El Palacio de las Dueñas expone bien a las claras las dos Españas de las que Machado hablaba: la del poeta del pueblo, con su recuerdo infantil de hombre bueno y la de esa aristocracia vana que llevó a la desgracia al país, como él mismo profetizó. La familia más representativa de esa casta, los Alba, son los dueños del palacio. Como una gracia de los poderosos, permiten que el vulgo visite los jardines y algunas de las estancias. Los toros, los caballos, las vírgenes, la España de Frascuelo y de María, de la que Machado renegaba, está bien representada en cada una de sus habitaciones. Los retratos de esa gente ridícula y haragana, que tanto detestaba el poeta, pueblan las mesas y las paredes. Hay que salir a los patios para recordar a Machado, para aspirar sus versos, para oler los limoneros, para desprenderse de ese hedor a braguero y a sillas de montar. Hasta el tonto por excelencia de la última pandemia aparece en sus paredes. No, el interior del palacio de las Dueñas no representa al poeta. Solo sus fuentes, los pájaros, la naturaleza reviven su infancia. La melancolía del agua, las galerías, las buganvillas, la sombra fresca, contrasta con la barahúnda mostrenca, con el moho, con la rebaba hedionda del señorito inútil, al que tanto aborrecía el poeta.
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viernes, 29 de julio de 2022
Palacio de las Dueñas
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