Érase una vez un pueblo arrinconado en un extremo de las Europas. Después de salir de un tiempo de rigidez en el que se tuvo que lidiar con un tirano infame que marcó su destino, Vandalia se preparaba a vivir un periodo de prosperidad y libertad, en el que sus habitantes podrían, por fin, elegir sus propios gobernantes. Los muchos años de sumisión y humillación convirtieron a los vándalos en seres temerosos y poco inclinados a la aventura. Eligieron a un seguidor del tirano, menos feroz, que aseguraba no cambiar en exceso las reglas del juego.
Pasaron algunos años, los vándalos comenzaron a dudar de su elección y en la primera oportunidad tomaron, envalentonados, un riesgo. Pese a los vaticinios de los agoreros, pese al temor que se voceaba desde los púlpitos del poder, un nuevo clan se hizo con el gobierno del país empujado por la inusitada valentía de sus pobladores. Al principio, parecía que algo iba a cambiar, que las costumbres milenarias de sumisión e ignorancia se transformarían, pero pronto los nuevos gobernantes se dieron cuenta de que un pueblo más avispado y moderno podría acabar con sus privilegios y dieron marcha atrás en su proyecto de renovación.
Durante más de 30 años, se fueron turnando en el poder los oligarcas de los dos clanes: los herederos del tirano y los traidores a la renovación. Los rebeldes parecían ya domados, no se atisbaba ningún signo de insumisión, se había alcanzado un tiempo de sosiego. Se les hinchó la panza con monedas de oro, se los siguió alienando a base de automóviles y entretenimiento. Se consiguió con disimulo lo mismo que el pequeño tirano había logrado con una represión feroz. Era cuestión de alimentar a los pregoneros y de mantener al pueblo en la inopia. Hacerles creer que eran ellos mismos quienes elegían su destino.
Con el paso de los años y gracias a la sociedad con sus vecinos, la voracidad de los clanes turnantes devoró las riquezas que producía el bosque: talaron los árboles, devastaron la riqueza del suelo, a punto estuvieron los oligarcas de reventar, en el empeño de devorar las miserias de sus conciudadanos. Se revolcaban en una orgía de placeres obtenidos con facilidad de la tierra que cultivaba el sumiso y entregado vándalo. Hasta que no quedó nada.
El sol hería con fuerza las cabezas de los pobladores, el bosque había desaparecido, las gentes apenas tenían para alimentarse. Solo entonces levantaron los vándalos la cabeza y sufrieron el sol impenitente. Por primera vez, con el estómago vacío, contemplaron a los que gobernaban, iluminados por una luz cegadora: sus vientres hinchados, sus manos sucias, sus pies enormes aplastándolo todo. Era el tiempo de los pregoneros, ahora mucho más poderosos, con un mensaje impuesto por los gerifaltes para calmar a la masa hambrienta. Servían con docilidad a los clanes gobernantes y participaban de la rapiña con avidez.
Cuando se taló el bosque, cuando ya no quedaban riquezas que repartir, los vándalos comenzaron a reprochar el desmán de los clanes. Los pregoneros seguían machacando al pueblo por mandato supremo, con lo que se fue generando un odio visceral hacia ellos y hacia sus amos.Los vándalos se levantaron por necesidad, por la angustia de la supervivencia y la hoguera se convirtió en una esperanza de regeneración.Surgió un nuevo clan que aprovechó la desesperación para medrar.
Era el tiempo de los pregoneros: si los ciudadanos optaban por quitar de en medio a los clanes tradicionales, Vandalia se hundiría en la peor de las oscuridades, se derrumbarían las bases de la sociedad. Pero la voz de los pregoneros caía en el vacío de los estómagos, su prestigio se había hundido como el de los clanes ancestrales. Cuanto más se empeñaban en desacreditar al nuevo ídolo, más crecía, y más aumentaba el odio a los oligarcas. La sumisión, la humillación y el miedo no parecían cundir en un nuevo territorio arrasado por la rapiña de los poderosos, a pesar de que era ímprobo el esfuerzo por implantarlos.
Se esperaban las nuevas elecciones con esperanza. Los agoreros predecían que el miedo vencería, y seguirían imperando la humillación y la sumisión. Los más aventurados predecían una victoria del nuevo ídolo. Otros estaban convencidos de que sin una regeneración verdadera, el nuevo clan sería fagocitado por la malversación atávica de un pueblo sometido a las pulsiones de una moral putrefacta.