domingo, 31 de julio de 2022

Páncreas 4

Más de dos semanas en el hospital. Lo peor es la falta de esperanza, la sensación de que uno está aquí cuidando a la moribunda, temiendo que se acabe en cualquier momento. Ella ya no es ella. Nada tiene que ver este cuerpo famélico, derrengado, de hueso y piel de cartón, con aquella mujer de firme carácter y cuidado aspecto. Ella ya no es ella, es otra. Un pobre saco de huesos, que apenas come, solo líquidos y algún yogur; que apenas hace ruido, salvo los gemidos que anuncian que el efecto de la morfina ha bajado. Intento sentarla al borde de la cama, permanece ahí un momento, el justo para darle unos sorbos a una taza de leche y vuelve a su refugio, la cama. Se tumba en ella esperando que nadie la moleste, que nadie estorbe sus últimas horas en este mundo. Más de dos semanas y lo peor es saber que el ser humano es capaz de resistir hasta la extenuación, que pueden ser meses los que pasemos aquí, contemplando la degradación de su físico y de su mente. Porque la carga de morfina empieza a trabarle la lengua y empieza a desvariar, a no situar el momento del día, a desorientarse con facilidad. A veces pienso que sería mejor que perdiera del todo la consciencia, de qué le vale conocer la realidad del momento si no es para martirizarse aún más. ¿Para qué vivir así? Todo es triste, patético, humillante: ponerle la cuña para que orine; hacerle un enema para que no reviente; quitarle el pañal; lavarle el cuerpo con una esponja jabonosa; abrazarla con cuidado para subir su cuerpo frágil a lo más alto de la cama, porque se desliza intentando desaparecer entre las sábanas. El cáncer la está devorando. Las enfermeras la tratan con mucho mimo, como si fuera una niña desvalida, conocen su diagnóstico y se les nota la lástima y la misericordia en sus gestos. Saben que lo único que se puede hacer por ella es aliviarle el dolor, solo eso. En la habitación suena el pitido lánguido de los aparatos médicos, la respiración, el gemido de ella y un silencio sepulcral que solo rompen las enfermeras y auxiliares cuando entran con la prisa de muchos pacientes por atender. Ella no es ella, es una caricatura lastimosa de una mujer con la que he vivido más de 35 años. 

sábado, 30 de julio de 2022

Páncreas 3

La angustia de las noches de dolor. Postrada en la cama, recibe el chute de morfina. Hace efecto de forma instantánea y la sume en un sueño profundo, silencioso. Yo, a su lado, desde el sofá, intento dormir, pero, a veces, me supera la angustia de saber que en poco más de tres horas volverá a gemir. El efecto de la morfina se diluirá y el cáncer morderá de nuevo con impiedad las entrañas de Eva. La vida se reduce entonces a periodos de cuatro horas en los que prima la ansiedad de saber que el calmante no es continuo. Los pocos momentos en que ella renace sin dolor los ocupa en dormir (el sufrimiento es agotador). Solo podemos hablar, intercambiar pareceres durante unos breves instantes a lo largo del día. Como si ella solo estuviera presente durante un momento en la habitación. El resto del tiempo lo paso con un ser indefenso, aterido por el padecimiento, con un gemido tenue, apagado, casi un arrullo de paloma, que suena tan terrible como el chirrido de un sarcófago. Apenas come, el dolor no le deja alimentarse. Se le palpan las costillas y la musculatura ha desaparecido en casi todos sus miembros. Cuando la lavan y le cambian la ropa de cama, es tan liviana que apenas ofrece resistencia a las auxiliares. Su fragilidad es tan estremecedora que da miedo abrazarla por si se quiebra. Es una pieza de vidrio que ya no está aquí, que ya no es nuestra.  

viernes, 29 de julio de 2022

Palacio de las Dueñas

El Palacio de las Dueñas expone bien a las claras las dos Españas de las que Machado hablaba: la del poeta del pueblo, con su recuerdo infantil de hombre bueno y la de esa aristocracia vana que llevó a la desgracia al país, como él mismo profetizó. La familia más representativa de esa casta, los Alba, son los dueños del palacio. Como una gracia de los poderosos, permiten que el vulgo visite los jardines y algunas de las estancias. Los toros, los caballos, las vírgenes, la España de Frascuelo y de María, de la que Machado renegaba, está bien representada en cada una de sus habitaciones. Los retratos de esa gente ridícula y haragana, que tanto detestaba el poeta, pueblan las mesas y las paredes. Hay que salir a los patios para recordar a Machado, para aspirar sus versos, para oler los limoneros, para desprenderse de ese hedor a braguero y a sillas de montar. Hasta el tonto por excelencia de la última pandemia aparece en sus paredes. No, el interior del palacio de las Dueñas no representa al poeta. Solo sus fuentes, los pájaros, la naturaleza reviven su infancia. La melancolía del agua, las galerías, las buganvillas, la sombra fresca, contrasta con la barahúnda mostrenca, con el moho, con la rebaba hedionda del señorito inútil, al que tanto aborrecía el poeta.  

Páncreas 2

El dolor es un carroñero voraz que no suelta a la presa una vez que ha olido la sangre enferma. Se ceba con ella, la retuerce, la hace gemir, sin ninguna piedad. El dolor se agarra a su vientre y a su espalda, a todo lo dañado, a sus debilidades. Ella no quiere despertar porque sabe que, en cuanto lo haga, se lanzará a por ella sin compasión, para hacerla gemir, para hacerla retorcerse en la cama. Ni siquiera la morfina es ya suficiente. Va comiéndole horas a su efecto hasta dejarla sin apenas respiro. Ella gime, leve, como un bebé moribundo, sin fuerzas, sin aliento, sin ganas de ver la luz. Hay que cerrar las cortinas, apagarlo todo e impedir el paso a la habitación, porque ella cree que así ahuyentará al dolor, lo ocultará en la oscuridad del sueño. A veces funciona, durante muy poco tiempo. El carroñero se burla con crueldad, se detiene un instante y vuelve con más fuerza para retorcerla en la cama, para recrearse en su sufrimiento. Ella solo vive ya para huir de él, del carroñero que tiene dentro, del animal que la devora poco a poco, con delectación y crueldad mayúsculas. Apenas le permite comer, porque, durante los pocos momentos en que la libera, ella prefiere esconderse tras el sueño, asustada, agotada, exhausta. Nadie lo ha vencido nunca en estas circunstancias: cuando la corrupción de los órganos se ha generalizado, cuando todo está devastado por la enfermedad, surge el animal más despiadado, más horrible, más sanguinario: el dolor, el asfixiante y apabullante dolor, acompañante inmisericorde del cáncer de páncreas. 

jueves, 28 de julio de 2022

No ser

Ser plaza, ser piedra, árbol, sombra, paloma, azulejo árabe, ser recuerdo solamente. Ser parte insensible de la ciudad, ser arbusto, sillería, naranjo, pináculo, no sentir la congoja en cada rincón del barrio de Santa Cruz ni la llaga de la ausencia. Ser "aire inmortal, piedra inerte", ser ceniza como ella. Servir solo para el asueto y el solaz del turista. No escuchar a los guías, no pensar en que ella ya no está. No ser, no sentir, sombra fresca contra la canícula, sombra fresca contra la angustia. 

Barrio de Santa Cruz

Una brisa dulce, una sombra acogedora. Los turistas en bandadas, llegan, vomitan y se van. Se van y retorna el silencio, el zureo de las palomas, el brazo amoroso que mece la plaza Elvira en el barrio de Santa Cruz. Vuelven, hacen dos, tres, cuatro fotos con el móvil, oyen la explicación sobre la casa de don Juan Tenorio y siguen al cabestro. Yo también lo he hecho, tampoco está tan mal, pero es más intensa la sensación que producen la pausa, el sosiego, el silencio, el banco de cerámica andalusí, el embelesamiento. Absorber la suavidad de Al-Ándalus, la galbana de la canícula, con el alma, sin piernas.  

Páncreas 1

Abro los ojos, me despierto y mi única obsesión es que ella siga durmiendo todavía, con la esperanza de que el dolor no la desgarre. El sueño como refugio del padecimiento. Los parches de morfina sirven para evitar la realidad, para vadearla. Dormir junto a alguien que sufre, junto a alguien que está siendo devorada por un cáncer implacable, es como sentir la enfermedad a tu lado, latente, siempre dispuesta a morderle las entrañas; como yacer junto a un perro rabioso sin saber cuándo va a clavar la dentellada hiriente o mortal. 

Le duele la espalda, el vientre, los riñones, le duele todo. Los ojos se le vidrian y no parece ella cuando habla. Un hilo de voz más agudo que el habitual, como de niña, sale de su boca, pide agua fresca, otra pastilla, "no, comida, no", un bálsamo que le apague el fuego que la abrasa. Quienes pelean contra un dolor así se ven obligados a olvidarse del mundo, se abstraen de la realidad que les rodea, no quieren leer, ni ver la tele, ni oír a nadie, solo se nutren de silencio y oscuridad. Molestan las persianas subidas, las voces de los visitantes, la vida. Es como si ya estuvieran enganchados en el otro lado, como si la realidad les fuera ajena. "Dejadme en paz, ¡mecagüendiós!", fue una de las últimas expresiones de mi padre antes de morir. La moribunda se encuentra ya en un estadio como de ensueño, más allá de lo utilitario, de lo sensual. Si te fijas bien, sus ojos, aunque abiertos, no observan la ropa de la cama, ni el armario, ni al familiar que acaba de entrar en la alcoba, no. Una mirada extraña, profunda, vidriosa, nos avisa de que esos ojos escrutan, hacia adentro, la nueva condición de su estado. Los moribundos no están con nosotros, se ausentan ante el abismo: "¡Qué solos se quedan los muertos!", decía Bécquer. Aún más solos quedan los moribundos.     

lunes, 25 de julio de 2022

Despedida

Eva ha sido mi compañera durante más de treinta y cinco años, mi amiga, mi confidente, mi amante, mi colega de viajes, mi páncreas. Sí, mi páncreas, porque ella era la que con sus ácidos hacía digeribles mis actuaciones. Yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién estoy citando). Era alto, muy alto y, ahora, soy bajo, muy bajo y tremendamente limitado. Tenía un carácter arrollador, una belleza atronadora, una rectitud apabullante, no como yo, blando y desordenado. Yo era el residuo de su páncreas, el flujo de su deseo, el resultado de su lubricante. Me estaba preparando para la prueba final, para su páncreas, porque era ese hijo de puta y no otro el que ha provocado su desgracia. Setenta y cuatro días malditos, setenta y cuatro días de desgracia, setenta y cuatro días en los que ella ha sufrido más de lo que debe sufrir un ser humano. Yo intenté sostenerla porque tenía su fuerza, sus registros. Su páncreas se agrietó, consintió que un monstruo letal lo asolara y acabara con ella. Su páncreas la traicionó cuando ella era mi páncreas, yo era alto porque ella me veía alto (y no sé a quién cito). Un páncreas que me protegió, que me irradió sus ácidos desde hace más de treinta y cinco años. Un páncreas mío, tan solidario como traicionero ha sido el suyo. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Nadie, ni el malvado más retorcido, podría haber inventado un final tan infeliz para ella. Reviente la naturaleza y reviente el mundo. Ahora soy muy bajito, mucho, muy bajito, porque ella no está, porque ella me pensaba alto y yo, al sentir su pensamiento, me veía alto (y no sé a quién cito). Muy bajito, tanto, que puedo susurrar en su tumba lo mucho que la necesito.  

viernes, 22 de julio de 2022

Los rencores de Cervantes

Cervantes escapa por la ventana, con mucho sigilo, amparado por la oscuridad y el cierzo de marzo. La campana de la iglesia le encoge las tripas, detiene su huida por un instante. Se ha roto el silencio de la calle y la confianza de Miguel. Se caga en todos los santos y también en el sacristán que, de madrugada, ha tirado de la cuerda para avisar a todo el pueblo que son las cinco de la mañana. Cervantes resbala en la sillería de la fachada y escucha un tintineo de espadas que termina por acongojarlo. Cae en el empedrado y sobre él, antes de incorporarse, se abalanza un hombre embozado que lo insulta e intenta acuchillarlo con rabia. Cervantes esquiva los mandobles, se estira, no se nota herido por la caída e intenta escapar con los gregüescos enrollados en el brazo. Una mano recia lo agarra del pescuezo, lo devuelve a la piedra y le revienta las narices y los belfos. Después, el agresor, lo bautiza con agua envenenada: "hideputa", "así te hubieras podrido en la cárcel de Sevilla", "robacarnes", "fiduciario". El agresor huye, temeroso de que los cuadrilleros de la Santa Hermandad lo detengan y lo enmaromen. Cervantes se sorbe la sangre de la nariz y traga el jarabe, entre dulce y amargo. La jornada había sido buena hasta que saltó por la ventana. Nunca, en todas las noches de su vida se le había dado tan bien en casa ajena. La señora era dulce, olía a ámbar y a pan pintado. Nunca, en todas las noches de su vida, se había topado con el palo y la espada casi en cueros, medio desnudo. Había salido con premura de la casa, al aviso de la señora que retozaba a su lado. Los ruidos del portal eran indicio de que su marido había vuelto de improviso. A Miguel se le removió el rencor. Cuando se llegó hasta el morral de la mula, desembauló el manuscrito de su Quijote y borró el nombre del pueblo del que partía su protagonista en busca de aventuras. No, no iba a hacer famoso a ese lugar de La Mancha en donde tantos golpes había recibido, por muy sabrosas que fueran sus mujeres, por muy silenciosas que fueran sus calles.        

jueves, 21 de julio de 2022

"Noticias que nos traen las novelas" por Juan Gabriel Vásquez




En uno de sus muchos ensayos extraordinarios, ¿Cómo deberíamos leer un libro?, Virginia Woolf dice, palabras más o menos, que leer una novela es un arte difícil y complejo: el lector ha de ser capaz de una percepción muy fina, pero además de grandes audacias de la imaginación, si quiere hacer uso de todo lo que el novelista le puede dar. Me gusta todo en estas líneas: me gusta la defensa de la dificultad, que no es popular en nuestros tiempos, y me gusta la audacia aplicada a la imaginación (ya que no todas las imaginaciones son iguales); pero sobre todo me gusta el concepto de “hacer uso” de lo que ofrece el novelista, pues contradice el lugar común, que cada día me resulta más irritante, de que la ficción no sirve para nada: de que su importancia, si es que le reconocemos una, es la importancia de las cosas inútiles.

Pues bien, hace unos meses, en un festival de Lancaster, tuve la oportunidad de defender la convicción contraria, y creo haber recordado el ensayo de Woolf para poder hacerlo. Dije que los lectores, o cierto tipo de lectores, usamos la literatura; que la usamos como se usa una herramienta, y que la pregunta más bien debería ser: ¿para qué la usamos? Una respuesta posible es que la usamos como fuente de información o de conocimiento, para saber cosas que no podrían saberse de otra forma o para obtener lo que Javier Marías llama reconocimiento: la literatura como forma de “saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía”. He olvidado dónde encontré por primera vez estos versos de William Carlos Williams, pero sé que no soy el primero en traerlos a colación para defender la misma idea. La traducción es mía:

“Mi corazón se levanta

pensando en traerte noticias

de algo

que te concierne

y concierne a muchos hombres. Mira

lo que pasa por lo nuevo.

No lo encontrarás allí

sino en

poemas despreciados.

Es difícil

obtener noticias de los poemas

pero cada día los hombres mueren infelices

por falta

de lo que allí se encuentra”.

Los poemas como portadores de noticias: lo mismo puede decirse de las novelas, y acaso con algo de filología. Salvo algunas excepciones, como el español y el inglés, la mayor parte de Europa se refiere a las obras largas de ficción en prosa con una palabra derivada de romanice, que en latín medieval (esto me informan mis diccionarios) describe la lengua natural o común por oposición a la lengua escrita de los eruditos y las élites. Esta pequeña intuición etimológica me complace, debo confesarlo, porque refleja el impulso democrático que para mí es inseparable de la novela moderna: este género nacido con Rabelais o con el Lazarillo o con el Quijote, pero en todo caso con la idea de contar las vidas de gentes que nunca habían sido importantes. Pero nuestra hermosa palabra novela, que en italiano o en francés antiguo traía a cuestas el significado de “noticias”, me parece profundamente satisfactoria. Con su sugerencia de mensajeros que nos llegan desde países ignotos, con esa fascinación implícita por la realidad cotidiana —la que uno vería en los periódicos—, la novela promete hablarnos de lo que nos “concierne y concierne a muchos hombres”: en otras palabras, promete traernos noticias.

Ahora bien: la naturaleza de estas noticias siempre ha sido difícil de definir. Desde luego, no se trata de la información que buscamos en el periodismo o en la historia, por muy preciada que sea; no se trata de una información cuantificable ni que pueda confirmarse empíricamente, y muchos de los malentendidos acerca de las novelas surgen cuando se espera de ellas esa información. Por supuesto, cualquier lector atento cerrará El jugador de Dostoievski sabiendo más que antes sobre casinos, y probablemente aprenderá con La defensa de Nabokov muchas cosas que no sabía sobre el ajedrez. Pero si eso es todo lo que el lector obtiene —o todo lo que buscaba—, decir que ha perdido el tiempo es quizás un eufemismo cariñoso.

La novela que llamamos histórica ha sido a menudo víctima de este tipo de malentendidos. De nuevo: todos los lectores de La guerra del fin del mundo recogerán datos interesantes sobre la revolución de Canudos en el Brasil decimonónico, y no puedo sino alegrarme de que lo hagan, del mismo modo que todos los lectores de Wolf Hall aprenderán mucho sobre la corte de Enrique VIII. Pero tanto Vargas Llosa como Hilary Mantel, sospecho yo, quieren mucho más que ser tan precisos como la historia: quieren, sobre todo, contarnos algo que la historia no nos cuenta. La mejor historia es insustituible como fuente de cierto tipo de informaciones. ¿Qué sentido tendría utilizar la ficción para dar a los lectores más de lo mismo? La única razón de ser de la novela, dice Hermann Broch, es decir lo que sólo la novela puede decir. Las noticias que nos dan las novelas de A. S. Byatt o de Sebald o de Javier Marías —sobre el pasado, sobre el presente, aun sobre el futuro: pensemos en Tu rostro mañana— no se encuentran en ningún otro lugar del mundo.

Carlos Fuentes se preguntaba qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento. Y así es: la ficción es conocimiento y siempre lo ha sido; y, aunque es cierto que se trata de un conocimiento ambiguo, impreciso e irónico, los lectores de novelas sabemos que nuestra comprensión del mundo sería incompleta sin él, o fragmentaria, o incluso gravemente defectuosa. Esto es lo que ofrece la ficción: para esto la usamos. Puede que me equivoque, pero me parece que esta idea cobró un nuevo significado para muchos en los meses de la pandemia (que ahora tratamos como si se hubiera ido, como si ya no estuviera). Para mí, desde luego, así ocurrió.

Me contagié del virus a finales de febrero de 2020, tan pronto que las pruebas de mi país no pudieron diagnosticarlo correctamente; durante unos meses, tras superar una neumonía y recuperarme sin consecuencias graves, estuve convencido de haber tenido un virus diferente, aunque cada nuevo síntoma confirmado por los medios de comunicación resultó estar presente en mi caso. La incertidumbre que sentí entonces cedió el paso con el tiempo a nuestra incertidumbre general, a la dificultad colectiva para saber cómo debía tratarse todo aquello. Hoy me parece, cuando miro por mis ventanas digitales (a través de las cuales prácticamente ningún lugar del mundo escapa a nuestra mirada), que la pandemia ha anulado o mermado nuestra capacidad de imaginar a los demás —su ansiedad, su dolor, su miedo— y ha agotado nuestras estrategias para afrontar nuestro propio miedo, nuestro propio dolor, nuestra propia ansiedad.

En esos meses difíciles, me consta que cientos o quizá miles de lectores echaron mano de La peste de Albert Camus, o del Diario del año de la peste, el libro tramposo y maravilloso de Daniel Defoe. Hay algo fascinante en este comportamiento, que contiene un impulso casi religioso (los creyentes buscando respuestas en un libro) y al mismo tiempo profundamente práctico y materialista: las novelas como intérpretes de nuestras enfermedades, si se me permite tomar prestado el hermoso título de Jhumpa Lahiri; o, por decirlo de otro modo, la ficción como vademécum. Estas palabras, sabrán los lectores, significan “ven conmigo”. Eso es lo que pido a mis ficciones predilectas: que vengan conmigo, que me acompañen, que me ayuden a interpretar lo que nos pasa y, al hacerlo, que me traigan noticias del mundo.

El fútbol y Shakespeare

Me gusta el fútbol. Lo he mamado casi desde la cuna. He jugado a este deporte desde que tengo uso de razón y ha sido uno de mis entretenimientos favoritos hasta que el físico me lo ha permitido. Ahora disfruto de él solo como espectador, sobre todo, de eurocopas y mundiales. A la liga le he ido perdiendo afición con el paso del tiempo. En estos días de fútbol televisado, me pongo ante la pantalla y me trago los partidos que hagan falta. Eso sí, después de verlos, olvido casi al instante el resultado y me queda una sensación desagradable, como de vacío, de haber perdido el tiempo soberanamente. En ocasiones, se hace necesario atravesar la vida sin ninguna ambición, sin ningún objetivo, de verla pasar como una vaca ante la vía del tren. Sentarte en el sofá y dejarte llevar por la abulia que te proporcionan veintidós muchachos pateando un balón. Cuando leo, cuando escribo, cuando converso con amigos, cuando veo una buena obra de teatro o una buena película, la sensación es la opuesta. No sé por qué. Es posible que la desazón provocada por el fútbol sea el producto de un prejuicio. Lo que se escribe, se lee, se habla o se ve con emoción es tan efímero como un partido de fútbol, tan ridículo como esos bigardos disputando quién coloca más balones detrás de una raya. No hay más grandeza en el Macbeth de Shakespeare que en un Francia-Italia, ¿o sí?      

miércoles, 20 de julio de 2022

"Todas las vidas de Pessoa" por Antonio Muñoz Molina



Fernando Pessoa tenía una gran afición a los sellos de caucho, a los objetos diversos de papelería, a las máquinas de escribir, a los papeles de calco, a las tarjetas de visita, a las hojas con membrete de los negocios y las oficinas donde se ganaba la vida, nunca como empleado fijo, sino como colaborador eventual. Fernando Pessoa iba atareadamente de un lado a otro por las calles de la Baixa de Lisboa, y las que suben al Chiado o al Campo de Ourique, las que se extienden paralelas al río y a los muelles, el Cais do Sodré, el de Alcântara, ensimismado siempre, incluso cuando lo acompañaba algún amigo, llevando bajo el brazo su cartera muy gastada de cuero, en la que podía guardar de todo: cartas de negocios recién traducidas o borradores de poemas o de horóscopos, o de cartas al director para algún periódico de Lisboa o de Londres o Glasgow, que rara vez se publicaban, y que muchas veces él no enviaba, y ni siquiera llegaba a terminar.

En la cartera, bajo el brazo, sobre todo en los últimos años, Pessoa solía llevar también una botella mediana, y cada noche, antes de subir a su casa, pasaba por el ultramarino de la esquina y el tendero, que lo conocía bien, se la llenaba de coñac barato a granel, y sin que él lo pidiera le daba también un paquete de cigarrillos y un envoltorio con algo de queso y de pan. Unas veces el señor Pessoa, tan educado y amable, pagaba de inmediato, y otras veces dejaba a deber la cuenta, que por temporadas se acumulaba sin que el tendero llegara a inquietarse mucho, y menos todavía dejara de atenderlo. Tampoco le negaba nunca sus servicios, aunque se retrasara mucho en los pagos, el peluquero de la misma calle, que le cortaba el pelo y le afeitaba todas las mañanas.

En la casa que compartía con la familia de su hermana, y en la que vivió los últimos 15 años de su vida, Pessoa ocupaba un cuarto mínimo, oscuro, sin ventana, con una cama estrecha y un baúl enorme en el que iba guardando todas las cosas que escribía. En su cuartillo Pessoa escribía con letra diminuta y tenue, fumaba, bebía coñac. No permitía que nadie entrara a limpiar ni a poner algo de orden, lo cual a su hermana Teca la sacaba de quicio. Cualquier día iba a incendiar la cama y los papeles del baúl y la casa entera. Los papeles, los ceniceros, las colillas, los libros, las botellas, escapaban del cuarto y se expandían por la casa. Pero también era un hermano muy afectuoso y tenía un gran talento para divertir a sus sobrinos. Salía a la calle, y los niños se asomaban al balcón para decirle adiós. Entonces él hacía como que se chocaba contra una farola y se caía al suelo, con su silueta y sus gestos de cómico de cine mudo, y los niños se morían de risa.

Pessoa estaba escribiendo siempre. Escribía a mano en su cuarto a la luz de una lámpara y también en las oficinas donde pasaba unas horas traduciendo cartas comerciales al inglés o al francés, a veces redactando anuncios para una agencia de publicidad. El primer anuncio de Coca-Cola en Portugal lo inventó Fernando Pessoa en 1929. Le gustaba quedarse en una oficina cuando todo el mundo se había marchado ya y escribir a máquina en la soledad y el silencio, convirtiéndose en alguno de sus personajes heterónimos, como un actor a solas sobre un escenario. Era el ingeniero naval Álvaro de Campos, o el poeta campesino Alberto Caeiro, que murió tan joven, o el riguroso latinista Ricardo Reis, o el ayudante de contabilidad Bernardo Soares, quizás el que llevaba una vida más semejante a la suya y escribía y escribía fragmentos destinados a un libro que ni se acercaba a su fin ni llegaba a tomar forma.

Pessoa no terminaba nada y no dejaba nunca de escribir, pero la literatura no era su dedicación exclusiva. También escribía las reglas de juegos de mesa que había inventado él, o las de un sistema de taquigrafía al que dedicó mucho tiempo sin llegar a nada, o consagraba centenares de páginas minuciosas a la elaboración de horóscopos y a la transcripción embarullada de mensajes del más allá recibidos durante sesiones de espiritismo. Todo acababa en el baúl. En una foto de poco después de su muerte se ve el baúl abierto y rebosando de papeles, más de 30.000 hojas escritas en una caligrafía críptica que los estudiosos llevan más de 80 años explorando, como egiptólogos en una tumba inagotable.

El más constante, que yo sepa, es el profesor Richard Zenith, autor de la edición más completa, dentro de lo conjetural, del Libro del desasosiego. Ahora Zenith ha completado su tarea de editor con la de biógrafo. Su Pessoa. An Experimental Life es el relato en más de 1.000 páginas de una vida de solo 47 años en la que exteriormente pasaron muy pocas cosas, y de una imaginación que desbordaba su conciencia individual y se multiplicaba en un dédalo de personajes y de voces, en el reparto de un drama em gente que tenía como escenario la ciudad entera de Lisboa pero que existía sobre todo en las ensoñaciones muchas veces desatinadas de su autor. La erudición de Richard Zenith es casi tan asombrosa como su paciencia: no hay dato de la vida exterior de Pessoa que no haya registrado; no hay testimonio tan ocasional o dudoso que no merezca su atención; no hay borrador, hoja suelta, poema adolescente, organigrama empresarial o editorial destinado al fracaso que Richard Zenith no estudie tan meditadamente como el manuscrito de una obra maestra. Ninguna pseudociencia era lo bastante disparatada como para no merecer el respetuoso estudio y hasta la adhesión de Fernando Pessoa: la cábala, el rosacrucismo, la alquimia, la quiromancia, la metempsicosis, la mística de los templarios, la astrología, los viajes astrales. El hombre de traje oscuro y gafas redondas con la cartera bajo el brazo que era tan parecido a todos los que se cruzaban con él era también el más raro de todos. La obsesión de Richard Zenith por abarcarlo todo pone a prueba de vez en cuando la paciencia del lector, pero está siempre animada por un alto sentido narrativo y una extrema sensibilidad, literaria y humana: quizás no sea posible un retrato más aproximado de un personaje tan huidizo y tan plural como Fernando Pessoa, de todas las vidas que pueden caber en una sola.

martes, 19 de julio de 2022

Enseñar para un mundo que no existe

El director del informe Pisa dice que el sistema educativo español prepara para un mundo que no existe. Y yo me pregunto, ¿alguna vez, algún sistema educativo ha preparado para un mundo que exista? Es más, ¿existe el mundo?, ¿cuál es ese mundo del que habla el director del informe Pisa?, ¿el suyo, el de los administradores y rectores de la alta sociedad intelectual?; ¿el mío, el de un humilde profesor de secundaria que vive y deseduca en una zona rural?; ¿el de las redes sociales y los medios de comunicación (hay algún mundo más irreal que ese)?; ¿el de la Cañada Real?; ¿el de Orcasitas?; ¿el del barrio de Salamanca?; ¿el de un pueblo de Cuenca?...

Sí, somos modernos, capitalistas, estamos globalizados, interconectados, abrumados incluso por la tecnología, pero ¿de veras la esencia del ser humano cambia tanto como para que en la educación haya que revertir a cada momento los principios fundamentales que nos convierten en seres sociales? No soy muy diferente a los personajes que veo deambular en los cuentos de Chéjov, por ejemplo, ni poseo pulsiones distintas a ellos, tampoco mis alumnos. ¿No será que lo que quiere y han querido siempre los que administran los sistemas educativos no es prepararnos para la vida, sino prepararnos para el mercado, convertirnos en meros consumidores y peones adocenados del sistema? Lo tengo decidido, vamos no me queda otra, al curso que viene seguiré educando a mis alumnos para un mundo que no existe, pero que desearía que existiera.       

lunes, 18 de julio de 2022

Estampas bucólicas

El campo parecía infinito, armado con verdes intensos del norte. Esto es el páramo y no estamos acostumbrados a la hierba fresca y al paisaje que nos presta la lluvia constante. Paseo por las veredas, oigo el rumor de los arroyos y el repicar cristalino del agua contra la piedra. Los jilgueros gorjean y las serpientes se deslizan sigilosas entre los frescos pasillos de la verdura. Uno aspira con fruición los vapores de la lluvia recién caída y la humedad del ambiente. El verano se ha escondido tras unas nubes persistentes que alivian la canícula y alegran el llano con colores de pintor prerrafaelista. Una carrasca sirve de hito en el camino. A su pie me dispongo a almorzar. Oteo el horizonte, un cernícalo acecha las correrías de un conejo y, al fondo, un bulto despierta mi curiosidad. Me acerco, con sigilo, parece la sombra de un corzo, de un rumiante grande, nada habituales en nuestros llanos. Sigo aproximándome, se perfila, se va formando la silueta, lo identifico, lo veo casi con nitidez y me paro en seco. Sí, no cabe duda, se acaba de subir los pantalones y con cierta furia me grita: "¡Qué miras, dominguero, no has visto nunca cagar a un hombre de bien!"   

domingo, 17 de julio de 2022

"La nada es todo". Antonio y Cleopatra en Almagro

El año pasado no pudimos ir a Almagro. Un año sin teatro, un año sin fantasía. Ayer, en el espacio Adolfo Marsillach nos resarcimos, volvimos a transformarnos, volvimos a ver a los murciélagos rondando el escenario en la noche apacible de La Mancha. Una brisa benévola aliviaba la canícula, una noche ideal para disfrutar de un Shakespeare esplendoroso. 

Palabras, palabras y más palabras. Tres horas de palabras. El bardo es un torbellino de palabras, sus diálogos, sus monólogos son tan intensos, tan abrumadores que nada, ni siquiera los murciélagos pueden entretener al espectador de su inmersión en la naturaleza de la ficción. Antonio y Cleopatra son dos amantes legendarios, maduros, casi patéticos. Shakespeare convierte a los héroes en personajes de hondura mortal. Antonio ha olvidado sus obligaciones bélicas, arrullado por el abrazo de una reina histérica, caprichosa, acuciada por el paso del tiempo. No, a los héroes no los puede dañar de esa manera la edad. Shakespeare, a través de palabras y más palabras, convierte al mito en polvo, en nada. Porque "la nada es todo", así sentencia Cleopatra, así sentencia Antonio. Se ríen de sí mismos, de su amor, de su madurez. Embrollados en el río de los hechos históricos, el general romano se ve acuciado por Octavio, por Lépido, por Pompeyo y, sin embargo, es Cleopatra la que vence. La egipcia es el refugio del héroe acabado, del héroe patético que se nos muestra, en su final, cobarde, incapaz, con la misma grandeza del Ulises que rechaza la mortalidad. Lluis Homar es Antonio. Crece y crece a lo largo de la obra hasta el punto de que se echan de menos sus palabras y su presencia cuando se entrega a la muerte. Cleopatra es una Ana Belén madura, tan frágil como enorme en su papel de emperatriz enamorada. Ella, que ha conquistado a Julio César, a los hombres más poderosos de su época, se ve abocada a la nada, porque "la nada es todo". No, ella tampoco es Calipso, a pesar de su belleza, de sus riquezas, de su poder.  Ella no es Calipso, pero muere con más agallas que Antonio. En un escenario marmóreo, de lujo palaciego, impresionante por su sencillez y por realzar la grandeza de la historia en palabras, palabras y más palabras. 

La versión de Molina Foix es densa, intensa, lírica, épica. Hay que estar atento, muy atento para que la espesura de Shakespeare te envuelva, te angustie, te manipule. Hay un momento en la vida del espectador en el que la entrega es absoluta, en el que la silla, el cielo, Almagro, no existen; solo Alejandría, Egipto, Roma, la pasión entumecida de Antonio y Cleopatra. No dejes que la crueldad de Shakespeare se apodere de ti, "la nada es todo" y el áspid de Cleopatra te inyectará su veneno como a ella, para creer que la realidad es mucho menos vigorosa que la ficción. 

Gracias a José Carlos Plaza, a la Compañía Nacional de Teatro Clásico, a sus actores, a sus escenógrafos, a sus técnicos, por transformar la apacible realidad de una noche manchega del XXI en un episodio legendario del Imperio romano, solo con palabras, palabras. Nunca des por muerto a Shakespeare.    

sábado, 16 de julio de 2022

"Yo me voy, señora mía; yo me voy, el alma, no" El perro del hortelano en versión de Paco Mir. Corral de Comedias de Almagro

A quien nos hace reír habría que pagarle un suplemento, no sé, una caña, una copa, un gintónic, algo, porque hacer reír es muy complicado. La versión de El perro del hortelano de Paco Mir (el calvo del Tricicle) nos ha hecho reír a todo el público, menores y mayores, desde 55 a 63 años, concentrados todos en el Corral de Comedias de Almagro, a pesar de que las sillas de anea de este espacio están diseñadas para romper el espinazo de cualquiera en menos de quince minutos. Si esta obra la hubiera visto Javier Marías, a estas horas estaría echando pestes por la transgresión, por la perversión de alterar un clásico. A mí quien me hace reír a mandíbula batiente, sin respeto por las mascarillas ni por las normas COVID, me merece un respeto tan grande que me rindo a sus encantos. 

Un par de técnicos de una compañía explica al público que los cómicos no han podido llegar a la representación y que serán ellos y dos actrices aficionadas quienes representarán el clásico de Lope. El artificio cómico del teatro dentro del teatro, a la manera shakespereana, funciona y de qué manera. Los escenarios tampoco han llegado y echan mano de dos escaleras de mano, del busto de un hombre barbado, de una columna, de una pecera, de un arbusto, de un marco... El arte conceptual es así. Toda una escenografía de urgencia que transforma la obra en un tinglado cómico propicio para unas bromas tan sencillas como efectivas. Como vestuario aprovecharán el de los Diez negritos de Agatha Christie, en un giro paródico de esas obras clásicas ambientadas en cualquier época menos en la que les corresponde. El argumento de El perro del hortelano es desmenuzado por los propios técnicos y alterado por la concentración de los personajes en dos de los actores improvisados. Aquí se parodia todo, cualquier artefacto de ficción es útil para provocar la risa. El gracioso (uno de los técnicos) lo es en grado sumo, una de las actrices amateur se desdobla hasta el infinito, las escaleras se convierten en bancos de taberna, el confeti en el salón de invierno... Todo se engrana a la perfección para que los espectadores, con el espinazo quebrado y ahogados por la mascarilla, riamos sin pensar en nuestras desgracias. "Yo me voy, señora mía; yo me voy, el alma, no". Si Lope levantara la cabeza, se reiría de esta perversión de su obra, sin ninguna duda, porque él retorcía hasta la ridiculización el lenguaje petrarquista y su propia concepción del teatro y la de sus contemporáneos. Lope se reía de sus tópicos y de sí mismo, se reía de todo y nada le habría gustado más que su obra persistiera por los siglos de los siglos gracias a la vis cómica de Paco Mir. Sí, entre los versos de Lope se trasluce al Tricicle y esto le da una actualidad, una frescura que necesitan los textos clásicos. "Yo me voy, señora mía; yo me voy, el alma (el espinazo y la mandíbula), no". Teodoro, Diana, Marcela y Tristán cobraron desde ayer nueva vida en los escenarios, la vida del juego con la ficción. Si viera a la salida a Paco Mir, lo invitaría como mínimo a una caña.      

viernes, 15 de julio de 2022

Quevedo versus Reverte

Entró Quevedo a la casa de apuestas, convencido de poder reparar las pérdidas del último find e semana. Jugaba el Atlético de Madrid contra el Leganés y tenía pensado apostar al cero a cero para asegurar la tirada. Hace tiempo que don Francisco ya no escribe. Prefiere ir al casino, jugar a la ruleta y gastar los últimos restos de los derechos de autor en las casas de apuestas. No le merece la pena escribir más, con El Buscón, los Sueños y discursos, los sonetos y las Gracias y desgracias del ojo del culo va sacando lo suficiente para comer, beber y pagarse los curiosos vicios de un hombre barroco. Al salir de la casa de apuestas, una chica lo abordó en la calle. Le soltó la broma de la majestad coja y estuvo a punto de mandarla a la mierda. Todas las semanas tiene sesión con un terapeuta para limar sus prontos y sus salidas de tono. La verdad es que le va bastante bien, hasta cierto punto. Sentado en una terraza de la calle del León, un muchacho lo reconoció y le pidió que le firmara un libro, "El capitán Alatriste" se titulaba. "Quevedo no firma libros que no son suyos", "pero es que en este sale usted, maestro". Espoleado por la curiosidad, le pidió prestado el ejemplar , que leyó esa misma noche. A Quevedo lo operaron recientemente de la vista y ya no necesita los anteojos (a él no le gustaba llamarles "quevedos"). Al terminar la lectura, encarnado de ira, se quedó con el nombre del autor. Buscó en internet dónde podría encontrarlo, cogió la daga que no utilizaba desde 1640 y se dirigió a casa de Reverte con la intención de hacerlo callar para siempre. Las sesiones del terapeuta funcionan hasta cierto punto.  

jueves, 14 de julio de 2022

"Libérame Domine" de Gracia Aguilar Almendros



En Libérame Domine Gracia Aguilar escancia las palabras, las filtra a través de un cedazo tupido para escoger solo las necesarias, las que sirvan para cauterizar heridas. Hay una intensidad sentimental tan acogedora como la mística en la que se asienta su título. El poemario empieza citando a san Juan de la Cruz ("Aunque es de noche") y no lo desmerece. La sensualidad da aroma a los versos con higueras, pan, zumo y albaricoques. La naturaleza se transforma en sabiduría y se convierte, a veces, en una poeta polaca. Gracia cuestiona la fiabilidad del recuerdo e insiste en la necesidad de perderse en la pasión, de abandonar el mundo racional. Una necesidad de embriagarse de luz. El pasado, en ocasiones, es doloroso y se reivindica la fuerza interna que nos mantiene en pie. Se desenredan serpientes y rencores. El tacto se convierte en terapia necesaria: la peluquera, la madre, Safo, la esteticién. Tres versos: "Sacudo / mi nuca estremecida / por la ternura de la peluquera". Los pájaros son caricias cálidas que nos dan cobijo en la intemperie de la carrera. Y llegamos a la cumbre, a "Mitología familiar", poema tan breve como redondo, en el que la historia íntima se cita con lo atávico. El sufrimiento de una gata vieja, nos traslada a la angustia de lo efímero, "Hoy acaricio / el tiempo que nos queda". Y reclama, "lámeme el alma", porque en este poemario se destila a partes iguales el dolor y el bálsamo. En un mundo de ritmo mecánico "masa, relleno, masa", solo la poesía se yergue como solución y hay una cierta pesadumbre por haber permanecido en el lugar de siempre, bajo el cobijo del padre, en no haber huido, en someterse a los ritmos de la necesidad. Termina Gracia con un sueño, ella, mujer desnuda, sustituye a una virgen en la catedral y todos los seres se rodean de agua y se funden con esa nueva deidad. La esperanza es luz, una luz nueva que se otea desde lo alto del fin del mundo.

"Estoy aquí,

sobre el acantilado,

Un, 

      dos,

             tres,

                    Splass".      

miércoles, 13 de julio de 2022

"Dreno" de Matías Miguel Clemente

Desordenar el mundo a través de las metáforas para crear un nuevo orden. "Dreno" es el nuevo "orden" en el que Matías intenta reinventar sus pálpitos, sus preocupaciones más allá de lo cotidiano. El poeta renuncia a la claridad de lo conocido para ahondar en el sentimiento con combinaciones sorprendentes. Indaga en los orígenes del predolor, con palabras nuevas, cargadas de misterio. Sí, se rinde a aprovechar la mano de los otros para ser guiado, siempre y cuando esta guía sirva para moderar el deslumbramiento de quien despierta de la ceguera. Todo se llena de historias casi oníricas, telúricas, con sintagmas sorprendentes, donde las piedras hablan como un oráculo. Un mundo desconocido que nos avisa con olores y ruidos de que vivimos de forma paralela en otro cosmos. En este nuevo orbe simbólico, los sellos de correos son aleteos de ballena que nos advierten sobre quien ha surcado caminos semejantes a los que nosotros emprendemos. Siempre conducimos coches prestados. Y como nuevo orbe, necesita de sentencias y letanías, llenas de deseos. Palabras casi bíblicas de agua y tierra que nos riegan de incertidumbres y nos modelan a su albedrío. 

En "Dreno" se escuchan ecos de Miguel Hernández, dolores, instrumentos, que nos apartan de lo cotidiano para instalarnos en la "sedición de los cajones del cuarto", en el "rumor de uno mismo". Una intensa voz lírica, interna, anima a no confundir la vida con una carrera de obstáculos, solo hay que salivar, salivar lo suficiente para no secarse. Todo cae derramado en el caos, en el "dreno", en otro "orden" alejado de la razón. Vivir en la extrañeza del otro, que siempre soy yo, ese sueño constante durante la vigilia. Desaparecen, en ocasiones, los rigores de la puntuación, las leyes, y vuelven, renovadas. Piezas que se caen y no existen, y vuelven a caer y no existen. Piezas que duelen. Un continuo movimiento que, cuando cesa, da paso a la soledad. Por eso hay que luchar por parar y volver a germinar, aunque sea desde el miembro mutilado. 

El poemario avanza con relatos densos, ahogados casi por las metáforas, que desordenan el mundo y lo ordenan en un nuevo orden: "desoírse de una vez por todas". Porque la realidad está agujereada, llena de pozos insondables, desconocidos, con un punto de luz al fondo. La luz del riesgo que percibíamos en la infancia, cuando íbamos sin manos sobre la bici y que, después, a fuerza de repetir lo que otros hacen, olvidamos hasta convertirnos en muesca, en herida. En "Dreno" se pretende hacer temblar la tierra con palabras, provocar seísmos, alejarse de las poéticas, de las medidas y los cánones. Ser un caribú, ver la estepa disfrazado de armonías, porque "el héroe examina su culpa cada día". Y cuando la mirada del otro atemoriza hay que huir volando, como pájaros. Son ecos de Valente, del Anábasis de Saint-John Perse, de Rimbaud, el paso del tiempo entre los dientes, los agujeros del camino son poemas y los poemas palabras que pueden ser reducidas a símbolos; y estos, a la nada. Las revelaciones en este nuevo mundo no parten de los profetas, sino de los saltamontes: el trabajo mata a los hombres, la grandeza solo puede ser drenada a través de la soledad.        

martes, 12 de julio de 2022

"Chéjov on the beach" por Marta Rebón




Frente marítimo de Yalta, última primavera del siglo XIX: dos hombres pasean por la mañana. No están solos, pues la costa sur de Crimea es el destino preferido de la élite de turistas rusos y de los enfermos que buscan alivio a orillas del mar Negro. Es la «zona de especialistas del pulmón», como definió esa ciudad-balneario Nabokov en sus memorias. Quedan algunos años de calma —no muchos— previos a la gran tormenta, cuando los cañones retumben y el padre del futuro autor de Lolita anote en su diario, antes de partir con su familia al inevitable exilio: «Inquietud. Miedo. Infinito sentimiento de opresión…».

Los paseantes de la escena inicial son escritores y, entre otras cosas, les une su pasión por ese océano de tierra que es la estepa. Un lugar idóneo, como la alta mar, para leer el cielo nocturno. Esto lo afirma el de mayor edad, Antón Chéjov, a quien la tuberculosis ha desterrado al sur. Le habría gustado instalarse en su Taganrog natal, en lo alto de la escalinata inspirada en la de la Acrópolis que desciende hasta las aguas poco profundas del mar de Azov, pero se ha acostumbrado a las comodidades de las grandes ciudades. En la «Dacha blanca», la casa que se ha hecho construir en Yalta después del éxito de La gaviota, escribe los que sabe que serán sus últimos relatos y obras de teatro, fiel a la idea de que hay que trabajar toda la vida sin escatimar esfuerzos. Escribir, siempre escribir. Creía que eso era lo que a uno podía salvarlo de la estupidez y el tedio. Su acompañante, Iván Bunin, todavía no había dado el salto definitivo al relato y se lo conocía por su poesía. «¿Escribe mucho?», le preguntó una vez. «Muy poco», le confesó Bunin. Y con voz profunda y algo de sequedad en el tono, le recordó que el único secreto era trabajar, trabajar duro… «Un escritor debe saber que, si no escribe, si se entrega a la pereza, puede morir de hambre».

Aunque Chéjov recibía constantes visitas —no siempre deseadas—, sentía por Bunin un cariño genuino. Podían pasarse largas horas callados en su escritorio. Y cuando este se ausentaba de Yalta, añoraba su compañía, aunque no se lo dijera. A lo sumo le soltaba: «¡Asegúrese de llegar temprano mañana!». Juntos parecían los dos tipos de personajes de El jardín de los cerezos: Bunin era hijo de una familia de nobles venidos a menos; Chéjov descendía de un linaje de siervos que había prosperado. Uno era petulante y supersticioso, el otro odiaba ser el centro de atención y aceptaba el destino con estoicismo. Una vez que estaban sentados en un banco, Bunin le preguntó:

—¿Le gusta el mar?

—Sí, pero lo encuentro demasiado vacío.

—Esa es su belleza.

—(…) Es muy difícil describir el mar. ¿Sabe lo que leí en un cuaderno escolar? «El mar es grande». Solo eso. Maravilloso.

A principios de ese mismo año, Chéjov había escrito a Gorki algo parecido sobre la necesidad de describir la naturaleza de la forma más sencilla posible. Le elogió que no cayera en la trampa de recargarla con expresiones del tipo «el mar susurra», «el mar habla», «el mar está desconsolado» y cosas por el estilo. ¿Qué es más efectivo que «el sol se puso», «empezó a oscurecer» y «llovía»?

Más tarde, en sus últimos días, Bunin rescataría este y otros recuerdos de la amistad compartida frente al mar con el autor de Tío Vania. Lo hizo casi medio siglo después de que muriese su referente absoluto en las letras, a quien acudió para pedirle consejo cuando era un principiante con una carta en la que se definía como uno de esos aspirantes a literato que acosaban a editores, poetas y escritores para que le dieran su opinión. ¿Por qué el primer nobel ruso de literatura dedicó su último texto, que dictó ya enfermo, como un testamento, al escritor de quien se sentía discípulo? Después de recibir una edición soviética de la correspondencia de Chéjov, descubrió, por cartas a terceros, la consideración y el gran afecto con los que hablaba de él. La gratitud y la emoción avivaron sus recuerdos. En las horas insomnes de su último año de vida, se pasaba el tiempo garabateando en trozos de papel y cajetillas de cigarrillos los detalles que le venían a la cabeza.

Entre las instantáneas que Bunin hizo aflorar de su memoria estaba la de una noche en que Chéjov lo llamó de improviso para proponerle un paseo en coche de punto. «Es tarde, puede pescar un catarro», objetó Bunin, que no dudó en preguntarle qué le pasaba. «Me he enamorado… No discuta, joven, y obedezca», oyó por teléfono. Al cabo de poco, ambos iban en dirección a Oreanda, a unos cinco kilómetros de Yalta. Bunin describió esa noche de cielo azul profundo y luna llena, el bosque con el encaje de sombras, las siluetas de los cipreses trepando por el cielo, las ruinas de un palacio neogriego. De fondo, el rugido sordo del mar Negro:

—¿Sabe cuántos años más me leerán? Siete —auguró Chéjov.

—¿Por qué siete? —le preguntó Bunin.

—Que sean siete y medio…

—Hoy parece triste, Antón Pávlovich…

—Aunque me leerán otros siete años, me quedan menos por vivir, solo seis.

Se equivocó en ambas cosas, apuntó Bunin, cuyas notas —incompletas, espontáneas— se publicaron póstumamente tal como las dejó. Son especiales por su carácter fragmentario y porque en ellas recupera al Chéjov meridional, el de los baños de sol y las caminatas tempranas junto al mar. Al prestar atención al desarrollo de su enfermedad en su correspondencia, Bunin llegó a la conclusión de que en Yalta la salud de Chéjov empeoró: «Fue la pasión por el mar lo que acortó su vida». Al fin y al cabo, Chéjov había crecido entre gente del mar y comerciantes griegos, italianos, ingleses y otomanos. En la tienda de ultramarinos de su déspota padre, abierta día y noche, atendía a personajes de lo más variopintos llegados de Monte Athos, Venecia, Alejandría. Taganrog, antes que San Petersburgo, fue el primer experimento de sede de la nueva flota rusa de Pedro I. Cuando Chéjov nació, en 1860, todavía era el principal puerto comercial del Imperio, tan cercano a Teherán como a la entonces capital, pero su declive era imparable, a favor de otras ciudades cercanas, a las que sí llegó el tendido del tren.

Desde una de las alas de la planta superior de la casa, justo encima de la tienda, los hermanos Chéjov pasaban largas horas observando las velas de los pesqueros y los barcos de vapor. Sus lecturas de expediciones y de las aventuras de importantes exploradores alimentaron su pulsión por el viaje y la aventura. Tal vez fuera la férrea e implacable disciplina paterna lo que alentara esas escapadas imaginarias que fue postergando hasta la edad adulta, debido a la suerte que corrió su familia, propia de una novela de Dickens, y cuyo peso tuvo que cargarse a la espalda ya de adolescente.

* * *

La temporada que más tiempo pasó fuera de Rusia fue en la costa Azul. De esos días es también la historia del retrato que le hicieron seis años antes de morir, aunque el cuadro se empezó a pintar en su casa de Mélijovo, al sur de Moscú. «En él parece como si acabara de oler un rábano picante», le escribió desde Niza a una amiga acerca de su expresión en el lienzo de un metro por ochenta, en el que aparece sentado en una butaca Voltaire verde esmeralda, el rictus serio, incluso adusto. La mirada, entre esquiva e intensa, se escuda detrás de su célebre pince-nez, como si posara apático y dominado por la toská, esa emoción específicamente rusa en la que confluyen inquietudes anímicas como el miedo, la nostalgia, el tedio o la aversión. El proyecto del cuadro arrancó a principios de 1897, cuando el arquitecto Fiódor Shéjtel le comunicó a su amigo, por entonces ya en la cima literaria y reconocido en el extranjero, que el filántropo Pável Tretiakov quería incluirlo en su particular iconostasio de intelectuales, en el que pocos son los que sonríen: rostros severos, concentrados, sobrios, como si hubieran tenido el presentimiento de la revolución futura que nacionalizaría aquella y otras colecciones de arte privadas, así como el fatal destino de muchos de los de su clase social. El encargo recayó en el joven pintor odesita Ósip Braz, que residía en San Petersburgo.

La historia de aquel retrato estuvo marcada por los obstáculos que aparecieron desde el principio. En vísperas del viaje a la capital para posar ante Braz, los pulmones de Chéjov —aquejados de una tuberculosis no diagnosticada, aunque con síntomas intermitentes desde hacía años— manifestaron la enfermedad que los estaba devorando. Ocurrió mientras cenaba con Alekséi Suvorin, editor y amigo, en su restaurante favorito de Moscú. «Empezó a escupir sangre. Pidió hielo, trató de chupar algunos trozos, pero la sangre no dejaba de manar, esa sangre roja y amenazadora como una llama». Así describió la escena Irène Némirovsky en la biografía novelada sobre su autor ruso preferido que escribió en Issy-l’Évêque —el último lugar donde vivió antes de ser deportada y asesinada en Auschwitz— y que se publicó póstumamente. El médico que atendió a Chéjov no logró contener la hemorragia, aunque trató de reconfortarlo asegurándole que no era grave. Cuando este se marchó, Chéjov comentó: «Para tranquilizar a los pacientes cuando tienen tos, les decimos que se trata de algo estomacal…, pero no existe la tos derivada de un problema gástrico. Si hay hemorragia siempre tiene que ver con los pulmones».

Poco dado a preocupar a su entorno, accedió a los ruegos de su amigo y acudió a una clínica, donde estuvo ingresado más de dos semanas. En su cuaderno anotó: «Hemorragia. Tengo encharcados los dos pulmones, congestión en el lóbulo superior derecho. El 28 de marzo Lev Tolstói vino a verme. Hablamos de la inmortalidad». Durante la convalecencia se le prescribió guardar silencio, pero tras la visita del autor de Guerra y paz, si bien este llevó el peso de la conversación, Chéjov sufrió una recaída. Por mucho que quisiera quitarle hierro a su estado de salud, su ánimo empeoró cuando alguien aludió al deshielo del río Moscova. «Haga lo que haga será inútil. Me iré en primavera, con la crecida del río», recordó que le decían los campesinos a los que trataba de la plaga blanca.

Fue Ósip Braz, por tanto, quien tuvo que desplazarse a Mélijovo. El encargo progresó mal. Chéjov no estaba por la labor, se sentía débil y, además, no confiaba en el talento del pintor de veintitantos años. Trabajaba despacio con el pincel, se exasperaba e inquietaba al retratado. Después de diecisiete días, el cuadro seguía inacabado. Acordaron dejarlo para más adelante. Braz se había topado con un modelo que era, a su vez, un fino observador. Pintar un retrato, escribir una biografía y dar con el diagnóstico de una enfermedad son actividades que requieren esfuerzo de imaginación y de empatía. Los dos amores de Chéjov, la medicina y el arte, se espoleaban mutuamente. William Carlos Williams describió ese diálogo entre disciplinas en el relato autobiográfico «La práctica médica»:


El hecho de visitar a la gente, a cualquier hora y en cualquier circunstancia, de enfrentarse con lo más íntimo de su vida, al nacer y al morir, de presenciar el instante de su muerte, de verlos recuperarse de la enfermedad, siempre me ha absorbido. Me he abstraído en lo más recóndito de su mente: al menos durante un rato me convertía realmente en ellos. (…) Por eso, como escritor nunca he sentido que la medicina me fuera un estorbo, sino que más bien ha sido un alimento, un acicate que verdaderamente ha hecho posible que yo escribiera. ¿Acaso no era el ser humano lo que me interesaba? Allí estaba la cosa, justo delante de mí. Podía tocarla, olerla. Era yo mismo, desnudo, tal cual, sin aderezos.

Los médicos le recomendaron un cambio de vida radical: reposo, comidas copiosas, silencio. Se dio cuenta de que debía evitar otro invierno en Moscú. A principios de septiembre se dirigió en tren a París. Siete días después llegó a Biarritz, donde pasó dos semanas leyendo periódicos junto al paseo marítimo y disfrutando de la gastronomía. «Todos los rusos de Biarritz se quejan de que aquí hay muchos rusos», escribió. Hastiado del tiempo desapacible, abandonó el tempestuoso Atlántico para trasladarse a la plácida Niza, a la sazón una especie de pequeña Rusia mediterránea y capital europea de los tuberculosos. Aunque la vida en Francia no fuera excesivamente cara y estuviera rodeado de compatriotas, a Chéjov le resultaba difícil crear en el extranjero. Escribir en una mesa ajena era tan extraño para él como si tuviera que hacerlo colgado boca abajo de una pierna, le confesó a su hermana. Niza, a su modo de ver, era la ciudad perfecta para leer, no para escribir. Aun así, redactó cartas, más de doscientas, para matar el aburrimiento. Las historias que nacieron allí tratan de personajes atrapados en provincias remotas de Rusia. Llegó a la conclusión de que los rusos no eran capaces de trabajar si no hacía mal tiempo. Como a Tsvietáieva, tal vez esa belleza mediterránea le acababa pesando porque lo obligaba a estar en «un estado de admiración permanente».

Braz llegó con sus pinceles a Niza para acabar el retrato. Esta vez Chéjov solo posó para él, en un taller de la ciudad, diez mañanas, en traje negro. Coincidieron con las últimas semanas, un tanto apagadas, de la estancia del escritor en Francia. «Braz continúa pintando mi retrato. Lleva tiempo con ello, ¿no? La cabeza ya casi la ha terminado; dicen que el parecido conmigo es enorme, pero a mí el retrato no me parece interesante. Hay algo en él que no es mío y falta algo de mí». Pero en el fondo aquella falta no se la achacaba al pintor, pues, si se había vuelto pesimista y lúgubre, eso tenía que transmitirse de algún modo. Al menos nadie le negará un mérito al cuadro de Braz, y es que aclaró un dato que las fotografías en blanco y negro no habían resuelto: la creencia de que Chéjov tenía los ojos azules era infundada.

Ya en Crimea, Chéjov puso el punto final a La dama del perrito. Aunque la acción se desarrolla en Yalta, algo de Niza trasluce en aquella historia de amor adúltero, tal vez imaginada al ver a alguna de las paseantes en el paseo de los Ingleses, pues decía que escribía a partir de la memoria, cuando esta había hecho su trabajo de filtrado y se decantaba el argumento. Dos personajes también van en coche de punto a Oreanda:


Se sentaron en un banco, no lejos de la iglesia, y se quedaron mirando el mar en silencio. (…) Se oía el ruido sordo y monótono del mar, que llegaba desde abajo, hablaba del sosiego, del sueño eterno que nos espera. Así era su rumor cuando ni Yalta ni Oreanda existían, así era ahora y así seguirá siendo, sordo y monótono, cuando nada quede de nosotros. En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y la muerte de cada ser humano reside, quizá, la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento ininterrumpido de la vida sobre la tierra. (…) Gúrov reflexionaba que, en realidad, si uno se para a pensarlo, todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana.

Cuando leo este pasaje, recuerdo su paseo nocturno con Bunin en Oreanda y que Chéjov le aconsejaba a su hermano que al escribir no incluyera paisajes que no hubiera visto, ni inventara sufrimientos que no hubiera experimentado, «ya que en el cuento la mentira resulta más molesta que en una conversación».

"La buena muerte" por Mar Gómez



En los últimos años la muerte penetra en nuestra vida con una frecuencia y un volumen insoportables. La muerte es el destino ineludible de cada nacido, y el momento de morir, quizá, el más importante de nuestra existencia.

Hace unas semanas, el escritor Luis Mateo Díez visitó mi clase. Una de mis alumnas le preguntó por la muerte. Él contestó que en sí no era un problema, que podía ser algo feliz, ¿acaso no lo demostró Tolstói en su genial novela La muerte de Ivan Illich? Lo complejo es cómo morir. Las muertes repentinas y violentas, fuera de tiempo, nos trastornan ferozmente, nos enfrentan a un azar terrible y engañoso. La filosofía ha reflexionado mucho sobre el tema: “El que aprende a morir, aprende a no servir”, decía Montaigne. Julia Kristeva hablaba del cadáver como un límite que lo invalida todo, que nos expulsa y no nos permite ser. Frente a la muerte, los seres humanos somos un poquito menos. Muchos otros nombres podrían sumarse a estas reflexiones, pero hablar públicamente de la muerte continúa siendo un tema espinoso. No siempre fue así.

Durante los siglos XVI y XVII, la muerte era tan real como la vida. Los poetas advertían sobre su llegada: “No labres sin fundamento / máquinas de vanidad, / pues la mayor majestad / en un sepulcro se encierra”, decía Calderón. Había que prepararse para morir y ayudar en este proceso era parte de las obligaciones de las amistades y la familia. En los manuales de muerte, o ars morendi, de la tradición católica se describen las tentaciones que se experimentaban en la agonía como las más terribles. El demonio atacaba fieramente y los devocionarios y consejos del alma trataban de enseñar el camino a Dios, mientras ofrecían el cuerpo a la tierra. Este doble entendimiento del ser humano no era una abstracción teórica, sino un principio organizador de las costumbres funerarias. En otras tradiciones, como en el budismo tántrico, encontramos el mal traducido Libro tibetano de los muertos, o Bardo thodol, que podemos interpretar como: Liberación mediante audición en el estado intermedio. Este texto del siglo VIII ayuda al alma a avanzar en el ciclo del samsara y buscar una buena reencarnación en la próxima vida. Al recitarlo, durante 49 días junto al moribundo y el cadáver, también se ayuda a los familiares del difunto a despedirse y pasar el duelo.

La sociedad secular necesita encontrar formas para encarar la muerte. Pensar en el fin no supone una actitud derrotista. Aunque nadie quiere morir, reflexionar sobre ello de vez en cuando, es quizá la forma más coherente que tenemos de afirmar la vida. Hasta Steve Jobs alabó la muerte como la mejor invención de la vida. Después de trabajar trece años con personas con padecimientos incurables, la enfermera Tenzin Kiyosaki recogió en un libro reciente los arrepentimientos más comunes de los moribundos. Estos eran: haber pospuesto los sueños, no haber expresado suficiente los sentimientos a los seres queridos y no haber perdonado. En la misma línea, otros trabajos anteriores mencionan también la pesadumbre por haber trabajado demasiado. Afirmación que vendría corroborada por el fenómeno de “la gran renuncia” en Estados Unidos que detonó la pandemia y que en nuestro país podría explicar porqué hay más de 100.000 demandas de empleo sin cubrir, a pesar de las cifras de paro. La sociedad es más inteligente de lo que asumen los poderosos. Si el trabajo es una herramienta para la vida, hay que desecharlo cuando sus condiciones no permiten el desarrollo digno de la misma.

La muerte se ha conceptualizado como un error de la naturaleza. Hay científicos que trabajan —subvencionados por individuos con nombres propios como Jeff Bezos con miles de millones de dólares— en la eliminación de la muerte. La consideran una enfermedad que tiene que ser tratada. La idea de inmortalidad nunca ha estado tan presente. Morir solo tiene sentido si se relaciona con la comunidad. La inmortalidad, sin embargo, es algo individual. Se relaciona con la preservación del propio ego.

En su lado más perverso la comunidad justificaría la guerra o el terrorismo y alentaría el sacrificio individual. Me pregunto si el ejercicio de pensar un poco más en la muerte propia y menos en la de los demás no podría acercarnos a la reflexión que reclama Hannah Arendt para no actuar por órdenes sin cuestionamiento, vengan estas del ejército o del mercado. Me pregunto si entender la importancia del momento de la muerte no podría ayudarnos a frenar, al menos en parte, la violencia.

La agonía es un instante de alta sensibilidad, incluso meditar sobre ello remueve los sentimientos. Al escribir estas líneas me recorren muchas emociones, como no me sucede con otros temas, pero es que son precisamente las emociones, nos recuerda la filósofa Ana Carrasco-Conde en su libro Decir el mal: La destrucción del nosotros, “lo que nos pone en contacto con los demás y con nosotros mismos”, y nos libera de la apatía, que es un poco, si me permiten, la peor muerte de todas: la muerte en vida.

XXI. Mosaico de extravagancias: "I. Personal fish trainer" de José Urbano Hortelano



XXI. Mosaico de extravagancias es el título de mi nueva colección de relatos. Un ovillejo narrativo en el que los protagonistas de sus veintiún cuentos saltan, se revuelcan y se cruzan hasta confundir unas historias con otras. Las tramas se ven salpicadas por anécdotas anteriores; los disparates, extravagancias y miserias de sus peripecias se enredan en un juego narrativo sin solución. El humor, la imposibilidad de conseguir sexo y santa Teresa de Jesús son los factores comunes. ¿Qué puede relacionar a un exorcista con un actor porno chino o a un arzobispo con un teniente alcalde corrupto o a un narco gaditano con un pescador de Gandía o a un personal fish trainer con una abuelita que obtiene el permiso de conducir a los 84 o a un policía nacional impotente con Raquel Welch o al rey emérito con un lobocoach? Es la bacanal del siglo XXI. Lee aquí el primer cuento completo: 

I. El Personal fish trainer
Soy personal fish trainer. Sí, boys, personal fish trainer. Con clientela de lujo y con más futuro que el coche eléctrico. Para estar allá arriba, en el Olimpo moderno, solo me falta pasar una pantalla: dejar esta shit. La última. Ninguna más. Acabo con esto. De esta tarde no pasa. Ayer me lo notó Mary, seguro. Me miraba raro, con esos eyes de panther que le diseñaron en el paritorio. ¡Qué hembra, Mary! Que si “el rodaballo tiene mucha grasa”, que si “las cocochas no le convienen a mi body”… Todo son melindres, aunque lo cierto es que está como un cheese. No es de la misma raza que la Mairena, seguro –la llamamos así por unos morros de bótox que espantan-. Relaxing, Mary, relaxing. Yo soy tu personal fish trainer. Experto en licuar bodys. Embajador del mar y del equilibrio mental en la Castellana. 
Vale, estamos de acuerdo. No se puede ir por ahí aireando vicios, y menos  delante de Mary, la más slut de mis clientas. Estoy in side. En lo más alto. Debo cuidar mi currículum. Nadie debe notar mis debilidades y menos que nadie, Mary. Prometo que es la última. Una más y me pongo a dieta full. A mí no me van a pillar en off side como a Luisfer, nuestro antiguo coach emocional. Bueno, tampoco es lo mismo. Tirarse a la Fani tiene mucho más delito. ¡Joder!, es retrasada y lo sabemos todos, Luisfer también. No tiene escrúpulos ni vergüenza. Es sorda, gangosa y tuerce la boca cuando habla. Cualquiera se daría cuenta, incluso Luisfer, y para más inri era su coach emocional. Esas tías no se tocan. El puto Luisfer es un desaprensivo. A quién se le ocurre, morreársela en la dorsalera, en mitad del gimnasio. Que apenas acertaba con los labios, que se le escapaba la lengua de la boca y le lamía la barbilla. ¡Vaya espectáculo! Y no se había bebido ni dos chupitos. Ni esa excusa tiene. Vale, bien, no es comparable a lo mío, pero no hay que flaquear. Debo disciplinarme. Soy de los espartanos. Y a mí esta mierda no me domina. ¡Que no! 
Pero es que el porno tira lo suyo. Me lo he propuesto tan en serio que ya me estoy arrepintiendo. Y dicen de la farlopa, del tabaco, de la play, del Instagram… ¡Una cock! Esto sí que es droga dura. A ver quién coño se resiste a abrir el computer, que está ahí, con la internet siempre abierta de piernas. Y yo, recién llegado de marcarme un training fish con Mary y sus amiguitas. “Que queremos perder unas libras”, me dicen, “que nos sobran cartucheras y piel de naranja”, me dicen. Yo les sigo el juego, aunque esas girls no necesitan más que un polvo sin colorantes. Están que se parten. Ni fish ni pollas, me debo a mi condición y a mi oficio: soy personal fish trainer. Un tío con pedigrí, todo un profesional que sabe cómo tratar a una clienta y a su daughter. No necesitan perder ni un gramo, es verdad, aunque eso a mí me la suda. Vivo de sus neuras y de su aburrimiento. Si ellas se encontraran bien, no me comería una thread. 
¡Joder!, pero es que llego a casa como un tiburón a la playa de Mundaka. Solo llevo en la cabeza el computer. El computer es la tabla que yo confundo con la foca. Me ducho. Intento apartarme de la tentación. ¡Coño!, no aguanto ni diez minutos. Ya estoy ahí, encima del portátil, con los pantalones por las corvas. Y tecleando la dirección de la página guarra. Si no lo tuviera tan a mano. Si la wifi fallara o si al vecino, de una vez, le diera por cambiar la password, saltaría por encima de mi mal pussing y me retiraría. Unas dumbbells para abrasar neuras, unas flexiones, un poco de running y a la pista. Pero ¡no, boys!, no cumplo. ¡No, boys! Si estamos por el fish y por Esparta, estamos por Esparta, y nos dejamos de hostias. Off side, otra vez. Si es que ni siquiera llevo calzoncillos: el windsurfista herido sigue nadando en la superficie, cerca del tiburón. El fucking pijama de raso me acaricia los muslos y me pone a cien. La sangre. Huelo el chorreo de la sangre y me abalanzo sobre la tabla. En fin, me la saco y mañana empiezo la abstinencia. Lo juro por Marwan. 
Que en este business tan de ahora no haya fair play entre competidores, pues bueno, bien, se lo espera uno. Pero que el amigo del alma, con quien uno ha compartido escúter, porro y cubata; el que me ha copiado hasta la posición de mear, me clave esta puñalada trapera… Ni en la pesadilla más negra lo hubiera imaginado. Nunca. Llego al gimnasio y lo suelta: “¡Vaya ojeras, nen! ¿Qué?, que no paras”, y el codito, venga con el codito, “no te la machaques tanto, Willy, que te la vas a destripar”. La madre que lo parió. Y con Mary a mi lado. Ella se ríe en sordina, con disimulo. Es muy larga mi Mary. Y seguro que se pone cachonda, y seguro también que no es buena idea que lo oiga. No voy a aguantar estas gracietas de un amateur, de un moron como Brando. Es la última. A mí tú no me jodes. Se cree que soy gilipollas, que no me doy cuenta de lo que intenta. ¡Fuck you! Lo conozco desde que jugábamos a los Pokèmon en la calle Hortaleza, y se me destapa ahora. ¡Falso, malnacido! No sabe lo que es el honor ni la hombría. Esto a un colega no se le hace. Se la guardo. Te lo juro que se la guardo. “Te vas a quedar, ciego, Willy”. Y vuelta, y sabe que Mary lo escucha todo. Lo sabe, claro que lo sabe, el muy dumbass. Lo dice para que ella me vea como un vicious man. Y no. Eso sí que no. Que yo te he metido en esto, boy, que no me vas a pisar. ¡Fuck you! No le contesto porque lo suelta como un chascarrillo. No debo entrar en su juego, Mary se pondría de su parte y pensaría de veras que soy un vicious man. ¡Que en la adolescencia compartimos novia, coño! Que hemos sido más que “uña y carne”, ¡mucho más!, “mancuerna y bíceps”. Así, como os lo digo. Con las veces que he sacado la cara por él, con lo que hemos trapicheado juntos: la nuclear, el matadero de pollos, el bar del Yoni, la funeraria…, y ahora, después de quince años de amistad y dos meses en mi holding, ahora se le sueltan las costuras. ¿A quién, con sangre limpia, se le ocurre ridiculizar al colega del alma delante de las girls que a uno le gustan? A un malnacido, ya os lo digo yo. A un malnacido. No sé cómo no me he dado cuenta antes. “Pelos en las palmas de las manos te van a crecer”. Y se descojona. Y otra vez el codito. Aquí, delante de Mary y sus amigas, las fanáticas del rape. Te van a dar mucho por el ass, tío. Te he calado. Después de quince años, que se dice pronto, te he calado. Así ha ligado siempre. Ahora caigo. Me deja como un alga seca delante de las tías. Como un perverted al que solo le van las citas con páginas porno. Y me aparta del mostrador como a un berberecho abierto. “Menudo bíceps estás criando en el brazo derecho, nen. Frena un poco, que te vas a sacar el tuétano”. No tiene fin. Dale y dale, todo el tiempo. Mary sonríe otra vez, a escondidas. Las demás disimulan menos. ¡Joder, qué cabrón! Va a por ella. Y me sale con que tiene ojos de besugo. “¿No te das cuenta, nen? Si nos mira como un besugo. ¿No ves cómo gira el cuello?, si no lo hace, no nos ve”. Y yo me lo trago, y la observo, y la veo volver la cara para mirar a izquierda y derecha. Todo lo que dice Brando me saca de quicio, lo digiero mal y me da vueltas en las tripas horas y horas. Hay que reconocerlo, tiene un don: embauca a todo dios. Por eso lo contraté como coach emocional en el puesto de Luisfer. ¿Pues no le hizo comer jurel a Sophy? Y se fue tan contenta. Con el sarpullido en las palmas de las manos. Me ganó la apuesta el muy cabrón. La convenció de que los picores y las ronchas eran “la salida natural de la toxina que albergamos en los ganglios y que solo así se expulsa para conseguir un correcto proceso de defecación”. Salió Sophy de la kitchen training despellejada de tanto rascarse y tan contenta, porque esa noche “cagaría como una tortuga de agua”. He metido en mi madriguera al fox. Pero hasta aquí hemos llegado. Ni Mary tiene ojos de besugo, por mucho que gire el cuello; ni yo soy un alevín que le aguante más a esta piraña. Y me jode, me jode mucho, pero a mí nadie me toma el pelo más de quince años. ¡Coño!, que nos contábamos los pelos recién estrenados de los underarms y siempre íbamos a una. ¿Cómo no me va a joder? Ya está bien. Hasta aquí. No le aguanto ni una más. 
 Todos nos la pelamos, está claro, y sabemos que no queda bien decirlo delante de las girls. Eso lo sabe cualquiera que haya alternado en dos parties y Brando no es un rookie de primer año. Hay que respetar el código deontológico de los varones que andamos en el mercado. No estamos colegiados como los médicos y los abogados, pero los tíos debemos respaldarnos; si no, qué nos queda. Le podría responder cualquier mierda cuando suelta esas shit; pero no me sale, coño, no me sale. Vamos a reconocerlo, soy un poco lento; bueno, de digestión tranquila. Sí. Cuando pasan unos días, a veces unas horas, se me ocurren jokes que revolcarían sus pullas y lo dejarían mal a él; pero nunca a tiempo. Nunca me salen cuando las necesito. Y que no hace falta, coño, que soy el jefe. Su boss fish trainer. Yo lo he metido en esto, me lo debe casi todo y ¿me lo paga así?…
He revolucionado el mundo de la nutrition naturist. Soy un pionero. Algo así como un Steve Jobs de la alimentación sana, de las dietas saludables y de las mentes equilibradas. Eso sí, yo sigo vivo, muy vivo, no como Steve; y con una tersura de piel envidiable. No, no somos vulgares pescaderos ni trainers de gimnasio. Eso que se os quite de la cabeza. Lo nuestro es mucho más cool. Cualquiera que nos conozca os podrá informar. Nada que ver con un tendero de mercado ni con un amateur de las mancuernas. Tenemos sección propia en el gym, eso sí, con personal fish trainer, coach emocional y social instructor indoor. De lo más in de Madrid. Después de la rutina de los aparatos, los test y los juegos de estrés yoga, llevamos a la pescadería a nuestras clientas y las acompañamos a casa para asesorarlas en el cooking fish. Les preparamos un buen meal planning y, con el paquete completo, un medical research. Sí, es cierto, la gente se aburre mucho, esto no es de ahora. La mayoría no necesita una dieta saludable, sino entretenimiento de calidad; emociones con label security. Que les va la marcha, vamos, siempre controlada. Mis workers y yo les damos lo que piden: ocupar las horas muertas, perfect bodys, chequeos semanales, depuración del aparato digestivo, drenaje renal y todo tipo de tips food que enviamos a nuestros clientes a través de whatsap, Twitter, Instagram, email o con voice messages personalizados. Esculpimos nalgas, vientres, caderas… A capricho del cliente. Extirpamos neuras y vendemos salud de primera. Estiramos la juventud y le ponemos una zancadilla a la muerte –sí, boys, una zancadilla a la muerte, ¿a que suena bien?-. No veas cómo ha crecido el negocio en poco tiempo: una mancha de petróleo, una carrera en la media de Paris Hilton en noche loca. En cinco años me río yo de Bill Gates y Amancio Ortega. 
Los callos que pasan por el gym son muchos, eso sí. A ver si os vais a creer que solo atraemos a los tocinitos de La Moraleja. No, tíos, no. Aquí también se sufre: abuelas que no se quieren morir, adolescentes grasientos, banqueros que asesinarían por volver a los veinte años, la Fani, la Mairena… Eso sí, en el pódium, Mary y algunas de sus amigas. El polvo de oro es su laca de uñas de diario. Sin nada que hacer en todo el día, con montones de traumas renales y neuronales y con ganas de alternar a cualquier hora. Ayer fui con Mary a la pescadería a comprar un fresquísimo rape de anzuelo. Tenía los ojos más brillantes que el coche de Miss Daisy. Sí, coño, el de la peli, el del chófer negro. Más brillantes que los de la diosa Atenea –Google no tiene precio-. Se lo cociné en su mansión de La Moraleja para ella y para su perrita. Laika se llama. Sí, como la astronauta, la que murió desintegrada en mitad del universo. Tiene mucha clase mi Mary. Mucha clase y muchos cuartos de baño. La perrita es más de albóndigas de buey. Ni probó el pescado. Ojos de besugo, dice ese cabrón malnacido. Mucha clase y un porrón de cuartos de baño, eso es lo que tiene Mary. A su marido lo ve poco y, aunque frecuentara la casa, sería difícil encontrarse. Tiene una house de estrella de cine, con chacha rumana diez horas al día. 
Nunca había compartido tanto tiempo con una tía sin tirármela. Tenedlo claro, no es una meapilas ni una calientapollas. Soy yo, que no termino de lanzarme. Con ella he vuelto al instituto: me sube el pavo, me atasco cuando hablamos de cualquier cosa que no sea el fish o el tránsito renal y me jode que la perrita se gane todos los arrumacos. Solo me faltaban Brando y sus pullas sobre la masturbación para estresarme todavía más. La próxima que me suelte se la devuelvo. 
Porque he jurado no hacerme ni una más. Lo que me propongo lo cumplo sí o sí: me saqué el B1 en el Cambridge Institute, me deshice de veinte quilos en medio año, he dejado de fumar, he fundado un negocio de escándalo y no me he quitado de la farlopa porque no me ha salido de las balls. Me pone a tope y no afecta a mi trabajo. ¿No voy a poder yo con esto del onanismo? Ya lo creo que sí. Por mucho que la mulata de Torrelodones me espere a todas horas abierta de piernas dentro del computer. Se acabó. Lo tengo muy claro. Aunque estuve a punto de llamarla la semana pasada, a la mulata digo. Se acabaron las bitch. Nada puede ser más duro que la “Dieta Feliz”: seis meses engullendo brócoli, remolachas, coliflores, canónigos, té y yogures desnatados. Sin catar la beef. Y vaya si lo hice. Como un marine americano. A mí a espartano me ganan pocos. Los anuncios de comida y los programas de cocina me exprimían la paciencia: se me caía la baba, me temblaba el píloro y me sudaban las uñas. Veía los steaks chorreando sangre, las costillas con miel torrándose en la brasa, los pollos ensartados en los espetos, las burger cheese en la plancha, y me entraban ganas de asesinar a todos los matarifes y cocineros de Madrid y alrededores. El gimnasio era mi penitencia. Allí le rezaba a las dumbbells, le pedía de rodillas al caballo de abdominales, entraba en éxtasis en el spinning y caía muerto en el zumba. Al cuerpo hay que darle oleaje, ya lo decían santa Teresa y Arnold Schwarzenneger –lo he escrito bien por san Google, si no de qué-. No caí en la tentación ni una sola vez en seis meses, que se dice pronto. Y para culminar, el ayuno con sirope de arce. Una semana para los bosses, para los más fuertes. El cuerpo me olía como si me estuviera corrompiendo en vida y de mi aliento salía más pescado podrido que de los pubs de London. Como una anchoa me quedé. Y luego a trabajarme en el gym. Me he hecho a mí mismo un cuerpo de revista. Y si hay que hacerse un cuerpo a gusto de Mary, pues se lo vuelve a trabajar uno. ¿No me tatué el “Vivo sin vivir en mí” en la paletilla? Pues eso, lo que haga falta. Aunque hay poco que mejorar.
Claro que voy a poder con la mulata. Tampoco me quitaba de la cabeza los nuggets, ni las burger, ni las pizzas, ni los noodles durante la “Dieta Feliz” y ni los olí en seis meses. ¿Será por disciplina? La que haga falta. A mí no me jode más esa piraña traidora de Brando. Si continúo pajeándome, no voy a estar a full para plantarle cara. Por mucho que me prepare, si no acabo con esta mierda, no voy a soltarle nada gracioso que lo calle. Lo sé. Me conozco. Hay que aguantar, contenerse. Tampoco es tan grave. Así, cuando me tire a Mary, le voy a quitar la piel de naranja de un pollazo. Le voy a tensar el pellejo como si soplara por el pitorro de una bota de vino. Me relamo solo de pensarlo. Todo serán emoticonos sonrientes: refuerzo las neuronas, tumbo a Brando, me doy seguridad y me ligo a Mary. Después, la cirugía natural. ¡Fuera la piel de naranja! Del primer soplido. ¡Menudo subidón! Aunque solo de pensar que voy a estar más de dos meses sin tocármela, se me eriza el vello de la tableta. Y eso que me depilo con láser. Ese es el tiempo que me doy para conquistar a Mary, dos meses. En cuanto me saque a la mulata del capullo y me deshaga de Brando, no va a haber baby que se me resista. Yo soy tío de una sola. Y si me he empeñado en Mary es por algo. ¡Joder!, su marido no asoma la jeta por casa, tiene cama de agua, sauna, siete cuartos de baño y sala de fitness. No sé para qué coño viene al gym. Y que me pone meloso, no vamos a engañarnos ahora. Meloso y empalmado. Apolo y Dionisos –los charcos del instituto y de la academia a distancia los seca la Wikipedia- me tienen pillado con esta tía. Me la voy a tirar en todos los aparatos. Hasta en la elíptica. Sí, soy más de Dionisos. 
Que lo dejo y ya está. Ha sido la última. Hasta nunca, Venus. Ese es el nombre artístico de mi mulata en la red: Venus. No sé nada más de ella. Se llama Venus y vive en Torrelodones. Ni siquiera en mis días off tuve la tentación de verla en persona. Eso fue antes de la “Dieta Feliz”. No sé cuánto pesaba yo, ni quiero acordarme. He eliminado todas las fotos de esa etapa –tampoco me hice muchas-. Lo mío con Venus era un amor platónico, ya os lo digo yo. Me enamoré de ella el primer día que la vi: se lo hacía con un muchacho asiático que no sabía aguantarse la corrida. El vídeo porno más cachondo y más true que se puede ver en la red. Ella se queda a dos velas siempre que lo intenta con ese tío. Justo antes de metérsela, se corre y se le baja. Y Venus tuerce el morro. Actúa como una verdadera profesional –no del sexo, sino del culebrón- o a lo mejor es que se cabrea de veras con ese oriental que dispara antes de desenfundar. Era lo único que animaba mis tardes de depresión obesa. Tienen una sección propia en la web: “Los nueve polvos orientales de Venus”. Han probado ya por toda la casa: en el little cuarto de la plancha, en el banco de la little cocina, sobre la mesa camilla del no muy amplio living room, en la little ducha de plato, encima de la cómoda del little pasillo, hasta en la little cama del bedroom. El chino nunca ha sido capaz de follársela. Venus es la primera actriz virgen de porno casero que conozco. Además, os puedo describir las habitaciones como si me hubiera invitado a tomar Jägermeister en su casa. El piso es un poco cutre, de alquiler barato, cierto; pero, también hay que decirlo, muy limpio y ordenado. Nada que ver con el chalé de Mary –al tamaño me refiero-. En el de Venus hay un solo cuarto de baño con plato de ducha y el sitio justo para cepillarse los dientes delante del espejo de los chinos. La sala de fitness de Mary tiene los mismos metros cuadrados que la casa de Venus. Y la mulata no se lamenta de ningún problema neuronal por vivir en un sitio así. Bueno, no sé, eso es lo que imagino: que no se agobia con neuras ni problemas renales como mis clientas del gym. Cuando me enamoré de Venus, todavía no conocía a Mary, ni la habría conocido nunca si no hubiera sido por la “Dieta Feliz”, por el sirope de arce y por mi puesta en on. Os lo repito: soy hombre de una sola mujer. Por eso voy a acabar con esto del onanismo. Solo me las hago en honor a Venus y por eso precisamente tengo que dejarlo. Es una etapa caducada de mi vida que voy a sellar. Hay que ir cerrando escotillas. Solo me falta borrar a Venus, porque de mis grasas y de mis depres ya no queda ni la espuma. 
No os he dicho toda la verdad. Y he prometido ser sincero. Oí una vez la voz de la mulata a través del móvil. La oí, pero no me atreví a contestar. Sí, llegué a llamarla. Casi os he mentido. Bueno, también me he mentido a mí mismo. Y ya está. Rectifico. Soy un tío nuevo. No voy a esconder nada. Ni Brando va a poder conmigo, ese coach emocional malnacido. Lo hice en mi momento más off. Estaba en lo más bajo: con las ratas de las alcantarillas, con los mineros de Chile, con la bola de fuego del centro de la Tierra. ¿Eso dicen, no?, ¿que en el centro de la Tierra hay una bola de fuego? Se me olvidaba: con el can Cerbero, el perro que guarda el Hades –sin Google no sería lo mismo-. Bueno, pues Venus me habló. Con el mismo acento que la operadora de Vodafone. Me dijo poca cosa. Suficiente. Como a las empleadas de esta compañía telefónica, también se le notaba el cabreo a través de la línea.
-¿Aló? Al habla la señorita Venus. Si desea que nos veamos, pulse uno. Si desea que le cuente una historia bien cochina, pulse dos. Si desea que platiquemos no más, pulse tres.
Sonó una música de sanatorio. Yo sabía que la voz y el cuerpo de ella estaban en la little sala donde tiene el teléfono, junto a la mesa camilla. Que no era una grabación, vamos. Se le notaba el mismo bajón que cuando el chino se corre antes de tiempo. Estuve a punto de pulsar el número uno, esperé callado y colgué. No me atreví a permanecer más tiempo al aparato. Oía su resuello tan apagado como excitado estaba el mío. A punto estuve de repetir la llamada. No lo hice. Me contenté con pelármela en su honor viendo la escena que más me gusta. Venus, en el little plato de ducha. De medio lado. La cámara sobre el lavabo. Siempre en plano fijo. En esa house no hay más gente, y ni al chino ni a ella les da tiempo a mover la cámara. No hay necesidad. Venus se desnuda con torpeza. Cada grabación más rápido, tengo que decir -ha ido perdiendo el entusiasmo con el paso del tiempo-. En el último vídeo no tarda ni un minuto en quitarse el tanga –siempre la última prenda-. La del plato de ducha es su ópera prima, lo sé y se nota. Nadie se desnuda en un sitio así, es incómodo y hay mucho vaho. Por eso me sorprendió. A Venus se la ve más entregada que en las otras grabaciones. Con menos experiencia, eso sí, pero más entregada, con mayor ilusión. Se arranca poco a poco un vestido blanco de látex que apenas le cubre las ingles. Se lamenta cuando se le rompe un tirante. La cámara no recoge el cuerpo completo de Venus. Está colocada demasiado cerca y no hay zoom. Por eso me gusta esa filmación, porque parece un robado. Porque uno se hace la ilusión de que está allí, espiando detrás del lavabo. Solo se ve la cara entera de la mulata cuando se agacha a quitarse las bragas –en el primer vídeo no usaba tanga-. Su labios de salmonete, su dentadura de tiburona, sus branquias de canon girl…, una Marilyn de bronce, resucitada. El chino aparece de repente, con una bolsa en la que lleva arroz tres delicias y pollo con almendras. Lo dice todo a media lengua: “Su comida, señolita. ¡Oooooh!”. Deja con precipitación la carga en el suelo. Se quita los pantalones, se baja los calzoncillos y entra en la ducha con los calcetines subidos hasta las rodillas. Está empalmado desde el principio. Golpea con el glande el objetivo y lo empaña. La mulata se contonea. Hay banda sonora: primero reguetón y, cuando el ambiente se calienta, una melodía de Richard Clayderman. Con las primeras notas del piano, el chino se corre encima del arroz tres delicias o del pollo con almendras, tampoco se distingue bien. Venus se agacha y se echa las manos a la cabeza. Acerca sus eyes de panther a la cámara, con pinta de estar bien jodida –es un decir-, y termina la película. Venus no se depila hasta la tercera filmación. En la primera, el monte que le da nombre deslumbra lleno de espuma. Se lo enjuaga antes de que llegue el chino y ella se estremece de gusto cuando los dedos se pierden en la efervescencia de la espesura, a pesar del contratiempo del tirante. No me sienta bien hablar de todo esto. Lo estoy contando y me estoy encendiendo como las luces de la Gran Vía el primer día de Navidad. Así que vamos a dejarlo. 
Habré visto el capítulo piloto, el del plato de ducha, más de cien veces. Los otros, unas cuantas también. Venus, como yo, es mujer de un solo hombre y casi de ninguno. No sé qué tiene esa mulata. Bueno sí, es un crush, un amor platónico, ya os lo he dicho. Desde que la descubrí, pocas veces he entrado a otra página porno. Siempre la busco a ella. Cuando la llamé por teléfono, no sé qué habría pasado si me hubiera atrevido a marcar la opción uno. No lo sé. Ella ha cambiado poco; sin embargo, yo no soy el mismo. Quien me conoció entonces y me ve ahora, alucina. Si me presentara a uno de esos anuncios que comparan el antes y el después, seguro que me contratarían, pero no queda ni una sola imagen de mi pasado de gordo inútil. Lo único bueno que saqué de esa época es que leí mucho. Tengo mi culturilla. No soy solo músculo, qué va. Me he cultivado como los buenos espartanos: mens and corpore. En tres años, my mind engulló cerca de diez libros. Y todos de cultureta, nada de mierdas de autoayuda. El mejor, Mejide, qué tío, qué intelectual, qué wise man. Cualquier día de estos me leo su última genialidad. Ahora no tengo tiempo, pero Risto está conmigo, siempre presente. De todas formas, con internet tampoco hace falta mucho más. En la red conocí el genio literario de Risto y el de otros que algún día leeré a full: Coelho, Máximo Huerta, Benedetti, Marwan, Shakespeare… Es lo que yo digo: si la ventresca de sus obras está en las web, ¿para qué leerse el libro entero? Internet es como el alumno empollón que teníamos en 4º de ESO, el que nos hacía los resúmenes de las lecturas obligatorias. Suficiente para aprobar. Menudo invento internet. Un filón. 
Brando, por supuesto, sí que me trató en mi etapa weak. De aquella época, no tengo nada que reprocharle. Yo creo que ahora se lo come la envidia. Estoy más cachas que él. Un gorderas que parecía sacado de una prueba de aguante en el McDonald´s se ha convertido en un serio competidor, en un espartano que no se rinde ante nadie. No tengo su labia, pero tiempo al tiempo, porque a emprendedor no me gana ni Luis Bárcenas. Yo he contratado a ese moron, no al contrario. Desde que despedimos a Luisfer, está trabajando en el negocio que yo he fundado, en mi empresa. El puesto le va al pelo: coach emocional. Al pelo. Con esa labia de vendedor murciano con la que te convence hasta de comer ortigas o fugu preparado por un cocinero primerizo –y el nombre de este pez japonés no lo he sacado de la Wikipedia, tengo mi formación de nutricionista-. Soy bueno para los fichajes, una especie de Monchi –sí, coño, el director deportivo del Sevilla, ese con cara de jurel- del mundo emprendedor. Se va a cagar el desagradecido de Brando. No lo voy a echar, sería demasiado fácil y perjudicaría a la empresa. Atrae clientas como una sardina podrida a los cangrejos de río. Lo venceré en el campo de batalla y lo humillaré arrastrándolo por la grava sintética del jardín de Mary, como lo haría un espartano: con la audacia y el valor de un guerrero. Los tengo bien puestos, ya os lo he dicho. Soy un producto que se ha hecho a sí mismo a base de tozudez y disciplina, como diría el brutal Risto. Un espartano como un trasatlántico. El Juan Sebastián Elcano de los gyms innovadores.
Esta mañana he salido de casa hecho un tiburón. Una hora y media de running y para el gym. Me esperan allí Mary y sus chicas, las fanáticas del rape. Aprovecharé para marcarnos unas dumbbells, así voy haciendo camino: que admire mis bíceps, que disfrute con mi tableta, que se relama con mi bronceado de caña de azúcar –lo último del mercado-. Que vea Mary lo que puede llevarse a la cama de agua: un auténtico atún rojo de primera calidad. Luego nos toca fish market y un cooking fish: lomo de rape al vapor con guarnición rica en fibra y cien gramos de hidratos de carbono. Nada de salsas, por supuesto. Zumo de pomelo y ciruelas para culminar. En casa de Mary, por si hay problemas de vientres sueltos. Brando es ahora el coach emocional de Sushy. Lo tiene en mucha estima desde que va al servicio con regularidad. Lo espero. Estoy como una morena al acecho del despistado pez payaso. No me he pajeado ni una vez en tres días. Lo mío me ha costado, porque no me saco a Venus de la cabeza. Como me pasaba en el instituto con esa girl de la primera fila a la que no me atreví ni a pedirle el típex. Que va a ser esto peor que la “Dieta Feliz” y el sirope de arce. Lo veo venir. ¡Hay que echarle huevos! Soy un espartano. Cuanto antes caiga Mary, antes salgo de este bunker. Seguro. Con el running y el fitness conseguía olvidarme de las burger con cheese, pero, por mucho que me desfondo, no me quito a Venus de my mind. Cuanto más fartlek hago, más mulatas me rondan por la cabeza, más coños peludos y efervescentes me distraen. Da igual que me ponga la música de Rocky o los audios de inglés o los pod cast de Melendi. Ahí la llevo, enganchada a las neuronas, pegada a su chino. No me la saco de la memoria ram. En cuanto vea desnuda a Mary, se me pasa este bad roll, seguro. Sí, es cierto que ella y sus amigas van todas recauchutadas. Que los pechos de Venus, naturales, jugosos, desiguales, de chupón sonrosado y respingones, no son como los de Mary. Eso es evidente. Pero con tanta pasta, seguro que mi clienta preferida ha conseguido unos air bags apetitosos –se le adivinan-. Un poco más rígidos, pero nutritivos, seguro. Después de la cooking fish en su palacete, tengo que echarle huevos e insinuarme de una vez. Tiene un luxury yacht en el puerto de Gandía. Nos ha prometido que cualquier fin de semana nos invita a los vips del gym. Qué mejor momento que ese para tensar su piel de naranja. Ninguno, ya os lo digo yo. Hay que preparar el terreno. De hoy no pasa. La jornada va a ser larga y voy a tener tiempo de mostrarle mi castidad espartana, mi voluntad de fuego, mi preparación a full para la batalla. A ella y al dumbass de Brando.
Otra vez en blanco. “Venga, Willy, que de esas ojeras podemos sacar un buen forro para el tambor. No paras, nen. Con lo que cuidas el resto del cuerpo y lo que maltratas a tu pequeño amigo”. Esto nada más llegar a casa de Mary. Y yo, otra vez sin palabras. Otra vez en off. Y es que, aunque no me la toque, sigo llevando a Venus aquí injertada, entre el parietal y el occipital. Sushy, Mary y Piluca ríen la pulla. Aparentan no darle importancia, pero yo sé que sí. Este cabrón me está hundiendo. No respeta al boss. No respeta al amigo. No respeta ni al san Pancracio con mancuernas que nos protege en el gym. Mientras preparo el rape y explico la receta, se me ocurre una buena réplica, pero es tarde. No tiene sentido que le responda después de media hora. Ellas están con el vino azul y nosotros, cortando la cabeza de un rape que también se ríe de mí. Sushy está por Brando. Desde que caga como una tortuga de agua, la tiene sin habla. Es muy bueno en lo suyo, el malnacido. Por eso lo contraté. ¡Joder!, pero es que Mary también le ríe las gracias, se le desmayan los párpados –y no de besugo precisamente- y le resbala el tanga. Me quiere endilgar a Piluca, el dumbass. La hija del capitán del ejército de tierra, jefe de los zapadores y héroe en Afganistán. Lo mato. ¡Qué cabrón! Pilu se araña la barbilla con los dientes de arriba y su padre la acompaña al gym para que no hagamos guarradas con ella. Ya nos lo ha avisado más de una vez: “A mí estas mierdas modernas no me la dan. Aquí vais a lo que vais, a reventar a mi niña, que está muy tierna para vosotros, alimañas de río. Que no sabéis cómo se las gasta un zapador del desierto. Que os meto un pepino por el ojete a las primeras de cambio”. Nos amenaza siempre que se pasa por allí. ¡Qué plasta! Que su niña está tierna, dice, y ya no cumple los treinta y siete, seguro. El tío nos viene siempre con el uniforme de gala y la pechera llena de medallas. Y se queda aquí hasta que su hija termina los ejercicios. Babea viendo subir y bajar los leggings de las chicas en los aparatos del gimnasio. Está jubilado y se le fundió el disco duro hace tiempo. Eso dice su tierna niña. Las brasas del desierto y esos moros locos lo dejaron tocado. Ahora, es posible que el zapador tenga razón: Pilu no ha catado varón desde hace siglos. Se le nota en el blanco de los ojos, como la frescura a las merluzas. No le brillan. Los tiene apagados y con venillas rojas, como las pescadillas que pasan más de dos semanas entre el hielo del mostrador. Pilu para ti, Brando. A mí no me jodes tú. Que soy tío de una sola y ya la tengo escogida. Que me he librado con mucho sacrificio del pajeo y en cualquier momento te reviento tus chistes. Te voy a tumbar, boy, ¿lo tienes? 
Mary nos invita el fin de semana a su luxury yacht de Gandía. Iremos todos en un coche. Somos cinco: Pilu, Mary, Sushy, Brando y yo. Si no lo tuviera entre ojo, le habría dicho a Brando la verdad: que estoy por Mary, que me pirro por ella, que se eche a un lado como haría un amigo fetén. Pero no le voy a descubrir mis cartas a este malnacido. Debo preparar la estrategia. “¿Qué, nen, nos las repartimos?”, me suelta, en cuanto abandonamos la casa de Mary. “Tocamos a más de una por cabeza.” No quiero darle pistas. Si le digo que voy por Mary, me la quita el muy cabrón, se lo pongo fácil. Ella babea con Brando como con su perrita Laika cuando hace una gracia. Le faltaba esto -y esto es la yema de mi dedo meñique- para que Mary se le desnudara allí mismo. No lo hice bien en su casa, no. El malnacido ha ganado la baza, pero no la mano. Esto diría Risto. Me preparo para el encuentro final. Partido a partido hasta ganar a la girl, como Simeone. Como los feroces espartanos. No puedo fallarle a mis ídolos: Risto, Simeone, Marwan, Clint, santa Teresa, Melendi, Schwarzenegger –cada vez que lo escribo tengo que consultar Google-. Ellos me dan la fuerza, como los dioses griegos. Para mí son eso, dioses. Mis ídolos estarán conmigo en Gandía y yo les voy a ofrendar el cuerpo de Mary, sus tetas recauchutadas, sus eyes de panther –no de besugo- y sus extensiones de platino, para que me protejan sobre la cubierta del luxury yacht y así tensarle la piel de naranja de un pollazo. Y eso que el mar no me da muy buen rollo, pero un espartano se crece en los escenarios más difíciles. ¿No lo hace Clint Eastwood en el salvaje Oeste o santa Teresa en las celdas húmedas del convento o Simeone en el Nou Camp o el propio Risto en los agresivos platós de televisión o Melendi en los aviones? Pues eso. Y me diréis, ¿y qué pinta aquí santa Teresa? Es devoción lo que yo tengo por esta monja, desde el instituto. Mi profesora de Lengua tiene la culpa. Solo tenéis que asomaros a mi paletilla: acariciarme el “vivo sin vivir en mí” me pone a cien. 
“Que no, boy, no me gusta eso de repartirnos a las tías.” “No me jodas, ¿ahora vas de feminazi por la vida? No le des tanto a la matraca que te está pudriendo las neuronas, nen.” Y otra vez en blanco, y eso que ahora no nos oye ninguna de ellas. Me lo tengo que hacer mirar. De aquí al week end me preparo unas réplicas. Siempre está con lo mismo, tampoco será tan difícil pillarlo, digo yo. “Nos vemos el sábado.” 
¡Qué pasada de buga tiene Mary! Un Jaguar deportivo de los que no se ven por la autovía. Solo por “La Moraleja”. ¡Qué chulada! Si nos vieran los colegas de la nuclear o los del matadero de pollos o los de la funeraria…, a mí y a Brando, digo. Con dos tías cañón y una que tampoco está del todo mal, si no fuera por esa dentadura de ardilla y por su sonado padre... Si nos vieran, les reventaría la bilis. He estrenado las gafas de sol de Risto y la camiseta elástica Nike. La que se pega al torso como el plástico de un envase al vacío. La que realza mis bíceps, mi moreno de caña de azúcar y deja a la vista mi tatuaje de la suerte. Y ni un mal pelo en todo el cuerpo. No, boys, en los huevos tampoco. Cuesta, pero es posible. Maña y espuma depiladora. Escuece lo suyo, pero todo sea por Esparta y por Mary. A Brando lo he visto un poco pasado de moda, un poco vintage. Se nota que para él han corrido peor los años, pero el cabrón no para de soltar por su boca. ¡Qué habilidad tiene el tío! 
La batalla va a ser de fuego, boys. Será un partido duro y lo voy a ganar yo. Porque lo primero es la fe en uno mismo, el autoconvencimiento de que con esfuerzo y voluntad emprendedora se puede conseguir lo que uno se proponga, por mucho que me rasque la tapicería en los bajos. Sigo a Risto a full. Me veo cañón, top. No me falta ni un detalle. El pelo, al uno en los parietales, con raya recortada a la izquierda y bien engominado. Modelo alemán, años treinta. Además, he buscado en Google algunas frases de Risto con las que plancharle los morros a Brando cuando se ponga pesado con mi vicio. Bueno, con el de todos, boys. Le va a rebotar la labia en la jeta, en la pura jeta. 
La excursión ha empezado torcida en el coche. Mary ha colocado a Brando de copiloto, junto a ella. Y yo entre Pilu y Sushy. Sushy, jodida, como yo, por no tener a su lado al que tanto riego le ha dado a sus esfínteres. Y Pilu, con la falda por las ingles, como Venus, pero sin su poderío de muslos –si la viera su padre-. Y siempre royéndose el labio inferior, que lo tiene en carne viva. El mierda de Brando ha traído una play list en su pen drive. Ahora me entero de que le gusta ese tipo de música: Katy Perry, Beyoncé, Lady Gaga… Vamos, que se ha empapado de los gustos de Mary y se la está camelando. ¿Por qué no se me ha ocurrido a mí? Siempre tarde las ideas, coño, siempre chupando rueda. Mary canta y mira a Brando como a su perrita Laika. Otra vez. Y yo creo que le ha llegado a pasar la mano por el muslo desnudo. Y tanto, ¡otra vez!, ¡ahí está! Su manicura de polvo de oro malgastándose en las piernas sin depilar del malnacido. Ella está que no caga con las mierdas de Brando. Hasta Pilu lo ha visto y me pone su manicura de cien euros sobre mis cuádriceps de exposición. “No te preocupes, nen, en el barco pones tú la música. Pero cuidado con las manos de este, chicas, que las tiene muy largas y despellejadas de tanto sobe”. Solo le faltaba la coletilla catalana. Desde que la oyó en la lonja de Barcelona, no para de usarla. Le parece de lo más cool. Y a Mary por lo visto también. No hay una gracia que no le rían a este tío. Hasta Pilu ha quitado la mano de mi pierna. Hasta la hija del capitán sonado. Si no fuera por mi voluntad férrea, por mi espíritu de ganador, por mi fe incuestionable, porque debo creer en mí, podría haberme hundido en el Jaguar. Se han puesto de acuerdo, como cuando tienen la regla. No me respeta ni Pilu. Ella y Sushy se pegan a los reposacabezas delanteros y cantan, con Mary y Brando, “El Perdedor” de Enrique Iglesias. Ni adrede. Pero aquí empieza mi remontada. He tocado fondo. Me sumo a la canción y abrazo a las dos por los hombros y nos marcamos una bachata, restregándonos las caderas en cuclillas. Mary me sonríe por primera vez en el viaje. Sushy no pone mucho entusiasmo; pero Pilu, del subidón, me enseña hasta las encías. Aquí empieza la remontada, boys. Preparaos para el espectáculo. 
El día está pocho. Es una lástima. En Gandía no hay sol y las nubes tienen un color lomo de merluza que no presagia nada bueno. ¡Qué poco vengo a la costa, boys! Tengo que viajar más, ahora que me lo permite el negocio. Os queréis creer que no había estado nunca en Gandía hasta hoy. Un fish trainer que apenas conoce su hábitat natural -más mérito para mi habilidad de emprendedor-. Que he visto el mar de milagro, porque fuimos a Barcelona en viaje fin de curso. En 4º de ESO. Como os lo cuento. 
En el puerto se ve la mar picada, pero no hay problema, el capitán del barco de Mary es un tío con galones. A mí me impresionan esas olas. ¡Joder!, no soy de la marina, coño, y la mili la quitaron antes de que yo cumpliera 19. Una prueba más para demostrar mi preparación, mi psicologist force, mi espíritu Risto. Es buena señal: cuantos más hándicaps, más gusto le sacaré a la victoria. Más me lucirá el pollazo que Mary está esperando. ¡Joder, cómo viene! Un short rosa bien pegado al culete y un top amarillo que deja al aire la mitad del trabajo del cirujano. Solo he subido una vez en barco, en el ferry de Mallorca. No fue una travesía agradable, no, boys. Nuestras tripas se empeñaron en tomar el aire. Inundamos de vomitonas los servicios en los que nos habíamos fumado el primer porro del viaje. También me mareaba de pequeño en el coche cuando pesaba el doble que ahora. Los tiempos han cambiado mucho y yo he cambiado más que los tiempos. 
¡Fuera neuras y obsesiones! Aquí estoy, en el muelle de Gandía, con un cuerpo que me lo alquilaría Brad Pit. El yate es de teleserie americana, de CSI Miami. Sí, boys, de esos que surcan el golfo de Florida a reventar de girls y farlopa. Así es, no os exagero ni un poco. Solo falta el sol y sobra el viento. “Venga, nen. Tenemos que organizarnos. O hacemos una orgía, lo que prefieras”. Otra vez Brando con sus mierdas. Ahora irá de buenas, el malnacido. Como si nunca me hubiera humillado delante de ellas. Como si fuéramos todavía mancuerna y bíceps. Fuckyou. “A mí lo de las orgías no me va. Ya saldrá el sol por donde quiera”. “¿El sol, nen, qué sol? No  me jodas, que te quedas a dos velas. Te lo digo. Que no veo claro tu panorama.” “Hace tiempo que me defiendo solo, Brando, no me hacen falta ya los perros guía.” “Tú verás, nen.”
La travesía pinta bien. Me toco la paletilla. “Vivo sin vivir en mí”. El malnacido no me va a hundir por mucho que diga. Ya le he puesto el pie, solo falta que tropiece y se reviente las narices. Ni una me creo, ni una. De orgía, nada, boy. Yo soy tío de una sola y la tengo ahí, delante de mí. Con el tanga dorado asomando por encima del short. Es mía, Brando. No juegues. Ya me has jodido bastante. “Cuidado con la mar, nen. No te la toques mucho en el barco que la marina es muy casta”. Bien alto, para que ellas lo oigan. Mi respuesta, boy, mi respuesta, la de Risto: “Tiempos de amor pasteurizado, besos que ni rozan las mejillas y afectos de todo a cien”. Las tías se descojonan y me miran como si me patinara el disco duro. A lo mejor no venía muy a cuento, es verdad. Y Brando se sonríe como una merluza de pincho. Como si fuera yo el que tiene ojos de besugo. Me está jodiendo ya de más. Se está pasando un huevo. Por cierto, el escozor no se calma así como así. Los llevo en carne viva -tengo que darle una vuelta al método depilatorio-. Pero el plan va a funcionar. Mary se pone un cardigan de lana virgen. Está nublado y sopla un viento molesto. Pilu se me agarra fuerte. Busca que la arrope. Y la “erre” le chirría y le rompe el carmín del labio. Sushy y Mary se cuelgan cada una de un brazo de Brando. No, boy, ese no es el reparto. Ya te lo digo yo. Así no. El yate es también de estrella de cine: madera de ébano en la cubierta, remates dorados y la farlopa sobre cristalitos Swarovsky. Me meto un tiro para olvidarme del escozor de huevos. Al principio me funciona. Me pongo gracioso con la coca, pero el barco se mueve como el culete de Mary cuando trabaja la elíptica, como las tetas de Venus cuando se acercan a la cámara. Esto no va bien. Las tripas se rebelan. Brando sigue a lo suyo. Yo bastante tengo con aguantar de pie y ellas ríen sin parar. Pilu se ha despegado de mi brazo. Ya ni ella busca el refugio de mi depilación láser. Se meten bajo cubierto. No aguanto ni dos minutos ahí adentro. 
“¿Qué pasa, nen? Estás blanco como vientre de rape. ¿Te mareas? ¿Te sientan mal los tiros?”. No puedo responder. Finge, el malnacido. Finge. Se cree que no me doy cuenta. Solo quiere quedar bien delante de ellas. Se pavonea como el capitán del barco atendiendo al pánfilo grumete que surca el mar por primera vez. No, boy. Tú a mí no me la cuelas. Que sé de qué vas. “No, boy. Salgo un momento a cubierta. A mí me gusta el olor a fish. Hay que aprovechar el mar, la mar. ¿Me acompañas, Mary?”. “Espera, Willy. Prueba este Aperol que me traen de Italia”. No puedo rechazar lo que me ofrece mi girl. Me alarga la copa. Brilla el polvo de oro en sus uñas y a mí me vuelan las pupilas. Lo último que me apetece es beberme el brebaje italiano, pero veo la mirada de falsa preocupación de Brando, del malnacido, y me lo cuelo de un trago. Tengo que salir de allí o les vomito encima. Corro a la cubierta. Brando me sigue. Le digo que se vaya a la mierda, que me deje en paz. Echo por la borda hasta el primer muesli de la mañana. Se me sale el píloro por la boca. Nunca me he encontrado tan mal. Ni durante el ayuno del sirope de arce. Ni cuando de pequeño me mareaba en el coche. Nunca. Las gafas de Risto se las llevan las olas. Y veo a Brando a mi lado. No puedo con él. “Déjame, coño, vete con las girls. No necesito niñera. Esto es un momento”. Se va. Por fin solo. No mejoro. Otra vez las tripas en los dientes. Tiemblo, me hielo. ¡Me cago en la marina, en el Aperol y en todas las olas del océano! Recuerdo otra frase de Risto. Me doy ánimos con ella: “A reír solo se aprende habiendo llorado mucho”. Y vuelvo a vomitar. Ya no puede quedarme nada en el estómago. La última bocanada, seguro. El mar en la Castellana, y ya. Me encuentro fatal. “Vivo sin vivir en mí”. La sal y el amargo recuelo del muesli me han empastado de porquería la dentadura. La cabeza se me va. Brando está ahí de nuevo, con ellas, con las chicas. Me llevan en volandas a la cama. ¡Esto no, boys, esto no! No centro la mirada. Las piernas no me sostienen. No soy capaz de decirles que estoy de puta madre. No lo estoy, pero ¡esto no, boys!
Al despertarme me noto el cuerpo casi nuevo y vacío. Voy a cubierta: nadie. El capitán, en su pecera de metacrilato, saluda y sonríe como el rape al que le cortamos la cabeza. Un yate junto al nuestro hace cabriolas sobre la espuma. ¿Dónde coño está todo el mundo? La tormenta ha arreciado. ¿Qué hostias hacemos en medio del mar con este oleaje? Esto es muy chungo. Lo más chungo que he vivido nunca. Entro para no ver las olas ni el vaivén del barco de al lado, arriba y abajo como un cacharro de tiovivo. En el casco se lee su nombre, “De categoría”. Hay alguien asomado en la cubierta, ¿un viejo? Me suena su jeta. No quiero arrojar otra vez las tripas por la borda. No me queda ni bilis en el hígado, parece imposible, pero me vienen nuevas arcadas. ¿Cuántas habitaciones tiene este puto yate? Parece un crucero. Veo un atún rojo tirado sobre las tablas de ébano, con el anzuelo aún clavado en el paladar. Mal presagio. El atún atravesado, final del partido. Risas detrás de una puerta. Risas y jadeos. Esto no pinta bien, boys. Esto se ha torcido del todo. Dos semanas sin pajearme. Y con los huevos en carne viva. Y el cuerpo más estropeado que cuando me cenaba tres burger con queso y una costilla con miel. Y tengo que abrir la puerta, boys. Y sé lo que me voy a encontrar. Y no me va a gustar. Cojo el arpón. Que solo soy de una tía, boys, de una. La vamos a joder, seguro. Me toco la paletilla, “vivo sin vivir en mí”. Y entro en el camarote.