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lunes, 18 de agosto de 2025

"García Lorca, el poeta de la tierra" por Rafael Narbona



No han pasado cinco años, sino ochenta y nueve desde que Federico García Lorca fue asesinado junto a un olivo en el camino que va de Víznar a Alfacar. Se ha especulado mucho sobre los motivos del asesinato, intentando atenuar la responsabilidad de sus autores materiales e intelectuales. Se ha llegado a decir que fue un error, que en realidad se trató de una venganza familiar, pero esos argumentos falsean la realidad, pues a García Lorca lo mataron por lo que representaba. Frente a los lutos de una iglesia tridentina, la épica de cartón piedra de los espadones y la avaricia de los grandes terratenientes y financieros, García Lorca encarnaba la alegría mediterránea y dionisíaca, sin sombra de puritanismo ni intransigencia. El poeta no era anticristiano, pero alentaba un paganismo luminoso y colorido que resultaba intolerable para los sectores más conservadores. La claridad y frescura de su poesía constituía un desafío para las instituciones y las élites económicas que se resistían a la modernidad. Luis Cernuda, amigo del poeta, despejó cualquier duda al respecto: “…te mataron, porque eras / verdor en nuestra tierra árida / y azul en nuestro oscuro aire” (“A un poeta muerto”). La “hiel sempiterna del español terrible” que aún perdura ha impedido que se rescaten los restos del poeta. Lejos de intentar deshacer este agravio, las autoridades han hecho lo posible por perpetuarlo. España sigue siendo el país de los grandes cementerios bajo la luna, tal como señaló Georges Bernanos, el escritor católico francés que alzó su voz contra la represión franquista en Mallorca.
Años de formación y embrujo
Hijo de un próspero hacendado y una maestra, Federico García Lorca nació en el municipio granadino de Fuente Vaqueros el 5 de junio de 1898. De joven estudió piano y, más adelante, se matriculó en la universidad para cursar Derecho y Filosofía y Letras. Nunca se sintió cómodo con la enseñanza académica. Intuitivo, afectuoso y espontáneo, su carácter seducía sin esfuerzo. Cuando se alojó en la Residencia de Estudiantes gracias a la ayuda de Fernando de los Ríos, se transformó de inmediato en el centro de las reuniones. Allí conoció a Rafael Alberti, Luis Buñuel, Salvador Dalí. Los testimonios de sus contemporáneos son unánimes, destacando su personalidad carismática e hipnotizadora. “Aquel hombre era ante todo manantial, arranque fresquísimo de manantial –afirma Jorge Guillen-, [a su lado] no hacía frío de invierno ni calor de verano: hacía… Federico”. Pedro Salinas añade: “Se le sentía venir mucho antes de que llegara, le anunciaban impalpables correos, avisos, como de las diligencias en su tierra, de cascabeles por el aire”. Luis Cernuda utiliza otra metáfora, no menos deslumbrante: “Si alguna imagen quisiéramos dar de él sería la de un río. Siempre era el mismo y siempre era distinto, fluyendo inagotable, llevando a su obra la cambiante memoria del mundo que él adoraba”. Vicente Aleixandre completa el retrato con unas hermosas y precisas palabras: “Era tierno como una concha de la playa. Inocente en su tremenda risa morena, como un árbol furioso. Ardiente en sus deseos, como un ser nacido para la libertad”. Sin embargo, la felicidad y el júbilo que transmitía no reflejaban su ser más hondo: “Su corazón –matiza Aleixandre- no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. […] Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo”. Rafael Alberti señaló algo parecido, afirmando que detrás de la sonrisa de Federico latía la tristeza. Emilia Llanos, entrañable amiga del poeta, ha contado que a veces se sumía en su silencio doliente, con la mirada perdida y la boca fruncida. Es probable que su sufrimiento procediera del conflicto que supuso su homosexualidad. Abocado al secreto y el disimulo, quizás lo que más le atormentaba era la imposibilidad de la paternidad. El “amor que no se atreve a decir su nombre” carece de la fecundidad del amor tradicional. No puede fructificar ni engendrar vida. Su horizonte es la soledad y el rechazo. Se ha dicho que Lorca fue una especie de “Adán oscuro”, pues simboliza a esa nueva humanidad que lucha contra el desprecio y la marginación, anhelando una aurora que le exima de vivir avergonzada y escondida en las sombras.
El romancero gitano
García Lorca mantuvo una sincera amistad con Manuel de Falla que incluyó proyectos en común sobre el cante jondo, los títeres y el folklore. En 1927 participó en el homenaje a Góngora organizado en Sevilla por un grupo de poetas a los que más tarde se conocerá como Generación del 27. Con la publicación del Romancero gitano en 1928 llega el reconocimiento literario. Sin embargo, sus amigos Luis Buñuel y Salvador Dalí critican el libro, acusándole de explotar un pintoresquismo trasnochado. Empieza a circular la leyenda de un Lorca con pocas lecturas y mucha intuición, un autor con “duende”, que conecta con lo primitivo y elemental, pero sin nociones de técnica poética. Sin embargo, en la famosa antología de Gerardo Diego, Poesía española, aclara: “Si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios –o del demonio-, también lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema”. En una carta enviada a Jorge Guillén mientras trabajaba en el Romancero, explica su planteamiento, nada espontáneo: “procuro armonizar lo mitológico gitano con lo puramente vulgar de los días presentes”. En una conferencia pronunciada en 1926, aborda uno de sus poemas más populares, “Romance sonámbulo”, donde explota las connotaciones del color verde (“Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas”). Interpretado por la crítica como una alusión a la muerte, García Lorca rechaza las lecturas que buscan un significado claro y unívoco: “nadie sabe lo que pasa, ni aun yo, porque el misterio poético es también misterio para el poeta que lo comunica, pero que muchas veces lo ignora”. García Lorca aclara que el protagonismo del Romancero gitano es un personaje con dos nombres: Granada y la Pena. En una entrevista celebrada en 1931 se muestra más preciso: “El Romancero gitano no es gitano más que en algún trozo al principio. En su esencia es un retablo andaluz de todo el andalucismo. Al menos como yo lo veo. Es un canto andaluz en el que los gitanos sirven de estribillo. Reúno todos los elementos poéticos locales y les pongo la etiqueta más fácilmente visible. Romances de viejos personajes aparentes, que tienen un solo personaje esencial: Granada”.
El Romancero gitano se caracteriza por una estricta condensación que al mismo tiempo contrae y expande los significados, explotando imágenes que trascienden lo puramente racional. Algunas imágenes parecen ingenuas, casi infantiles, pero de inmediato se revela su hondura, que incluye una vasta constelación de simetrías y contrastes. El hermetismo de algunas metáforas solo acredita la excelencia poética de García Lorca, pues el terreno de la lírica no es la claridad expositiva, sino la alusión y el misterio, la sugerencia y lo implícito. Esta circunstancia le da la razón a Jorge Guillén, según el cual solo un poeta puede explicar a otro. Los críticos siempre se quedan en la superficie. Ven el paisaje, pero no las raíces. Como apunta Juan López-Morillas, “García Lorca no es un poeta de ideas; es un poeta de mitos”. Eso explica que escogiera el romance, una de las formas métricas más antiguas y con un eco primordial, casi telúrico. El Romancero gitano gira alrededor del mito esencial de la existencia humana: el conflicto entre el yo, que lucha por dilatarse y perdurar, y las fuerzas de la naturaleza, que acaban derrotándole para sumirlo en la muerte. El gitano es el nuevo Prometeo. Se rebela contra el orden cósmico y social para preservar su libertad. Su anhelo de perpetuo movimiento choca con una sociedad que no cesa de hostigarlo para que adopte el sedentarismo. La tragedia es que cuando al fin lo hace, continúa sufriendo incomprensión y violencia. Así sucede en Romance de la Guardia Civil Española, donde un campamento es arrasado sin ningún motivo, salvo el odio a un pueblo que ha elegido vivir de otro modo. García Lorca caracteriza a los guardias con rasgos que evocan las pinturas negras de Goya y el esperpento valleinclanesco: “de plomo las calaveras”, “alma de charol”, “jorobados y nocturnos”, “capas siniestras”. Frente a ellos, la ciudad de los gitanos, “ciudad de dolor y almizcle, con torres de canela”, solo cuenta con la protección de la Virgen y San José, que “perdieron sus castañuelas, / y buscan a los gitanos / para ver si las encuentran”. “La Virgen cura a los niños / con salivilla de estrella. / Pero la Guardia Civil / avanza sembrando hogueras, / donde joven y desnuda / la imaginación se quema”. Con este poema, García Lorca preparó el escenario de su muerte. La derecha nunca le perdonaría que hubiera escarnecido a uno de sus símbolos más emblemáticos.
Poeta en Nueva York
Después de un desengaño sentimental, viaja a Nueva York y Cuba. Estados Unidos le produce una impresión muy negativa. Testigo del famoso crack del 29, Nueva York le parece una ciudad sin raíces ni identidad, violenta y deshumanizada, donde los negros sufren una cruel discriminación. Las fuerzas naturales y los mitos han sido ahogados por un engranaje frío e impersonal, que rinde culto al dinero, el nuevo Moloch. En unas declaraciones, resume su visión con una frase escueta y demoledora: “Espectáculo terrible, pero sin grandeza”. Entre 1929 y 1930 compone Poeta en Nueva York, que José Bergamín logrará publicar en 1940 de forma simultánea en México y Estados Unidos. Cernuda afirmó que Lorca no leyó a los surrealistas franceses y, de hecho, cuando al poeta granadino le comentaron que sus poemas más experimentales se inscribía en la poética del surrealismo, aclaró airado: “No es el surrealismo, ¡ojo! La conciencia más clara los ilumina”. Sin embargo, en Poeta en Nueva York se advierte ese regreso a lo originario, mágico y onírico que había inspirado el Romancero gitano y que tan cerca está del surrealismo. El surrealismo impugna siglos de lógica y racionalismo para recuperar la faceta más espontánea e intuitiva del hombre. No es una simple vanguardia con unos planteamientos innovadores, sino una rebelión contra la razón que intenta restaurar lo elemental y genuino. En el caso de Lorca, los gitanos y los negros simbolizan ese modo de vida más auténtico, donde el mito aún no ha sido abolido y silenciado por el logos. Ambas razas encarnan la inocencia del hombre antes de la caída, cuando aún no existían las nociones de culpa y pecado. En “Norma y paraíso de los negros”, los negros son “pájaro”, “luz y viento”, pero están atrapados “en el salón de la nieve fría”, ese mundo deshumanizado creado por los blancos. En “Oda al rey de Harlem”, el negro es el “fuego de siempre” que duerme en los pedernales. Su liberación no será posible sin “matar al rubio vendedor de aguardiente, a todos los amigos de la manzana y de la arena”. Las armas del rey de Harlem son simbólicas: una cuchara. Una cuchara para frenar “los tanques de agua podrida” de la civilización. Harlem es el territorio del dolor, un gueto donde ha anidado la Pena, no muy distinto del campamento gitano arrasado por la Guardia Civil en la lejana Andalucía:
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
no hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.
Los negros lloraban “confundidos / entre paraguas y soles de oro, / los mulatos estiraban gomas, ansiosos del llegar al torso blanco”. Por debajo de las pieles, “la sangre furiosa, viva en la espina del puñal”. Sangre que “viene, que vendrá / por los tejados y azoteas, por todas partes, / para quemar la clorofila de las mujeres blancas”. Todo Harlem es un clamor de desheredados que gimen por su liberación:
¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
El poema del cante jondo
Al finalizar su estancia en Nueva York, García Lorca viaja a La Habana, donde pasa tres semanas. Cuando vuelve a España, ha cobrado confianza en sí mismo, pero también parece un hombre desengañado y endurecido. A la llegada de la Segunda República, se embarca en el proyecto de llevar a los pueblos los clásicos del Siglo de Oro (Calderón, Lope, Cervantes). Codirige con Eduardo Ugarte “La Barraca”, un grupo de teatro universitario que asumirá la representación de las obras seleccionadas. El socialista Fernando de los Ríos, Ministro de Instrucción Pública, financia el proyecto, malogrado por el estallido de la Guerra Civil. La última función se realizará en el Ateneo de Madrid durante la primavera de 1936, llevando a escena El caballero de Olmedo, de Lope de Vega.
Aunque fue compuesto en 1921, el Poema del cante jondo no se publica hasta 1931. Se trata de una obra con un universo similar al del Romancero gitano. García Lorca explora el alma de un “pueblo triste” que orbita alrededor del Amor, la Pena y la Muerte. En esa trama, hay un hálito sagrado, pero no se trata de una especie de participación en lo sobrenatural, sino de un panteísmo que impregna todo de misterio y tragedia. Granada tiene dos ríos: uno se llama llanto y otro sangre. Por sus aguas “sólo reman los suspiros”. La guitarra es el instrumento musical que mejor refleja esa música secreta. “Llora monótona” y “es imposible callarla”. Es “un corazón malherido” que “llora por las cosas lejanas”. Andalucía es una tierra doliente: “por el aire ascienden / espirales del llanto”. La aurora es una ilusión que se desvanece. “Sólo queda / el desierto. / Un ondulado / desierto”. El poeta “ve por todas partes […] el puñal en el corazón”. Todo es frágil o está roto. Solo el silencio permanece incólume. En calles, yacen los muertos y no los conoce nadie. En un arranque místico, García Lorca canta a la Virgen, que avanza “por el río de la calle / ¡hasta el mar!”. Su presencia es tan luminosa como la de Cristo, “lirio de Judea” y “clavel de España”. El Cristo de Lorca es un Cristo gitano, “moreno / con las guedejas quemadas, / los pómulos salientes / y las pupilas blancas”. El alma gitana, “vestida de blanco”, es luz y alegría, pero también un eco trágico que nunca se apaga. Se expresa en el baile y en la guitarra, que “hace llorar a los sueños”. Por su “boca redonda” se escapa “el sollozo de las almas”. El paisaje refleja esa tensión entre la luz y la sombra. Bajo el cielo de Granada, una chumbera no es un simple arbusto, sino “un Laoconte salvaje”. Poema del cante jondo está muy lejos de ser un poemario costumbrista. Es una obra moderna, que mide los límites del lenguaje, alumbrando poderosas metáforas. No es un texto autobiográfico, sino la creación de un yo poético que pretende ser la voz de la Andalucía silenciada por una burguesía autocomplaciente. En Poema del cante jondo, se manifiesta claramente que García Lorca es el poeta de la tierra. En esta obra, los poemas -sencillos, elementales, populares- parecen compuestos para ser cantados. Su brevedad los convierte en alfilerazos que nos recuerdan el triunfo de la Muerte sobre la débil esperanza de los hombres. El pálpito metafísico convive con el lamento amoroso. La pasión no apunta a la felicidad, sino a la insatisfacción y la tragedia. Solo la fugaz aparición de la Virgen y el Cristo aporta una tibia ilusión y un efímero consuelo.
El dramaturgo y la elegía por Sánchez Mejías
En 1933, la compañía de Lola Membrives estrena Bodas de sangre en Buenos Aires. Lorca combina una vez más el mito y el color local, lo universal y el folclore andaluz, logrando crear una atmósfera de fatalidad que evoca la tragedia griega, donde los personajes son títeres en manos de las pasiones y el destino. El éxito proporciona independencia económica a Lorca, que viaja Argentina, donde dirige la escenificación de Bodas de sangre, que se representa ciento cincuenta veces. Conoce a Pablo Neruda y otros poetas. Regresa a España y su pluma fructifica, alumbrando obras como Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, Yerma, La casa de Bernarda Alba y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Al igual que Unamuno, García Lorca opinaba que los toros expresaban la esencia del carácter español, con la mirada siempre fija en la muerte. Cuando “Granadino”, un toro pequeño y astifino, mata de una cornada a Sánchez Mejías, el poeta se conmueve profundamente y escribe la elegía más bella de nuestras letras desde las Coplas de Jorge Manrique. Un año más tarde, aparece la “Elegía” a Ramón Sijé, con una hondura poética similar. La elegía de Lorca reúne el primitivismo del cante jondo, reiterando la hora fatal (“a las cinco de la tarde”), con las intuiciones más innovadoras (“y el óxido sembró cristal y níquel”, “Ya luchan la paloma y el leopardo”, “Trompa de lirio por las verdes ingles"), que evocan la poesía visionaria de T. S. Eliot. Al mismo tiempo, es difícil no pensar en la tragedia griega: “Duerme, vela, reposa: ¡También se muere el mar!”. Lorca parece escribir su epitafio con la última estrofa:
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos
La casa de Bernarda Alba, concluida un mes antes de la sublevación del 18 de julio, es una de las cumbres del teatro español del siglo XX. García Lorca ha alcanzado la madurez como autor dramático y ha depurado el texto hasta dejarlo casi desnudo, libre de efusiones líricas y explosiones retóricas. No es una obra realista, sino deliberadamente estilizada que pretende captar el conflicto entre el deseo y la estricta moral católica. Bernarda, la matriarca, solo se preocupa por el qué dirán. Cuando se suicida Adela, una de sus hijas, únicamente le preocupa que nadie descubra que ya no es virgen. Las “voces de presidio” que gobiernan su casa son las mismas que se escuchan desde los púlpitos de las iglesias y las tribunas de la derecha. Lorca habla abiertamente del deseo sexual de sus personajes femeninos, mostrando que la represión del instinto destruye las posibilidades de felicidad. Su discurso es inaceptable para los que solo concebían un destino para la mujer: ser ama de casa y acatar la voluntad de su marido. Aunque la obra no se estrenó en España hasta 1950, los sectores más intolerantes ya habían puesto al poeta en su punto de mira. La “España que se resistía a morir”, según palabras de Gil Robles, consideraba a Lorca un enemigo. De ahí que la revista satírica Gracia y Justicia, de orientación católica y fascista, publicara artículos difamatorios, acusándole de ateo y aireando su homosexualidad.
Pasión y muerte
García Lorca nunca se afilió a un partido político, pero siempre simpatizó con la República y nunca rechazó firmar un manifiesto antifascista. Al mismo tiempo, se declaró “católico estético” y rechazó las presiones que ejercieron sobre él para que militara en el Partido Comunista. Siempre mantuvo un inequívoco compromiso con los más desfavorecidos. Al evocar la pobreza de los campesinos de su Andalucía natal, comentaba: “Nadie se atreve a pedir lo que necesita. Nadie osa rogar el pan por dignidad y por cortedad de espíritu. Yo lo digo, que me he criado entre esas vidas de dolor. Yo protesto contra ese abandono del obrero del campo”. Poco después de visitar Nueva York, explica por qué le ha impactado tanto el espectáculo de la exclusión y la marginación de las minorías raciales: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco, que todos llevamos dentro”. Lorca siempre lamentó la caída de la Granada musulmana: “Fue un momento malísimo, aunque digan lo contrario las escuelas. Se perdieron una civilización admirable, una poesía, una astronomía, una arquitectura y una delicadeza únicas en el mundo, para dar paso a una ciudad pobre y acobardada, a una ‘tierra del chavico’ donde se agita actualmente la peor burguesía de España”. García Lorca no fue una víctima accidental del caos inicial de la Guerra Civil, sino un objetivo muy claro de los sublevados. Se ha dicho que afrontó su detención con cobardía, pero Esperanza Rosales, único testigo de ese momento, afirma que conservó la calma: “Se mostró muy entero, muy hombre”. De hecho, se despidió con unas palabras tranquilizadoras: “No te doy la mano porque no quiero que pienses que no nos vamos a ver otra vez”. Cuando decidió volver a Granada, descartando el exilio en Biarritz, ya había mostrado la misma mezcla de serenidad y fatalidad ante Rafael Martínez Nadal, al que le dijo: “Estos campos se van a llenar de muertos. Me voy a Granada y sea lo que Dios quiera”. Mientras esperaba el “paseo”, animó a sus compañeros de celda. Fumó sin parar y pidió confesarse, pero el sacerdote se había marchado. Uno de los carceleros, algo más compasivo que los demás, le ayudó a rezar, pues el poeta había olvidado las oraciones de su niñez.
La desaparición física no logró apagar la estrella del poeta, que no ha cesado de incrementar su resplandor con el paso de los años. “La muerte se diría / más viva que la vida / porque tú estás con ella, / pasado el arco de tu vasto imperio, / poblándola de pájaros y hojas / con tu gracia y tu juventud incomparables”, escribe Cernuda, no sin advertir que “la realidad más honda de este mundo / [es] el odio, el triste odio de los hombres, / que en ti señalar quiso / por el acero horrible su victoria”. La muerte no es la enemiga del poeta. Al revés, “para el poeta la muerte es la victoria”. Durante su estancia en Nueva York, Philip Cummings preguntó a García Lorca qué significaba realmente la vida para él: “Felipe –contestó-, la vida es la risa entre un rosario de muertes. […] Es venir de ningún sitio e irse a ningún sitio y estar en todas partes rodeados de lágrimas”. El sentimiento trágico de la vida es una de las características más inequívocas del carácter español. “España es el único país donde la muerte es un espectáculo nacional”, aseguraba Lorca. Y añadía: “En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan”.
Se han realizado series y películas sobre la muerte de García Lorca. Todas las que recuerdo me han parecido fallidas. En estas cosas, la exactitud histórica no me parece tan importante como la capacidad de captar la hondura trágica del acontecimiento. No se puede decir lo mismo de La araña del olvido, una novela gráfica de Enrique Bonet, una obra en blanco y negro que reconstruye la peripecia del escritor estadounidense de origen español Agustín Penón, que viajó a Granada en 1955 para investigar el asesinato del poeta. Su estancia se prolongó casi dos años y guardó en una maleta el resultado de sus pesquisas, pero nunca llegó a escribir el libro que había proyectado. Hundido en la depresión, envió la maleta al director de teatro William Layton, que más tarde se la entregaría a Ian Gibson. Gibson publicó en 1990 un ensayo con sus conclusiones, que tituló Diario de una búsqueda lorquiana (1955-1956).
La araña del olvido recrea la atmósfera de Granada a finales de los cincuenta, cuando la dictadura de Franco había logrado atraerse a las democracias que se sentían amenazadas por la Unión Soviética. Noche tras noche, los señoritos juerguistas –ebrios y desafiantes- recorren los tablaos flamencos. Los curas fuman tabaco negro y visten sotana. Las mujeres viven recluidas en las casas. Las autoridades ejercen una vigilancia permanente, no discriminando entre lo público y lo privado. Nadie se atreve a hablar de la muerte de García Lorca, pero su ausencia gravita sobre Granada, poniendo de manifiesto la crueldad de un régimen que ha empujado al exilio a intelectuales y artistas. Todo es gris, opresivo, asfixiante. No hay luz en las calles ni en las vidas, sumidas en la penumbra del miedo.
La Guerra Civil necesita un cierre, un hecho simbólico que normalice definitivamente la convivencia y tal vez la exhumación de los restos de Lorca podría ser ese acontecimiento que permitiera construir una memoria colectiva sin revanchismos, falacias ni distorsiones. “La sal de nuestro mundo eras, / vivo estabas como un rayo de sol, / y ya es tan sólo tu recuerdo / quien yerra y pasa”, escribe Cernuda. Yerra y pasa, sí, pero como un surco fecundo donde fructifica la semilla.

domingo, 13 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes X


 

Asegura el joven Miguel que "las largas peregrinaciones hacen a los hombres discretos". Lo dice antes de darse de narices con una batalla naval, dos arcabuzazos, cinco años en los baños de Argel y otras muchas desventuras. Larga y no poco asendereada será su peripecia italiana, tampoco estarán nada mancas sus andaduras por campos de La Mancha y de la Andalucía recaudando impuestos. Y gracias que no le dejaron viajar a las Indias, a donde él esperaba encontrarse con la fortuna que no tuvo en Europa. Los astros no creo que le hubieran deparado nada bueno. 

No permanece mucho tiempo Cervantes en Roma. Son muchos los gentiles hombres y las recias damas que deambulan por las dependencias del cardenal y él, aún afectado por el trauma de creerse de vidrio, teme que cualquiera le pueda romper una costilla o, en un tropiezo, hacerse añicos por el suelo. 

A pesar de los rubios cabellos de las damas y de la atracción irresistible de la gallardía y gentileza de los hombres, sale el joven Miguel de Roma y arriba en la mejor ciudad del mundo, Nápoles.

 Nos dice Miguel, en un gesto de ironía y buen humor que los poetas son pobres porque quieren. Solo tendrían que aprovechar los corales de los labios de sus damas, el oro de sus cabellos, la plata de su frente, las esmeraldas de sus ojos y las perlas de sus lágrimas. Si andan siempre con mujeres de tanto lujo no deberían padecer miseria, sino todo lo contrario. Es más, la tierra que pisan sus enamoradas produce jazmines y rosas; y su aliento es de ámbar, almizcle y algalia. Así se ríe Cervantes de los poetas, sobre todo de aquellos que hacen de la poesía un rimero de tópicos tan sobados y sucios como abogados sobornados. Porque los malos pintores no imitan la naturaleza, la vomitan, ya masticada y trasegada hasta la indigestión. 

El joven Cervantes se cansa pronto de las regalías de los palacios y va en busca de aventuras de mayor calado y arrojo. Se enrola en la Armada contra el turco y se embarca en Venecia, después de pasar por Parma, Ferrara y Piacenza. 

Antes de partir, sufre el joven Miguel el asedio de una dama veneciana, perdidamente prendada de sus huesos y de sus entendederas. Él no la corresponde y ella, desesperada, acude a una morisca para que le prepare un bebedizo con el que forzar el albedrío de nuestro joven aventurero. Para que él no aprecie el hechizo, la dama despechada se lo esconde en dulce de membrillo. Tras engullir el manjar, Miguel por poco muere. Sufre temblores como de alferecía, un ataque casi definitivo que lo deja sin aliento y apenas sin color. Sin duda, en ese momento decide embarcarse como soldado en la empresa liderada por Juan de Austria. En las galeras veía ya más seguridad que en los salones cortesanos.     

viernes, 4 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes IX

 


Dejamos a Miguel extasiado por los vinos de la hospedería romana del Trastévere, aunque no solo es esto lo que le ocupa los sentidos. Le admiran también los rubios cabellos de las romanas y la gentileza y la gallarda disposición de los hombres. El joven Miguel tan atraído se ve por las mujeres italianas como por los hombres, tanto por los vinos de Grecia como por los de Roma. 

Roma, "reina de las ciudades y señora del mundo". Miguel, acompañado de sus cicerones imprevistos, visita los templos y admira su grandeza, recorre las ruinas de sus estatuas, de sus edificios, de sus mármoles y, a partir de su visita, dispone que nada habría más grandioso que esa ciudad cuando estuviera completa, que sus ruinas (garras de león), imaginan la espléndida melena del animal al que pertenecían. Sus vías esplendorosas, la Apia, la Flaminia, la Julia. Sus montes, el Celio, el Quirinal, el Vaticano. Las siete iglesias. 

De tamaña impresión enferma nuestro joven Cervantes, después de haber sido contratado por el cardenal. Nadie sabe cuál es su dolencia. Algunos hablan del síndrome de Stendhal, pero nadie sabía aún de este escritor y menos de este trauma. Miguel se seca y se pone en los huesos, turbados todos sus sentidos. Dice todavía llamarse Tomás Rodaja y no Miguel de Cervantes. Algunos hablan del mal de alferecía, porque se tumba en el suelo dando mil gritos y no recupera el sentido hasta no pasadas cuatro horas. Revienta en alaridos y se desgañita diciendo que nadie se le acerque por si le quiebran, porque es de vidrio de los pies a la cabeza. Lo peor de los ataques se le cura pronto, a base de emplastos de romero y aceite de sauce, pero no los accesos mentales. 

Miguel, ahora Tomás Rodaja, quiere ser un hombre quebradizo, todo de vidrio, nadie se le puede acercar y teme que cualquiera pueda acabar con su vida si toca sus hechuras. El cardenal, divertido por la ocurrencia del loco que ha tomado a su servicio, le presta ropas holgadas, una camisa muy ancha, que él se ciñe con mucho tiento y con cuerda de algodón. Va por la mitad de las calles, solo sorbe líquidos de un orinal y no quiere calzarse zapatos: teme que le caiga alguna teja y cuando truena tiembla como azogado. 

Los muchachos, al ver su debilidad, le lanzan trapos y piedras, porque no hay nada que más anime a la infancia malvada que la fragilidad. Cuantas más voces da, más cascotes le alcanzan, le semejaba esto a las pocas veces que ha tenido la oportunidad de representar comedias sobre las tablas y se las pateaban y saludaban con todo tipo de pedrería y frutas podridas.

Así dejamos a Cervantes en sus primeros días en Roma. Vendrán mejores, o no.      

jueves, 3 de julio de 2025

El joven Cervantes VIII

 


Llega a Roma, por fin, nuestro joven Cervantes y, como a Tomás Rodaja, se le arruga el pellejo y se acongoja ante la grandiosidad del espectáculo. Se topa con dos lindos ya dentro del barrio del Trastévere. Se aturulla al oír su lengua, no porque extrañe el toscano, sino porque la angustia le ciega las entendederas. Le preguntan adónde va, Miguel queda como de estatua de sal y uno de los lindos le agita los hombros para hacerlo reaccionar, pues parecía haber quedado en estado de parosismo. "Busco un amo a quien servir", les espeta el de Alcalá. "Y sí, sé leer y escribir". "Y no, no sé el nombre de mi patria". Todo se lo dice de corrido, aún afectado por la impresión. Los italianos lo entienden sin dificultad, pero no comprenden que les responda a las cuestiones antes de haberlas ellos planteado. Lo suponen brujo o nigromante. 

Deciden acompañarlo hasta la casa del cardenal Acquaviva, quien gusta de personajes relacionados con lo esotérico, y, sobre todo, por darle aliciente a ese día de julio que tan poco se había desperezado. "Tomás Rodaja me llamo", miente Cervantes, porque aún teme que lo persigan cuadrilleros o alguaciles. "Y estudié algunas letras bajo el vergajo del licenciado López de Hoyos". No sabe Cervantes por qué le salen las palabras así, como a trompicones, sin concierto ninguno. Respondía este aserto a lo que iba a preguntar uno de los lindos, por cuanto quedaron todavía más intrigados. Por supuesto conocían de oídas a López de Hoyos y confirmaron acertada la decisión de llevarlo junto al cardenal. 

Una hostería se cruza en su camino y los italianos, en el afán de agasajar a su nuevo huésped, lo invitan a "li polastri e li macarroni". De las faltriqueras de Miguel (para ellos Tomás) salieron unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso, una vez bien comidos y bien bebidos. Se ofrece Cervantes a leer un soneto del toledano, que a nuestros italianos les parece muy bien ligado, aunque con demasiados vapores de su Petrarca. 

Y medio atufado por un vino no demasiado aguado, se atreve a contar las malas experiencias de su navegación en galera desde Cartagena a las costas de Génova (cierto es que en episodios anteriores afirmamos que su viaje fue por tierra, pero tampoco es de importancia la patraña). "Nos maltrataron las chinches, nos enfadaron los marineros, nos destruyeron los ratones, nos fatigaron las mareas y nos espantaron las borrascas". "Llegamos trasnochados, mojados y con ojeras". Eran estas peripecias ajenas a los lindos, pues nunca en todos los días de su vida habían pisado una galera, ni tan siquiera un bote de pescadores. 

Pero tan aficionado es nuestro joven Miguel al vino que pronto deja los cuentos de la navegación para elogiar la grandeza del tinto de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Garnacha y la rusticidad de la Chéntola. Que, según él, le hacen olvidar los caldos de Madrigal, Coca, Alaejos, Esquivias, Cazalla..., tan amable es Baco que surte de su mejor sangre así a españoles como a italianos. 

Y en estas loas del dios de las bacanales dejamos al joven Miguel (ahora Tomás), junto a nuestros dos lindos italianos, muy refocilados de haber conocido persona tan señera y tan ducha en los licores de los dioses.

miércoles, 2 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes VII


 

Bueno, el caso es que, según dice el propio Cervantes en el Viaje del Parnaso, se enfrenta a grandes obstáculos para llegar a Roma, cuna de papas, putas y gente laureada. Roma para él es el monte Olimpo de los poetas y hasta allí quiere llegar sí o sí, pero "Fortuna me cargó una pesada piedra". La pesada piedra no es otra sino la dificultad de conseguir la fama. Con esta ambición pierde la cabeza, pues no ve otro medio para escribir como un vate magnífico que no sea reunirse con los "buenos", que lo acepten los laureados, entrar de lleno en la secta de los elegidos. 

Los verdaderos poetas no hacen caso de las influencias, ni de las trapacerías, ni de la "vil ganancia". Se dedican a cantar las hazañas de Marte o Venus, sin preocuparse de lo terreno, y así les va. En su mundo de ensueños, ven pasar la vida como una nube y nunca fijan los pies en la tierra. ¿Cómo se puede conseguir algo así? Los poetas están hechos de una masa dulce, suave, correosa y tierna, siempre llenos de apariencias e ignorantes del mundo real. Al poeta no le preocupa llegar a rico, sino alcanzar la gloria literaria, el "estado honroso" (o el elogio de los eruditos). Cervantes quisiera ser poeta, se comporta como tal, en apariencia es un cisne, pero cuando engarza su voz, suena como el graznido de un cuervo y la Fortuna nunca lo elevará así a las alturas de la fama. Y a pesar de todo, sigue empeñado en su labor, sigue su camino, por si en algún recodo lo abordara algún alto pensamiento. 

Cabalga ligero de equipaje. Abandonó su humilde casa, su Madrid, su Prado, sus teatros públicos (que tanto le negaron también). Atrás queda el Paseo de San Felipe (el mentidero donde recibía noticias del turco perro), y atrás también ese hidalgo al que hirió por intentar aprovecharse de su hermana. "Salgo de mi patria y de mí mismo", porque el joven Miguel, pese a deleitarse con las maravillas italianas, pese a absorber todo el "licor suave" de Ariosto, de Tasso y de tantos otros, se siente como si no estuviera en su cuerpo, como si hubiera dejado parte de sus entrañas en el Madrid de sus desdichas. Roma en el horizonte, ensombrecidas sus colinas por la neblina y por el tranco desigual de la mula coja que lo lleva en su grupa. Roma en lontananza, descanso de sus huesos y esperanza de su voluntad.     

martes, 24 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes VI


Dejamos al joven Miguel enzarzado en lucha feroz contra un italiano. Cuando al alcalaíno le mientan a la hermana, siempre se le atufan las meninges y la cosa no acaba bien. En este caso, el buen obrar de Musacchio o Muchacho (no es tan importante el nombre exacto de los personajes, sino su actuación en la peripecia), calmó la furia de Cervantes, quien espoleado por el Orlando furioso que acababa de oír, cree que no es pecado, sino todo lo contrario, mostrarse iracundo y del todo fuera de orden.

Y aquí debo hacer un receso porque, si seguimos así nunca llegaremos a Roma. Como os dije, la falta de documentación alimenta estas aventuras, pero ha caído en mis manos nada menos que el Viaje del Parnaso. No es obra nueva, por supuesto, pero he descubierto que, si hacemos criba de las palabras de Cervantes, no descubrimos otra sino las peripecias que le acaecieron de camino a la ciudad eterna. Solo hay que hacer un trabajo de cernido grueso y decantar los versos de un Miguel en la plétora de su juventud creadora:

"Antes de llegar a Roma, me encuentro con un arriero de Peruggia, de ingenio griego y de valor romano. Me dice que vuelve de Roma, adonde había ido huyendo de la vulgaridad de su ciudad natal. Para ello compró una mula vieja, coja y parda. Y partió solo, paso a paso. El animal no se espantaba, pero no era bueno para carga. Grande, de poca fuerza, corta de vista, larga de cola, estrecha de ancas y dura de cuero (como podéis comprobar, no solo yo soy amante de las digresiones, aunque deberíais analizar, con toda la malicia posible, las de Cervantes). Según me contó el arriero, con ínfulas de poetón, llegó a Roma sobre esta bestia y fue agasajado por el sabio Apolo. Cuando volvió, solo y sin un escudo, me descubrió quién se tenía allí por famoso. 
Yo, que finjo tener gracia de poeta, aunque el cielo no me la preste, también quiero elevar mi alma, ya sea guiado por una mula o por el aire, y pretendo llegar a Roma para descubrir la fuente de las musas, acercarme los caños a la boca y remojar los labios en ella, llenarme la barriga de su licor suave y rico, para, así, convertirme en un poeta ilustre o, al menos, magnífico. Pero enseguida se presentarán mil inconvenientes y el deseo quedará en el aire, irresoluto y desvalido. Fortuna me carga una pesada piedra que frustra mis esperanzas".

Así nos cuenta el propio Cervantes sus escarceos en Italia. ¿Qué pesada piedra será esa? En el próximo capítulo intentaremos descubrirlo. Postergamos lo de Roma para un momento más propicio.

martes, 10 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes V



 Entramos, ahora sí, definitivamente en Roma con nuestro joven Cervantes. Ahora sí, prometo y confirmo. No me voy a detener en los caminos que le llevaron hasta allí, ni tampoco voy a reparar mucho en un par de comerciantes que fueron a buscarlo a la venta donde se alojaba. Sí, dos banqueros amigos de su padre de cuyos nombres tenemos noticia: Pirro Bocchi y Francesco Musacchio. 

¿Cómo sabían estos dos que Miguel de Cervantes estaba en la posada?, no os voy a mentir, no lo sé. Pero aquí están, cabalgando junto a él, acompañándolo en su camino hacia Roma. Obvia decir que le dan noticia de su padre, el cirujano Rodrigo, antes don Rodrigo. Le comentan también su admiración por la bella Andrea, a quien han conocido en Madrid. El día es de un azul mitológico, abierto a la cabalgadura suave y a la charla sosegada. 

Se cruzan con un grupo de peregrinos que hablan un castellano de Andalucía. Son de Sevilla y uno de ellos, fraile cartujo, conoce de oídas a la familia Cervantes. Miguel se siente inquieto, si saben de ellos es posible que hayan oído algo de sus problemas con la justicia. Insta a los dos banqueros a apresurarse. Quiere llegar cuanto antes a la ciudad. Bocchi es malicioso y ha percibido el nerviosismo de Cervantes. Traduzco sus palabras: “No os preocupéis, Miguel, no hay delito ni sentencia de tribunal que no se borre con una peregrinación a los santos lugares, y en Roma los hay a puñados”. No traduzco a Miguel, cuyo toscano se nutre sobre todo de palabras gruesas: “¡Vaffanculo!”. Bocchi, animado por el efecto de su pullita, sigue buscando la bilis de Cervantes. No sabe que el joven tiene poca cuerda y que echa mano a la espada con extrema facilidad. “¿Y no podríais recomendarme a vuestra hermana?, sé que tiene muy buena mano con los hombres”. Suerte que con Bocchi cabalga su amigo Musacchio, porque Miguel se abalanza contra él, con el rostro congestionado y el estoque en ristre, con la intención de partir en dos la mala cabeza del italiano impertinente. 

Y dejo así, en suspenso a estos dos contendientes y al pacificador que intenta que la sangre no riegue el camino: uno, sobre un rocín flaco, congelado en la postura de asestar un mandoble mortal. Otro, protegiéndose la cabeza con un cojín que lleva a mano. El tercero se abraza al torso del castellano iracundo. Ya llegaremos a Roma más adelante. 

De las promesas de un descendiente de moros poco o nada hay que esperar.  

lunes, 9 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes IV

 


Os prometí que en la próxima entrega de este serial (es decir, en esta) os contaría cómo le fue al joven Cervantes en Roma. Y yo creo que lo voy a cumplir. 

Como ya os dije, la última noche antes de la entrada a la ciudad ¿eterna?, Miguel tiene experiencias que parecen repetir otras vividas en España. En la venta, después de oír recitar a un arriero de voz aflautada los versos del Ariosto, sube a la habitación, preparada con pulcritud por la posadera. En realidad se trata de un sobretecho asentado en viejos tablones, con más de ocho camastros desparramados por la buhardilla sin orden ni concierto. A pesar de las brumas del vino de la Toscana, Cervantes puede oír los atronadores ronquidos (casi rebuznos) de los que allí duermen. Es curiosa la naturaleza humana, aunque hablemos lenguas distintas, aunque procedamos de lugares bien distantes, aunque nos hayan alimentado con leches diferentes; a la hora de roncar, la naturaleza nos iguala y ¡de qué manera! Por eso debemos pensar que cuanto separa a un negro de Eritrea de un vecino de Alcalá, es menos que nada. Al joven Miguel le resulta familiar ese concierto de viento que hace retumbar la cámara. Y también, por qué no decirlo, los aromas nonada ambarinos que se desprenden de los cuerpos (enemigos del agua y la lejía), maltratados por los caminos y las bestias de carga. Con mucha dificultad, debido a la oscuridad del lugar y al desmayado pabilo de la vela de sebo, llega hasta el lecho. Más bien desparrama sus huesos sobre él. 

Pero no acaba aquí la noche. Un gran estrépito despierta a Cervantes y ve, entre la penumbra cómo sus vecinos se enzarzan en lucha grotesca, a puñadas y a golpes de candil, sin reparar en el descanso de nadie. Al parecer son tres arrieros que disputan en buena lid por una moza del partido. No quiere Cervantes inmiscuirse en la pelea. A pesar de su juventud, ha aprendido ya a evitar las pendencias ajenas. Los observa entre las sombras, como si asistiera a un teatrillo chinesco de los que alguna vez había visto en Sevilla. De nuevo se dice: “Esta escena hay que guardarla en la memoria. Podría servirme para ilustrar algún cuento divertido o alguna comedia similar a las de Lope de Rueda, cuyas obras tanto me han entretenido”. Y la conserva bajo siete llaves en su magín, sobre todo, la imagen de una camisa poco limpia que apenas oculta las vergüenzas de uno de los contendientes, a pesar de la oscuridad.

Vergüenza me da, y no poca, cómo he acabado este episodio, entregado, de nuevo, a la digresión y al vicio de no contar, cómo disponía Aristóteles, los hechos uno detrás de otro. Os emplazo para la próxima entrega, afligido y cabizbajo, asegurándoos que en la próxima entrega hablaré, sin faltar a mi palabra (que es sagrada), de la entrada de Miguel de Cervantes en Roma.              

jueves, 5 de junio de 2025

Valle versus Galdós



Ver al Inter y al Barca es como si enfrentáramos a Valle contra Galdós. Valle, por supuesto, es el Barcelona; el Inter, Galdós. El equipo catalán con sus virguerías personales, el barroquismo de su juego, el preciosismo de su prosa, su delantera incisiva, hiriente, sardónica. El equipo italiano, como don Benito, sobrio, pendiente de la realidad de su rival, huye de la retórica hueca, va al grano y aprovecha sus recursos de trabajador experimentado. El resultado es lo de menos, se puede disfrutar de ambos con un poco de flexibilidad y amor por la literatura, digo, el fútbol.

Las aventuras del joven Cervantes II





Dejamos a Cervantes atribulado, por su mala cabeza. La justicia lo persigue por las cuchilladas que le propina al pretendiente de su hermana Andrea. No sabe dónde ir, bueno, sí lo sabe, busca el refugio de familiares en Córdoba, Cabra y Sevilla. Por fin decide irse a Italia, la justicia, como ya dijimos, no se andaba entonces con chiquitas. Seguramente se fue por tierra, porque las galeras estaban muy controladas y, si lo apresaban, corría el riesgo de perder su mano derecha (nada más y nada menos). 
De su estancia en Italia no se sabe mucho a causa de los escasos documentos que se poseen. Y, como siempre, cuando faltan datos fidedignos, se recurre a las hipótesis, a las elucubraciones alrededor de la obra o a la fantasía más pura y dura. Cinco años pasó allí y es lógico pensar que se empapó bien de lo que entonces era el centro neurálgico de la cultura europea renacentista: Dante, Petrarca, Boccaccio, Ariosto, Bandello, Tasso… Todos estos autores están presentes de una manera u otra en la obra de Cervantes. En especial, Ariosto. Su Orlando furioso es uno de los motores del protagonista del Quijote. 
Pero vamos al grano de las peripecias del joven Cervantes en Italia. Pasó por muchas ciudades, como si de un tour turístico se trataraes, pero no. Fue camarero del cardenal Acquaviva en Roma, puesto sobre el que se han lanzado muchas conjeturas, porque eran puestos muy codiciados, extraños para un prófugo de la justicia. Tuvo que pedir a su padre un certificado de limpieza de sangre. Después, se enroló en la Armada que Felipe II envió contra el turco. Y sí, participó en Lepanto, como está atestiguado (ya hablaremos en otro capítulo de este episodio). Estuvo convaleciente en Nápoles (qué ciudad). Supongo que tan bulliciosa y vital o más que cuando yo la vi el año pasado. Estuvo en Luca, en Florencia, en Messina, en Trapani, en Palermo… Sicilia también tiene lo suyo y en Cervantes también caló esa cálida sensualidad de la isla. En algunas de sus comedias, en sus novelas ejemplares (sobre todo en el Licenciado Vidriera), en el Persiles, en La Galatea, en el Viaje del Parnaso y, por supuesto, en el Quijote está la marca de su paso por Italia. Lástima no conocer más aventuras de su estancia allí. Me atrevo a inventar alguna, pero otro día.

martes, 27 de mayo de 2025

"Un paseo por el barrio de las Letras de Madrid" por Paco Nadal




“¿No es cierto ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?”. El viajero que camine por la calle Huertas de Madrid estará más tentado de mirar al suelo que a las fachadas que le rodean. A lo largo de toda ella van apareciendo en letras doradas, cual pistas de un juego de orientación, citas famosas de la literatura española. Estamos en el barrio de Las Letras, en su calle más emblemática, una vía peatonal en ligero ascenso desde plaza del Ángel hasta la de Platería de Martínez, siempre llena de ambiente y con alguno de los bares más icónicos de la ciudad, en la que se rinde homenaje a sus vecinos más ilustres. Miguel de Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina… las plumas más excelsas del Siglo de Oro de la literatura española moraron, escribieron, deambularon y bebieron en algún momento de su vida en este céntrico barrio de Madrid, convertido hoy en uno de los preferidos para el ocio nocturno, de los bares y tabernas y de las actividades teatrales y literarias. Las Letras es el corazón dramaturgo de la ciudad.

Si tuviéramos que enmarcarlo en el plano de la ciudad, diríamos que el Barrio de Las Letras está en pleno centro, emparedado entre otras dos apetitosas zonas para el forastero curioso: el eje Sol-Gran Vía, por un lado, y el Paseo del Arte (es decir, el de los museos), por otro. Sus fronteras naturales serían la calle de la Cruz, al oeste; la Carrera de San Jerónimo, al norte; el paseo del Prado, por el este, y la calle Atocha, por el sur.

Si el eje del barrio es la calle Huertas, el centro cosmogónico de este universo urbano-literario es la plaza de Santa Ana, uno de los escasos espacios diáfanos que esponjan el entramado de Las Letras, orlada por fachadas del siglo XIX, llena de terrazas y vida a cualquier hora. Es un lugar perfecto para ir de tapeo a probar unas croquetas o un bocadillo de calamares bajo la solemne mirada de dos estatuas, una dedicada a Calderón de la Barca y otra a Federico García Lorca, constatación de la esencia poética del lugar. En uno de sus laterales se alza el Teatro Español, en el mismo solar que ocupó el corral de comedias del Príncipe, inaugurado en 1582, donde se estrenaron las mejores comedias de los autores del Siglo de Oro. Cinco siglos de historia teatral de España condensados en el mismo espacio urbano. Todo un récord de continuidad.

No fue el único espacio escénico del barrio. También estuvo aquí el Teatro de la Cruz, hoy ya desaparecido, el otro gran corral de comedias popular de este Madrid castizo cuyo recuerdo se mantiene en una placa en una fachada de la calle de la Cruz, cerca de su confluencia con la plazuela del Ángel. En él se estrenaron obras inmortales como El sí de las niñas, de Fernández de Moratín, El barbero de Sevilla, de Gioachino Rossini o el celebérrimo Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, al que se hacía cita al inicio de este texto.

Las calles del barrio son estrechas y, muchas, peatonales. El lugar perfecto para caminar —sobre todo en los rigores del estío, que en Madrid se emplea a fondo— y dedicar tiempo a ese pasatiempo tan viajero que es descubrir rincones con encanto. El callejón del Gato, por ejemplo, con sus espejos deformantes, aparece en un pasaje de Luces de Bohemia, de Valle-Inclán. En el número 11 de la calle de Cervantes se encuentra aún la casa (hoy un recomendable museo) donde vivió Lope de Vega, el “fénix de los ingenios”, desde 1610 hasta su muerte, acaecida en 1635. “Mi casilla, mi quietud, mi huertecillo y estudio”, escribía sobre su vivienda el autor de Fuenteovejuna y El perro del hortelano.

La iglesia de San Sebastián, por ejemplo, en la calle Atocha, tiene casi tantas vinculaciones literarias como celestiales. Data de mediados del siglo XVI. En ella reposan los restos de Lope de Vega; fueron bautizados Tirso de Molina y Jacinto Benavente —bien es cierto que con 287 años de diferencia—, y se casaron Mariano José de Larra o Gustavo Adolfo Bécquer.

En el convento de las Trinitarias Descalzas (Lope de Vega, 18), obra insigne del barroco español, muy cerca de la calle Huertas, fue enterrado en 1616 Miguel de Cervantes, que vivió y murió en el número 2 de la calle que hoy lleva su nombre. Y más coincidencias, frente a ese convento de las Trinitarias donde hoy reposan los restos del autor de El Quijote vivió Francisco de Quevedo, otro de los autores más destacados de la literatura española, a quien se recuerda en una gran placa emplazada en la fachada del edificio actual.

¿Y dónde imprimían todos estos futuros genios de las letras sus primeras obras? Pues… ¡en el mismo barrio! En 1586 Pedro Madrigal abrió en el número 87 de la calle Atocha, donde hoy está la Sociedad Cervantina, una imprenta en la que se publicó a principios de 1605 la primera edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. A la muerte de Madrigal, su sucesor, Juan de la Cuesta, trasladó el negocio al número 7 de la vecina calle de San Eugenio. Como se ve, en aquella época las mudanzas no eran muy lejanas y todo sucedía en el palmo de terreno que abarcaba el barrio. En ese nuevo taller se imprimió la segunda parte de El Quijote (1615), además de varias obras de Lope, Tirso y Calderón. La Sociedad Cervantina ha restaurado aquel taller de impresión con una réplica de la imprenta de Juan de la Cuesta, tan exacta que incluso hoy funciona y permite a los visitantes ver y comprender el proceso de edición de una obra literaria del Siglo de Oro.

Pero no nos engañemos. Para una gran mayoría de turistas que deambulan por Las Letras, Don Quijote es una marca de queso y Quevedo, un cantante de reguetón. El barrio es el kilómetro cero de la marcha de ese Madrid que nunca duerme ni descansa. De, posiblemente, la única capital europea en la que un martes a las dos de la madrugada están todos los bares abiertos y a reventar y los coches se atascan en sus calles.
El catálogo de garitos es más amplio que el de comedias del Siglo de Oro. Además, unos pegados a otros. Hay bares tradicionales de añejos mostradores de madera, barriles con taburetes y vaso de caña como La Dolores (plaza de Jesús, 4), Los Gatos (calle de Jesús, 2), la Cervecería Santa Ana (plaza Santa Ana, 10) o La Venencia (Echegaray, 7). Coctelerías pijas y de luces tenues como Santos y Desamparados (Costanera Desamparados, 4), La Analógica (Huertas, 65), Lovo (Echegaray, 20) o Salmon Gurú (Echegaray, 21), donde puede sonar desde el mejor jazz a temas indie-rock. O lugares eclécticos e inclasificables como Viva Madrid (Fernández y González, 7) o Decadente (Fernández y González, 10). En fin, que si no has pasado una noche por la calle Huertas… es que no has estado en Madrid.

martes, 20 de mayo de 2025

Las aventuras del joven Cervantes I

 


Contaba el joven Cervantes unos 21 años cuando fue reclamado por la Justicia a consecuencia de una reyerta. Lo tenía todo para asentarse en la Corte, pero la fatalidad torció el rumbo de su esperanzadora carrera. Cervantes, pese a su juventud, había sido elegido por el bachiller López de Hoyos como uno de sus destacados discípulos. Su padre, don Rodrigo, era tenido hasta entonces como hidalgo y él, en la flor de la edad, se había labrado un cierto prestigio. Sin embargo, ni su padre era hidalgo ni él conseguiría colocarse entre los grandes de España. El pobre Miguel, como rezaba la canción, impetuoso y violento, se lio a cuchilladas con el "andante en corte" Antonio Sigura y esto lo llevó ante la Justicia (bueno, no lo llevó porque no le dio la gana ir). La causa de su arrebato posiblemente tuviera que ver con las relaciones íntimas de su hermana Andrea. 

Y aquí comienza el asendereado pasar de nuestro insigne autor. Al parecer, Andrea Cervantes (mujer muy bella) había tenido una hija ilegítima con un noble (Nicolás de Ovando) que, al poco, la dejó tirada. Se dedicó a servir de enfermera con su padre, ya no don Rodrigo, sino Rodrigo a secas. Andrea se enredó con un comerciante genovés al que su padre (barbero cirujano) había curado y de quien la muchacha obtuvo beneficios materiales de cierta importancia. Miguel, en vela por los intereses de Andrea y en el intento de que no rompiera su relación con Localedo, vio en Antonio Sigura un merodeador importuno que podría apartarla de las riquezas del genovés. Este pudo ser el motivo de la pendencia y el de las cuchilladas que el joven Miguel asestó a Sigura. Que os suena mucho este asunto a un cierto proxenetismo por parte del hermano, todo es posible. Eran otros tiempos. 

La pena por huir de la justicia era la amputación de la mano derecha. No se andaba con tonterías el derecho procesal de la época. Se declaró a Cervantes en rebeldía porque no se presentó ante el juez. Al parecer se refugió en Sevilla, en Córdoba y en alguna otra localidad de Andalucía, que él conocía muy bien, hasta que se trasladó a Italia, donde viviría, enrolado en la armada española, uno de los episodios más renombrados de la historia bélica del Siglo de Oro, la batalla de Lepanto. Siempre a punto de alcanzar la gloria, siempre negándosela el destino. Entre el proxenetismo, la fama y el heroísmo.          

martes, 14 de enero de 2025

"La mecánica del endecasílabo" por Francisco J. Tapiador




En España, el verso de once sílabas se empezó a cultivar en serio en el Renacimiento. En los siglos que han transcurrido, esta medida ha hecho fortuna y hoy se acepta que es el que mejor se adapta a la forma de hablar en castellano, el que corresponde de manera natural con grupo fónico mayor; ese segmento de un discurso considerado como límite en una pronunciación normal y no forzada. Es decir, el que queda delimitado por dos pausas sucesivas de la articulación. Sucediendo además que a partir de doce sílabas los versos suelen ser compuestos (un alejandrino, de catorce, es casi siempre un 7+7), el endecasílabo viene a ser lo más largo que se puede decir vocalizando sin respirar.

Si identificamos una respiración con una idea, y de ahí a un verso con una idea, tendremos que el endecasílabo es la manera ideal para transmitir algo de cierta extensión de una manera natural. La unidad de pensamiento poético mayor en castellano. En francés, por cierto, la medida es un poco diferente: en ese idioma se dejan de contar sílabas a partir del último acento. En inglés también es diez.

Si hay un grupo fónico mayor, lo habrá menor. Efectivamente. En castellano, ese se corresponde con ocho sílabas, el octosílabo de los romances, el de los temas populares, festivos, y de ideas sencillas. Pero es difícil hilar una idea completa con solo ocho sílabas, y aun siendo el octosílabo el más largo de los cortos, a menudo no es suficiente. Las coplas de Manrique son una excepción, aunque más allá de las dos más conocidas, su esquema resulta monótono.

Por el otro lado, el de los versos que tienen más de once sílabas, tenemos el alejandrino, un verso que exige una cesura, un corte para no ahogarte al recitar (porque la poesía es para ser dicha). No soy al único al que los versos de catorce sílabas le parecen pesados, ampulosos y solemnes, quizá porque cuando los estudiábamos en el instituto lo hacíamos a través de Los cisnes de Rubén Darío. Versos tales como:


Brumas septentrionales nos llenan de tristezas,
se mueren nuestras rosas, se agotan nuestras palmas,
casi no hay ilusiones para nuestras cabezas,
y somos los mendigos de nuestras pobres almas.

justifican la crítica de «decoradores de la decadencia» que les hicieron a los modernistas. El tema del poema no ayuda tampoco a apreciar al alejandrino como se merece, pero hay que reconocer que tampoco los versos más antiguos y épicos aguantan una medida tan larga. Un ejemplo de Berceo:


En Toledo la buena esa villa real,
que yace sobre Tajo esa agua caudal,
hubo un arzobispo coronado leal,
que fue de la Gloriosa amigo natural.

Esto, la cuaderna vía, con su cesura bien indicada, está muy bien en pequeñas dosis. Al cabo de un rato, cansa por su monotonía. El poema del Cid, ese que estudiaban durante varios meses los que iban por letras en educación secundaria, le pasa algo parecido. Resulta interesante por su encaje en la historia del español (el primer poema largo en esta lengua) más que por sus virtudes poéticas, las cuales Borges, —sensible a la épica, pero también a la lírica— calificó de rústicas.

El verso de siete sílabas se ha usado mucho en la poesía castellana, y queda bien combinado con el once. Pero empleado por sí mismo ofrece pocas posibilidades expresivas. Las estrofas de heptasílabos acostumbran a quedarse cortas para tratar temas de cierto calado. A los versos intermedios entre ocho y once, a los de nueve, diez, doce y trece, se les tiene por incompletos, como que les falta algo. Al de doce se le ha tachado de empalagoso. Compárese el famoso endecasílabo:


se muestra la color en vuestro gesto

Con una versión en doce sílabas:


en vuestro gesto se muestra la color

Cualquier lector habitual de poesía notará la diferencia: el primero fluye (gracias a la colocación de los acentos), mientras que el segundo se atasca en «gesto», y después en «la». Ambos versos dicen exactamente lo mismo, pero uno de manera poética y el otro prosaica.

Como se ve, los acentos son fundamentales para que un verso castellano funcione. Marcan su ritmo sonoro, que en otros idiomas se basa en la intensidad, cantidad, entonación, aliteración o rima, pero que en español se asienta con fuerza en el acento. Esto es algo que no sucede en, por ejemplo, el latín o el griego, que priman la cantidad. Un hexámetro clásico suena bien no por dónde estén colocados los acentos, sino por la cantidad de sus sílabas, breves o largas. En castellano, todas las sílabas duran lo mismo.

Mi editor de poesía, Abelardo Linares, me dijo hace muchos años que la poesía sigue unas reglas tan precisas como la física. Me sorprendió mucho su afirmación, y debo confesar que enarqué las cejas al escucharla, pero viniendo de él, no la olvidé. Con el tiempo y tras reflexionar, he venido a darle la razón. Hay versos buenos y versos malos; estrofas que funcionan y estrofas que se despeñan, y hay razones técnicas que explican el éxito o fracaso de los poemas. Las durezas rítmicas ocasionales se pueden emplear con fines estéticos, como la disonancia en la música, pero hay reglas entreveradas en la manera que tenemos de hablar en español, en la estructura rítmica de la lengua, que hacen que en poesía no valga cualquier cosa, por más que haya gente que se empeñe en que unas palabras en cierta disposición sobre una página conforman un poema.

Los tratadistas llevan hablando de estas cosas desde hace siglos. El Terenciano o Arte Métrica de Gregorio Mayans i Siscar (1770) recoge ya algunas de las ideas que he recogido arriba. Pero fue Andrés Bello con sus Principios de la Ortolojía (sic) y Métrica de 1835 quien marca un punto de ruptura. De alguna manera, fue él quien fundó la métrica moderna, aunque hoy se discrepe de su concepción del ritmo. La ciencia del verso (1908) de Mario Méndez Bejarano es también una obra formidable cuyo título es una declaración de intenciones. Más cerca de nosotros, es muy conocido el texto de Tomás Navarro Tomás (Métrica española, 1956), pero sobre todo los de Isabel Paraíso (La métrica española en su contexto románico, 2000), y de Antonio Quilis (Métrica española, 1969), reeditados incansablemente al ser textos de referencia en los estudios universitarios de filología.

La premiada tesis de Quilis, publicada en 1964, es un buen ejemplo de lo que se puede lograr analizando la mecánica de la poesía empleando métodos físicos. Trata sobre el encabalgamiento, ese desajuste entre sintaxis y métrica que tantas alegrías nos da a los poetas al permitir huir de la monotonía y sorprender al lector. Como todo recurso, hay que usarlo con moderación. Aunque también sirve para parir engendros, como hizo fray Luis de León cuando perpetró esto:


Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insacïable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.

No es un error de composición. Fray Luis hizo eso, una tmesis, para que la estrofa se pudiera considerar una lira. Pero no es esa la idea de esta licencia. Garcilaso sí que sabía usarla bien:


Las hojas que en las altas selvas vimos

cayeron, y nosotros a porfía

en nuestro engaño inmóviles vivimos

El salto entre «vimos» y «cayeron» se adecúa perfectamente a lo que se está diciendo. La forma sigue al contenido: las hojas efectivamente parecen caer de un verso a otro. Acabamos de leer el primer verso felices, ingenuos de nosotros, y al empezar el segundo, viene el mazazo. El placer estético que se experimenta al leer eso es extraordinario. Con este otro ejemplo de Herrera, el gran Herrera, sucede lo mismo:


Quebrantaste al cruel dragón, cortando

las alas de su cuerpo temeroso.

Aquí coinciden el corte de las alas y del verso. Casi se las puede ver desplomarse cuando se empieza a leer el segundo verso. El adjetivo «temeroso» introduce un sentimiento adicional que culmina los dos versos y los enriquece. Aclarar ahora —para acabar con este aparte sobre el encabalgamiento— que hay dos escuelas sobre cómo se deben leer los versos. Unos dicen que la pausa versal se hace siempre. Otros afirman que el encabalgamiento evita esa pausa, una postura a mi juicio incomprensible, porque destroza el efecto que persigue la licencia. La tesis de José Manuel Bustos (1992) creo que zanjó la cuestión, aunque aún se escuchan poemas leídos sin la debida pausa al final del verso. Si se sabe que esa era la intención del autor, no hay problema, pero al menos Garcilaso y Herrera (y legión de poetas tras ellos) pensaban como Bustos.

Volviendo a la tesis de Quilis, el de Larache llegó muy lejos en su aplicación de la física para cuantificar el ritmo y elucidar la mecánica de la poesía. Su análisis de sonogramas mediante una técnica de análisis de Fourier que se emplea para identificar armónicos fue más que novedosa en España teniendo en cuenta los medios limitados con los que contaba, ya que estábamos aún en la era analógica, la de las grabadoras de cinta. Hoy, en la digital, es mucho más fácil. Gracias a la tecnología, cualquiera puede analizar el canto de un pájaro con una aplicación del teléfono e identificar la especie a la que pertenece. Lo mismo para la voz. Mi lectura del famoso primer verso del soneto XXIII de Garcilaso tiene este aspecto:Screenshot

Además de la «pausa boomer» (ese medio segundo del principio sin nada, que tanta gracia hace a mis estudiantes), se aprecia que esta «huella dactilar» del primer verso del soneto XXIII de Garcilaso permite medir con precisión, a la décima de segundo, los acentos y las pausas. A partir de ahí se pueden sacar conclusiones que pueden llegar a ser muy sofisticadas, como hizo Quilis. Su tesis es muy recomendable, pero como en tantas otras cosas, llega un momento en que para avanzar en el conocimiento experto del tema hace falta estudiar. La divulgación tiene sus límites y su ámbito, que es fundamentalmente excitar la curiosidad y animar a leer sobre el tema.

Le mecánica del endecasílabo es lo suficientemente rica como para haber merecido decenas de libros, tesis y artículos en revistas técnicas. Como verso de once sílabas, tiene un acento fijo en la décima sílaba. Luego puede tener otro en la sexta o en la cuarta. En el primer caso se habla de un endecasílabo mayor. En el segundo de uno menor.

Los endecasílabos mayores, los que llevan acentos en la sexta y décima sílaba, pueden tener un tercero en la primera, segunda o tercera sílaba. Se les llama endecasílabos enfáticos, heroicos y melódicos, respectivamente. Pero puede haber más acentos, claro, lo que multiplica las combinaciones. En 1891 Eduardo de la Barra se entretuvo en hacer una bonita compilación de ritmos con ejemplos de versos castellanos, que en formato tabla (y aportando algunos ejemplos diferentes) sería algo así:Screenshot

Estos treinta tipos de endecasílabos son los más comunes. En realidad, solo los veintitrés primeros son kosher; aunque a los versos dactílicos algunos tratadistas los tachan de horrendos. Dicen (y es verdad) que no tienen gracia, que suenan a prosa, y que parecen octosílabos a los que se le ha pegado un trisílabo. Nótese que los endecasílabos buenos no tienen acento en la séptima: si se lo pones, creas un octosílabo y entonces las tres sílabas que quedan dan la impresión de ser un añadido. Las estructuras rítmicas que hacen el número 24 y 25 de la tabla se los tuvo que inventar Bello para ejemplificar sin ofender a nadie que esas dos combinaciones de acentos suenan fatales. Como regla general, dos acentos seguidos estropean el ritmo del endecasílabo. Se puede hacer un verso de esa forma, pero tiene que haber una buena razón para ello; un contenido que se adecúe a ese tropiezo rítmico, como en el caso del encabalgamiento.

Los versos del final de la tabla: los galaicos (también llamado «de gaita gallega», y ese nombre no pretendía ser un halago), guaraníes y sáficos inversos se tienen por monótonos. El ejemplo que he escogido del sáfico inverso de Darío es particularmente doloroso al oído. Es de un empezar brillante, con acento en la primera, para atropellarse en la sexta y séptima; lo cual puede ser aceptable si lo que dice el verso es congruente con esa idea, pero no es el caso. Darío era muy bueno, y ya quisieran la variedad de su poesía los modernistas franceses de su época, pero este verso no es muy afortunado.

El último caso de la lista, el endecasílabo melódico 3-8-10, presenta otras complicaciones, pero tampoco es especialmente agradable al oído. Se puede arreglar rítmicamente, cambiando «cuanto» por «cuánto», lo que lo convertiría en un melódico largo, pero eso no es lo que quería decir Garcilaso en su canción segunda. En poesía, añadir un tilde, una coma, o alterar el orden de las palabras cambia un (buen) poema, cosa que no sucede con la prosa. La forma es clave.

Hay más elementos que contribuyen al ritmo de un poema. Se le puede añadir textura, o timbre a los acentos. Hasta se ha identificado a cada letra con un conjunto de características, y a su repetición en los versos con sonoridades e intenciones estéticas concretas. En el caso de las vocales, la «a» se considera una letra que no es suave pero sí magnífica, cuya repetición resulta adecuada para hablar de temas importantes. La «e» se considera la mejor vocal, no tan sonora como la «a», pero clara, graciosa y elegante, sin que ofenda al oído cuando se repite (no en vano el valenciano tiene tres sonidos para esta letra). La «i», siendo floja, serviría para las cosas débiles, y su repetición acordaría bien con temas tristes. La «o» expresa un carácter repentino, y repetida sirve para expresar afecto, engrandeciendo la oración. Por último, la «u», que es nasal, se emplea para temas ocultos, de misterio y oscuridad. A estas disquisiciones de los preceptistas uno las puede hacerle el caso que quiera, pero sí que es cierto que «búho» es un palabra que asusta y que resulta oscura, una palabra que realmente da miedo (lo que, por otro lado, se conjuga mal con ese precioso animal).

Con las consonantes también hay una serie de reglas más o menos subjetivas. Sí que es cierto que repetir el sonido de la «c» o de la «k» queda feo, que demasiadas eses hacen un verso sibilante, pero que cansa; o que la «n» refrena a la vocal que la sigue (como se puede ver en el sonograma de arriba) siendo una letra que va bien para hablar de temas interiores. Lo mismo que con las vocales, a esto se le puede dar el crédito que se quiera, pero nadie me negará que «Alicia» es un nombre precioso. A la zeta (fonéticamente es |a ‘li θja|) se la considera la consonante más suave; y a la ele, líquida, blanda y dulce. Enlazadas con dos aes y dos íes (que se compensan: la magnífica «a» sonora queda modulada por la debilidad y languidez de la «i»), el conjunto es una combinación irresistible al oído.

Ante este despliegue de preceptos que a muchos parecerán arbitrarios surgen varias dudas. La primera, si hay que saber de esto para escribir buenos poemas. Naturalmente que no, y habrá poetas excelentes que jamás hayan oído hablar de estas cosas. Construir un buen poema requiere sobre todo de oído, sensibilidad y buen gusto, que son destrezas que se adquieren leyendo mucha poesía. Para que un verso suene bien no hace falta saber por qué lo hace, de la misma manera que para bailar bien no hace falta saber ni mecánica ni física. Hace falta práctica. Y por supuesto nadie te obliga a escribir en endecasílabos. Esta medida, en el Renacimiento, fue objeto de furibundos ataques de, por ejemplo, José de Castillejo. Aunque Alfonso X y el marqués de Santillana ya habían compuesto versos de once sílabas, a mucha gente los de Garcilaso, italianizantes, les sonaban raros. A los nuevos ritmos cuesta acostumbrarse.

La segunda duda que puede surgir, relacionada con esto último, es si estas reglas se pueden romper. Ante esto hay que recordar que por supuesto, que el arte es transgresión continua, pero también que lo que dicen los preceptistas suele ser una senda firme, un camino seguro del que salirse únicamente cuando ya se domina, al igual que una cosa es lo que te enseñan en la autoescuela cuando aprendes a conducir y otra cosa la forma de conducir de Fernando Alonso subido a un F1. Hay que transgredir si se quiere ir más allá, claro, pero para eso primero hay que dominar de lo que se trate, ya sea escribir poemas, novelas o diseñar satélites. Advertir no obstante que es raro que en la ciencia del verso una transgresión inconsciente se traduzca en un poema feliz. Es mucho más probable que se trate de un error que afecte gravemente a algún aspecto del poema. No hay que olvidar tampoco que la inmensa mayoría de las obras que han sobrevivido al paso del tiempo son las que cumplen con las «leyes físicas» de la poesía de las que hablaba Linares.

¿Podemos extender estas ideas sobre el endecasílabo para juzgar si un poema «es bueno»? No tan rápido. Con el ritmo del verso solo hemos arañado la superficie, y de un único metro, el de once sílabas. Los lectores hacemos trampas al leer, yendo más deprisa o más despacio para ajustarnos a lo que suponemos que tiene medir un verso, especialmente con las estrofas clásicas, que nos inducen unas medidas determinadas. Hay muchos matrices y excepciones. Un verso como


En tanto que de rosa y azucena

se puede contar como de diez o de once sílabas, dependiendo de cómo se lea la sinalefa, si doble o triple. De la métrica se sacan tesis doctorales; no es un tema trivial ni que se pueda despachar en un artículo. Por otro lado, el análisis de un poema completo requiere tratar no solo el ritmo, sino también y como mínimo: tema, asunto, estructura, título, citas, pragmática, y niveles léxico, semántico y sintáctico. El tema de la traducción es otro mundo: traducir el endecasílabo al francés al español es una odisea.

Queda todavía mucho que decir sobre el resto de los aspectos de un arte, la lírica, que no solo es una fuente casi inagotable de placer estético, sino una actividad que proporciona una aproximación singular al mundo. La poesía culta vive en el reino de la metafísica, de lo que no se puede explicar, de lo que está —por definición— más allá del conocimiento científico. Ese mundo solo puede ser, si acaso, vivido; no explicado. Lo que la poesía pretende es en realidad un imposible: trasladar lo inefable. Lo hace no explicando, sino mediante la resonancia, generando una vibración sutil que pretende ser capaz de inducir un estado correspondiente en el lector. Pero ese intento desesperado, en el marco de lo que desde Kant y Wittgenstein sabemos que no puede formar parte del saber compartido de la especie, la convierte en una necesidad y en una forma única de comunicación humana.