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lunes, 23 de septiembre de 2024

"De duelos, brújulas e ilusiones: en recuerdo de Javier Marías" por Rafael Narbona




Hay artículos que cuesta trabajo escribir, pero que se imponen como una necesidad ineludible. Hoy, sábado 14 de septiembre, he recibido dos ejemplares de Duelo sin brújula, un pequeño libro de Carme López Mercader, editora y viuda de Javier Marías. Es la última obra que publicará Reino de Redonda, una editorial creada en 2000 y que ha alumbrado 40 títulos exquisitos en unas ediciones cuidadísimas. Marías seleccionaba los títulos con su finísimo olfato literario y su exquisito buen gusto, y López Mercader se ocupaba del proceso de edición y publicación. Solo aparecían dos o tres títulos al año y los beneficios eran irrisorios o inexistentes. En 2019, Reino de Redonda perdió 1.000 euros, pero ese descalabro no pudo oscurecer la gloria de haber aportado al idioma castellano títulos que aún no habían sido traducidos. Redonda es un pequeño islote deshabitado en las islas de Barlovento perteneciente a Antigua y Barbuda, uno de los trece países que forman las Antillas. Javier Marías la convirtió en un Reino literario y se coronó como el rey Xavier I, concediendo títulos de nobleza a figuras como Pedro Almodóvar, Francis Ford Coppola, Alice Munro, Umberto Eco, George Steiner, Ray Bradbury, Frank Gehry, J. M. Coetzee, Éric Rohmer y Philip Pullman. Ahora el trono ha quedado vacante, si bien el rey difunto dejó dispuesto que ocupara su lugar el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Carme López Mercader aventura que algunos criticarán la publicación de su planto en Reino de Redonda, pero yo creo que no hay mejor homenaje a Javier Marías que evocar su figura y reflexionar sobre el duelo en una colección que constituye un fiel reflejo de su concepción de la vida y la literatura. Solo cabe lamentar que la colección se interrumpa, pero quizás es la inevitable consecuencia de la desaparición de su creador. Hergé dejó dispuesto que no se publicaran nuevas aventuras de Tintín después de su muerte. Así como Madame Bovary era Flaubert, Tintín era Hergé y creo que no equivocarme al afirmar que Reino de Redonda era Javier Marías. El pequeño libro de Carme López Mercader es un excelente broche de oro a una aventura romántica que nació del amor a la buena literatura. Su pequeño tamaño me ha recordado la excelente obra de Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, aparecido en 1989. Según Jabès, el libro es la patria de los espíritus libres, de los que prefieren echar raíces en las palabras, un territorio intangible, y no en un lugar físico, siempre propicio a los desengaños y a las pasiones más oscuras. El color negro de la cubierta y el rojo de la flecha ascendente no recuerdan a un réquiem, con su promesa de resurrección, sino a uno de esos poemas de George Trakl, con sus tristezas púrpuras y sus ocasos ahogados en la penumbra. Carmen López Mercader sitúa en el umbral de su texto una cita del psiquiatra Sue Stuart-Smith: “Aunque tenemos una gran capacidad innata para establecer vínculos, no hay nada en nuestra biología que nos ayude a lidiar con la ruptura de éstos, lo que significa que el duelo es algo que tenemos que aprender por experiencia propia”. Ciertamente, “nadie nos prepara para la pérdida”, como escribe López Mercader, y cuando esta se produce, hay que partir de cero, afrontarla como el explorador que se adentra en una “tierra incógnita” habitada por “dragones”. Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto.
El dolor asociado a las pérdidas -aclara Carme López Mercader- no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar. Es lo que hizo ella mientras Javier Marías permanecía en la UCI, aquejado por una neumonía bilateral. En esos momentos, no vives. Simplemente, funcionas, a veces con la ayuda de la farmacología, que permite conciliar el sueño. Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar. La ausencia de alguien muy querido “cambia la inclinación del eje del mundo”. El matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente. Carme no cree que los difuntos sobrevivan en la memoria de los que los amaron ni que exista algo más allá de la muerte. “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”.
Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas. Una compañera de UCI que también perdió a su pareja comentó a Carme que las dos habían bajado al infierno, pero volverían fortalecidas. Sin embargo, esa idea no le aporta ningún consuelo: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”.
El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: “Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. López Mercader cree que el mal existe y que algunos malvados disfrutan haciendo daño a los demás, pero al mismo tiempo admite que “el ser humano tiende a la empatía y la solidaridad”. No obstante, esa calidez puede ser intempestiva e hiriente. Preguntar cómo está a alguien que ha perdido a su pareja, solo produce incomodidad. ¿Qué se puede decir? ¿Estoy mal, mejor, tengo mis días? El culto al difunto tampoco constituye una ayuda. Carme cuenta que visitó con Javier las casas de muchos escritores ya fallecidos y contemplar sus pluma, sus pipa o sus escritorios no les sirvió para comprender mejor al autor o su obra. Por eso no le agrada la idea de que el hogar de Marías se transforme en un mausoleo, especialmente porque él apreciaba mucho su intimidad y detestaba el exhibicionismo. No le preocupaba lo que otros pensaran de él. Prefería callar y no deshacer malentendidos.
Carme nos cuenta que Javier bailaba mal, pero le gustaba dar unos pasos con ella. Por ejemplo, cuando llegaba el Año Nuevo y sonaba el Danubio Azul, el famoso vals de Johann Strauss hijo. Evocar esos momentos produce consternación, pero también cierto temor: “El miedo es un sentimiento que está siempre presente en el duelo, como he descubierto con infinito asombro”. C. S. Lewis confiesa lo mismo en Una pena en observación. De hecho, comienza así el libro dedicado a narrar el duelo por la pérdida de su mujer, la escritora Joy Gresham. El miedo a veces se mezcla con el estupor. A los pocos días de morir, Carme sintió el tacto de Javier en la cama y en el sofá: un brazo que se posaba en la cintura, una caricia en el cuello. Descarta que se trate de algo real, una especie de contacto entre el mundo físico y un hipotético más allá. Piensa que solo fue “una cruel elaboración de su mente afligida”. Una hoja del manuscrito de Tomás Nevinson introducida en el bolso al azar volvió a crear la impresión de que era posible la comunicación con los difuntos, pues en ella se leía: “…convenía que todo el mundo me creyera muerto y por lo tanto fuera de juego e inalcanzable…”. Carme descarta otra vez la posibilidad de una experiencia sobrenatural. La muerte solo es un vacío desolador, un espacio deshabitado, mudo. Sin embargo, al recordar la bondad, generosidad y paciencia de Javier mientras escuchaba sus explicaciones sobre las plantas que decoraban la terraza, escribe: “no me cabe la menor duda de que está en el cielo, sea este real o inventado por nosotros, pobres seres desolados, derrotados y anhelantes”.
Abatida por la pérdida, Carme descuidó las plantas de la terraza y murieron por culpa del calor y la suciedad, pero algo le impulsó a comprar un bambú y una orquídea. Aunque no se preocupó mucho de ellas, crecieron y, al llegar la primavera, adquirieron un aspecto luminoso. Gracias a ese milagro, sintió que los recuerdos podrían dejar de ser una fuente de dolor y proporcionar alivio. Una mimosa que plegaba sus hojas al sentir el tacto de la mano traía a la memoria la amabilidad distante de Javier, su pudor y su humor delicado, nada ofensivo. Carme cita la frase que un viejo jefe indio le dice a una mujer blanca en una película: “mi espíritu está dentro de ti y el tuyo dentro de mí”. El recuerdo de los seres queridos no es solo evocación, sino una forma de fusión con el ausente. Se puede decir que recordar es una manera de ser otro, de hacerle un hueco al que ya no está, de mezclarse con él y transformarse en algo distinto y mejor.
López Mercader se describe como una mujer independiente. De hecho, Javier y ella vivían en ciudades diferentes y, aunque compartían largos períodos, también permanecían separados durante muchas semanas. Aficionada al senderismo de montaña, Carme a veces realizaba extensas travesías sin la compañía de Marías, pues al escritor los paisajes naturales solo le producían indiferencia. Eso no significa que los paisajes urbanos le fascinaran. De hecho, los únicos paisajes que le cautivaban eran los interiores, los que podían encontrarse dentro de las personas o los que aparecían en una buena película, pues el cine era una de sus grandes pasiones. A pesar de esa independencia, Carme ha descubierto que no puede vivir sin Javier y su dolor parece una travesía inacabable. No pierde la esperanza de llegar a la meta, de conseguir cierta paz interior, pero de momento no atisba esa serenidad que supuestamente el tiempo suele proporcionar. No tira la toalla. Solo pide que los buenos amigos le permitan ir a su ritmo, que no le fuercen a quemar etapas, pues ella ha aprendido en la montaña que cada senderista necesita un ritmo diferente. Si acelera su paso por encima de sus posibilidades, lo más probable es que abandone su objetivo.
Javier Marías se sentía atraído por los fantasmas. Su película favorita era El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947) y, aunque no creía en lo sobrenatural, sí pensaba que de alguna manera los muertos acompañan a los vivos. Siempre tenía muy presente en su memoria a su madre, Dolores Franco, a su hermano Julianín, que murió con solo tres años, a su padre don Julián, a los escritores Juan Benet, Heliodoro Carpintero y Rosa Chacel. Todos estaban presentes en él y, de alguna manera, lo acompañaban. Javier no tenía prisa por morir, pero a medida que pasaba el tiempo sentía que él también se convertía en un fantasma y confiaba reencontrase con sus seres queridos. Carme se considera una mujer estrictamente racional, pero siente la presencia de Javier a todas horas y su mente comienza a abrirse a perspectivas hasta ahora desechadas por absurdas o ilógicas: “Ojalá, ojalá ese otro mundo exista y lo haya recibido con los brazos abiertos, ojalá mi Javier esté rodeado ahora del cariño de los que le faltaban en su vida mortal y nunca se ausentaban de su pensamiento”. López Mercader finaliza su breve planto con una conmovedora rebelión contra la razón: “Que me lleve a creer que esa eternidad que decía concebir sólo conmigo exista y que él esté aguardándome pacientemente en ella. Que me haga soñar con lo que no puede ser”.
Siempre he admirado a Julián Marías. Padre e hijo convivieron durante un tiempo como dos solteros bien avenidos. Don Julián albergaba una profunda fe que su hijo no compartía y eso le ayudó a sobrellevar la pérdida de su mujer, Lolita Franco. Solía repetir que Lolita estaba en todas las páginas que había escrito. En 1897, Ramón y Cajal describió a la mujer intelectual, poco frecuente en esa época por culpa de los prejuicios sociales y los impedimentos legales, como una mujer “inteligente y ecuánime, rebosante de optimismo y fortaleza”. Heliodoro Carpintero utiliza esa cita para describir a Lolita en la nota de homenaje que escribió con ocasión de su muerte. Julián, que sufrió enormemente con su pérdida, estaba convencido de que “volvería a verla y a estar con ella”, pues “la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal”. El amor que sentía por ella demandaba un mañana compartido: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”. Julián Marías sostenía que “el hombre ha acontecido de manera fecunda y complejísima sobre la Tierra; no parece lícito entender su destino más alto como una simplificación”. ¿Cómo será esa eternidad donde Julián esperaba encontrarse con Lolita? En ningún caso, una vivencia estática, sino algo dinámico y creativo. “Nuestra realidad personal, inteligente, amorosa, carnal, ligada a formas históricas, hecha de proyectos de varia suerte, articulados en trayectorias de desigual autenticidad, es la que ha de perpetuarse, transfigurarse, salvarse. No puede imaginarse ninguna mutilación ni disminución”. Julián Marías no ignoraba que el racionalismo había mermado la esperanza, no reconociendo otro horizonte que el no ser. “Nuestros contemporáneos prefieren lo único de que se puede tener seguridad: la nada. Acaso la escasez de amor es un factor que entibia el deseo, la necesidad de otra vida: si no se ama, ¿para qué?”.
Sé que Javier Marías y Carme López Mercader están muy lejos de esta perspectiva. Entiendo su postura, pero yo prefiero guiarme por las razones del corazón y no por las evidencias empíricas. He perdido a muchos seres queridos y hace poco mi mujer ha superado un cáncer, lo cual ha convertido nuestra rutina en un camino de miedo e incertidumbre. La muerte me parece obscena e intolerable. Cuando El Cultural me comunicó que Javier Marías había muerto y me pidió un artículo sobre su desaparición, experimenté una profunda tristeza. Solo habíamos hablado por teléfono en tres o cuatro ocasiones. Después de leer mi relato “El día que no conocí a Javier Marías”, publicado en la revista Zenda, me llamó por teléfono para contarme cuánto le había gustado y, poco después, me concedió una de sus últimas entrevistas. Durante hora y media, hablamos por teléfono. Si alguien quiere escuchar la conversación, puede hacerlo en Youtube. Javier Marías me pareció un hombre bueno y amable, con un sentido del humor elegante y una inteligencia muy aguda. No descubro nada si digo que fue uno de los mejores escritores de los últimos cincuenta años y que -como escribió Pérez Reverte- el Nobel ha perdido mucho al no incluirlo entre sus premiados. Como sostiene Javier Gomá, el mundo se empobrece trágicamente cada vez que muere una persona buena y valiosa. Por eso, prefiero pensar que hay otra vida, similar a la que comparten la señora Muir y el capitán Gegg, una vida donde también se encuentra Julián y Lolita y, por supuesto, Javier Marías, esperando a todos los que le quisieron. William Blake sostenía que la existencia no discurre en el tiempo y el espacio, sino en el fecundo seno de la Imaginación. La Imaginación, y no la materia, es la realidad primordial. Esa idea es la brújula que debe guiar nuestros duelos. Soñar es la mejor forma de vivir y la única alternativa para adentrarse en la “tierra incógnita” de la muerte con la esperanza de no extraviarse en la oscuridad y el silencio.

lunes, 9 de septiembre de 2024

"Las tres vidas de León Tolstói" por Rafael Narbona



Un 9 de septiembre nació León Tolstói. El joven Tolstói, pendenciero y frívolo, no se parecía nada al viejo Tolstói, pacifista, vegano y anarquista cristiano. ¿Cuántas vidas puede vivir un hombre? La fe y la política, dos pasiones con no pocas similitudes, muchas veces introducen una cesura radical en una biografía, transformando a un escéptico en un proselitista implacable. En su juventud, Cioran exaltó el nacionalsocialismo, creyendo que su credo épico y anticristiano despertaría la conciencia histórica de Rumanía, despojándola de su desidia ancestral. En su madurez, más desengañado que arrepentido, desplazó su fervor político al ámbito de lo metafísico, abrazando el nihilismo. Se puede decir que vivió dos vidas. En la primera, prevaleció la cólera; en la segunda, la melancolía.
León Tolstói no se conformó con dos vidas. Su peripecia vital incluyó tres identidades que se forjaron a base de negar con vehemencia la anterior. Durante su juventud fue un hedonista y, en ocasiones, un bárbaro. Jugaba, bebía, contraía deudas, cazaba, alardeaba de su insaciable apetito sexual. Nacido en el seno de una familia de la nobleza rural, perdió su madre a los dos años y a su padre a los nueve. Fue un mal estudiante, pero leía a Voltaire y Rousseau. Quizás fantaseaba con ser un libertino. Incapaz de hacer nada de provecho, se marchó a la Guerra de Crimea con su hermano Nikolái, teniente de artillería. No tardó en alistarse como suboficial. Pidió ser enviado a primera línea de fuego y, en su correspondencia, admitió sin problemas de conciencia que disfrutaba de la guerra. En esas fechas, ya escribía un diario y acariciaba la idea de ser escritor, pero su vocación era menos firme que su determinación de explorar todos los placeres de la vida, sin permitir que le estorbaran las objeciones morales.
Hay un retrato de esa época. Con el pelo corto, una especie de gabán de amplias solapas y un pañuelo anudado al cuello, posa sentado en una butaca señorial. Su faz, inequívocamente eslava, transmite dureza y cierto desprecio. La frente alta, los ojos pequeños y crueles, los labios finos y sensuales, la mandíbula afilada, las orejas grandes y casi en punta. Hay algo de Calibán en ese rostro. No se aprecia una pizca de ternura y sí una insoportable combinación de orgullo, insolencia y malicia. La pared desnuda que sirve de fondo evoca el cielo del perro semihundido de Goya, con su pavoroso aspecto de cieno vomitado por una deidad mitológica.
El sitio de Sebastopol, con sus 100.000 muertos, revela al joven León Tolstói la inhumanidad de la guerra. Aquella orgía de sangre y sufrimiento disipa su visión romántica de la violencia en el campo de batalla. Cuando regresa a San Petersburgo, ya no soporta la frivolidad de los salones, ni los excesos bohemios. Una perspectiva humanista ha acabado con la insensibilidad que salpicó su juventud de excesos. Siente deseos de retomar la vida campesina de su niñez. Vuelve a la hacienda familiar, Yásnaia Poliana, con la cabeza llena de ideas sobre reformas sociales y pedagógicas. Su vocación literaria ocupa el centro de su vida. Ya es un artista, con obras tan notables como los Relatos de Sebastopol, Infancia, Adolescencia, Juventud, La felicidad conyugal o Los cosacos. No tardarán en llegar las obras maestras. Según George Steiner, Guerra y paz y Ana Karenina lo sitúan a la altura de Shakespeare, Cervantes y Dante. Viaja por Europa y, tras presenciar una ejecución en París, promete no volver a servir a un gobierno. Identificado con el espíritu anarquista, considera que el orden social es injusto y pervierte al ser humano, estimulando sus pasiones más indignas. Regresa a Yásnaia Poliana con la determinación de emancipar a sus setecientas almas, pero el zar se le adelanta, aboliendo la servidumbre.
Hay una imagen de esa época donde posa otra vez sentado, pero ya no es el mismo hombre. Casado y con hijos (su prole llegará a los trece vástagos), su rostro ha perdido dureza. Se ha dejado crecer la barba. Con levita y las piernas cruzadas, ha dejado su chistera sobre una mesa baja cubierta con una tela de rayas. A su izquierda, hay una cortina. Parece un burgués, pero sobre todo es un literato. Sus ojos ya no son crueles, sino curiosos y casi indulgentes. Es el novelista que tanto seduce a Nabokov, el que ha asimilado la lección de Flaubert, según el cual el narrador omnisciente debe ser invisible. Aunque a veces incurre en incongruencias temporales, sus novelas expresan una profunda comprensión del tiempo. No se limita a encadenar los años y las horas, con las licencias de un novelista. Capta esa duración que funde memoria y devenir, reflejando el espesor de la vida, su creatividad infinita y su indestructible continuidad, inapreciable para los que solo cuentan los minutos. No escribe para entretener, sino para comunicar su visión de las cosas. Apasionado y obsesivo, sus manuscritos revelan su elevada exigencia artística.
Diez años después de la imagen de artista burgués, acontece una crisis espiritual que transforma a Tolstói en un asceta y quizás un profeta. Empieza a pensar que la literatura es un lujo inútil. Aun así escribe dos novelas con un trasfondo moralista, La sonata a Kreutzer y Resurrección, y un cuento magistral, “La muerte de Iván Illich”, la historia de un burócrata que al llegar al final de su existencia descubre que sus sueños, parcialmente cumplidos, constituían una meta absurda. Toda su vida ha sido un trágico y ridículo error. Atormentado por los errores de su juventud, cuando se dejaba arrastrar por la violencia y el frenesí sexual, Tolstói decide seguir un estricto ideal ético basado en el regreso al cristianismo primitivo. Elogia el pacifismo, la desobediencia civil no violenta, el vegetarianismo, la abstinencia sexual y el trabajo manual. Condena la propiedad privada y renuncia a sus derechos de autor. Escribe al zar Alejandro III para que conmute la pena de muerte de los asesinos de su padre, citando el mandato moral de Cristo: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”. Se cartea con Gandhi, lee a Thoreau, estudia el Evangelio, escribe a favor del esperanto, fabrica y repara zapatos, abre una escuela para los hijos de sus trabajadores, empleando una pedagogía anarquista que excluye los exámenes, las lecciones magistrales y el principio de autoridad. El maestro no debe calificar ni reprobar, sino escuchar y acompañar. Se dedica escribir ensayos pedagógicos y religiosos. En El reino de Dios está en vosotrosreivindica el mensaje evangélico original. Niega la existencia de los milagros y acusa a todas las iglesias de haber traicionado a Cristo. La iglesia ortodoxa lo excomulga y prohíbe a los fieles leer sus obras.
En una fotografía de 1908, con ochenta años, posa en los jardines de Yásnaia Poliana. Ya no queda nada del joven engreído y desdeñoso. Parece un campesino. Sentado en una humilde silla de enea, muy alejada del lujoso butacón en el que posó con veinte años, viste como un campesino: botas altas, pantalón de tela basta y pobre, amplio blusón azul. Se ha quedado parcialmente calvo y su larga barba es enteramente blanca. En sus ojos, ya no hay dureza, sino compasión e indulgencia. Es un asceta que sueña con la santidad. Algunos atribuyen su transformación a un desarreglo neurótico, pero al observar sus facciones, que en este caso sí son el espejo del alma, no se aprecian los estragos de la locura, sino los signos de una fructífera aventura espiritual. Tolstói ha viajado hacia dentro, se ha desprendido de las pasiones más dañinas y ha adoptado el compromiso de vivir para los demás. Su deriva moral le aleja de las preocupaciones estrictamente literarias y, en cierto aspecto, lastra su pluma, pues se siente obligado a moralizar. Al margen de eso, su vejez se ha convertido en una inspiración para todos los que sueñan con cambiar el mundo pacíficamente. Cuando en 1901 comienza a circular el rumor de que la Academia Sueca va a concederle el Nobel de Literatura, Tolstói se indigna y anuncia que repartirá el dinero entre los perseguidos políticos. Para muchos, es la conciencia de su tiempo, una voz que se alza contra las injusticias y los abusos. Creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que ha adquirido la estatura de los profetas. Ya sabemos que los profetas concitan tanto fervor como odio y Tolstói no es una excepción. Algunos opinan que solo es un viejo chiflado, un juicio que aún pervive entre los cínicos y desencantados.
El último acto de la vida de Tolstói está a la altura de su ideal de sencillez y fraternidad. “Es una vergüenza y una bajeza el querer hacerse superior al prójimo”, escribe, abrumado por su fama y sus posesiones. Quiere ser un hombre anónimo, un simple trabajador. Se ha negado a instalar electricidad y agua corriente en Yásnaia Poliana. Siega y cuida sus manzanos, y desea desprenderse de su patrimonio, pues piensa que la riqueza provoca podredumbre moral. Su ética se condensa en una frase: “No hay regla moral más simple que la de hacer que los otros nos sirvan lo menos posible y que uno sirva a los demás cuanto más mejor”. Su mujer, Sofía Behrs, se opone vehementemente a sus deseos de repartir sus bienes entre los pobres y Tolstói decide abandonar su hogar. Con un humilde equipaje compuesto de libros y manuscritos, se sube a un tren con un billete de tercera. Está enfermo, pero eso no le hace cambiar de planes. Sin embargo, el malestar físico le obliga a detenerse en la estación ferroviaria de Astápovo. Apenas puede respirar. No tarda en descubrirse su identidad e infinidad de personas se acercan para ayudarle o movidos por la curiosidad. Sus últimas palabras expresan su incomodidad por recibir tantas atenciones mientras millones de hombres sufren ante la indiferencia generalizada. Muere el 20 de noviembre de 1910. De acuerdo con sus disposiciones, será enterrado en un túmulo de hierba y tierra -sin cruces ni inscripciones- en el bosque de Stary Zakaz, en Yásnaia Poliana. Aunque las autoridades intentan impedirlo, su funeral se convierte en un acontecimiento multitudinario.
¿Quién era realmente Tolstói? ¿El hedonista, el artista o el asceta? Creo que los tres, pero de forma sucesiva, como una de esas muñecas rusas que se desmontan, mostrando cada vez una figura más pequeña. En su caso, hay que invertir la escala, pues Tolstói se hizo más grande cada vez. Su plenitud como escritor aconteció a medio camino, pero como ser humano alcanzó su momento más alto al final de su vida. Muchos le acusan de santurronería, sin disimular la irritación que les produce su última etapa. Esa indignación es comprensible, pues los seres humanos que logran el milagro de la coherencia entre lo que dicen y lo que hacen ponen de manifiesto nuestra debilidad, algo que no se perdona fácilmente. Las tres vidas de Tolstói son un canto a la libertad. Nos enseñan que no estamos condenados a ser siempre la misma persona. Convertirnos en otro, romper con nuestro pasado, repudiar lo que fuimos, no es un gesto de incongruencia, sino una de las formas más inteligentes de no quedar atrapados en el barro de nuestras equivocaciones.

sábado, 31 de agosto de 2024

"Un anarquista llamado Valle-Inclán" por Rafael Narbona



Ramón María del Valle-Inclán se hizo anarquista en su vejez, alejándose del carlismo estético de su juventud. Su radicalismo hoy tal vez le costaría un disgusto. En la escena sexta de Luces de bohemia, publicada en 1920, Max Estrella, poeta ciego y clarividente, se encuentra con un preso anarquista. Con blusa, alpargatas y grilletes, se trata de un obrero catalán que se define a sí mismo como “un paria”. No es un término despectivo, sino el lúcido reconocimiento de su lugar en un orden social donde se “menosprecia el trabajo y la inteligencia” y se rinde culto al dinero. Max afirma que pronto llegará la hora de los parias de la tierra, pero ese momento sólo será posible, instalando “la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol”. El anarquista objeta que “el ideal revolucionario” no se cumplirá con la simple “degollación de los ricos”. Hay que llegar más lejos. Sólo destruyendo la sociedad capitalista podrá surgir “otro concepto de la propiedad y el trabajo”. Algo escéptico, Max se conforma con pequeños logros: “Todos los días, un patrono muerto, algunas veces, dos… Eso consuela”. El preso sabe que le aguarda la muerte: “Cuatro tiros por intento de fuga. […] Por siete pesetas, al cruzar un lugar solitario, me sacarán la vida los que tienen a su cargo la defensa del pueblo. ¡Y a esto llaman justicia los ricos canallas!”. No le atemoriza morir, pero sí que le den tormento, sólo “para divertirse”. “¡Bárbaros! –protesta Max, con el alma temblando de indignación-. […] ¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?”. Cuando el preso anarquista se despide de Max, anuncia su inminente fin: “Van a matarme… ¿Qué dirá mañana esa Prensa canalla?” “Lo que le manden”, responde Max, con lágrimas de impotencia y rabia.
En la escena undécima, Max –ya en libertad- se cruza con una madre con su hijo muerto entre los brazos. Sólo es un niño con “la sien traspasada por el agujero de una bala”. La policía mantiene el orden público, masacrando inocentes. Antonio Maura, presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII, promueve el terrorismo de Estado para frenar la cólera de un pueblo maltratado y humillado. La pobre mujer chilla desolada: “¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos!”. “Esa voz me traspasa”, exclama Max, sobrecogido. Poco después, se escuchan disparos y un sereno anuncia con indiferencia que la policía ha abatido a un preso anarquista, mientras intentaba fugarse. “Ya no puedo gritar –masculla Max-. ¡Me muero de rabia!... Estoy mascando ortigas. La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza”.
¿Se atrevería algún autor contemporáneo a escribir algo así? Probablemente, ninguna editorial se prestaría a publicar una obra como Luces de bohemia y si por un milagro viera la luz, su autor acabaría ante los jueces de la Audiencia Nacional, acusado de terrorismo. Jean-Paul Sartre fue una de las últimas plumas dispuestas a desafiar al capitalismo. Su indignación le hizo cometer el error de minimizar los crímenes de la Unión Soviética, pero sería injusto no reconocer su coraje. Criticó con firmeza la guerra de Vietnam y denunció vigorosamente los crímenes del gobierno francés en Argelia, que incluyeron torturas masivas y miles de ejecuciones extrajudiciales. En cambio, Albert Camus, santificado por la posteridad, evitó pronunciarse. Se echan de menos los escritores valientes y comprometidos. El anhelo de ventas y el deseo de no complicarse la vida ha prevalecido sobre la rebeldía y el inconformismo. Una pena.

martes, 27 de agosto de 2024

"Umbral es un verbo" por Juan Bonilla




Es ya tópico decir que acaso no haya peldaño más alto para un escritor que conseguir que su nombre se convierta en adjetivo. No hay muchos que lo consigan, aunque con el paso del tiempo se desvirtúe la filiación entre el adjetivo generado por la lengua común y la obra de la que partió: es el caso de Dante y dantesco, pues se califica de dantesco casi cualquier catástrofe y a nadie se le ocurre utilizar ese adjetivo para una situación de paz y armonía y amor idealizado y sanador, que son tan componentes de la Comedia como las imágenes aterradas del infierno. Es el caso también de Kafka, cuánta gente habrá usado el adjetivo kafkiano sin necesidad de haber leído ni El proceso ni El castillo. Les pasa también a algunos personajes: quijotesco tiene ya significado propio, más allá del perezoso «relativo al Quijote», y no digamos nada de Lolita porque estamos en horario infantil.

Se diría que Francisco Umbral —aunque sin salir del cerco de la literatura— también consiguió el honor de que su apellido fuera dando los pasos convenientes para transformarse en adjetivo, umbraliano, pero creo que lo suyo, la conjugación en su caso de un estilo muy reconocible y de una personalidad muy paseada, más que un adjetivo merece la categoría de verbo. Umbral lo umbraliza todo, pero esto es algo que se puede decir de todos los escritores cuya personalidad y estilo están tan patentes en todo lo que hacen que de alguna manera son callejones sin salida, trampas mortales para sus discípulos que no podrán pasar del rango de imitadores. No son muchos los autores de los que se pueda decir. Se puede decir de Borges, hasta el punto de que hay verbos y expresiones que si uno las usa ya está siendo borgiano. Se puede decir de Gómez de la Serna, que lo transmutaba todo en greguería. Y desde luego se puede decir de Umbral, en cuya máquina de escribir entraba la actualidad, la intimidad o la historia y de la que lo que salía era el yo de Umbral umbralizando las realidades de la actualidad, la intimidad o la historia.

Creo que los libros de Umbral más que por los géneros que se les asigne, dada la flexibilidad con que los acababa sometiendo, se pueden distinguir por esas realidades. Si hay que dividirlos en categorías, es la que yo utilizo para ordenar sus volúmenes en mi biblioteca, y aunque tenga problemas para colocar alguno, porque raro es el libro suyo que no podría pertenecer a, al menos, dos categorías distintas, parece evidente que no lo hay para distinguir el género al que pertenece El hijo de Greta Garbo, el género al que pertenece Trilogía de Madrid y el género al que pertenece La forja de un ladrón. Unos dependen o han sido suscitados por la actualidad (así muchos de los libros de encargo que se vio obligado a escribir, pero también alguna de sus novelas), otros están claramente imbricados en la intimidad («estoy oyendo crecer a mi hijo», desde luego, Carta a mi mujer, Un ser de lejanías, entendiendo por intimidad aquel lugar que está más allá del horizonte de la mera privacidad, un sitio al que solo el hablante puede alcanzar y del que lo que sustraiga solo podrá hacerlo mediante aproximaciones porque el lenguaje no es suficiente, algo así como cuando tratamos de describir un cuadro, sin que ello quiera decir que la descripción del cuadro no sea mejor o más memorable que el cuadro mismo), y otros sin duda en la historia. A Umbral la historia le interesa también para configurar su yo, bien en la creación paulatina de un árbol genealógico (la literatura es el reino de la libertad y la prueba de ello es que podemos inventarnos el árbol genealógico que nos dé la gana y decidir que venimos de donde queremos venir y él tuvo claro que venía de una tradición en la que están Baudelaire y Rubén Darío, Valle Inclán y Ruano, la novela lírica propugnada por Ortega pero también los relámpagos del lenguaje callejero), bien para revisitar episodios históricos como la guerra civil o la irrupción de una nueva derecha tras la agonía del franquismo o la movida madrileña o el socialfelipismo, asomándose a ellas desde la misma posición que adopta para asomarse a la actualidad, buscando los detalles pequeños, los personajes desplazados, la anécdota que le sirva de trampolín para alcanzar la categoría. Así se da el caso de que algunos episodios nacionales los trata —a pesar de que cuando los encara son históricos— como hechos de actualidad y al revés, a los episodios de la pura actualidad los trata con entidad de hechos históricos.

Se diría que de nuestros muertos más o menos recientes en la literatura española, el que goza de mejor salud es Umbral porque de las dos maneras que tiene un escritor de sobrevivir una, la reactivación de su obra, parece que se cumple dado que sus títulos principales no han dejado de reimprimirse en bolsillo, y dos, suscitar obras de otros e influir en autores de generaciones posteriores, también está entre los logros de Umbral, sobre quien se han escrito biografías, se han hecho documentales (el mejor documental que se haya hecho sobre un escritor español es Anatomía de un dandi de Ortega & Arnaiz), y ha influido en el tono y la melodía de toda una hornada de nuevos columnistas. Ahora José Besteiro le ha hecho un pedestal imponente: ha escrito un libro sobre Umbral que es también, en sus mejores momentos, un libro de Umbral. Lo ha titulado Francisco Umbral, manual de instrucciones y ha llevado a la extenuación el estatuto de lector: tan contaminado queda de la voz del autor al que lee, que finalmente ha adoptado esa voz para escribir. Aparte de eso, su libro está lleno de vislumbres que, dejada en una percha la bufanda de hincha, le hacen justicia al escritor al que vindica.

Con Umbral, y en esto, creo, no se ha hecho hincapié suficientemente, en los años sesenta, después de décadas en que la novela española ha ido pasando del tremendismo al realismo social, con alguna incursión en la novela lírica —Helena o el mar del verano de Julián Ayesta— o en el Nouveau Roman —Off-side de Torrente Ballester—, Umbral rescata la disputa que centró la actualidad literaria de nuestros años veinte, cuando Ortega, gran lector reticente de Baroja, arremete contra la novela que cuenta historias (la que depende de su sustancia narrativa por encima del estilo en que esta se desarrolle) y hace una llamada a poetizar la realidad, a obligar a la novela a que flexibilice sus fronteras, a que sea prosa que interiorice los laberintos de los personajes y los eleve mediante al estilo sin concederle mayor relevancia a aquello que pase en la historia que se nos narre. De ahí que en esa década, que no se olvide, es la década de Proust y de Joyce, aparezca todo un grupo de narradores que arriman la novela a la lírica, caso de Benjamín Jarnés, sin que falten los que siguen defendiendo el modelo barojiano, pienso en Carranque de Ríos. De toda aquella década que Umbral leyó como lo leía, creo, casi todo, buscándose a sí mismo, rebanando todo aquello que pudiera servirle para umbralizarlo, Umbral rescata el principio de que el estilo es el hombre —en este caso el escritor— y en un cuento o en una novela el mandamiento que exige que pasen cosas, que haya sucesos, no es de obligado cumplimiento y se puede escribir una obra maestra como «Entrada en Sevilla», un relato de Pedro Salinas del libro Vísperas del gozo, en el que lo único que se nos cuenta es que un viajero llega a Sevilla.

Así pues, Umbral enlaza con una tradición que parecía abandonada por nuestra literatura y aunque, acuciado por su vocación de escritor y la necesidad de ganarse la vida, entregue buena parte de su prosa al periodismo ofreciendo crónicas, reseñas, reportajes, entrevistas, lo que sea, hace sus primeros intentos con la premisa de que el yo que va a ir vertiendo en sus ficciones no tiene por qué distanciarse del que le vaya sirviendo para componer el género en el que yo creo mejores frutos va a dar: la memoria. Lo digo en singular para distinguir dos géneros, lo que los ingleses llaman Memoir, y las memorias, en plural, que suelen ser el texto que un autor escribe cuando se han consumido sus días o su experiencia le ha ofrecido material suficiente para empaquetarlas en un volumen de recuerdos.

La Memoir suele ceñirse a un asunto concreto, no necesita explicarnos de donde viene quien habla ni adónde va, solo el tránsito en el que una circunstancia excepcional —una enfermedad, un adulterio, una adicción— le ha trastornado la rutina y al hacerlo lo ha convertido en otro aunque siga siendo el mismo. A este género, en el que el yo que habla parte del pacto de que lo que cuente no se extraiga de su fantasía sino de los hechos de su experiencia, de manera que pudiera probar que los datos que utiliza los puede corroborar con documentos o testimonios de terceros, como si el lector fuese un juez capacitado para exigirlos, pueden pertenecer libros como La noche que llegué al café Gijón o, por supuesto, Mortal y rosa.

Conviene no olvidar que, célebremente, Paul John Eakin sostuvo que el yo de una autobiografía no puede ser reflejo de algo preexistente, sino una pura creación por y para el texto, de donde la autobiografía sea también invención. Pero que la autobiografía sea invención no quiere decir que en ella la invención sea del mismo tipo que en las novelas. Cuando Umbral empieza a escribir novelas grandes —me refiero ahora solo a la extensión y no a su ambición o su calidad— irrumpe en el panorama narrativo con una voz que suena nueva por, como he apuntado, la recuperación de voces que habían sido completamente preteridas durante la posguerra —toda aquella novela de la Revista de Occidente, de la que Umbral compra el espíritu aunque no los resultados. En ese espíritu la lírica se hermana con la vulgaridad, expresada casi siempre en diálogos relámpagos que van construyendo estructuras en las que se va erigiendo el yo del narrador. Se ve bien en su primera novela Travesías de Madrid, donde un joven va a una pensión a ver si puede ligarse a la vieja propietaria y ahorrarse las pesetas de la estancia, callejea juntándose con muchachas que le hacen mucho caso o poco caso, pero que va enlazando mientras recorre la ciudad, casi como si le hubieran encargado hacer una guía de los mejores lugares donde tomar lo que sea y los rincones mejores para calmar las ganas de cuerpo. No he contado la cantidad de muchachas y mujeres que van saliendo en la novela, pero se diría que esta no ofrece otra cosa que el inmenso tedio de un joven en una ciudad en la que sin dinero eres nada y cuya sola fortuna, precisamente, es la juventud atenazada en el tedio. Con ella comienza uno de los senderos de la narrativa umbraliana, el sendero urbano, donde el yo es una cámara, por decirlo con el título de una novela famosa.

La pugna esencial de Umbral con el género narrativo se asienta en una conciencia nítida de que si bien no conviene confundir vida y literatura, pues la segunda no tiene más remedio que pertenecer a la primera —lo que no significa que no pueda vampirizarla— sí se debe hacer el esfuerzo de que, por mímesis, una se forme como la otra: es decir, sin estructura previa, sin marquesas que salen a las cinco, sin planteamiento, nudos, desenlaces. En Los cuadernos de Luis Vives apunta: «El personaje de la novela no nace sino de un fenómeno superior de la atención, como decía Ortega del amor. La literatura no consiste en inventar, sino en observar». Pero en esa frase no se dice que uno puede, primordialmente, inventarse el yo observador. Y ese es el yo que Umbral va sacando a pasear en sus novelas más novelas —espero que se entienda lo que quiero decir. Ese yo no puede ser el mismo, aunque sea gemelo, del yo de las novelas/memoria, donde encontramos quizá los logros más potentes de la narrativa de Umbral: El hijo de Greta Garbo, mi favorita con distancia, Los males sagrados, Memorias de un niño de derechas. Ni tampoco con el yo del escritor de novelas actualidad, casi siempre eróticas o políticas, La bestia rosa, Los amores diurnos, Historias de amor y viagra (que son las novelas que, creo, prefiere Besteiro).

Hay que hacer hincapié en otro yo de Umbral que siendo el menos evidente me parece el más importante, porque no deja de ser el álveo de todos los demás: el yo lector. Umbral, como se sabe, escribió mucho sobre escritores, sobre la vida literaria, no solo artículos y fragmentos memorialísticos, también los empleó como personajes de algunas de sus ficciones. Dije antes que uno de los movimientos soberanos que demuestran que la literatura es el reino de la libertad está en el hecho de que cada escritor se confecciona su propio árbol genealógico, y Umbral no tardó en hacerlo y le fue rabiosamente fiel. En Las palabras de la tribu declara haber descubierto qué era la literatura con Rubén Darío y con Valle-Inclán. Sabemos lo mucho que le importó —y lo mucho que ayudó a que se volviera a leer— Ramón Gómez de la Serna. Le dedicó uno de sus mejores ensayos a Ruano y otro a Larra y otro a Lorca. En cuanto a la literatura extranjera, no se discutirá —sus propias declaraciones no nos permitirían discutir— la importancia que tuvo la lectura de los libros de Henry Miller. Todo escritor —y me temo que esto no admite excepciones— es hijo de sus lecturas y sus preferencias de lectura. Aquella frase de Borges, haciendo pie en Emerson para dividir a los escritores en dos tipos, los escritores de la vida y los escritores de la literatura, ha traído como consecuencia un inmenso malentendido al hacer pensar que de veras hay escritores que solo escriben porque leen y otros, se supone que superiores, que lo hacen movidos porque han vivido. El propio Borges se colocaba entre los escritores de la literatura porque no había vivido —como si leer fuera acto que se sale del acto mayor de vivir— y ponía como ejemplo de escritor de la vida a Jack London, dado que sus cuentos sobre boxeadores se basaban en sus experiencias como boxeador y sus cuentos sobre buscadores de oro se basaban en sus experiencias como buscador de oro. Pero Borges olvidaba que boxeadores hay y ha habido miles y solo Jack London entre ellos, o Ring Lardner o Hemingway, consiguieron escribir obras maestras sobre el asunto, como hubo millones de personas que se lanzaron a la quimera del oro, y de entre todos ellos solo Jack London logró escribir una obra maestra. ¿Cuál era el secreto? Sencillo: Jack London había leído. Quería ser escritor no porque quisiera contar lo que sucedía en el mundo del boxeo, en los mares del sur o en las minas americanas: quería ser escritor porque se había salvado del tedio de la vida, de la miseria de la vida, gracias a las ficciones. Por lo tanto, es imprudente, cuando no injusto, escamotearle a Jack London su condición de escritor de la literatura: lo es tanto como el propio Borges. A Umbral le pasa un poco lo mismo: el peso de su vida es tan imponente en su propia obra que se diría que pertenece al grupo de los escritores de la vida, porque hizo de ella el tema casi exclusivo de su obra. Pero por fortuna, al revés que en el caso de London, su dedicación a la literatura le permitió desarrollar un yo paralelo en el que el lector que fue desperdigó pistas, esbozó estampas, retrató vidas, se sumergió en obras, que demuestran que sin ellas, sin esa condición de lector que utiliza la literatura de los otros como trampolín para dar el salto de conseguir una voz propia e inconfundible, no hubiera alcanzado la altura que alcanzó.

En la división de Borges, Umbral es de esos autores que podrían igualmente militar en un grupo y en el otro, ser un escritor de la literatura sin dejar de ser un escritor de la vida, porque también supo difuminar como nadie las fronteras entre una y otra. Solo la consciente destilación de muchas voces leídas desde bien pronto, solo la certeza de que la literatura sería una tabla de salvación para construirse mediante la escritura y convertirse en los diversos «yoes» que lo integraron, propició que Umbral se convirtiera en ese verbo que es hoy y al que homenajea Besteiro: un autor que utilizó la intimidad para ir más allá de sí mismo y alcanzar el peldaño más alto de la literatura, que es la poesía, un escritor que no temió utilizar la actualidad para construirse un personaje público del que dejó sobradas muestras en su obra, como tampoco se ahorró utilizar la historia para hacer de unos cuantos episodios nacionales, episodios personales, umbralizando todo lo que caía en el rodillo de su máquina de escribir.

domingo, 21 de julio de 2024

"Los espejos cóncavos" por Sergio Ramírez




Este año se cumple el centenario de la publicación de Luces de bohemia, la pieza teatral de don Ramón del Valle-Inclán, que apareció primero por entregas en 1920, y se estrenó muchos años después, primero en París en 1963, y en España hasta en 1970. Cien años del esperpento.
El protagonista, Max Estrella, un escritor ciego fracasado que peregrina por distintos parajes de Madrid, define con precisión el concepto de esperpento en uno de los diálogos con don Latino, su compañero de jornada: “el esperpentismo lo ha inventado Goya… Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”.
Detrás de los ojos que no pueden ver de Max Estrella, están los de Valle, capaces de penetrar su época a través de la óptica deformada de los espejos cóncavos, en los que se refleja una realidad que por muy grotesca, ridícula o extravagante que parezca, no deja por eso de ser verdadera. Lo trágico en la envoltura de lo risible. Todo viene de Goya, de los monstruos alados de los sueños de la razón, de los disparates que meten el buril en la entraña oscura del poder represor, el poder felón, que es ridículo, prohíbe y manda callar, y lo empuja al exilio.
Disparates, prisiones, suplicios, libertad. “Usted no es proletario”, le dice el preso a Max Estrella en el calabozo donde va a parar; “yo soy el dolor de un mal sueño”, responde. El mal sueño de la razón. La pesadilla de la imaginación. Todo entra en la órbita del esperpento. El poder felón al que Goya pone delante de sus espejos cóncavos, es venal, y lo es desde antes, desde Cervantes: “que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados gruñen más que carretas de bueyes”, dice en La ilustre fregona; y lo sigue siendo cuando Max Estrella entra en el despacho del ministro, su “amigo de los tiempos heroicos”. Llega a pedir justicia porque ha sido reprimido por la policía, y agobiado por la miseria, el ciego termina aceptando dinero “porque soy un canalla. No me estaba permitido irme del mundo, sin haber tocado alguna vez el fondo de los Reptiles”.
La acción de Luces de bohemia discurre cuando España aguanta aún el peso de la restauración, y sobre todo, el peso de la derrota de la guerra de 1898 contra Estados Unidos por la posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, un desastre que marca al país, y marca a la generación de intelectuales de la “generación del 98″: el propio Valle-Inclán, Baroja que creía en las virtudes regeneradoras de las viejas hidalguías castellanas, y Unamuno, que quería enterrarlas. Y Ramiro de Maeztu, quien dirá en Hacia otra España, haciendo un inventario de esperpentos: “este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadores y analfabetos…”.
Es cuando llega Rubén Darío desde Buenos Aires con el encargo del diario La Nación de escribir la crónica de la derrota, de lo que resulta su libro España Contemporánea. La España que él también mira reflejada en los espejos cóncavos, los supliciados de semana santa, “doña Virtudes”, la reina regenta María Cristina, con fama de avara, que los jueves santos lavaba los pies de los mendigos, y los nobles, que, también como una expiación de culpas, les servían luego la comida en vajilla de plata. Todo como en una toma negra de Los olvidados de Buñuel, que viene también de Goya y viene de Valle.
En la semana trágica de 1909, el año de la muerte de Alejandro Sawa, el escritor sevillano a quien encarna Max Estrella, un carbonero alzado en las barricadas en Barcelona sería fusilado por haber bailado con el cadáver de una monja. Otro aguafuerte de la serie infinita de Goya, otro esperpento de Valle-Inclán, otra toma de Buñuel.
La España de los espejos cóncavos que Darío ve es también la del entierro de la sardina, ya la gente olvidándose de la derrota mientras Madrid iba llenándose de más mendigos inválidos de guerra, recibidos con charanga y alboroto mientras estallaban los motines reprimidos a tiros.
Y Valle-Inclán agrega dos esperpentos más, de paseo entre las tumbas de un cementerio. Él mismo, “viejo caballero con la barba toda de nieve, y capa española sobre los hombros, es el céltico Marqués de Bradomín. El otro es el índico y profundo Rubén Darío”.
El último de los poemas de Darío será un poema negro, en que relata una peregrinación fantasmagórica a Santiago de Compostela en compañía, otra vez, de Valle-Inclán.
Una vuelta de tuerca. Porque en Luces de bohemia, otra vez entre espejos en el café Colón, Darío recita para Max Estrella, después de un diálogo sobre la muerte, la última estrofa de ese poema desolado: ...la ruta tenía su fin/y dividimos un pan duro/en el rincón de un quicio oscuro/con el Marqués de Bradomín….

miércoles, 5 de junio de 2024

Pruebas de Diagnóstico

 Quiero dar las gracias más sentidas a la Administración Educativa por habernos hecho partícipes, a los profesores de Lengua y Matemáticas, de una idea genial: las Pruebas de Diagnóstico. Se vienen haciendo desde hace tiempo, pero no había tenido el honor de corregirlas y de colaborar en los eximios procedimientos con que nos ilumina la Administración. Es apasionante tener que corregir estas pruebas justo a final de curso, cuando andamos abrumados por los exámenes finales y la burocracia. Supone un acicate más para nuestra profesionalidad. Sé que lo hacen para aprovecharse de la inercia, no por reírse de nosotros ni por malicia. 

Ahora, eso sí, no comprendo cómo dejan en nuestras manos documentos tan importantes. Ellos saben que somos incompetentes, que no cumplimos ni el mínimo exigido, por eso deberían ser ellos mismos quienes corrigieran estas pruebas. Además, si son necesarias a causa de nuestra ineptitud, ¿por qué ponen la corrección en nuestras manos? Retiro la pregunta, no soy quién para discutir los designios de la divinidad.    

Solo van destinadas para 2º de ESO y, por supuesto, las 36 páginas de ejercicios por alumno van a mostrar de manera más fiable el nivel del alumnado que nuestra observación diaria porque, como la Administración sabe, somos de una incompetencia sublime. Si no se hiciera este balance de diagnóstico, ¿cómo podríamos saber la competencia de los chicos y chicas?, desde luego que, con nuestra práctica educativa no, eso ya nos lo demuestran ellos, los dioses, en todo momento. 

¿Por qué dejan en nuestras manos torpes unos exámenes tan importantes? No nos sentimos dignos de tamaña gracia. ¿Por qué una prueba externa la corregimos los mismos necios que en ningún caso somos de fiar, a causa de nuestras costumbres desidiosas y faltas de rigor? Nuestro departamento de Lengua ha tenido que completar 900 ítems, por supuesto, no nos vemos capaces de comprender los códigos, las calificaciones (0, 1, 2, 9), los métodos empleados en las pruebas, demasiado complejos para nuestro nivel intelectual. Ellos saben que somos unos menguados, que no son fiables nuestras notas finales porque, a pesar de estar con el alumnado durante todo un año, cuatro horas a la semana, nuestras apreciaciones y nuestra labor las acompaña siempre la inopia. ¿Por qué arriesgar los resultados de una evaluación externa, elaborada por sus insignes meninges, a nuestras correcciones? No lo sé, desde nuestra caverna de indigencia mental alabamos a esta Administración, ¿cómo pretender comprender a mentes tan privilegiadas? No, imposible, los bueyes nunca entenderán al boyero.      

jueves, 16 de mayo de 2024

"Rimbaud: pasión por lo imposible" por Rafael Narbona




Yo también soñé con ser un artista adolescente, pero me faltó tu audacia y tu pasión por lo imposible. Yo también senté a la Belleza en mis rodillas y la injurié al descubrir que su rostro era amargo y venal. La Belleza es una prostituta que finge amarte en una pensión barata, susurrándote al oído que nadie le ha hecho sentir algo semejante. Yo también soñé con corazones que se abrían y liberaban ríos de arañas y murciélagos. Yo también soñé con falsas auroras, mañanas irrealizables e improbables reencuentros y no tardé en descubrir que la poesía puede ser un vino agrio, un veneno insidioso, una estrella enferma.

Al releer tus poemas, siento que una copa de cristal estalla en mi garganta. Tus versos son dos amantes que se inmolan en una pira, lamiéndose la piel con una lengua áspera, de perro sediento.

A los quince años ya eras un vidente que anunciaba la seriedad del suicido y la grandeza de las existencias malogradas. A los veinte arrojaste las palabras lejos de ti, asqueado de su triste quehacer. No te interesaba la eternidad ni el nombre exacto de las cosas. No querías ser un poeta laureado, sino un ladrón, un canalla, un forajido, un hombre libre, que se ríe de la moral y el pecado. De niño, paseabas por las calles con un cartel donde se leía: “Muera Dios”. A los dieciséis, ya eras un bandido adolescente, que se había regocijado con el baile de los ahorcados, títeres negros con lenguas cárdenas y ojos de espanto.


Aunque los hombres estaban en guerra, no te interesaban sus querellas. Sentías el mismo desprecio por todas las banderas. La sombra roja de la Comuna de París te deslumbró durante un tiempo, pero enseguida descubriste que no deseabas ser un revolucionario, sino un alquimista, un chamán, un nigromante. Aunque pertenecías a la familia humana, no experimentabas ningún amor por tus semejantes. No apreciabas ninguna diferencia entre obreros y burgueses, proletarios y explotadores, hombres y mujeres. Todos te resultaban igualmente repulsivos.

Escribiste “Yo es otro”, pero el otro solo era para ti una tela de araña, una trampa mortal, un aire negro. Cuando llegaste a París, Victor Hugo afirmó que eras “Shakespeare niño”, pero en realidad eras un Calibán furioso, un caníbal que solo aceptaba la compañía del hachís y el ajenjo. Cuando alguien se acercaba a enseñarte un poema, le escupías en la cara. Verlaine se enamoró de ti y te invitó a su casa: “Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos”.

No apreciabas ninguna diferencia entre obreros y burgueses, hombres y mujeres. Todos te resultaban repulsivos.

Verlaine te acogió con su joven esposa Mathilde Mauté, una “virgen demente”, una doncella de diecisiete años monstruosamente embarazada y acostumbrada a la violencia de un esposo con aspecto de fauno. Enseguida os hicisteis amantes. Enseguida comenzaron las reyertas y las humillaciones. Os marchasteis a Londres, abandonando a Mathilde con su hijo, el triste fruto de un matrimonio aciago. Vivisteis en la pobreza en Bloomsbury y en Camden Town. Cuando anunciaste que te marchabas, Verlaine enloqueció. No era la primera ruptura, pero esta vez tu determinación parecía inquebrantable.

Verlaine te disparó y te hirió en la muñeca. La justicia le envió a prisión, pese a tus súplicas de indulgencia. Después de esa experiencia, renunciaste a escribir, pero no a ser una canalla, un forajido, un hombre sin miedo a pecar y a extraviarse en el último círculo del infierno. Te enrolaste en el ejército holandés para viajar a Java. Desertaste, convirtiéndote en prófugo. Viajaste a Chipre y a Yemen. En Adén, hiciste el amor con las nativas y paseaste por plazas y calles con una abisinia, que te amó sin esperar nada a cambio. En Harar, Etiopía, empezaste tu carrera como traficante de armas.


Te gustaba fotografiarte con rifles y una pipa, sin ocultar tu arrogancia de blanco europeo que no se avergüenza de esclavizar a los pueblos inferiores. Algunos dicen que comerciabas con los nativos, capturándolos en sus aldeas y vendiéndolos a los capitanes de barco que se dirigían a la joven América, donde les aguardaban las plantaciones de algodón y los capataces brutales. Hiciste una pequeña fortuna, pero tu rodilla derecha era un árbol enfermo, que propagaba el cáncer por tus huesos.

Regresaste a Marsella y te amputaron la pierna, pero ya era demasiado tarde. Tu hermana Isabelle te cuidó durante largas semanas. Mientras agonizabas, dibujó tu rostro una y otra vez. Ya no eras un joven hermoso, sino un hombre de 37 años con los días contados. “Dentro de poco yo estaré bajo tierra y tú caminarás bajo el sol”, le dijiste a Isabelle, aceptando que un capellán absolviera tu alma sufriente y desfallecida. Ya conocías el infierno y te preguntabas si existía el paraíso.

Nunca ocultaste tu arrogancia de blanco europeo que no se avergüenza de esclavizar a los pueblos inferiores

Tal vez el miedo se apoderó de ti en el último momento, pero nunca buscaste la paz ni la fraternidad. Ser otro no significó para ti adentrarse en el otro, sino liberarse del yo para bailar ebrio y desnudo. El amor siempre te pareció una farsa, un viaje estéril por la carne. Tú único anhelo era desordenar los sentidos y atisbar lo incomprensible. No creías en Dios, pero sí en tus iluminaciones, que hablaban de relámpagos y vigilias, lejanías y confines, albañales y cimas. Sabías que el yo no piensa ni escribe. Nos escriben y nos piensan los otros. Nunca presumiste de hombre civilizado.

Eras un bárbaro que festejaba la sangre y los cielos llenos de pavesas escupidas por ciudades en llamas. Descubriste el color de las vocales y el estridor del silencio. A veces he envidiado tu vida y tu muerte, tus poemas precoces y tu prematuro exilio del mundo. ¿Dónde estás ahora? ¿En el infierno, reconciliado con la Belleza y con la risa de los niños? ¿O sigues con nosotros, escuchando la fanfarria atroz de este tiempo de asesinos? Siento tu presencia cuando escribo, pero no es una compañía benévola, sino una mirada feroz que celebra el vértigo de no ser.

martes, 16 de abril de 2024

"Escribir para la posteridad" por Rafael Narbona




Cuántos escritores trabajan hoy pensando en la posteridad? ¿Es un planteamiento razonable acumular páginas pensando en el mañana? ¿Acaso no es cierto que todo se lo lleva el viento? Poco antes de morir, Javier Marías me comentó que no se hacía ilusiones sobre el porvenir. El destino de casi todos los escritores es sumirse en el olvido.

Solo un puñado de nombres se libran de esa caída en la insignificancia: Cervantes, Shakespeare, Dante, Goethe. Ni siquiera podemos asegurar que se seguirá leyendo a Thomas Mann dentro de cien o cincuenta años. Hace poco, el editor de un prestigioso sello me reconocía que hoy en día sería muy difícil publicar una novela como La montaña mágica, pues su trama lenta y morosa, salpicada de disquisiciones filosóficas y apuntes líricos, no atraería a muchos lectores. Podría decirse lo mismo de grandes clásicos como El hombre sin atributos, de Robert Musil, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, El proceso, de Franz Kafka o El sonido y la furia, de William Faulkner.

Los lectores ya no quieren romperse la cabeza, especulando sobre temas como la soledad, el tiempo, la identidad, la memoria, la belleza, el bien o la muerte. Se ha impuesto la estéril e inane filosofía del “carpe diem”. Aprovecha el momento, disfruta del presente, no mires más allá, pues nada nos aguarda. El ser humano es una pasión inútil, un ser-para-la-muerte. El mundo comenzó sin nuestra especie y finalizará sin ella. “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Corintios 15:32). O, en su defecto, leamos cosas ligeras y amenas.


¿Por qué preocuparse por la posteridad? Cuando acontezca, no estaremos allí para verla. Solo seremos polvo y no polvo enamorado, sino un residuo miserable. El tiempo vuela, especialmente en la época de la revolución digital, con su bombardeo ininterrumpido de novedades. Los libros nacen y mueren enseguida. Apenas duran unas semanas en los expositores de las librerías. Son materia fungible, una onda de vida efímera. La posteridad no importa. Solo cuentan las ventas. Un autor no existe -o existe de forma pálida y difusa, como la sombra del padre de Hamlet- hasta que vende miles de ejemplares. El éxito es la varita mágica que imprime vida al creador de ficciones o ensayos. Los premios añaden espesor, consistencia, relumbrón.

No importa que se negocien de forma venal. O que se concedan para otorgar lustre a la entidad que los concede. Hace tiempo que los premios dejaron de ser una apuesta por la excelencia. El caso de Carmen Laforet, galardonada con el primer Nadal cuando era una joven desconocida, pertenece a un pasado ingenuo y quizás irrepetible. Se olvida que la escritura nació con vocación de permanencia. Como advirtió Platón, su propósito era neutralizar los estragos del tiempo. Carecía del dinamismo del diálogo, pues la interlocución se convertía en un fenómeno diferido, pero salvaba del olvido.


Gracias a las obras de Platón, Aristóteles y otros filósofos, seguimos en contacto con Atenas. El Antiguo y el Nuevo Testamento nos mantienen conectados con Jerusalén, y Séneca, Marco Aurelio, san Agustín y Boecio nos abren las puertas de la cultura latina. Atenas, Jerusalén y Roma configuraron eso que llamamos cultura occidental. Después, vendrían el Renacimiento, la Ilustración y el Romanticismo, completando lo que somos. Si nadie escribe para la posteridad, si los autores y las editoriales solo piensan en el éxito, que solo es una fugaz pompa de jabón (¿quién recuerda hoy en día a José María Gironella, Vizcaíno Casas o Alfonso Paso?), algún día no sabremos quiénes somos, de dónde venimos ni hace dónde vamos. De hecho, esas cuestiones ya empiezan a pesar muy poco.

Que los muertos no resuciten no es un motivo para desentenderse de la posteridad. Trascendemos nuestra condición de individuos aportando nuestro sello personal al caudal del tiempo. El devenir solo se vuelve fructífero cuando surgen obras que garantizan la comunicación con el pasado y renuevan nuestra perspectiva de las cosas. Sin Homero, no entenderíamos tan bien lo que significa el regreso al hogar. Todos necesitamos una Ítaca que nos libre del desarraigo. Sin Cervantes, no advertiríamos que el fracaso puede ser un éxito, pues el hidalgo apaleado y escarnecido es un ejemplo universal de nobleza y dignidad.

Muchos interpretan el ocaso de las religiones como un triunfo del progreso y la razón, pero su declive ha acarreado desafecto hacia el porvenir. Si la muerte térmica es el inevitable futuro del cosmos y no hay nada más, ¿cabe otra alternativa que el nihilismo y el desapego? “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. En el caso de los escritores, además de comer y beber, se impone vender libros, ganar premios, acudir a El hormiguero y, en algunos casos, aparecer en la prensa del corazón.

George Steiner afirmó que si algún día desaparecía la pregunta sobre Dios, el arte se degradaría a mero entretenimiento, sin ningún vínculo con la verdad y la belleza. Parece que nos acercamos a ese punto. Solo se me ocurre una forma de resistencia contra esa triste deriva. Releer a poetas esenciales, como Czesław Miłosz, que escribió:


¿Qué clase de poesía es aquella que no salva
Naciones o pueblos?
Una conspiración de mentiras oficiales.
Una tonadilla de borrachos cuyas gargantas serán cortadas de inmediato,
Una conferencia para señoritas.
He deseado la buena poesía sin saberlo,
He descubierto, ya tarde, su saludable objetivo.
En ella y solo en ella, encuentro salvación.

Entiendo que estos versos no conmoverán a los que piensan que no hay salvación posible y que lo único sensato es comer, beber y, si es posible, no pensar el futuro ni en el ayer. Sin embargo, yo aprecio en ellos la grandeza que se presupone a la literatura.

Fragmento de "Dostoievski y el Cristo de Holbein" por Rafael Narbona



(...) La cultura se ha sumado a la industria del entretenimiento. Se ha cumplido la profecía de T. S. Elliot en La tierra baldía. Escéptico y desencantado, el ser humano se ha refugiado en los pasatiempos banales, obviando cuestiones como el sentido de la vida, el origen del mal o la existencia de Dios. Aunque intentamos no pensar en la muerte, la idea de que no hay nada más allá, nos ha hecho olvidar la obligación de sembrar hoy para que fructifique mañana. Eliot invita a recobrar la costumbre de convertir el presente en un suelo fértil.
No debemos olvidar que si la semilla no muere, no produce fruto. Para que la tierra deje de ser un yermo, debemos fijar la mirada en lo terrible y comprender que la vida se gesta en sus turbulencias. Dostoievski escogió como epitafio un versículo de san Juan: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto”. Me atrevo a aventurar que el Cristo de Holbein inspiró esa elección. La muerte suscita espanto, pero también esconde una promesa de vida.

lunes, 28 de agosto de 2023

"El buen europeo no tiene casa" por Jorge Freire




Nacido en Praga el 4 de septiembre de 1875, a Rainer Maria Rilke lo llamaban «el buen europeo». Por un lado, escribía en alemán y en francés; por otro, vivió en medio centenar de domicilios a lo largo y ancho del continente. El sentimiento de desarraigo lo acompañó toda la vida.

¿Es la infancia, como reza su frase más sobada, la única patria del hombre? La suya no fue especialmente feliz. Después de morir su hermana, su madre se empeñó en vestirlo de niña hasta los siete años, compensando con un exceso de mimos el fracaso de su matrimonio; a los once años, su padre lo envió a la academia militar, tratando de resarcirse del fracaso de su propia carrera en el ejército, lo que le proporcionó un «abecedario de horrores».

Pasó un año en Múnich, recién iniciada la veintena, so pretexto de terminar la carrera, cuando ya abrigaba el barrunto de que la poesía iba a ser su única ocupación. Allí conoció a Lou Andreas-Salomé, la mujer más determinante de su vida, que le sugirió que se psicoanalizase, buscase un empleo y se volviese, en resumidas cuentas, una persona normal. Fue Lou quien germanizó su nombre natal, René, como Rainer Maria. Nadie lo marcó tanto. Hasta su letra, que era inclinada y abigarrada, pasó a ser redondeada y clara, como la de ella.

Después vino el viaje a Italia, consignado en un Diario florentino que solo puede entenderse como prenda de amor, y la llegada a Berlín, donde vivía ella con su marido. Durante esos meses cruzaron bosques poblados de gamos y corzos, caminando siempre descalzos, tal y como prescribían las enseñanzas del doctor Andreas, con quien Lou llevaba casada una década, acaso sin consumar jamás el matrimonio.

Decía el poeta y filósofo Valverde que Rilke era un germano muy eslavo, y lo cierto es que no sintió lo que era la patria hasta que no franqueó la espesura de la taiga. En Rusia conoció al pintor Leonid Pasternak (su hijo, Borís, quien por entonces tenía nueve años, pero que, andando el tiempo, alcanzaría fama mundial por El doctor Zhivago, nunca olvidaría el encuentro) y a León Tolstói, con el que no terminó de entenderse. No debía de ser fácil el trato con el hiperestésico Rainer, presa de la abulia y de los bandazos somáticos de la creación poética (cada pieza que terminaba lo dejaba exánime); basta imaginar su estampa con el cuaderno de apuntes en el bolsillo de su chalequito de satén abotonado hasta el cuello para hacerse una idea de su carácter pintoresco. Pero siempre hay un roto para un descosido y hasta el propio Rilke, quintaesencia del desarraigado, halló una tierra en la que podría haber echado raíces.

Cuando llegó a París en 1902, con la intención de conocer al escultor Auguste Rodin, se encontró una ciudad llena de hospitales y moribundos. La experiencia le surtió de material para una novela que tituló inicialmente Diario de mi otro yo y que terminó convertida en esa obra fronteriza que es Los apuntes de Malte Laurids Brigge, un totum revolutum, compuesto de excursos filosóficos, bosquejos de poemas en prosa y anotaciones inclasificables. Por sus páginas desfilan santos, poetas y reyes locos. Después del Malte, Rilke sintió que ya estaba todo dicho, y hasta barajó la posibilidad de dejar la escritura y hacerse médico. Pero, en realidad, abandonó otras dos cosas: la prosa, que nunca volvería a retomar, y París; la Gran Guerra, que lo sorprendió en Alemania, le impidió volver a la Ciudad de la Luz.

A renglón seguido vinieron Capri, Venecia, Múnich y, por supuesto, el castillo de Duino. Después de más de una década documentándose, su travesía a España tenía que ser «el viaje de los viajes». Llegó a Toledo siguiendo el rastro del Greco y se llevó un chasco, pues la ciudad no se ajustaba a sus ideas preconcebidas. De su estancia en Ronda extrajo alguna que otra inspiración: por ejemplo, una cancioncilla infantil que escuchó en un convento de monjas y que, diez años después, escribiendo los Sonetos a Orfeo en la torre de Muzot, en el cantón suizo del Valais, le vendría súbitamente a las mientes e inspiraría el soneto XXI.

Son bien conocidas las reservas con que Rilke manejaba sus lances amorosos, tentándose la ropa antes de exponer sus sentimientos y haciéndose la víctima en muchas ocasiones. Hasta la princesa de Thurn y Taxis, propietaria del castillo de Duino, el fortín a orillas del Adriático donde Rilke escribió sus célebres Elegías, desistió de sus tentativas de emparejarlo con alguna joven triestina cuando, con cara de suplicio y lágrimas de cocodrilo, el «trasnochado donjuán» alegó que, si veía con frecuencia a la misma chica, corría el riesgo de acabar convirtiéndose en su esclavo. Su relación con Lou lo atestigua. Por eso es sorprendente que rompiese con tanta determinación su matrimonio con Clara Westhoff, con la que había tenido una hija siendo ambos muy jóvenes. Pero tiene su lógica si entendemos que, para Rilke, la literatura era una suerte de sacerdocio. «Si puedes vivir sin escribir —decía en sus Cartas a un joven poeta—, no escribas». La trashumancia era, al parecer, condición de posibilidad de la escritura.

Cuesta encontrar una gran ciudad europea en la que el «buen europeo» no residiese. Resulta paradójico, en consecuencia, que su viaje más determinante fuera un paseo breve. Una mañana de enero de 1912, bajando desde el castillo de Duino por el barranco que conducía a la playa Sistiana, en la costa adriática, Rilke escuchó una voz en su interior inquiriendo una pregunta: «¿Quién, si yo gritara, me escucharía en los celestes coros?». Pasaron diez años hasta que, presa de la inspiración, escribiese en unas semanas las Elegías de Duino, que se inician con dicha frase. Curiosamente, no las compuso en el castillo, sino en la vieja cabaña del guarda, en el interior del bosque, con la sola compañía de una mesita y una butaca.

Desconocemos en qué celestes coros pensaba el «buen europeo». Para algunos, se inspiraba en el «ángel meridiano» de la catedral de Chartres, al que había dedicado el primer grupo de sus Nuevos poemas; para otros, en el «ángel terrible» de la puerta del infierno, obra a la que su maestro Rodin dedicó treinta y siete años y que aun así dejó sin terminar; y, para otros, en las pinturas del Greco. Unos señalan la semejanza con el daena de la religión zoroástrica, y otros, con el malak coránico. Su identidad nos es indiferente, pero su figura, convertida en tópico, cae sobre la poesía de Rilke como una losa, y conduce a innumerables lecturas tópicas y simplificadoras. Fue Heidegger quien afirmó en «¿Y para qué poetas en tiempos de miseria?», ensayo contenido en Caminos de bosque, que la tarea del poeta es «prestar atención al rastro de los dioses huidos» y «preservar todavía la huella de lo sacro». Puestos a simplificar, uno diría que la obra de Heidegger, acaso el filósofo más importante del pasado siglo, no es más que una nota al pie de la poesía de Rilke.

Si nos resulta lejano el tiempo bíblico en que podíamos ver a los ángeles no es porque estos hayan huido, sino porque, al no resistir su presencia, hemos dejado de verlos. Como se lee en El libro de horas: «A dónde se han ido los días de Tobías, / cuando uno de los ángeles más deslumbrantes, / de pie junto a la sencilla puerta de la casa, / y algo disfrazado para el viaje, dejó de ser terrible». Según Henry Corbin, el mundo occidental perdió a sus ángeles cuando el mecanicismo cartesiano nos escindió en cuerpo y mente, condenándonos a andar sin rumbo, «en el vagabundeo y la perdición». Para el poeta Keats, la filosofía recortó las alas del ángel; de ahí que lamentase en su poema Lamia que se hubiera destejido el arco iris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo.

La retórica del «desencantamiento del mundo», por decirlo con Weber, hunde sus raíces en una larga tradición surgida al rescoldo de la Revolución Industrial. No han sido pocos los autores que, desde entonces, han tratado de convencernos de que el precio del progreso es la pérdida del sentido. Argumentan que la misma técnica que nos ha permitido medir y pesar el mundo es la misma que nos distancia de él, convirtiéndolo en una suerte de mariposa clavada en el alfiler, fácilmente analizable pero carente de vida. Toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Abierta la tramoya de par en par, contemplamos las bielas y los pistones que accionan el decorado, y, en ese momento, el misterio se desvanece. Pero Rilke, a despecho de lo que sostienen muchos de sus exégetas, no es el enésimo defensor del desencantamiento, sino todo lo contrario.

Como nos sugieren sus versos, acaso el desarraigo sea la condición natural del ser humano. Dice la séptima elegía: «Cada giro apagado del mundo deja tales desheredados, / a quienes no les pertenece lo anterior ni todavía lo próximo. / Porque también lo próximo es distante para los humanos». Dos décadas atrás había escrito en «Día de otoño», incluido en El libro de las imágenes: «Quien ya no tiene casa, no la construirá. / Quien ahora está solo, lo estará mucho tiempo». Pero la obra de Rilke, como no nos enseñan las Elegías, sino su relativa continuación, los Sonetos a Orfeo, no es sino una tentativa de ofrecer un nuevo arraigo.

¿No fue la búsqueda de un sustrato firme, un arraigo que la cosmopolita Praga le había negado, lo que lo movió a afirmarse descendiente de una noble estirpe establecida en la región de Carintia en el siglo XIII, proclamando así sus vínculos con lo habsburgués? Su apellido procedía, en realidad, de unos campesinos llegados a Bohemia cuatro siglos más tarde, pero esto no le impidió grabar en su tumba un escudo de armas inventado por él mismo. No es casualidad que el árbol genealógico descrito en el soneto XVII (las ramas se quiebran, sin embargo, todavía. / Pero apenas llegada una arriba, / ella se curva en forma de lira) adoptase la forma del instrumento de Orfeo. ¿Hay raíces más vigorosas que las que riega «el dios-río de la sangre»?

Arraiga quien percibe la melodía órfica que lo incluye todo, tanto a los vivos como a los muertos. «Un dios lo puede. Pero, dime, ¿cómo / podrá seguirlo un hombre por la angosta lira?». Mirando al lado en sombra. La poesía de Rilke, que es una afirmación radical de la existencia, agarra al lector de la solapa y le conmina a dejar huir del sufrimiento, aceptándolo por completo; a acoger la percepción de los sentidos en el espíritu y lo invisible en lo visible. Como reza el celebérrimo final del soneto XIX: «solo el canto sobre la tierra / santifica y celebra».

En resumidas cuentas, arraiga quien se afianza en lo profundo. «Quien sepa de las raíces del sauce —dice el soneto VI— será más apto para doblar sus ramas». Orfeo, merced a su sacrificio, permite que oigamos su melodía. «Y todo calló. Pero aún en el callar hubo / un nuevo comienzo, un cambio, una señal». Solo tras la muerte vibra la lira: tras la muerte del propio músico, desmembrado por las ménades, ofendidas por sus constantes desaires, en efecto; pero también antes, tras la muerte de Eurídice, a la que ve morir dos veces. «No temáis sufrir y lo que pesa / devolvedlo pues al peso de la tierra». Acaso la trascendencia se dé en vida, y no después de la muerte, pues el sujeto se trasciende a sí mismo no con su propia muerte, sino con la de los que lo rodean.

Ahora bien, ¿cuánta verdad —por decirlo con Nietzsche— puede afrontar el espíritu? «No es que tú puedas soportar / la voz de Dios, ni mucho menos. Pero escucha el soplo, / el mensaje incesante que se forma en el silencio». ¿Cómo? Mirando como el ángel. Es decir, abriendo los ojos de par en par y mirando al interior («En ningún lugar, amada, habrá mundo si no es dentro»). Recuérdese la respuesta de Rilke al poeta en agraz que le pregunta por la calidad de sus versos: «Mira usted hacia fuera, y eso, sobre todo, no debería hacerlo ahora. Nadie puede aconsejarle, ni nadie, ayudarle. Hay solo un único medio. Está en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo del corazón».

Rilke vivió por y para la poesía. La rosa, que es la flor de los poetas, le enseñó que no hay frontera entre apariencia y realidad, como no la hay entre cuerpo y vestido: «pero cada uno de tus pétalos evita / y al mismo tiempo niega toda vestidura». Carácter es destino: fue precisamente la espina de una rosa lo que puso término a su vida. Una mañana de octubre de 1926 quiso cortar una rosa para una amiga egipcia y se pinchó con una espina; la herida se infectó y, para Rilke, muy débil por la leucemia, eso fue fatal. En su epitafio se puede leer: «Oh, tú, rosa, pura contradicción, placer de no ser el sueño de nadie bajo los párpados». Pura contradicción, en efecto, por la que el buen europeo no tiene casa.