que Rilke era un germano muy eslavo, y lo cierto es que no sintió lo que era la patria hasta que no franqueó la espesura de la taiga. En Rusia conoció al pintor Leonid Pasternak (su hijo, Borís, quien por entonces tenía nueve años, pero que, andando el tiempo, alcanzaría fama mundial por El doctor Zhivago, nunca olvidaría el encuentro) y a León Tolstói, con el que no terminó de entenderse. No debía de ser fácil el trato con el hiperestésico Rainer, presa de la abulia y de los bandazos somáticos de la creación poética (cada pieza que terminaba lo dejaba exánime); basta imaginar su estampa con el cuaderno de apuntes en el bolsillo de su chalequito de satén abotonado hasta el cuello para hacerse una idea de su carácter pintoresco. Pero siempre hay un roto para un descosido y hasta el propio Rilke, quintaesencia del desarraigado, halló una tierra en la que podría haber echado raíces.

Cuando llegó a París en 1902, con la intención de conocer al escultor Auguste Rodin, se encontró una ciudad llena de hospitales y moribundos. La experiencia le surtió de material para una novela que tituló inicialmente Diario de mi otro yo y que terminó convertida en esa obra fronteriza que es Los apuntes de Malte Laurids Brigge, un totum revolutum, compuesto de excursos filosóficos, bosquejos de poemas en prosa y anotaciones inclasificables. Por sus páginas desfilan santos, poetas y reyes locos. Después del Malte, Rilke sintió que ya estaba todo dicho, y hasta barajó la posibilidad de dejar la escritura y hacerse médico. Pero, en realidad, abandonó otras dos cosas: la prosa, que nunca volvería a retomar, y París; la Gran Guerra, que lo sorprendió en Alemania, le impidió volver a la Ciudad de la Luz.

A renglón seguido vinieron Capri, Venecia, Múnich y, por supuesto, el castillo de Duino. Después de más de una década documentándose, su travesía a España tenía que ser «el viaje de los viajes». Llegó a Toledo siguiendo el rastro del Greco y se llevó un chasco, pues la ciudad no se ajustaba a sus ideas preconcebidas. De su estancia en Ronda extrajo alguna que otra inspiración: por ejemplo, una cancioncilla infantil que escuchó en un convento de monjas y que, diez años después, escribiendo los Sonetos a Orfeo en la torre de Muzot, en el cantón suizo del Valais, le vendría súbitamente a las mientes e inspiraría el soneto XXI.

Son bien conocidas las reservas con que Rilke manejaba sus lances amorosos, tentándose la ropa antes de exponer sus sentimientos y haciéndose la víctima en muchas ocasiones. Hasta la princesa de Thurn y Taxis, propietaria del castillo de Duino, el fortín a orillas del Adriático donde Rilke escribió sus célebres Elegías, desistió de sus tentativas de emparejarlo con alguna joven triestina cuando, con cara de suplicio y lágrimas de cocodrilo, el «trasnochado donjuán» alegó que, si veía con frecuencia a la misma chica, corría el riesgo de acabar convirtiéndose en su esclavo. Su relación con Lou lo atestigua. Por eso es sorprendente que rompiese con tanta determinación su matrimonio con Clara Westhoff, con la que había tenido una hija siendo ambos muy jóvenes. Pero tiene su lógica si entendemos que, para Rilke, la literatura era una suerte de sacerdocio. «Si puedes vivir sin escribir —decía en sus Cartas a un joven poeta—, no escribas». La trashumancia era, al parecer, condición de posibilidad de la escritura.

Cuesta encontrar una gran ciudad europea en la que el «buen europeo» no residiese. Resulta paradójico, en consecuencia, que su viaje más determinante fuera un paseo breve. Una mañana de enero de 1912, bajando desde el castillo de Duino por el barranco que conducía a la playa Sistiana, en la costa adriática, Rilke escuchó una voz en su interior inquiriendo una pregunta: «¿Quién, si yo gritara, me escucharía en los celestes coros?». Pasaron diez años hasta que, presa de la inspiración, escribiese en unas semanas las Elegías de Duino, que se inician con dicha frase. Curiosamente, no las compuso en el castillo, sino en la vieja cabaña del guarda, en el interior del bosque, con la sola compañía de una mesita y una butaca.

Desconocemos en qué celestes coros pensaba el «buen europeo». Para algunos, se inspiraba en el «ángel meridiano» de la catedral de Chartres, al que había dedicado el primer grupo de sus Nuevos poemas; para otros, en el «ángel terrible» de la puerta del infierno, obra a la que su maestro Rodin dedicó treinta y siete años y que aun así dejó sin terminar; y, para otros, en las pinturas del Greco. Unos señalan la semejanza con el daena de la religión zoroástrica, y otros, con el malak coránico. Su identidad nos es indiferente, pero su figura, convertida en tópico, cae sobre la poesía de Rilke como una losa, y conduce a innumerables lecturas tópicas y simplificadoras. Fue Heidegger quien afirmó en «¿Y para qué poetas en tiempos de miseria?», ensayo contenido en Caminos de bosque, que la tarea del poeta es «prestar atención al rastro de los dioses huidos» y «preservar todavía la huella de lo sacro». Puestos a simplificar, uno diría que la obra de Heidegger, acaso el filósofo más importante del pasado siglo, no es más que una nota al pie de la poesía de Rilke.

Si nos resulta lejano el tiempo bíblico en que podíamos ver a los ángeles no es porque estos hayan huido, sino porque, al no resistir su presencia, hemos dejado de verlos. Como se lee en El libro de horas: «A dónde se han ido los días de Tobías, / cuando uno de los ángeles más deslumbrantes, / de pie junto a la sencilla puerta de la casa, / y algo disfrazado para el viaje, dejó de ser terrible». Según Henry Corbin, el mundo occidental perdió a sus ángeles cuando el mecanicismo cartesiano nos escindió en cuerpo y mente, condenándonos a andar sin rumbo, «en el vagabundeo y la perdición». Para el poeta Keats, la filosofía recortó las alas del ángel; de ahí que lamentase en su poema Lamia que se hubiera destejido el arco iris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo.

La retórica del «desencantamiento del mundo», por decirlo con Weber, hunde sus raíces en una larga tradición surgida al rescoldo de la Revolución Industrial. No han sido pocos los autores que, desde entonces, han tratado de convencernos de que el precio del progreso es la pérdida del sentido. Argumentan que la misma técnica que nos ha permitido medir y pesar el mundo es la misma que nos distancia de él, convirtiéndolo en una suerte de mariposa clavada en el alfiler, fácilmente analizable pero carente de vida. Toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Abierta la tramoya de par en par, contemplamos las bielas y los pistones que accionan el decorado, y, en ese momento, el misterio se desvanece. Pero Rilke, a despecho de lo que sostienen muchos de sus exégetas, no es el enésimo defensor del desencantamiento, sino todo lo contrario.

Como nos sugieren sus versos, acaso el desarraigo sea la condición natural del ser humano. Dice la séptima elegía: «Cada giro apagado del mundo deja tales desheredados, / a quienes no les pertenece lo anterior ni todavía lo próximo. / Porque también lo próximo es distante para los humanos». Dos décadas atrás había escrito en «Día de otoño», incluido en El libro de las imágenes: «Quien ya no tiene casa, no la construirá. / Quien ahora está solo, lo estará mucho tiempo». Pero la obra de Rilke, como no nos enseñan las Elegías, sino su relativa continuación, los Sonetos a Orfeo, no es sino una tentativa de ofrecer un nuevo arraigo.

¿No fue la búsqueda de un sustrato firme, un arraigo que la cosmopolita Praga le había negado, lo que lo movió a afirmarse descendiente de una noble estirpe establecida en la región de Carintia en el siglo XIII, proclamando así sus vínculos con lo habsburgués? Su apellido procedía, en realidad, de unos campesinos llegados a Bohemia cuatro siglos más tarde, pero esto no le impidió grabar en su tumba un escudo de armas inventado por él mismo. No es casualidad que el árbol genealógico descrito en el soneto XVII (las ramas se quiebran, sin embargo, todavía. / Pero apenas llegada una arriba, / ella se curva en forma de lira) adoptase la forma del instrumento de Orfeo. ¿Hay raíces más vigorosas que las que riega «el dios-río de la sangre»?

Arraiga quien percibe la melodía órfica que lo incluye todo, tanto a los vivos como a los muertos. «Un dios lo puede. Pero, dime, ¿cómo / podrá seguirlo un hombre por la angosta lira?». Mirando al lado en sombra. La poesía de Rilke, que es una afirmación radical de la existencia, agarra al lector de la solapa y le conmina a dejar huir del sufrimiento, aceptándolo por completo; a acoger la percepción de los sentidos en el espíritu y lo invisible en lo visible. Como reza el celebérrimo final del soneto XIX: «solo el canto sobre la tierra / santifica y celebra».

En resumidas cuentas, arraiga quien se afianza en lo profundo. «Quien sepa de las raíces del sauce —dice el soneto VI— será más apto para doblar sus ramas». Orfeo, merced a su sacrificio, permite que oigamos su melodía. «Y todo calló. Pero aún en el callar hubo / un nuevo comienzo, un cambio, una señal». Solo tras la muerte vibra la lira: tras la muerte del propio músico, desmembrado por las ménades, ofendidas por sus constantes desaires, en efecto; pero también antes, tras la muerte de Eurídice, a la que ve morir dos veces. «No temáis sufrir y lo que pesa / devolvedlo pues al peso de la tierra». Acaso la trascendencia se dé en vida, y no después de la muerte, pues el sujeto se trasciende a sí mismo no con su propia muerte, sino con la de los que lo rodean.

Ahora bien, ¿cuánta verdad —por decirlo con Nietzsche— puede afrontar el espíritu? «No es que tú puedas soportar / la voz de Dios, ni mucho menos. Pero escucha el soplo, / el mensaje incesante que se forma en el silencio». ¿Cómo? Mirando como el ángel. Es decir, abriendo los ojos de par en par y mirando al interior («En ningún lugar, amada, habrá mundo si no es dentro»). Recuérdese la respuesta de Rilke al poeta en agraz que le pregunta por la calidad de sus versos: «Mira usted hacia fuera, y eso, sobre todo, no debería hacerlo ahora. Nadie puede aconsejarle, ni nadie, ayudarle. Hay solo un único medio. Está en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo del corazón».

Rilke vivió por y para la poesía. La rosa, que es la flor de los poetas, le enseñó que no hay frontera entre apariencia y realidad, como no la hay entre cuerpo y vestido: «pero cada uno de tus pétalos evita / y al mismo tiempo niega toda vestidura». Carácter es destino: fue precisamente la espina de una rosa lo que puso término a su vida. Una mañana de octubre de 1926 quiso cortar una rosa para una amiga egipcia y se pinchó con una espina; la herida se infectó y, para Rilke, muy débil por la leucemia, eso fue fatal. En su epitafio se puede leer: «Oh, tú, rosa, pura contradicción, placer de no ser el sueño de nadie bajo los párpados». Pura contradicción, en efecto, por la que el buen europeo no tiene casa.

miércoles, 23 de agosto de 2023

"Meditaciones a partir de una mudanza" por Juan Gabriel Vásquez




Por estos días terminé de empacar, en 152 cajas de cartón, los libros de mi biblioteca, y lo primero que se me vino a la mente cuando se cerró la última caja fue una frase que le escribió Flaubert a Louise Colet, su amante ocasional y su cómplice literaria: “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”. Yo no llegué a contar los míos, porque en una mudanza no hay tiempo para esos cuidados de neurótico, y mucho menos cuando lo que se empaca no es una biblioteca, sino 11 años de vida en los cuales cada objeto tiene su historia y parece desesperado por contarla. Y a veces hay que detenerse y ponerle atención: nuestras cosas saben de nosotros verdades que nosotros ignoramos, y es mucho lo que podemos aprender de lo que somos, o de la persona en que para bien o para mal nos hemos convertido, cuando recordamos de dónde salieron y cuánto tiempo han pasado con nosotros, y sobre todo cuando decidimos si las llevamos a un destino nuevo o las condenamos sin misericordia al basurero del olvido.

Pero me desvío. Decía que no sé cuántos libros puse en esas cajas que cruzarán el Atlántico, pero sí que dejé atrás una cuarta parte, por lo menos, de la colección que se me ha ido acumulando desde que me fui de esa misma ciudad por primera vez, hace 27 años; y al hacerlo tuve que rendirme a una revelación que nunca, en ninguna de las cuatro mudanzas totales que he hecho en mi vida itinerante, cerrando una vida para siempre y abriendo una nueva en un lugar distinto, me había asaltado con tanta fuerza: hay libros que ya nunca voy a leer. Parece una circunstancia banal, pero todo lector de verdad llega tarde o temprano a un momento de su madurez cuando comienza a hacer cuentas, y se da cuenta de que puede saber, con poco margen de error, cuántos libros caben en el tiempo que le queda de vida. Yo llevo poco más de 30 años leyendo literatura de la forma en que lo hago hoy en día, no como pasatiempo sino como vicio incurable; y, salvo accidente o enfermedad azarosa, nada me impide creer que me quedan otros 30 años de lectura. La diferencia entre los años que vienen y los que han pasado es el vértigo de saber que ya no hay tiempo para todo.

No es distinto, acaso, lo que nos pasa con la gente. El tiempo es limitado, y yo he comprendido que solo puedo gastar el mío con dos tipos de personas: las que me enriquecen y las que me necesitan. Pero estas son palabras amplias en las que caben muchas cosas, desde las amistades probadas a lo largo de varios años hasta las más recientes (que no precisan de mucho tiempo para instalarse en nuestras vidas con la descarada solidez de lo imprescindible), pasando por los minutos breves que compartimos con un desconocido interesante; y muchos suelen serlo si uno sabe mirar con atención y escuchar con interés genuino, y si no apaga la imaginación, que es la única herramienta que tenemos para entrar en la vida escondida de los otros. En esas vidas secretas, en las vidas ocultas o recónditas de la gente con la cual nos cruzamos todos los días, siempre está ocurriendo algo interesante. Cualquier encuentro, si uno tiene los sentidos despiertos y la curiosidad no está en modo avión, puede abrir una ventana hacia las habitaciones ajenas donde podemos ver, cada uno de nosotros, cómo viven los demás su vida entera.

Su vida entera: así lo dijo Ford Madox Ford, el autor de esa maravilla que es El buen soldado, un libro de 1915 que en nuestra lengua se conoce o se lee menos de lo que nos gustaría a sus proselitistas irredentos. (Cada vez que Rodrigo Fresán recluta a un nuevo lector, por ejemplo, me lo cuenta con el mismo orgullo con que suele dar la noticia de haber terminado un nuevo libro). Se trata de una novela breve y bellísima cuyos logros se pueden medir con su primera frase: “Esta es la historia más triste que he oído jamás”. Así es: pues el hecho de que el resto de las páginas estén a la altura de esas palabras atrevidas, de que sean capaces de no desmerecer ni quedar en ridículo, es la mejor carta de recomendación que se me ocurre. La novela habla entre muchas otras cosas de la dificultad insondable de conocer a los demás, o de la inutilidad de nuestros juicios, que siempre son precarios, o de lo sorprendentes e impredecibles que son los otros seres humanos, y no siempre para bien (o casi nunca). “No sé nada –nada en absoluto– del corazón humano”, dice Dowell, el narrador de la novela. Lo que nos cuenta es una indagación, hecha al azar de las revelaciones y los descubrimientos, en los secretos de los otros, lo que callan u ocultan, todo lo que se mueve detrás de sus máscaras y sus imposturas; y mientras cuenta la historia de los otros, los lectores nos vamos percatando de que tampoco él, ese narrador, es como sospechábamos: también él tiene otra cara.

Me gustan las ficciones que son también una metáfora de la lectura de ficción: que ponen en escena, de formas indirectas o laterales, nuestra curiosidad insaciable por las vidas de los otros. Por supuesto que uno nunca sabe con total certeza por qué acaba dedicándose a escribir novelas, aunque los novelistas nos llenemos la boca frecuentemente con palabras largas y grandilocuencias bien estudiadas, pero una de las razones más claras para leerlas debe ser esa insatisfacción insoportable: tenemos solamente una vida y estamos encerrados en ella, fatalmente condenados a mirar el mundo desde el mismo lugar —desde los mismos ojos, desde la misma conciencia— hasta el día de nuestra muerte. La lectura de ficción, aparte de un vicio de justificación difícil (pero que no debería necesitar justificación ninguna, como no la necesita ningún vicio que se respete), es una de las pocas maneras medianamente eficaces que hemos inventado los seres humanos para lidiar con los crueles límites de nuestras existencias monótonas y confinadas: para tener más vidas, sí, para ser otros, para saber hasta donde pueda saberse cómo es vivir siendo otra persona.

Si no me equivoco, es la misma razón por la que la gente toma hongos o se droga de otras formas, o lleva vidas paralelas (la exploración, como decía el poeta Robert Frost, de los caminos que no hemos tomado), o cierra una vida en un lugar para inventarse una nueva en otro, a veces haciéndolo por su cuenta y riesgo, a veces llevándose consigo a toda su familia. La insatisfacción nos agobia de mil maneras distintas, y de distintas maneras respondemos. Creo que era Harold Bloom el que decía que la ficción no sería necesaria si los seres humanos viviéramos 150 años: pues en vidas más largas podríamos tal vez conocer a personas suficientes para saciar nuestra sed de experiencia, o por lo menos conoceríamos mejor a los que conocemos someramente en nuestras vidas limitadas. Pero no tenemos esos años de más: nuestras vidas son cortas; peor aún, son una sola. Para vivir cuanto queremos vivir, para entendernos y entender a los otros tan bien como quisiéramos, tenemos pocas facultades. “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”, escribe Flaubert. ¿Cuáles son? Yo sé cuáles son los míos. Pero sé también que no serán los de otra persona.

lunes, 21 de agosto de 2023

Madeleine Peyroux


 

Suena Madeleine Peyroux, suave, tierna, sola. Extiende un rastro de melancolía afiladísimo. La música me convierte en un alma en pena, ya lo era, pero este aire nostálgico, quejumbroso, de voz arrastrada, me acongoja, me desguaza. Por la escalera de Hacienda sigue bajando gente sin mirada con papeles en la mano. No hay esperanza.  

viernes, 18 de agosto de 2023

Soy tú contigo en alas

 


Algo tuyo hay en el monte. Algo aromático, inconsútil, etéreo. Algo hay, ¡ay!, que me oprime el pecho y me desangra. Algo tuyo hay en el monte, desde Benagéber hasta los Pirineos, algo que impregna el aire y lo convierte en palabra derramada. Cuando en el coche abandonábamos los Pirineos, tu volvías el rostro y decías, "pronto nos vemos", porque sabías que volveríamos, seguro, que la montaña era tu patria y nadie ni nada podría alejarte de ella. Algo aromático, inconsútil, etéreo, te asocia a ella:"Alta soy de mirar a las montañas", pervertías el verso de Miguel Hernández para hacerlo tuyo, para volverlo realidad, carne, aire, estribo, forma. Siento las treinta picaduras de tábanos, mosquitos y arañas como treinta virtudes de tu compañía. Me calmas la comezón con cremas y palabras, las siento en la piel, me alivias el veneno, me salvas. La sangre llega de lo alto, de las montañas, "siempre la claridad viene del cielo", tú lo sabes, yo también, y soy tú contigo en alas.     

viernes, 11 de agosto de 2023

Dichosa edad aquella



Venturosa edad aquella en la que el viajero paraba en una venta o en una posada y le invitaban a la mesa por pura hospitalidad. Venturosa edad en la que se compartían las viandas, los pasteles y el manjar blanco sin conocer necesariamente al posadero o a los huéspedes. Dichosa edad dorada en la que a mitad de comida un caballero se levantaba y endilgaba a la concurrencia un discurso sobre las armas y las letras, sin cobrar por la conferencia ni estar adscrito a ninguna universidad. Dichosa también cuando se presentaban varios enamorados y allí mismo, por casualidad, concertaban sus relaciones y aclaraban sus desdenes. Venturosa edad en que las posaderas se ofrecían a los arrieros y la poca luz provocaba escenas amorosas de mucha risa y variados golpes. Dichosa edad dorada en la que los gigantes se convertían en cueros de vino después de haber sido vencidos y dichosas también aquellas tortillas de huevos no muy frescos que, al masticarlas, crujían entre los dientes (los huesecillos del embrión). Dichosas las pulgas de las camas y las chinches de las caballerías, los jergones de paja molida y el vino aguado. Dichosa edad aquella en la que, al amor de la lumbre, se leía en voz alta un libro de caballerías, mientras un escudero roncaba tras acabarse el vino de la bota. Dichosa Maritornes y todos cuantos vivieron aquellos tiempos que, aunque faltos de dientes y sobrados de aromas, comían con ansia y conversaban sin pausa.     

lunes, 7 de agosto de 2023

Page y Paco Martínez Soria



Hace unos días puse la televisión mientras planchaba y ¡oh, sorpresa!, en Castilla La Mancha TV emitían una película de Paco Martínez Soria. Lo mejor es que cuando iba a cambiar de canal aparece un mensaje en el pie de la pantalla: "Algunas escenas de esta película pueden implicar machismo, pero la cadena está entregada a la defensa de los derechos de la mujer". El mensaje no es literal, pero venía a decir algo así. Descacharrante. Ya espero en las películas eróticas la siguiente leyenda: "Algunas escenas de esta película pueden levantar la libido del espectador, pero todos sabéis que la cadena está entregada a las procesiones y al culto católico en cuerpo y alma. No os perdáis, hijos míos. Todos los que trabajamos aquí somos asexuados, seres angelicales". Y Page en el púlpito.

miércoles, 2 de agosto de 2023

El pasado existe



El pasado sí existe, contradigo, entre otros, a T.S. Elliot, existe y ahoga. Se incrusta en el presente y no lo deja desenvolverse, le impide el movimiento, lo amordaza, lo destaza y apenas le permite respirar. El presente necesita aire, porque está vivo, porque se aleja de la muerte siempre que puede. Pero el pasado hace todo lo posible por quitarle la máscara de oxígeno, por devolverlo a la nada, al vacío, a la inexistencia. Me toco y gozo de mis dedos sobre la piel. Me toco, soy, siento, me muevo, alejo al pasado, estático, maldito, que me impide gozar de la experiencia del tacto, del placer, de la caricia. Detrás de ella, en el recuerdo, siempre hay otros dedos, otra piel, que ya no están, que solo existen en ese pasado ominoso, que vuelve una y otra vez para aniquilar los frutos de la sensualidad, los goces momentáneos del presente. 

La brisa acaricia las hojas de los árboles, las hace bullir, entretenerse, balancearse en oleaje de tierra. Contemplo el paisaje y, por un momento, disfruto del presente, hasta que llega la voz del pasado, la imagen de un recuerdo de bosque mullido en el que ella y yo retozábamos. Todo se silencia, el viento, el rumor de las hojas, el murmullo de las cigarras, todo enmudece detrás de un sábado de agosto en lo alto de las montañas, de un martes de julio en la ribera de un río, de un jueves de septiembre en la trocha de un sendero. El presente está bien jodido. Nunca podrá separarse de esa mano que llega y aprieta con fuerza el cuello para impedirle gozar de los bienes terrenos. Sí, el pasado existe, solo para abochornar al presente, para apresar sus labios, su nariz y sus manos y susurrarle al oído: "No tienes derecho a ser, no lo tienes."    

martes, 1 de agosto de 2023

Museo Nacional de Escultura de Valladolid



El Museo Nacional de Escultura de Valladolid es una rendición absoluta al tremendismo. La habilidad de los artistas del Siglo de Oro (Juan de Juni, Berruguete, Gregorio Fernández...) supieron plasmar con toda precisión lo que la Iglesia les pedía: trasladar el terror a la muerte a los feligreses, metérsela en el tuétano. Degollaciones, crucifixiones, amputaciones, incineraciones, heridas sangrantes, calaveras por doquier... Los gestos de los mártires transmiten una angustia horrorosa, hasta las imágenes de niños sirven para el mismo fin. Como culminación, un esqueleto a cuerpo entero, del que todavía no se ha desprendido la piel de pergamino, termina por revolverme las tripas. A ver quién se come ahora las mollejas de lechazo que tenía pendientes. Quien todavía dude de la calidad de la imaginería barroca o de que la Iglesia se aliimenta del pánico a la muerte y lo explota sin ningún pudor, que se pase por la iglesia de San Pablo: pavoroso.