martes, 28 de febrero de 2023

"Moria" y la Europa insensible


 

El Mediterráneo se está convirtiendo en un cementerio que los europeos hemos construido con fosas de cinismo. Hoy en Italia, ayer en Turquía, Grecia y España, mañana, ¿dónde? 

El sábado tuve la oportunidad de asistir a la obra de teatro Moria. El público se quita los zapatos al entrar, se mete en una jaima y contempla a una mujer cocinando. Se recrean unos hechos que ocurrieron en el campo griego de refugiados hace unos años. En lo alto de la tienda se proyectan las imágenes de las protagonistas reales de esta historia, una mujer afgana y otra iraquí. La experiencia estremece, se huele el caldo que cocina la refugiada y se aspira la miseria y la crueldad que sufren las mujeres y los niños en estos campos de vergüenza. Quema el fuego que asoló este asentamiento, sin que todavía se conozcan las causas del incendio. El episodio me recuerda a Las uvas de la ira de Steinbeck. Nada ha cambiado en un siglo, la crueldad y el clasismo nos gobiernan. 

Al terminar el espectáculo uno tiene la impresión de haber asistido a un velatorio y no a una obra de teatro. ¿De veras no hay en Europa medios para evitar estas tragedias? ¿De veras nos hemos vuelto tan insensibles que no nos importa ver una playa regada de cadáveres ahogados? ¿De veras la cuna de la civilización ha llegado a tamaña degeneración?    

lunes, 27 de febrero de 2023

Ya no hay para ti

 Ya no hay para ti 

domingos somnolientos,

ni lunes odiosos,

ni martes con joroba.

No, ya no hay para ti,

hogar donde refugiarte,

ni viento que te despeine,

ni alimento que te sacie.

Ya no hay nada para ti,

nada,

ni tiempo, ni espacio, ni fuego

que te caliente.


Aunque, siempre, siempre,

avivaré una llama en mi memoria,

en mi mirada, 

para alojarte,

para contarte los días,

para aventarte la melena,

para ponerte la cuchara en los labios

o para besarte.

Viajarás conmigo

a Italia, a los Pirineos,

a las montañas,

-allá arriba te gustaba estar,

respirar, vivir-

Te arroparé allá, en lo alto,

cuando sople el cierzo furioso

que intenta helarte hasta el aliento. 

Viajarás conmigo

para construirte un tiempo,

un espacio, 

un fuego con el que dibujarte. 

domingo, 26 de febrero de 2023

XXI, mosaico de extravagancias: "XIX. Raquel"



Me llamo Ro Raquel Tejada o, mejor, para que mi imagen os llegue antes a la entrepierna, Raquel Welch. Quien dice que ser una tía cañón es una desgracia, como a menudo oigo por ahí, o es un mojigato o una feminista sin pajolera idea de feminismo; os lo digo yo, que disfruté muchos años del privilegio de ser una tía cañón, en exposición continua por todo el mundo, feliz de haberlo sido y orgullosa de haber despertado en muchos hombres y en algunas mujeres el misterio de la atracción sexual. Porque el sexo se vive en el cerebro. La mente es una zona erógena, sin duda la más importante, y qué mejor privilegio que ser tú quien actives esta espoleta que mueve al mundo. 
De joven, cuando me contemplaba desnuda ante el espejo, fantaseaba con la idea de que millones y millones de hombres estuvieran en ese momento deseándome, pensando en mí, imaginándome en bolas, tal y como yo me veía. Era una sensación de comunión con la humanidad muy agradable, porque, en cierta forma, mi cuerpo se convertía en comunal. Repartía muy a gusto, a través de la imaginación de mis admiradores, la felicidad mayor que puede alcanzar el individuo: la posesión material de la belleza absoluta.   
Muchas me han imitado, muchos más quisieron tirárseme, así, tirárseme, porque mi físico les provocaba una pulsión animal que, según ellos, era imposible retener. Otros intentaron colgarme en la pared o guardarme en un garaje, como el que posee un cuadro de Rubens o un Porsche. Estos eran los más inofensivos, porque solo les interesaba exhibirme como a una buena pieza de caza o como a un diamante del Congo. 
¿Os acordáis de la película Hace un millón de años? ¿No? Pues hacéis muy mal, porque para mí es un hito en la historia del cine. La protagonicé y casi la produje y no me arrepiento, ni mucho menos, de haberme hecho famosa por mostrarme en biquini prehistórico -el primer biquini de la historia de la humanidad- ante la mitad del mundo. Me ha gustado y me gusta exhibirme en paños menores ante el público, alardear de mis encantos físicos, de mi moreno café con leche, de mi erotismo exultante. Siempre tuve la sensación de estar prestando un servicio público imprescindible. Yo misma, cuando asistía a los pases privados de mis películas, me excitaba al contemplar mi propio cuerpo. Nunca he tenido remordimientos por haber sido un objeto sexual, todo lo contrario. En cierta manera, le ha dado sentido a mi vida. Puedo comprender la crítica de los puritanos y moralistas cuyo comportamiento haya sido ejemplar porque nunca torcieron sus principios por necesidad; pero el resto de los mortales, un 97 por ciento largo, estamos expuestos a ceder ante las debilidades, ante las presiones del mercado y ante la necesidad. Si no me hubiera exhibido medio desnuda en la pantalla, en las revistas y en los carteles de todo el mundo, nunca habría gozado de la calidad de vida que tengo, eso seguro; y, además, a mí me colmaba la vanidad, no lo puedo ocultar. ¿Y qué perdía yo?, nada, ya os lo digo, nada en absoluto. Sé que este proceder hundió a mujeres como Marilyn, mi más directa predecesora, pero ella se habría descalabrado de todas formas, porque era una chica desequilibrada, no disfrutaba de una personalidad firme ni de una mente demasiado lúcida, y, además, se empeñó en interpretar papeles muy alejados de su condición de sex simbol. A mí, verme expuesta, imponente, en biquini, en un cartelón de veinte metros, me producía y me sigue produciendo un hormigueo divino, una sensación de poder que no habrán tenido muchos potentados, por muy influyentes que sean. Nunca quise desnudarme por completo porque se habría perdido el misterio. Recuerdo las palabras de Mastroiani en 1967: “No, no te quites la ropa, se desnuda con los ojos”. El sexo se origina en la mente y si la imaginación no tiene nada que descubrir, pierde parte del impulso que la agita. Las propuestas para despelotarme en la pantalla y en las revistas fueron innumerables. Hasta Playboy me tentó y llegó a hacerme un reportaje, pero ni siquiera el poder de convicción del magnate del erotismo tuvo arrestos para quitarme toda la ropa. Siempre he tenido las ideas muy claras en este sentido y Mastroianni -yo le gustaba más que Sofía- me las corroboró en una comedia italiana donde una servidora aparecía casi siempre en ropa interior o con modelitos muy atrevidos.      
Tengo casi ochenta años y, es obvio, ya no soy “El Cuerpo”, aunque me conservo como pocas. Es difícil tragar la metamorfosis de los años sin drogas ni alcohol, pero yo lo he digerido mucho mejor que la mayoría. Desde que vi mi primera arruga, me puse en alarma roja y comencé a investigar sobre los cosméticos y ejercicios que pudieran reducir al máximo el deterioro. Pero no adelantemos acontecimientos. Os quiero contar la peripecia de una mujer ejemplar, sí, la mía. Porque solo tenéis que compararme con cualquiera de las estrellas que vivieron mi misma circunstancia para comprobar cómo han acabado ellas y cómo estoy yo. Salvo esa zorra de la Loren, las demás arruinaron su vida rápidamente, porque envejecer en el mundo de las vanidades es algo muy duro y si además una es un símbolo sexual, el mérito de acabar entera es una proeza. A mí me han librado de la debacle, la cosmética, el yoga y la renuncia al sexo en mis últimos veinte años. Todo eso y gozar de un equilibrio mental que otras no disfrutaron. Quien ha visto el mundo desde su cima; quien ha gozado de la adulación; quien ha comprobado la idolatría de los fieles; quien recibe miles y miles de cartas de deseo; quien oye los suspiros de lujuria cuando su cuerpo aparece en pantalla; quien ve cómo babean de excitación los que están cerca de una; quien se siente capaz de hacer realidad cualquier sueño, debe saber que hay que pagar un precio, que nada es gratis. Si no comprendes esto, por fuerza vas a salir mal parada, y yo lo entendí muy pronto. Mi físico me daba un poder absoluto, no solo sobre los hombres, sino sobre la sociedad en su conjunto. Si a esto lo queréis llamar superficialidad, llamadlo, yo creo que no es nada superficial. De lo mismo acusaron a mis memorias, de superficialidad, empezando por el título, Más allá del escote. No se me ocurrió a mí, pero me pareció ideal para hablar de mi vida. Porque a quien más le debe mi éxito profesional y personal es a mi escote, sí, así es, y esto no es nada superficial, ni mucho menos. Gozar de un físico como el mío no es ningún mérito adquirido por mor del trabajo o del estudio, es un poder natural, un don, como quien goza del genio de la escritura o de crear películas o de inventar una vacuna. Y yo, además, lo cultivé con una dedicación exclusiva. Cómo si no se puede explicar que, después de parir dos hijos, comenzara mi carrera de sex simbol. Sí, poseía unas condiciones físicas envidiables, pero hay que tener arte para conservarlas y explotarlas. Cada uno en su sitio, no menospreciéis la belleza física; nuestros abuelos más queridos, los griegos, nunca lo harían, ni lo hicieron.  
Pero empecemos desde el principio, desde que caí en un estudio y se encendieron los focos sobre mí, para no apagarse en muchos años. Todo el mundo sabe, yo también, que si no hubiera sido por la sensualidad salvaje de mi cuerpo y por el exotismo de mi rostro no habría llegado a ningún lado, nadie me habría dado una primera oportunidad. A mi padre le debo los rasgos latinos que moldearon al mito sexual, además de una educación exquisita y muy recta, sobre todo en asuntos de idiomas. Él nunca me hablaba en español porque nosotros vivíamos en Estados Unidos y no quería que nos trataran como a hispanos. Es decir, me reservó lo mejor de la naturaleza latina -mi físico- y apartó lo que podría haberme acarreado problemas de integración -el español-. Mi padre era tan equilibrado como yo. Nadie imaginaba, cuando llegué a Hollywood, que yo tuviera ya dos hijos. De todas maneras, tampoco lo fui pregonando, porque había que mantener un aura sexual que se pierde cuando una habla de partos. Mi físico no delataba mi maternidad, ni mucho menos. Mi interés por el deporte y mi naturaleza exuberante enderezaron enseguida lo poco que se había descolgado. 
Corrían los años sesenta. Uno de mis primeros papeles en el cine fue el de prostituta, después de aparecer con Elvis Presley en la televisión. No es lo que habría deseado, pero una era primeriza y tenía que tragar con cualquier cosa. Mejor eso que caer en la prostitución real o de camarera en cualquier antro de mala muerte. Antes de llegar a Hollywood, en San Diego, cuando me miraba al espejo o en la pantalla de televisión anunciando el tiempo, estaba convencida de que era imposible que pasaran de mí en los castings; por eso me largué de esa ciudad y me separé de mi primer marido, por la confianza absoluta en el triunfo de mi cuerpo. Desde pequeña me interesó el mundo del espectáculo y practiqué ballet, lo que me dotó de flexibilidad y me pulió el torso y las piernas con un cincel de maestro. Estaba fascinada con mi desarrollo fisiológico: con el exotismo de mis rasgos latinos; con la exuberancia de mi cabello castaño; con la potencia sexual de mi piel bronceada, de mis senos, de mis equilibradas proporciones. Solo encontraba una pega, mi boca, demasiado grande, pero pronto los hombres me convencieron de que ese era uno de mis atributos más eróticos. 
Al llegar a Hollywood me desengañé un tanto de mi superioridad, en cuanto asistí a la primera selección de chicas. Solíamos optar unas doscientas para cada papel y era difícil distinguirnos. Todas, de una forma u otra, exhibíamos una presencia que estimulaba, que animaba al babeo y al engorilamiento. Había hombres que se dedicaban a apostarse frente a las direcciones donde se realizaban estas selecciones para empacharse de lujuria. Marilyn acababa de suicidarse y la industria andaba como loca por encontrar un nuevo entretenimiento para el hombre en la pantalla grande. Que conste que nunca he estado en contra de lo frívolo, todo lo contrario. Cuando me achacan haber rodado películas ligeras, de poca calidad, a mí me da la risa, porque lo que yo y el 90 por ciento de la gente busca en el cine es la diversión y no calentarse la cabeza. Me eligieron porque descubrieron algo especial en mí. Yo no me veía muy distinta a las otras doscientas que optábamos para papeles de chicas cañón, “es algo que no se puede explicar, un ángel que deslumbra y que, cuando lo detectas, el público lo engulle, lo hace suyo y lo convierte en mitología”, esto argüía, para explicar mi triunfo y el de Marilyn, uno de los agentes que más admiro, al que le debo mi gran lanzamiento. Esperé muy poco para que el público se entregara a mis encantos y, por supuesto, no tuve necesidad de acostarme con ningún productor para hacer cine, eso es una patraña que se han inventado las falsas feministas para ensuciar nuestra imagen. Y si lo hice con alguno fue por voluntad propia. Dos años después de haber pisado un plató por primera vez, ya era considerada como una de las actrices con más potencial de la década, aun con dos hijos a mis espaldas. Mis papeles eran, la gran mayoría, cortos, pero muy intensos. Los directores me felicitaban porque mi breve presencia en la pantalla me convertía en una especie de joya escondida que se volvía deseable por esperada. Gran parte del público se mantenía en vilo por ver cuándo aparecía yo, cuando el interés por el argumento se había perdido hacía tiempo. 
La gran creación que me dio la fama, la que me convirtió en una mujer que ilustró las habitaciones de muchos adolescentes fue, sin duda, mi gran éxito: Hace un millón de años. Cuando me entrevistan, los periodistas insisten si no estoy cansada de que se me recuerde por esa imagen mía en biquini. Pues no, no me canso, es más, tengo aún, en mi salón, el cartel original con que se iba a publicitar la película, en el que aparezco crucificada casi desnuda. No sé si algún día se le dará a esa imagen la categoría rompedora que merece. Yo la veo y la equiparo a, por ejemplo, creaciones de Andy Warholl. Es un montaje de un calibre artístico superior. No es una herejía, ni mucho menos, es un grito de la mujer ante el poder absoluto del hombre. La chicas del Me Too no han comprendido el mensaje. En su tiempo, podría haber desencadenado un gran escándalo, aún mayor que la propia película; que, por otra parte, me encaramó en esta vida de lujo. Otra existencia no conozco y con certeza sería peor. 
¿Por qué Cristo, por qué el Salvador del hombre no podía ser una mujer? ¿Y por qué no una mujer sensual, explosiva? ¿Acaso no es más fácil desearme a mí en el crucifijo que a un indigente con barba, por muchos abdominales que luzca? Si como han dicho muchos, la cruz es el icono publicitario que más éxito ha tenido en el mundo, ¿por qué no renovarlo, actualizarlo? ¿Y quién mejor que una mujer cañón para erigirse en el nuevo ídolo de la redención en pleno siglo XX? No, las chicas del Me Too no han comprendido nada de esto. No son conscientes de que yo, atada a ese madero, podría haber hecho más por la liberación de la mujer que ellas con todas esas protestas y denuncias contra hombres poderosos. El primer hombre poderoso era ese Jesús, ese que es paseado por el mundo como símbolo del amor y del sacrificio, y era un hombre. Yo intenté que también la mujer participara de esa adoración, de esa entrega que los pueblos han mostrado por el hijo de Dios. Si no conocemos su rostro ni su cuerpo y lo que importa es el símbolo, ¿por qué no instalar a una mujer en el imaginario colectivo?, ¿y por qué no a la mujer más bella del mundo? Porque entonces así se me consideraba, “El Cuerpo” me llamaban, y nunca he renegado de ese apelativo. Porque ser “El Cuerpo” para mí significa representar la belleza de la mujer, el poder de la mujer, la absoluta adoración a la que debemos someter nuestra vida terrena. Quien me veía tan solo como un objeto sexual era porque no estaba muy iluminado. Tampoco se puede pedir que cualquiera comprenda la escena de mi crucifixión, como la mayoría no entiende en verdad el papel de Cristo en la cruz. Yo me sentí hija de Dios y adorada por la masa, por el pueblo, por la gente. Querían acariciarme, tocarme, besarme, lamerme, penetrarme, querían, al fin y al cabo hacerme suya, como los cristianos en la misa tragan el cuerpo de Cristo. Y todo esto sin haber visto todavía el cartel publicitario al que me refiero. Si a la función espiritual, le hubiéramos añadido el erotismo, el rito no haría sino engrosar su calado. Así pienso yo. La Iglesia, como siempre, retrógrada y alejada del verdadero espíritu humanístico, renegó de esa imagen porque presentía un peligro en la novedad y, como siempre, en la sexualidad. Porque la novedad y el sexo son incontrolables y ellos quieren tener el dominio del negocio, del negocio, que no de la fe verdadera, que es lo que ese póster de la crucifixión erótica intentaba inculcar en los fieles. Amor y fe. 
Fue en las Islas Canarias donde grabamos Hace un millón de años, en la España más arrugada, más pintoresca, en la España de un dictadorcillo con voz de viejecita, católico, apostólico y romano. Y no me entendáis mal, yo soy muy religiosa, presbiteriana, y tan cumplidora con Jesucristo como cualquier americano que se precie: oigo misa todas las semanas. 
El cartel publicitario ya lo habíamos decidido. A mí me parecía excelente, maravilloso, rompedor: un contrapicado de mi figura, cubierta tan solo por un biquini prehistórico, crucificada, atada al madero de pies y manos. Mi cuerpo bronceado y aceitado, explosivamente lujurioso, contrastaba con una mirada perdida en el más allá, en el padre celestial. Una fusión genial de carnalidad y divinidad, una mixtura perfecta de fervor sexual y religioso. Yo no había visto nunca tanta expresividad, tanta insolencia y tanto misticismo en una fotografía. Quizás algunos iconos religiosos -el Éxtasis de santa Teresa- y algunas pinturas de los maestros -la Anunciación de Fra Angélico- reflejen este espíritu, pero aquello me pareció extraordinario, para entrar a codazos en las mejores galerías de arte moderno y religioso o incluso para colgarlo en la pared de un templo renovado, adaptado a los nuevos tiempos. La sociedad no estaba preparada para tanta intrepidez. Ni la sociedad ni los magnates del cine, ni los censores, ni las autoridades religiosas. No se atrevieron a utilizar el cartel para promocionar la película. Es más, permaneció escondido durante treinta años. Hasta 1996 nadie se atrevió a exponer uno de los mayores logros de la fotografía contemporánea que yo haya visto. Y se hizo en sordina, cuando el erotismo de la modelo, una servidora, supuestamente ya no despertaría tan bajos instintos. Para mí no se trataba de una insolencia herética, ni de despertar el morbo sexual. Quienes solo ven esas propiedades en mi crucifixión son muy cortos de miras. Pero eso es lo que advirtieron, escandalizados, los productores, moralistas y censores que regían entonces Hollywood. Y por lo que voy viendo, no fue aquel tiempo excepcionalmente represivo. Si me paro a pensarlo, hoy, en pleno siglo XXI, el escándalo podría haber explotado con más metralla, incluso podríamos correr peligro el autor de la obra y su modelo, una servidora. Siempre se han necesitado muchos arrestos para presentar ante el público una verdadera obra de arte moderno, rompedora e iconoclasta.
Quien me sorprendió en aquella España de viejas de luto y hombres peludos y bajitos fue su príncipe, el que luego se convertiría en rey de España. El muchacho -tiene algún año más que yo- quería verme a toda costa y se presentó en el hotel Ritz de Madrid cuando estábamos promocionando Hace un millón de años. No hablaba muy bien el inglés, aunque lo que quería de mí era fácil de entender. Me invitó a unas copas -entonces yo todavía bebía- e insistía en que me fuera con él a Mallorca. Era soberbio, poco hábil y muy impetuoso. Recuerdo que enseguida se puso colorado, no de vergüenza, sino del güisqui que bebía a tragos largos, sin pausa y gratuito, porque lo recibí en mi habitación. Nunca había estado con un príncipe y yo, aún muy joven, lo saludé emocionada, aturdida por la antigüedad de la realeza europea. Pronto caí en que ese príncipe participaba, él sí, de los instintos más bajos que mi cuerpo removía en los hombres. Se le notaba abotargado y empalmado, confuso. Pensé que se iba a lanzar sobre mí nada más abrirle la puerta, sobre todo por los ojos de ido con que me miraba el escote. Para él no había nada más allá de mis pechos. Este episodio lo hemos comentado él y yo después de que aparecieran mis memorias -a él no lo cité por petición expresa de la Casa Real-. Juan Carlos, muy ocurrente, dice que no está de acuerdo con el título, Más allá del escote, porque él no vio nada más allá. Sobre todo cuando accedí a su petición de mostrarme ante él, en la habitación del hotel, vestida como en la película prehistórica. Bueno, también lo paralizaron mis piernas de bailarina, descubiertas casi en su totalidad, por la moda de las minifaldas y por ese biquini de piel de ternera con el que rodé. Le comprendí pocas palabras en el primer encuentro; ahora bien, recuerdo que una de ellas era “el yate”, “el yate”. Insistía en invitarme a su barco porque, me lo explicó después, quería mostrarme sus habilidades como marinero. Corría el año 1967. Estaba a punto de ser confirmado como heredero de la corona de España y a mí eso me ponía, lo tengo que confesar. Físicamente me atrajo y, como apenas lo entendía, tuve tiempo de comprobar su obsesión visual por mi cuerpo. No era algo a lo que no estuviera habituada, pero la mirada de ese muchacho era muy insistente, despellejadora, y, sobre todo, antigua, muy antigua. Me da mucha lástima lo que le está pasando ahora, porque en mis sucesivas visitas a España llegué a conocerlo bastante a fondo y no me pareció mal tipo. Un poco rijoso, bebedor y fetichista, aunque no más que algunos de mis compañeros de reparto. 
La última vez que lo vi estaba bastante ebrio sobre la cubierta de su yate, en Palma de Mallorca, adonde acudí con la firma de maquillaje que me patrocina actualmente. Parecía acabado, apoyado en un bastón y apartado de su dedicación real. Se encontraba solo, agarrado a una copa de coñac. Me pellizcó el trasero -esa costumbre no la ha olvidado- y me contó una historia un tanto confusa que achaqué al abuso de alcohol y a los calmantes de la cadera. Acababa de llegar de Gandía, donde había disfrutado de una travesía en yate con políticos y empresarios. Hasta ahí su vida normal, ahora viene lo interesante. Asomado al mar, había visto cómo unas chicas arrojaban a un hombre por la borda de un barco próximo al suyo. No lo había compartido con nadie, ni siquiera lo había denunciado. Era un secreto entre los dos. Está tan hastiado de la justicia y de la sociedad en general, que ha decidido convertirse en un contemplador, en un estoico, y no participar activamente del mundo ni de sus circunstancias. Me volvió a pellizcar la nalga derecha y me invitó a manejar el timón. Llamó a los españoles de todo: desagradecidos, envidiosos, paletos, maricones, borrachos… y me expresó sus deseos de abandonar ese país que le había escupido a la cara. Volvió a pellizcarme el culo -aún lo conservo prieto- y me confesó ya en el interior, antes de caer dormido de repente, que a su familia le iban a dar mucho por saco, a todos menos a su hija mayor, a quien aún invitaba a las celebraciones de vez en cuando. 
Os cuento este episodio del rey de España para que entendáis hasta dónde puede encaramarte un físico despampanante como el mío. Y si con estos argumentos aún consideráis superficial el don de la belleza física, tenéis un problema de comprensión muy grave. He alternado con la realeza europea, sí, con el príncipe inglés también, con la aristocracia, con los hombres más poderosos, con los políticos más extravagantes, con escritores reconocidísimos, y, por supuesto, con lo mejor del mundo del cine. ¿De veras creéis que si hubiera sido fea, bajita y deforme habría tenido una vida tan rica, tan variada, tan cosmopolita? Ni de coña. Es cierto que, por ejemplo, la relación con el rey Juan Carlos, “Charlitos”, como yo lo llamaba, no me ha servido para cultivarme especialmente; pero sí para obtener regalos suculentos y para comprender cómo funciona una casa real por dentro. Algo bastante más interesante que analizar la cocina de un McDonalds, pongamos por caso. 
Sí es cierto que los intelectuales españoles son como los demás, unos muermos. La mayor parte de ellos me veían a mí, a mí, como -voy a citar a uno de ellos- “una muestra de debilidad estética, facilona, decadente, hiperbólica y antifeminista”, nada menos, y eso conociéndome únicamente a través de dos películas. Por supuesto, este juicio lo podría sumar a otros muchos que se han vertido sobre mi persona sin apenas haber cruzado conmigo dos palabras, con la “superficialidad” de juzgarme como a un “cuerpo” y no como a un ser humano con capacidad de raciocinio. No le he resultado indiferente a nadie, ni siquiera a los que me desprecian y he aprovechado, como una esponja, todo lo que se dice de mí -más en contra que a favor- y he absorbido estas experiencias para convertirme en una mujer lo suficientemente despierta como para contemplar el mundo a pelo. 
Esa es la riqueza con la que cuenta alguien como yo: puede observar todos los estratos de la sociedad desde el punto de vista de lo que piensan de una misma. Al principio, los intelectuales, escritores, artistas, periodistas, me impresionaban mucho, determinaban mi forma de actuar en público. Coincidía con Arthur Miller en un sarao y me cagaba de miedo, me hubiera puesto a cuatro patas la primera vez que me encontré con él y habría hecho lo que me hubiera ordenado. Pero tras muchos encuentros con esta gente y, tras escuchar las sandeces que dicen sobre mí -no hay nadie que sepa más sobre Ro Raquel que yo misma-, solo me queda despreciarlos. Son tan superficiales como podemos ser la mayoría. Juzgamos al prójimo por la actuación en sus películas, por su físico, por una declaración que hemos oído de ellos en la prensa, en televisión o en una fiesta. Nadie se preocupa en indagar sobre la verdadera personalidad de la gente, ni siquiera estos, que deberían dar ejemplo señero de cómo tratar al género humano. No, no he aprendido mucho de los intelectuales, me han parecido tan frívolos como los periodistas sensacionalistas que me perseguían día y noche por las fiestas que organizaba Hollywood para actores y actrices. Es muy triste comprobar cómo articulistas que manejan la pluma con una destreza admirable, se dejan arrastrar por los más bajos instintos cuando hablan de una actriz, de una tía cañón, de una sex simbol. Como os he dicho antes, no reniego de ninguno de estos títulos, pero tampoco hay que interpretar que un físico espectacular es sinónimo de estulticia. No, chicos, ni mucho menos. Así hundieron a Marylin, pero yo no soy Marylin, yo tengo la cabeza bastante más despejada que esa pobre rubia de los barbitúricos. Este conocimiento interno del mundo del espectáculo y de sus alrededores me dan título para decir que no hay que fiarse de las apariencias y menos aún de las apariencias que los medios fabrican. Os lo digo de corazón, prefiero a un rey rijoso y ladrón que a un pedante baboso y acartonado. 
Uno de mis primeros papeles fue el de prostituta, en la película de 1964, Una casa no es un hogar. La perspectiva de trabajar en una producción cuyo guion tenía una profundidad que no advirtieron los críticos me abrió las miras sobre mi oficio. Yo empezaba como actriz de Hollywood, donde la competencia se come a cualquiera en cuanto una se despista un poco o se cree alguien que no es, y mi meta era llegar a lo más alto, al estrellato, a estampar mi mano en el Paseo de la Fama. Ese fue mi objetivo desde el principio y por suerte lo conseguí muy pronto. El problema era no caer de golpe, mantenerse durante un tiempo, no renunciar a papeles frívolos, porque la clave era estar siempre en el candelero, de una forma u otra. 
Después de dos décadas -los 60 y los 70-, Raquel Welch era conocida en todo el mundo, deseada por los hombres heterosexuales y adorada como un icono de Hollywood tan potente como el que representó Marylin en los 50. Y hablo en tercera persona porque el éxito de aquella época parece que lo haya vivido otra chica bien distinta de la que soy ahora. Porque una ha madurado, ha ido cubriendo etapas y en cada una de ellas he intentado enriquecerme y, sobre todo, no abandonar nunca mi principal valor: mi cuerpo. 
Cleopatra ha sido mi referente histórico en cuanto a la innovación en el mundo de la conservación y el maquillaje, sí, Cleopatra, esa egipcia excepcional que se enfrentó a todo un imperio y conquistó a sus mejores hombres. Descubrí cómo preservar mi tez de las agresiones del tiempo: me lavo la cara, desde hace ya más de tres décadas, con leche recién ordeñada. Es un método inmejorable, porque, como digo a menudo, “hay muchas momias caminando con Bag Balm”, la crema rejuvenecedora que yo misma creé junto con muchos otros productos cosméticos. Porque en los ochenta y noventa cultivé los campos del maquillaje, del yoga y del fitness. Estoy mucho más orgullosa del cuerpo que conseguí esculpir en esas décadas que de mi físico juvenil. Una arquitectura madura, bien cuidada, todavía flexible y con la exuberancia multiplicada por la experiencia, esa era yo en los ochenta y noventa. Charlitos estaba de acuerdo conmigo y muy entusiasmado. Siempre que nos veíamos -viajé mucho a España en esos años-, me lo decía y babeaba igual o más que en el primer encuentro. Era agradecido conmigo. Nunca me iba de su palacio con las manos vacías y cuando digo las manos me quedo muy corta. El día que rodé el anuncio de Freixenet me estaba esperando en los camerinos con una bicicleta estática de última generación y un collar de diamantes. Solo me lo pongo cuando estoy con él a solas, por pudor. 
Mis conocimientos sobre el maquillaje y el cuidado del cuerpo también supusieron un éxito antes y después de que existiera internet. Me convertí en un referente de las prácticas saludables y un ejemplo para las mujeres maduras. Pero os tengo que confesar uno de mis secretos más escondidos y que solo ahora, cuando ya friso los ochenta, puedo revelar. En mis investigaciones sobre la conservación del cuerpo, hice un descubrimiento trascendental: la dosificación draconiana del sexo es clave para envejecer más lentamente. A finales de los noventa visité varios conventos de monjitas y monasterios de frailes. Me rondaba ya la idea de que la privación de los apetitos carnales provoca una secreción de humores que revitalizan el organismo, facilitan la tersura de la piel y aligeran los tránsitos intestinales. Monjitas de más de noventa años conservaban sus piernas como mozas de reciente menstruación, así lo constaté en mis expediciones por España e Italia. Las mujeres que nunca habían hecho el amor presentaban unos ritmos vitales mucho más lentos. Algunas de ellas olían a podredumbre, pero su fisiología había compensado la falta de placeres y su hedor con una vida mucho más longeva y un físico mucho más lozano de lo que se podría esperar en ancianas. El divorcio de mi cuarto y último marido tuvo como causa mi renuncia al sexo, sí, nunca lo había confesado, pero este fue el detonante. Había comprobado, casi de manera científica, que privarse de la cópula era una forma de potenciar las glándulas de la longevidad, así se lo expuse a él. Lo importante es el deseo, no realizarlo. Siempre he sido muy clara con los hombres que me han rodeado. Richard, en un principio, se lo tomó bien; pero se le fue agriando el carácter y me acusó de que no lo hacíamos porque tenía otros amantes. Me dolió, pero no cabía otra opción que separarme. 
Mi lucha contra el tiempo es mi gran pasión. En 1982, cuando contaba 42 años, gané un pleito a una productora por no darme un papel que ya tenía prácticamente en la mano. Adujeron que era demasiado vieja para hacerlo y yo no consentí que mis 42 supusieran un motivo suficiente para no poder representar a una chica de 25. Así me lo reconocieron los jueces. Hasta las leyes confirmaron mi habilidad para mantenerme alejada de los estragos de la edad. 
Cuando veo a Charlitos y lo comparo conmigo, veo con claridad cuáles son los perjuicios a que te conduce una vida de desenfreno: yo, aún tersa, firme y capaz de correr diez quilómetros; él, destartalado, podrido por dentro, y, en el rostro, los rastros de su rijosidad. Le recomendé hace mucho tiempo que abandonara el sexo y otros vicios, pero es superior a sus fuerzas. Así me lo dijo: “Raquelita, hija, yo soy así, desprendido y empotrador”. Yo creo que hasta la cabeza la tiene medio perdida porque el cuento del hombre arrojado por la borda parece más una alucinación o un producto de las drogas y el alcohol que un hecho real. Es muy terco este hombre y poco receptivo. Desde hace unos años me veo más como una hija suya que como una amante. Lo trato como a un vejete ido, que le palpa el culo a las enfermeras y se deja cuidar como un niño: lo peino, lo acicalo, lo perfumo y, cuando consiente, le pongo una de las pelucas que yo misma he confeccionado. Sí, el mundo de las pelucas también me sedujo, dentro de esa obsesión por escondernos del tiempo. A Charlitos le hice una a propósito, de rizos rubios, muy parecida al cabello con que lo vi por primera vez. No le favorece nada, su rostro está demasiado deformado, pero a mí me reverdece pasiones de otro tiempo acariciarle la cabeza, calzada con esa melena suave y natural que yo misma le he tejido. Le gusta que lo mime y que pronuncie la única frase que decía mi personaje en Hace un millón de años: “Me Loana… you Tumak” y ríe y me echa mano a los senos. Yo lo paro para que no se me ponga malo y para que no se le cierre la aorta. 
Bueno, como os he dicho, mi obsesión por los elementos que ralentizan el tiempo me condujo a la escritura. Sí, también he escrito libros, de fitness y de yoga, donde expongo mis descubrimientos en mi lucha contra el deterioro. Tengo uno en marcha sobre la teoría de la privación del sexo y su relación con los fluidos de la longevidad, pero quiero perfilar el estudio con los datos comparativos que estoy recogiendo de mi propia experiencia y de Charlitos. El paso del tiempo es un tema trascendental. Cuando aparezca el libro, no me podrán llamar superficial esos intelectualillos y periodistas que me consideran una calabaza hueca. Y aunque pienso centrar mi filosofía en lo físico, verán estos tipos  cómo se puede hablar de lo carnal siendo mucho más profunda que la mayoría de ellos. El yoga me ha dado la tranquilidad, el sosiego y la altura de miras necesarios para abordar este nuevo libro, porque no me pienso morir antes de los 100, eso tenedlo claro. Y basta ya de compararme con la Loren. Ella nunca ha hecho otra cosa que ser famosa por su cine. Yo me he cultivado como persona en tantas facetas profesionales que puedo equipararme a una mujer del Renacimiento, un Leonardo Da Vinci resucitado. Mi estilista, Ron Sedelsky, ya me lo decía, “tú, Raquel, tienes un tacto especial con todo lo que tiene que ver con la belleza. Debes cultivar todos los ámbitos que la rodean”. Y así lo he hecho: experimento con mi propio cuerpo para expandir mis teorías y descubrimientos por el mundo, para que todas tengáis posibilidad de cuidaros y llegar a ciertas edades con la misma dignidad que yo. Lástima no haber descubierto antes la biología. Me habría gustado profundizar en el campo de los procesos evolutivos del cuerpo humano para acompañar a esos científicos que ahora mismo están buscando claves de la piedra filosofal en nuestro ADN: la fórmula de la juventud eterna.
Muchas veces pienso también en el azar. Me viene a la cabeza el vahído que sufrí en Málaga, en los sesenta, por poco no me ahogo en un río cuyo nombre ni siquiera conocía. Me habría convertido en un mito sexual, como Marylin, pero no habría gozado de la experiencia de estos casi ochenta años tan fructíferos. También pude morir de hipotermia en el rodaje de la película prehistórica, corriendo en biquini por la islas, en pleno invierno. El destino, el tiempo, el azar… tantas cosas me rondan ahora la cabeza que no sé por dónde empezar a escribir el segundo capítulo. Tendré que echar mano de mis asesores para que reconduzcan este cerebrito que no para de engendrar nuevas ideas y nuevos temas para enderezar a mis lectores. 
Charlitos no lee. Me lo ha dicho una y cien veces, no le gustan las historias escritas, prefiere lo oral, y no me entendáis mal. Es un hombre chapado a la antigua, como Sócrates, así me lo intentó explicar quien le escribe los discursos: “A Charlitos le encanta que le cuenten fábulas, chistes, chascarrillos, pero no le hables de leer. Lo odia. Como Sócrates, que aborrecía la letra escrita porque, según decía, con ella abandonaríamos a su suerte a la memoria”. Cuando Charlitos debía leer un discurso, se lo llevaban los demonios, se ponía hecho una fiera. Decía que para qué servía ser rey si no podía hacer y decir lo que quisiera. Me ha prometido escucharme cuando le lleve mi último libro, pero ha insistido en que no me empeñe en hacérselo leer. Ni siquiera por mí haría este sacrificio. A él le gusta pellizcarme el culo y babear mirándome los pechos, aún lo hace. Es un hombre primitivo, como lo son casi todos los que pertenecen a la realeza, más próximos a nuestros ancestros cavernícolas que cualquiera de nosotros. Sí, han sabido ocultar con ceremonias y protocolos ese gen paleolítico, pero cuando están ante la carne -ya sea animal o femenina- se lanzan sobre ella como lo haría un verdadero neandertal. 
Cómo han aprovechado estas propiedades de lo primitivo quienes se dedican al mundo de las paleodietas. En la última promoción de mis cosméticos por España conocí a un niñato en el palacio de Charlitos. Se dedica a cuidar la dieta y la forma física de su nuera con ese nuevo método de volver a lo primitivo en la alimentación y el ejercicio. Ya le he avisado a Charlitos de que ese tipo no es trigo limpio. Demasiado pulido, demasiado engolado, demasiado guapo para andar por las casas de las mujeres principales vestido con una piel de oveja. Charlitos ya no me rige, se ríe y dice que ella -Letizia- también tiene derecho a disfrutar y vuelve a pellizcarme las nalgas. El dietista se deshizo en elogios hacia mí cuando le dijeron quién era. Según él, mi película, Hace un millón de años fue la fuente de inspiración de su negocio. Ya no trago por ahí. Muchos, a través de la adulación han intentado atraparme en sus redes, pero una tiene casi ochenta años y no, con zalamerías no me van a camelar. Estaba empeñado en ser embajador en España de mis productos cosméticos, pero no, no me puedo fiar de un tío con esa pelambre y con esa mirada libidinosa que parece decirte constantemente, “ven aquí, túmbate, voy a untarte con manteca, a lamerte entera, a morderte, a comerte, a penetrarte hasta que el calor te cocine en tu propios jugos”. No, no le dije nada a Letizia directamente porque no tengo mucho trato con ella, pero sí a Charlitos. Ese tipo es muy peligroso. A mí, con mi edad, supo camelarme en el poco tiempo que estuvimos hablando. Seguro que tiene más pretensiones personales que profesionales, se le ve a la legua. Es normal que se enciendan ante quien ha sido un mito sexual como yo; con más razón si te dedicas a recrear el mundo cavernícola, de quien yo soy una musa señera. Pero tras su mirada de adoración absoluta, se esconde algo morboso. Tengo un séptimo sentido que me avisa de esos hombres lascivos e interesados que solo pretenden absorbernos para que estemos a su exclusivo servicio. He hecho papeles de puta, he personificado a la propia lujuria, me he transformado en un travesti… He conquistado a mosqueteros, a un hombre que vende su alma al diablo, a un artista loco, a un cavernícola… Son demasiados registros para no caer en la cuenta de lo que pretende ese tal Toño. Así se lo confesé a Charlitos, pero él solo lleva en la cabeza al hombre que lanzaron por la borda. Dice que no se arrepiente de otra cosa en la vida, que lo debería haber denunciado en comisaría o en el mismo barco. Mi exreyecito chochea y mucho. Cómo es posible que, con lo que ha vivido este hombre, con la cantidad de enredos en los que ha sido testigo y protagonista, solo le ronde por la cabeza esta tontería: un hombre arrojado al mar. Le pregunté si había bebido, si había esnifado, si había tomado pastillas, las tres respuestas fueron afirmativas. Entonces, ¿cómo puede asegurar que no era un bañista o una alucinación de su mente corrupta?, porque en su cerebro solo queda el instinto animal del apareamiento, solo ese, el resto de las conexiones está ya inservible. Cuando nos vemos, no para de pellizcarme el culo una y otra vez, a la vista de todo el mundo. No es que antes fuera muy mirado ni que le importara demasiado lo que pensaran los demás, pero ahora su comportamiento es puramente reflejo. Se ceba con mi carne como el mono que se aparea con la hembra una y otra vez encima de una rama a la vista de toda la manada porque se lo pide el instinto. Así es la realeza, lo he comprobado en mis últimas visitas a Madrid. Por eso el hijo lo quiere lejos de allí, por eso y porque ha dejado un rastro de inconveniencias muy molestas y muy suculentas para la prensa. Pobre Charlitos, en la que se va a ver. Por suerte, ya no se entera de mucho. 
Cuando hice de Lujuria en una comedia inglesa de los sesenta, yo también tuve una crisis de conciencia. Solo aparecí en la película cuatro o cinco minutos, pero ser la Lujuria y al servicio del mismo Diablo, en aquellos años, cuando yo tenía veintipocos, me resultó muy angustioso. Creeréis que miento o que exagero, no. Como casi siempre, yo solo aparecía en biquini o en ropa interior, ese no era un problema. Pero representaba a la misma Lujuria y personificaba el mal. ¿Por qué la belleza física era siempre el medio para representar un pecado capital, por qué? Lo consulté con el padre presbiteriano que por entonces me aconsejaba y no me aclaró nada. ¿Por qué la perfección del cuerpo y provocar deseo sexual había estado siempre penado por la iglesia y por la sociedad? ¿Por qué era la lujuria un pecado? Parecen preguntas superficiales, pero no lo son en absoluto. A mí me causaron muchos dolores de cabeza. Cuando en los noventa descubrí que recortar en sexo redundaba en una vida más larga, lo intenté relacionar con el pecado que siempre se ha atribuido al cuerpo desnudo de la mujer, pero tampoco lo veía claro. Una cosa es la investigación científica que me ha conducido a este descubrimiento y otra la satanización que las sociedades han mantenido casi siempre contra el cuerpo bello de la hembra. Lo primero es fisiología, lo segundo falsa moral. Así que la relación es meramente fortuita. Yo me sentí culpable de haber representado a la Lujuria después de ver la película, con veintiséis años; ahora, desde luego, no. A Charlitos le pasa lo contrario, se siente culpable con más de ochenta años por asuntos que de joven ni siquiera le habrían rozado la piel. Es como si mi madurez y la suya hubieran trazado caminos inversos. 
En la pantalla empecé como mujer del tiempo en una televisión de San Diego, Charlitos comenzó a ser rey de un país sin comerlo ni beberlo. Esa es la diferencia: yo me he fabricado mi futuro con el cuidado exhaustivo de mi carne y él nunca tuvo que hacer nada para elevarse al cargo más alto. El origen y el camino marcan los rastros de la edad, además del sexo. En esto está de acuerdo conmigo ese dietista de la nuera del rey. Toño es uno de esos trepas que, como yo, surgieron del frío, del suburbio, de los barrios más pobres de Madrid, y, gracias a su esfuerzo -según él- está tocando el cielo. Quiere compararse conmigo, pero no, no me va a embaucar. Yo procedo de una familia bien, mi padre era ingeniero y las cumbres de mi carrera no tienen nada que ver con ese supuesto “cielo” que él dice haber alcanzado. A él solo lo adoran cuatro pijitas de Madrid, yo tuve el mundo entero a mis pies. A mi edad aún me reconocen por la calle, me piden autógrafos, me dicen que estuvieron y aún están enamorados de mí. Yo soy una mujer del Renacimiento que siempre ha despertado deseo; él, un nuevo rico que ha digerido mal los cuatro euros que les ha robado a sus ilusas clientas. 
No quiero hablar más de esta gente. Mi clase está muy por encima de estos tipejos. No sé siquiera por qué lo he mencionado. Mis preocupaciones ahora son mucho más elevadas: la belleza y el tiempo. Estoy ya muy alejada de aquella chica de veintitantos que, luciendo el primer biquini de la humanidad, balbuceaba, “Me, Loana… You, Tumak”. Ahora soy capaz de escribir libros enteros -con un poco de ayuda, es cierto-, libros que se venden como vídeo juegos. Y en el próximo me adentraré en temas filosóficos, trascendentales, muy lejos de la superficialidad que me achacaban los críticos. Sí, he sido una tía cañón, lo digo con mucho orgullo, y los clásicos defienden la teoría que he esbozado y que desarrollaré en mi nuevo libro. El mismo Platón me defiende, no Madonna, ni Lady Gaga, ni Marylin, no, Platón. Esto es lo que dijo, leedlo y reflexionad, porque es lo que yo he defendido siempre: “La belleza, Fedón, nótalo bien, solo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu.” Platón está hablando de mí, de “El Cuerpo”. Sí, no es soberbia, está hablando de mí. Yo era la belleza personificada, la perfección perceptible y, por tanto, quien me adoraba estaba encaminado hacia la vida espiritual, hacia el engrandecimiento de su humanidad tras el hallazgo carnal de una pieza divina. Los hombres que se masturbaban pensando en mi cuerpo accedían al mundo de las ideas de una manera directa, porque mi cuerpo, la belleza perceptible, los elevaba a través de la imaginación hasta el clímax espiritual. Que a algunos como a Charlitos no les haya aprovechado esta escalada espiritual no es una prueba de que no sea verdad, sino de que no funciona en ámbitos aristocráticos. Yo soy “El Cuerpo” y la “Sangre”, comed y bebed todos de él. 


miércoles, 22 de febrero de 2023

Nápoles IV: "Aquí no servimos Coca-Cola"


 

Las grandes ciudades necesitan reposo para ser saboreadas. El cuarto día en Nápoles lo disfrutamos más que los anteriores porque uno se amolda a los usos del lugar, por muy estrambóticos que sean. 

De mañana subimos en un autobús urbano que nos lleva a las catacumbas donde está enterrado san Genaro, patrono insigne de la ciudad y del Sintrom. Sepulcros paleocristianos (¡qué repelús!) con frescos del Pantócrator y de una niña muy decente. Si leyera esta descripción el seminarista que nos sirve de guía se revolvería en su cilicio. Hasta que el cuerpo de Maradona no repose junto al de san Genaro, estas catacumbas no serán serias, por mucho que el seminarista se empeñe, así te lo digo. De hecho, cuando nos asomamos a la tumba del patrón de la ciudad, el vuelo de dos palomas roza nuestras cabezas. El espíritu del Pibe se enciende, como el látigo de siete puntas del guía. Diego le dio mucho más a la ciudad que cualquier santo de medio pelo. 

Seguimos ascendiendo (esta vez a pie) hasta el palacio de Capodimonte. Nos jugamos la vida al cruzar los pasos de cebra desvaídos, pero vale mucho la pena. Disfrutamos de una colección de pintura renacentista deliciosa: Rafael, Miguel Ángel, el Greco, Tiziano, el Españoleto... y como colofón, la música, la más profunda y estremecedora de las artes. El maestro Ruggiero toca el piano y nos explica las conexiones entre la técnica musical y la pictórica. Bach, Chopin, Scriabin, Scarlatti... La música es superior a todas las artes, sin duda alguna. Otra vez a punto de llorar de emoción, a causa de ese "no sé qué que queda balbuciendo". 

Bajamos de nuevo en autobús urbano y, como siempre, charlamos con la gente en la parada, en el interior y hasta en las escaleras de bajada. El 90 % de los napolitanos ha estado en España o eso nos confiesan ellos. Es una estadística fidedigna, elaborada a partir de los mil cien vecinos de la ciudad que nos han abordado en cuanto descubren que somos españoles. Hasta los "kikos" napolitanos son afables. Un señor más viejo que yo nos habla de su viaje a Madrid para visitar a Kiko Argüello, porque él se define como neocatecúmeno y casado con una mujer tailandesa que ronda los veinticinco. Va cargado de bolsas, no quiero pensar lo que lleva en ellas, ¿imágenes de Juan Pablo II tocando la guitarra, fotos de niñas o un cuerpo desmembrado? No sé, todo es posible.

De nuevo nos sumergimos en el Helesponto, en las callejuelas de lápidas irregulares, grafitis y palacios descomunales. Y conseguimos comprender por qué Lope de Vega llamaba a esta ciudad "la más honrada de toda Europa", sí, ricos míos, sí. Me había olvidado el día anterior mi macuto con dinero y pertenencias personales. Al día siguiente allí está. No falta un euro, ni siquiera las tiritas de los pies, que son carísimas. Comemos en una trattoria acogedora, rica en pasta y dulces de allende los cielos. También hay una camarera operada y también tan solícita como todas las que hemos encontrado. La tarde se presenta intensa. Visitamos una iglesia donde hay un Caravaggio maravilloso. Era el pintor preferido de Eva, lo miro con sus ojos y leo el análisis de cada una de sus partes como si la oyera a ella explicármelo, despaciosa, amorosa, maestra, ¡ay! El cuadro es "Siete obras de Misericordia". Emocionante. 

La tarde se presta al bullicio y al escándalo. Es sábado, los adolescentes truenan sobre los adoquines, las basuras se estremecen ante el ímpetu del gentío y en el barrio de los Españoles se abre un pequeño bar donde no sirven Coca-Cola, así nos avisa el dueño. No es que se les haya acabado, no, es mejor, no la sirven por principios. Maravilloso. Un bar sin ese líquido repugnante. Un guitarrista y una cantante endulzan el ambiente. Se derraman todas las contradicciones de la ciudad en esta pequeña taberna. Salimos a la puerta porque hay estruendo de trompetas. Un niño y una niña portan los estandartes de los santos del lugar. Van descalzos, sortean con mucha dificultad el cableado que cruza los balcones. Es una escena patética. Mientras tanto, en el interior del local, la música de nuevo va a elevarnos a los cielos de san Genaro o Maradona, se puede elegir. Patricia les pide "Senza fine" de Gino Paoli. Ellos se esmeran por aprender los acordes y por sacar la letra. La solicitud de esta gente es encomiable. Y suena a gloria, a crema de pistachos, a añoranza delicada. Estos son los contrastes de Nápoles, lo sublime junto a lo patético, "Senza fine" frente a la monserga de la procesión. Poco antes, en la plaza de la catedral, las familias celebran el Carnaval disfrazando a sus muchachos de Monicello, de Maradona, de vírgenes. Llega un chico de no más de 11 años al mando de un motorino. Lleva de paquete a su hermano de cinco. Se baja el pequeño y el piloto imberbe sale disparado a navegar en el proceloso mar de las callejas de Nápoles. A esquivar los coches y a colarse por huecos inverosímiles hay que aprender desde niños. El confeti y las bolsas de basura se mezclan entre la algarabía de los bailes de Carnaval. La vida en su más intenso formato. 

Buscamos en el mismo barrio de los Españoles (nos hemos aficionado a él) un sitio donde cenar y encontramos una antigua pizzería con una decoración un tanto sui generis. Junto a los retratos de Maradona, Sofía Loren y Totó, encontramos huecos en las paredes de adobe y piedra que esconden botes de Coca-Cola con pequeños belenes de papel de plata en su interior. A nuestro lado una familia muy interesante. Veo miembros de Gomorra por todos lados, pero estos tienen todos los números de ser mafiosos fetén, de los de las series de televisión. Tres hombres de la misma familia, tres generaciones: un hombre maduro, un joven y un muchacho de unos doce años. Los tres con gafas oscuras plateadas, gorditos, morenos. Comen pasta, como todos allí, pero al terminar no pagan y los dueños salen a despedirlos con saludos muy efusivos y serviles. También podrían ser sus caseros o sus banqueros, en asuntos de mafia estos son más expertos que cualquier vecino de Gomorra.  

Viajar a Nápoles es como participar en una gran borrachera. Sabes que te expones a muchos peligros físicos, pero ¿a quién no le atraen los placeres sensuales que Baco ofrece? A nadie, por muy mojigato que sea. 

martes, 21 de febrero de 2023

Nápoles III: "Margarita y un napolitano aragonés"


 

¿Qué ofrece más peligro en Nápoles, la camorra o los motorinos de reparto? No lo dudéis, los motorinos. He visto algunos que se lanzan de frente por el carril contrario y cuando están a punto de impactar con el coche que va hacia ellos, lo esquivan balanceando la moto a uno y otro lado. No me extraña que haya imágenes de pilotos en los escaparates y que compitan en popularidad con Maradona. Una vez que te acostumbras al peligro, es un entretenimiento ver cómo son capaces de pasar entre un camión de cerveza y un todoterreno por un hueco imposible a velocidad de escándalo.

De los muchos entretenimientos que nos brinda Nápoles, uno importante es el del teatro. Por aquí cerca nació la Comedia del Arte y eso se palpa en el ambiente. Aquí todo el mundo improvisa; los pilotos de motorinos, los de coches, los camareros, los caseros, los pescaderos, los militares (están por todas partes) y, como no, las ratas y los traficantes. La máscara de Polichinela también compite con los pilotos de motos y con Maradona en toda tienda que se precie. Se aproxima el Carnaval y en Nápoles se celebra por todo lo alto. Los vendedores ambulantes ofrecen pequeños cuernos rojos (cornicello) con los que remediar la falta de dinero, contra el mal de ojo y también para paliar la impotencia sexual. 

Paseamos por las callejuelas del barrio de los Españoles. Están atestadas de gente y de puestos de mercado. Las cigalas y el rape se mezclan con las tripas de vaca, quesos pantagruélicos, bragas de segunda mano, dulces árabes y pizzas de todos los tamaños. Es una algarabía, un zoco oriental. Callejuelas del barrio de los Españoles, poco recomendadas en las guías, llenas de basura, comida, gritos y vida, mucha vida. Que estamos en este barrio nos lo certifica uno de los vendedores: al identificarnos, nos llama emocionado, "¡españoles!, los napolitanos también somos españoles, mira, mira -se señala un escudo en la manga-, el escudo real de Aragón, ¡viva el rey!". No sabemos a cuál se refiere, si a Carlos III, al emérito o al vigente. Es un placer comprobar que hay ciudades europeas que todavía conservan su sabor, sus olores, a pesar de todos los inconvenientes. La gente es amable, dicharachera, dispuesta a dirigirse a ti sin ninguna traba social. 

En el puerto el aspecto de la ciudad cambia. Las fachadas de los hoteles caros sí las han remozado, deslumbran, después de ver la cochambre del barrio del que venimos. Y ya parece que nos falta algo. Es cierto que disfrutamos de una taberna al sol, con vistas espectaculares al Vesubio y a la Bahía, pero echamos de menos el bullicio. Lo compensamos en parte con una pasta fresca sabrosísima. Por la tarde nos espera, por fin, el "funiculí-funículá". Baja y sube de la Vía Toledo a lo más alto de la ciudad, hasta un castillo fortaleza, San Elmo, tan sólido como anodino. Las vistas, eso sí, son envidiables. Nápoles ha dado poca opción a la naturaleza. Otra vez el Vesubio amenaza con su copa recortada, allá, al fondo, donde se pierden las luces de la ciudad. 

Hay mono de callejuela y optamos por volver en taxi. Enseguida la jauría del tráfico napolitano nos envuelve en un periplo de navegantes. El taxista, muy juicioso, nos explica su técnica para no volverse loco: "Hay que tener ojos en todos lados y olvidarse de los semáforos. Los más peligrosos, los inconscientes son los repartidores en moto. Me esperan mi mujer y mi hija (habla como si su salida diaria fuera una travesía por el océano) y juega el Nápoles contra el Sasiolo".  Justo en ese momento se nos abalanza un jinete del diablo, parece que se va a comer el coche, pero no, gira inverosímilmente hacia un espacio que no existe. 

Otra vez en el laberinto, de noche, cada vez más gente bulle entre los adoquines, las losas, los palacios y los grafitis. Hemos vuelto a la ubre materna, al lugar de la vida, al infierno. En el restaurante jugamos a adivinar cuál es la camarera operada, porque sí, en todos los sitios de comidas donde hemos parado había una chica con retoques un tanto extravagantes. Y sí, la encontramos también. De todas formas, siguen siendo cercanas y afables, con y sin retoques. 

Los días son tan intensos como el viaje de Dante, a quien volvemos todas las noches y le rendimos pleitesía. Margarita, la rata, también lo hace.    

viernes, 17 de febrero de 2023

Nápoles II: "Pompeya, Sorrento y los contrastes de Nápoles"

 


¿Quién, cuando ha viajado y ha llegado de noche a un lugar desconocido, no ha tenido la sensación de desasosiego, de intranquilidad, de desorientación? Yo creo que nadie, salvo algún iluminado, se siente seguro ante un paisaje nocturno totalmente nuevo. Lo curioso es que cuando amanece en Nápoles y bajamos a la calle, la sensación sigue siendo la misma que por la noche. Nuestra acomodada posición de burgueses hace que nos acongoje esta ciudad caótica, sin control, de tráfico desmesurado, anárquica, insegura. La sensación es similar a la que producen las películas de Haneke. La basura sigue desparramada por las calles; los adoquines, dispuestos en marejada, cimbrean los autos que navegan sin concierto en un mar descabalado; Dante sigue allí, en lo alto del pedestal, como un guardia urbano al que nadie atiende. En unos soportales se alinean mantas y cartones de indigentes, mientras unos hombres con chalecos reflectantes y mangueras intentan echarles a golpe de agua. El pescado se expone en plena calle, sin miedo de que salten al proceloso mar que los rodea. Cruzar la calle es un ejercicio de riesgo extremo, aquí querría yo ver a los que se lanzan con parapente o alardean de tirarse por un puente atados a una goma. 

El caos llega también a las plataformas digitales con las que tenemos que sacar los billetes de tren para ir a Pompeya. Tras varias tentativas conseguimos entrar en uno. Como todo por aquí, atestado de gente. De entre los rostros que pueblan el vagón, destaca el de una muchacha de pelo negrísimo y ojos de un verde eléctrico. Un rostro italiano, displicente, desafiante, de una belleza sobrecogedora. Su ademán de diosa clásica me atemoriza. Está de pie, con el brazo levantado, agarrada a la barra horizontal no para evitar la caída, sino para imponer su dominio. Quiero creer que esto es Nápoles, Italia: dentro de un tren sucio, destartalado, pintarrajeado, a punto de descarrilar, se esconde la más alta expresión de lo estético. 

Llegamos a Pompeya, qué os voy a contar de este lugar, nada, porque no os voy a decir nada nuevo. Esto, mejor lo consultáis en algún manual de historia o de viajes. A nosotros nos ilustra un historiador entusiasmado y eso le da un interés suplementario a los falos, a los lupanares, a las calzadas, a los mosaicos, a las mansiones, a los cadáveres detenidos en el tiempo, a los grafitis, a las barras de bar romanas, al abrumador encanto de una arqueología viva. 

Contemplamos la tarde en Sorrento, lugar de veraneo, tan diferente a Nápoles que aquí se puede uno dar el lujo de dejar la bicicleta en la calle sin candado. Avenidas limpias, de comercios asépticos, hoteles de lujo, paraíso burgués en el que no nos importaría recalar un día más, aunque, en el fondo, echamos de menos ya el caos de Nápoles, hasta a sus ratas extrañamos. Están una a cada lado de la bahía, sin embargo parece que se trate de países diferentes. Como si hubiéramos visitado Saint Tropez y Calcuta en 24 horas. 

De regreso en Nápoles nos espera un paseo nocturno por el casco viejo y una pizza de crema de pistacho. Esta ciudad sobrecoge, desarma. Solo llevamos aquí día y medio, pero algo distinto a cualquier ciudad que yo haya visitado se propone aquí. Un cartón con la imagen de Maradona a tamaño natural junto a una torre romana con columnas plagadas de grafiti es una buena muestra de los contrastes que nos asaltan en cada vuelta de esquina. La majestuosidad de sus edificios, sólidos y enormes, bellos, está arañada, rasgada por una decadencia que hubiera encantado a Valle-Inclán y a los poetas modernistas. Futbolistas y libros, motorinos y basílicas, ratas y pizzas, miedo y entusiasmo... Todo en un sorbo, como un tonificante y agresivo trago de grappa dorada.  

Nápoles I: "Virgilio, Dante y unas vecinas nos dan la bienvenida"



Volar con Iberia es como volar con cualquier otra compañía, un coñazo. Solo te queda el consuelo que el lugar adonde nos dirigimos nos emocione, nos sorprenda, nos ofrezca los placeres propios que busca el viajero. De Nápoles tengo tantas referencias cinematográficas y literarias que me parece que voy a un lugar conocido: Sofía Loren, Maradona, La mano de Dios, Gambardella, Cervantes, Mateo Alemán, Lope, Elena Ferrante, todos los cantantes italianos antiguos, "Funiculi-funicula, la ra la la la"... Los lugares desconocidos, antes de ser visitados, ya están medio construidos, solo queda por saber cómo cambiarán cuando pisemos los adoquines (porque yo imagino Nápoles con adoquines), cuando visitemos sus bares, sus trattorías, sus callejuelas, sus monumentos, sus gentes (chillando, siempre chillando), sus catacumbas, sus tripas. 

Italia siempre me ha deslumbrado. El sur, el norte, Roma, siempre Roma. A pesar de que la edad corroe los resortes de la sorpresa y la curiosidad, del viaje se espera siempre un engrasado de esos engranajes, atascados por el inmisericorde paso de los años. 

En el avión se aprecian ya los dejes de un italiano rudo, explosivo. Me gusta este idioma, me gustan Mina, Battiato, Ornella Vanoni, Gino Paoli y algunos más que no me voy a detener en recordar. Viajar a Italia es, siempre, expectativa de belleza. 

Leo El caballero de Illescas de Lope de Vega. Sorpresivamente aparece Nápoles en boca de uno de los personajes: 

CAMILO.- ¿Tan bien os ha parecido Nápoles?

JUAN TOMÁS.- Vengo admirado / de haber visto el más honrado / lugar que Europa ha tenido...

Con la última palabra que habría relacionado a Nápoles, habría sido con "honrado".

La llegada es apoteósica. Un taxista intrépido y mal afeitado nos recoge en el aeropuerto. Le gusta charlar, manejar el móvil y saltarse los cedas todo al mismo tiempo. Y lo mejor es que lo hace con total naturalidad. La ciudad, de noche, es intrigante. El taxista nos lleva hasta una corrala destartalada, un Circo Máximo desvencijado, ropa tendida y fachadas desconchadas. Según él ahí está nuestro alojamiento, pero no, en un giro satisfactorio de los acontecimientos, comprobamos aliviados que ninguna de esas fincas a punto de caer es la nuestra. No acertamos y se nos vienen encima los primeros versos de la Divina Comedia: "...en una selva oscura me encontraba porque mi ruta había extraviado".  El taxista, como un Virgilio de perra gorda nos señala una puerta verde y nos abandona a nuestra suerte entre los contenedores de basura colmados. Al fin encontramos la puerta, pero no terminan las tribulaciones, el acceso al Infierno no podía ser tan fácil. Después de varios intentos, damos con el código. Entramos en un zaguán y subimos una escalera divina, los escalones no son humanos, la altura indica que por aquí solo deambulan almas del otro mundo, tan tremendas como Bud Spencer o el propio Dante. El casero nos ha preparado un bonito "scape room" de bienvenida. En la puerta señalada un candado con un código (otro) y dentro la llave, "Yo no sé repetir cómo entré en ella pues tan dormido me hallaba en el punto que abandoné la senda verdadera".

Una vez asegurada la cama, salimos demasiado tarde en busca de la cena. Otra vez Dante, esta vez sí físicamente, en forma de estatua, nos recibe, enorme, oscuro, y nos señala el camino para beber las primeras Peroni "por aquí se va a la ciudad divina". De vuelta al apartamento, contemplamos en penumbra la grandeza decadente de la Plaza de Dante. Unos chavales hacen "botelloni" y dos ratas como conejos pasean, abúlicas, entre las desmayadas bolsas de basura, tranquilas, encantadas. A pesar de la noche, de la suciedad, del descuido, del desvencijamiento, de que Virgilio no fuera afeitado ni acertara con la puerta, algo nos dice que este es un lugar acogedor. Una de las ratas se detiene, levanta el hocico y nos da la razón.

miércoles, 8 de febrero de 2023

Situaciones traumáticas

Tres situaciones traumáticas de esta mañana. Bueno, tiene cojones que yo, después de lo vivido, tilde de traumáticas estas cosas. Como mucho debería llamarlas curiosidades o excentricidades, poco más.

Uno. Una madre me escribe un correo para justificar la ausencia de su hija en 2º de bachillerato durante una semana. Es la fiesta de los Quintos y esto, en las pequeñas poblaciones de Cuenca, es un acontecimiento parecido al Mundial de Cátar o a la pasarela Cibeles. Me da un poco de risa, pero recuerdo que la madre, hace unos años, vino al instituto para hablar conmigo y me confesó que fue casi musa de la movida madrileña de los ochenta. Me enseñó fotos con Alaska y con Almodóvar que lo confirmaban. Luego tuvo que regresar al pueblo, no recuerdo por qué circunstancia. Su periplo vale para una película del insigne oscarizado manchego, con flashbak y pasado oscuro incluidos. No me extraña que considere la falta de su hija completamente justificada. Solo unos Quintos son equiparables a una Movida madrileña. 

Dos. Un antiguo alumno de la FP Básica viene a verme en el recreo. A mí me da repeluzno porque creo que quiere volver a matricularse, pero no, me pide ayuda. Lleva un año trabajando y no aguanta más. Sus compañeros se burlan de él, cobra una miseria y tiene un horario de mierda. Yo pienso: justicia poética, pero no, intento eliminar este rencor de mi cabeza. Quiere hacer un ciclo, quiere que le deje libros, quiere salir de esa maldición del trabajo esclavo, como sea, y claro, solo se ha dado cuenta cuando ha catado la vida en crudo, sin aditivos. 

Tres. Es muy difícil hacer correspondencias entre la Blanca Paloma y san Juan de la Cruz. Lo intentamos en primero de bachillerato y casi lo conseguimos. ¿Esto es una situación de aprendizaje como manda la nueva ley, un disparate que se me ocurrió ayer o una excusa para poner música, cantar y casi bailar en clase? No lo sé. Es un misterio, me remito a Shakespeare in love.

Cuatro. Los bares, cafeterías y restaurantes de Albacete siguen estando a rebosar, a pesar de ser febrero y miércoles.

Bueno, ya son cuatro y no tres, además de no ser situaciones traumáticas, ni mucho menos. 

martes, 7 de febrero de 2023

Shakespeare y sus traductores

Leemos fragmentos de Hamlet. Estela (el sepulturero) canta con gracia al sacar de la fosa la calavera de Yorik (con más gracia que tiene la traducción). Mónica (Hamlet) habla como moribundo (y es muy creíble), porque ya ha sonado el timbre del cambio de hora y el monólogo no acaba. El "ser o no ser" de esta versión coja es difícil de trasegar para almas tan efervescentes. De todas formas, los asuntos de fantasmas, amores contrariados que acaban en suicidio, el verbo fácil y la sangre final (sobre todo la sangre) captan la atención de todo tipo de público, ya sea del siglo XVII o del XXI, ya sean viejos varados o adolescentes en desarrollo, pese al traductor y a las hojas mal fotocopiadas. Por qué utilizar palabras como "tórnanse, aléjase, arteros, cholla..." Ya sé, porque la intención última es que hagamos un ejercicio de traducción propia, una versión rural y moderna del drama. Y hacia ella vamos.