domingo, 30 de abril de 2017

"La interdisciplinariedad en aforismos" por Jorge Wagensberg


Cuando un avión rompe la barrera del sonido se observan unas magníficas ondas de choque. Ante un espectáculo así uno no puede dejar de penar: esto tiene que servir para algo más (lo mismo le pasó a Newton con la manzana). Y en efecto, de esta idea surge otra gran idea, nada menos que la de eliminar las dolorosísimas piedras en un riñón sin necesidad de recurrir a la cirugía. Tengo la fantasía de que un piloto de caza se estaba tomando una copa, como todos los viernes, con un amigo urólogo. Mientras el médico se lleva el vaso a los labios, el militar presume describiendo su experiencia. Ha visto con sus propios ojos cómo ciertos materiales se desintegraban sin que ningún otro objeto los tocara siquiera. El whisky con hielo se detiene en un punto a medio camino entre la mesa y sus labios: ¿Puedes repetirme eso? ¿Qué dices que has hecho? ¿Qué dices que has visto? Naturalmente, la aeronáutica de guerra y la formación de piedras en un riñón son dos disciplinas bien distantes y los resultados de una no se pueden secuestrar directamente. Solo las ideas en bruto tienen licencia para sobrevolar la frontera, lo que en ningún modo ocurre con las conclusiones elaboradas. Por ello al médico no se le ocurrió atar a sus pacientes al morro del avión de su amigo. Lo que hizo fue tomar la idea prestada para iniciar con ella una investigación interdisciplinaria. Hoy la litotricia extracorpórea por onda de choque es un tratamiento no invasivo que ahorra riesgos, dolores e incomodidades. También es una prueba de la trascendencia que puede llegar a tener el hábito de tomarse una copa con los amigos de vez en cuando.

1. La realidad no tiene la culpa de los planes de estudios que se acuerdan en escuelas y universidades.
2. Para cambiar de disciplina agítense las ideas, los métodos y los lenguajes.
3. Disciplina: conjunto de ideas, métodos y lenguajes para comprender un pedazo de realidad.
4. Nada hay más interdisciplinario que la propia realidad.
5. El pulpo mimético de Indonesia (Thaumoctopus mimicus) tiene talento interdisciplinario, multidisciplinario, pluridisciplinario y transdisciplinario, lo que le permite, si conviene, hacerse pasar por hasta 15 quince especies distintas.
6. Interdisciplinariedad: práctica en la que ciertos vicios son virtudes: intrusismo, promiscuidad, dispersión…
7. ¿Qué hacer? Comprender (no tenemos nada mejor que hacer). ¿Comprender qué? Comprender la realidad (no tenemos nada más a mano).
8. Las disciplinas se pueden reproducir por simple contacto físico.
9. Las aulas universitarias son disciplinarias, sus cafeterías interdisciplinarias.
10. El límite de la hiperespecialización (saber todo de nada) es tan grotesco como el de la hipergeneralización (saber nada de todo).
11. Comprender cómo se las arregla un pez para nadar requiere nociones de zoología, etología, anatomía, fisiología, evolución, mecánica, hidrostática, hidrodinámica, ingeniería…
12. El especialista ahorra energía a costa de aceptar un riesgo mayor frente a la incertidumbre (el osito koala solo come eucaliptus).
13. El generalista despilfarra energía para enfrentarse a un riesgo menor frente a la incertidumbre (la rata come cualquier cosa).
14. Solo existe un lugar en el que lo interdisciplinario pierde todo interés: en un bosque con más árboles que ramas.
15. El conocimiento interdisciplinario avanza a golpe de concentración y de dispersión.
16. Es tan difícil encontrar humor en un buen poema como no encontrarlo en un buen aforismo.
17. La pureza es una mezcla de referencia.
18. El conocimiento avanza por las costuras de sus disciplinas.
19. El gran interés de la conversación interdisciplinaria se da cuando sus interlocutores no ignoran lo mismo.
20. En 1865 Maxwell integra el magnetismo, la electricidad y la óptica en una sola disciplina: el electromagnetismo; en 1905 Einstein integra la mecánica, la termodinámica y el electromagnetismo; hoy esperamos unificar la física cuántica y la gravitación… o la irrefrenable tenencia politeísta del conocimiento científico.
21. Dedicarse a una sola disciplina es como hablar un único idioma: empequeñece la realidad.
22. La mera existencia de la ética y la estética obliga a que cualquier otra disciplina sea interdisciplinaria. 

Tarados en Alcalá de Henares y la sombra de Cervantes


Tengo la fea costumbre de salir a correr por las mañanas cuando visitamos cualquier ciudad. Lo suelo hacer temprano y casi siempre en días de fiesta, con lo que me recreo con las calles desiertas y el sol de estreno que devuelve el sosiego después de noches de ajetreo y regocijo. Son pocos los ejemplares con los que me encuentro y no suele ser gente que se muestre muy normal, salvo si les acompaña un perro o si proceden de China o de cualquier otro país oriental. Me explico. Las criaturas con las que me topo, cuando el sol es un infante y el empedrado está recién regado, no tienen apariencia de ser convencionales. Hoy mismo, he salido a las nueve y me he dado con un joven que llevaba un periódico viejo en la axila. Hablaba solo. También me han salido al paso un viejo que con una vara señalaba al infinito y una señora con un carro de supermercado en el que llevaba a su gato paralítico. De los señores con perro y de los chinos ni hablamos. No me ha extrañado en absoluto este escaparate de excentricidades. Al contrario, es lo habitual. Probad a salir en cualquier ciudad en un día festivo a esas horas de la mañana.
El atractivo del día me lo proporcionaba la ciudad, Alcalá de Henares, el lugar que vio nacer a Cervantes. No, no es un sitio cualquiera. Aquí los locos tienen su pedigrí. Uno puede identificar a los tarados con personajes del autor de La Galatea. El joven temeroso con el periódico en el brazo que le habla a la facultad de Filosofía es el licenciado Vidriera. No cabe ninguna duda. Sale a la calle solo, cuando nadie lo puede rozar, cuando no hay peligro de que lo quiebren, porque su naturaleza de vidrio corre peligro entre las multitudes y entre el trajín de los autobuses de línea. El viejo que apunta a la luna con su vara es el sabio Frestón, el que hizo desaparecer de la biblioteca de don Quijote todos los libros de caballerías. Y la señora del carrito quién es: Maritornes, no. Ella no llevaría a un perro en el morral. Tampoco Quiteria, la prometida de Camacho y amante de Basilio. Ni la condesa. No había tan buena voluntad en ella. Tengo que volver sobre mis pasos para escrutarla. Ahí está su rostro cuarteado y su esputo de ferroviario. Ya lo tengo, es el cura amigo de don Quijote, vestido de doncella. Sí, de la misma guisa que cuando intentó devolver a su aldea al loco desmigado.
No, no hay ninguna criatura a estas horas que goce de buena salud a no ser que lleve un perro de la traílla o sea chino. Eso es evidente. Tampoco yo estoy muy bien, lo vengo notando desde hace unos años, desde que veo en los rostros de los transeúntes las imágenes de los libros. En fin, paciencia y barajar.  

sábado, 29 de abril de 2017

"Quieren tradición" por Antonio Muñoz Molina


El letrero aparecía en un lugar prominente en cuanto se entraba en la página web del periódico, con esa pulsación de apetencia ansiosa que gusta tanto a los publicitarios: “Quiero tradición”, “Quiero Semana Santa”. Era un anuncio turístico de la Xunta de Galicia, pero cuando esas dos frases aparecían sin previo aviso era también una afirmación de visceralidad muy propia de estos tiempos: por una parte, la visceralidad de los deseos urgentes del consumo; por otra, la del apego a lo propio, a lo originario, y en último extremo a lo religioso, en su versión más exterior y contrarreformista, más enraizada en el predominio de tantos siglos de la Iglesia católica sobre la vida española, a costa siempre del pluralismo político y la soberanía de los poderes públicos.
Cuando yo era joven la palabra “tradición” tenía un sentido negativo para las personas progresistas, porque venía asociada a lo peor de nuestra historia. Tradición significaba dictadura, oscurantismo, conformidad con lo establecido, atraso. Tradición eran los coros y danzas y los tronos de Semana Santa custodiados por la Guardia Civil en uniforme de gala y los quelonios franquistas desfilando lentamente junto a los clérigos en las procesiones. Tradición era el reverso de todo lo que ansiábamos: era el apego a lo peor del pasado, y lo que nosotros queríamos era el porvenir; era el fanatismo de lo autóctono, cuando nosotros aspirábamos a que nuestro país se abriera al mundo y abrazara las libertades que eran comunes más allá de nuestra frontera; tradición era borrar la historia real y sustituirla por fábulas patrioteras de conquistas gloriosas y resistencia al enemigo exterior; tradición era identificar lo español con lo católico.
Queríamos, y algunos de nosotros lo queremos aún, romper con aquellas tradiciones escleróticas para adherirnos a la gran tradición ilustrada de la libertad de expresión, el pensamiento crítico, el debate abierto y libre, el gobierno de las mayorías, el imperio de la ley, el respeto y la protección a las minorías y a los derechos individuales. El laicismo y la educación pública estaban arraigados desde hacía al menos un siglo en otros lugares del mundo, pero para nosotros, en los años setenta del siglo pasado, eran reclamaciones urgentes, sueños que parecían más prácticos precisamente porque se correspondían con lo habitual en otros países.
Hace 40 años justos, en el gran clamor festivo de las primeras elecciones libres, todo esto parecía accesible. Ahora comprobamos, no sin desolación, que en gran parte seguimos en las mismas, con la diferencia de que ya no hay ninguna fuerza política ni medio de comunicación que reivindique abiertamente los ideales ilustrados y laicos, y de que defenderlos a cuerpo limpio se ha vuelto más difícil y más arriesgado que en cualquier otro momento de las últimas décadas.
Viajo por Andalucía y una lectora veterana me recuerda artículos que yo publicaba en la edición regional de este periódico hace más de 20 años, cuando la dirigía Soledad Gallego-Díaz. En esa época los socialistas llevaban gobernando en España y en Andalucía más de 10 años (en Andalucía eso no ha cambiado). Yo solía escribir aquellas columnas en un estado de estupor que con frecuencia se convertía en abierta indignación. Me causaba estupor y me provocaba cada vez más indignación que las tradiciones más decrépitas del folclorismo y el oscurantismo, en vez de disiparse poco a poco, cobraran más fuerza que nunca convertidas ahora en rasgos obligatorios de una identidad andaluza inventada a toda prisa, e impuesta por la televisión oficial con un gasto de dinero público que se escatimaba para tareas de verdad necesarias, como la dignidad de la enseñanza pública. Me parecía inaceptable que por beatería, conformismo o cinismo electoral las autoridades democráticas desfilaran en las procesiones de Semana Santa con la misma reverencia con que lo habían hecho los mandamases franquistas. Mi lectora se acuerda de un artículo que publiqué en 1996, Andalucía obligatoria. Lo escribí al enterarme de que entre los cursos de capacitación del profesorado que programaba la Consejería de Educación de la Junta había uno consagrado al “espíritu rociero”. Nunca he escrito nada que provocara reacciones más agresivas. Eran tiempos anteriores a las redes sociales, pero ya abundaban las unanimidades ultrajadas: el periódico publicó una carta furiosa firmada contra mí por sesenta y tantos usuarios de los cursos de espíritu rociero, entre ellos un obispo.
Han pasado 21 años desde entonces. Hay cosas que uno escribe y que aspira a que puedan durar, en la medida incierta en que duran las cosas humanas. Hay otras que preferiría que se quedaran obsoletas, que sirvieran si acaso para atestiguar rebeldías que lograron sus objetivos, causas dignas que ya no es preciso seguir defendiendo. Viajando por Andalucía y escuchando a personas razonables que me dicen en privado lo que ya no se atreven a decir en público y ni siquiera en voz muy alta, me doy cuenta de que lo más triste de todo no es que un artículo escrito hace más de 20 años siga teniendo actualidad: es que las cosas, en Andalucía y en cualquier otro sitio de España, probablemente han ido a peor. Lo que hace 20 años fueron unas cuantas cartas al director y algunos anónimos enviados por correo sería ahora un acoso asfixiante en las redes sociales. En 40 años de democracia no ha arraigado ninguna de las tradiciones democráticas que hubieran debido sembrarse desde del principio. Para lo que ha servido el paso del tiempo ha sido para fortalecer prejuicios, no para suavizarlos o borrarlos. En vez del pensamiento crítico, que por naturaleza es individual y tiende a la disidencia, se han fomentado las adhesiones irracionales a lo unánime. Cuanta menos historia se enseña y mayor es la ignorancia del pasado inmediato, más fuerza tienen los orgullos identitarios: cuanto más sagrada es una tradición, más innecesario y hasta peligroso se vuelve el conocimiento verdadero. Sociedades clientelares y estancadas que necesitarían el flujo vivificador de la crítica y el debate abierto se sumen en una conformidad paralizadora, muy adecuada para el mantenimiento de privilegios sociales y hegemonías políticas, en un miedo al arcaico “qué dirán” que es tan dañino para la conciencia como para el despliegue provechoso de las capacidades y las iniciativas que favorecen la prosperidad. No callar es más arriesgado ahora que en 1996, pero es igual de necesario; aunque uno sospeche que, visto lo visto, también es superfluo.


sábado, 22 de abril de 2017

"Barroco blanco" por Marcos Ordóñez


Quevedo, hombre de extremos, contradictorio, gran desconocido. Misógino y adorador de la mujer, místico y tabernario, antisemita que denuncia la esclavitud de los negros, en uno de los muchos textos que destellan en estos Sueños, tapiz pasionalmente tramado por Gerardo Vera y José Luis Collado en la Comedia, a partir de los cinco discursos furiosos y caóticos que el joven poeta dirige contra los “abusos, vicios y engaños, en todos los oficios y estados” de un Siglo de Oro con pies de barro, en un clima patrio de decadencia y hundimiento moral. Vera y Collado se han enfrentado a todo un reto: ceñir la esencia de un personaje inabarcable y acercarnos a un lenguaje tan alto como arduo sin apoyarse en una trama dramática, sino pintando una suerte de retrato expresionista, con tonos cambiantes y continuos saltos temporales. Tiene la función una ambiciosa voluntad de espectáculo total, músicas espléndidamente seleccionadas (Bach, Monteverdi, Béla Bartók, Jed Kurzel, cantos árabes), sugerentes audiovisuales de Álvaro Luna, luz helada y ardiente de Gómez-Cornejo y un espacio abierto, concebido por Vera y Alejandro Andújar, que recrea un infierno blanco (“el hombre no puede luchar contra lo blanco, que hace posible todo cuanto pueda soñarse”) con ecos de balneario a lo Sorrentino, de quien hay incluso un guiño literal a La juventud.
El viejo Quevedo (Juan Echanove) amanece en un hospital con la cabeza que va y viene entre los recuerdos de su caída, el paraíso de su juventud napolitana y el cercano más allá, todo revuelto y bullente. Echanove está enorme: lo más intenso y conmovedor que le he visto desde Cómo canta una ciudad (Lorca/Pasqual) y Plataforma (Houellebecq/Bieito). Notable trabajo físico (ese cuerpo corroído por la sífilis, con los pies destrozados), poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón, alucinado y doliente. Te lleva de la nariz a donde quiere: escucharle alternar los pasajes de los Sueños, que hacen pensar en un recontratatarabuelo de Céline, con los sonetos amorosos o las sátiras censorias es un auténtico regalo. Ferran Vilajosana es un joven galeno que rechaza y a la vez reverencia el ingenio de sus demoledoras chanzas al gremio médico. Lucía Quintana tiene un papel bombón: una enfermera en la que Quevedo cree ver a Aminta, su amor italiano. En su delirio, él quiere que ella recuerde los poemas que le dedicó, y así vuelan juntos recitándose esas joyas, culminadas, como no podía ser menos, con “Cerrar podrá mis ojos”. Y hay un trasluz de Heiner Müller cuando ella le susurra: “Siempre amé tu parte más deforme”. Sugerencias: creo que a Echanove no le hace falta subrayar con tono o gesto (en ciertos momentos) la trascendencia de lo que dice, del mismo modo que Lucía Quintana tiene sobrada belleza física y verbal como para deslizarse (de nuevo: en ciertos momentos) hacia una innecesaria zalamería.
Echanove está enorme: notable trabajo físico, poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón. El infierno blanco y algunos de sus habitantes me evocan el teatro de Nieva: a don Francisco Bis le hubiera gustado esa decadente principessa perfumada con Eau de Guermantes que sirve con sorna Abel Vitón. En pareja clave esperpéntica, Antonia Paso es la portera de las zahúrdas y la Envidia (vestida de amarillo: otro desafío). Óscar de la Fuente, actor de sobrados recursos (ahí está su matizado Cardenal), sirve un Diablo con zumba y poderío. Ya sé que el bicho pide desmesura, pero quizás no haga falta acercarla tanto a la del doctor Frank-N-Furter de The Rocky Horror Picture Show.
Llega luego la Señora Muerte, para que la descomunal Marta Ribera se luzca con una guadañera carnal, vitalísima, que dice textos redondos y soberbiamente colocados: me gustó una barbaridad.
Quevedo va a encontrarse ahí abajo con el espectro de don Pedro Téllez-Girón, duque de Osuna y gran señor de Sicilia, su protector, otro notable trabajo de Markos Marín, que con similar sobriedad borda el perfil de don Enrique de Villena, el Nigromante: con ambos sostiene bellos diálogos sobre el pasado ido y el irremediable declive de la España de los Austrias. Cabe destacar también la cita con el Desengaño, viejo y ciego pero lúcido, a cargo de Eugenio Villota (también muy medido como el fiel Montalbán), o el triple rol de Chema Ruiz: en el infierno será Judas, y el Hombre a secas, desnortado y amargo, y el esclavo negro mencionado al principio. La escena última es una preciosidad. Tras la omnipresencia del blanco llega la oscuridad para tintar indumentaria y lecho del poeta, que muere quijotescamente en brazos de Aminta, y hay que ver y escuchar a Quintana y Echanove despidiéndose con las más bellas frases de los sonetos. Vera y Collado parecen tan fascinados por Quevedo que tal vez han querido meter demasiadas cosas en la bolsa, desbordándola. Algunas podas no le vendrían mal al texto: creo que ya están en ello. El público, puesto en pie, aplaude el talento, el riesgo y la entrega de estos Sueños. Y yo me sumo.


lunes, 17 de abril de 2017

"Sueños" de Quevedo en el Teatro de la Comedia


Disfruté la obra de teatro Sueños protagonizada por Juan Echanove el sábado pasado, y la disfruté hasta las heces. Hacía tiempo que no me embebía una representación como lo hizo este engendro de Gerardo Vera y la verdad es que no esperaba, ni mucho menos, tanto como me ofreció. A veces habría que hacer callar a los críticos o simplemente no leerlos. Lo digo en este caso por Javier Vallejo y su reseña en "El País" acerca de Sueños. Cuando salí del Teatro de la Comedia me pregunté entre otras muchas cosas, ¿qué obra vería este señor?, porque sus impresiones no solo distaban de las mías, sino que algunas de ellas parecían sacadas de las propias obsesiones del crítico o de sus prejuicios, pero no de lo que ocurrió sobre las tablas. Se queja Villarejo de que el vídeo de Álvaro Luna no aporta nada y que se debería haber utilizado la palabra de Quevedo en vez de las imágenes. Al haber leído la crítica antes de ver la obra, esperaba que la representación estuviera plagada de vídeos sin medida y sin concierto. Nada más lejos de la realidad: el vídeo aparece poco y con la única intención (y yo creo que muy acertada) de darle una dimensión mágica a las divagaciones oníricas de Quevedo. La puesta en escena, el vestuario, el clima de irrealidad creado en un espacio casi diáfano consigue introducirnos en los oscuros pensamientos de don Francisco y hace plásticas sus obsesiones. Gerardo Vera no solo consigue embarrarnos en una metafísica angustiosa, sino que además la hace de fácil digestión. Es muy difícil (y en esto es en lo poco que estoy de acuerdo con el crítico) plasmar en la escena un material tan complejo como los Sueños y discursos, y todavía más difícil hacer digerible al público actual la prosa densa y conceptista de Quevedo. Es, de hecho, muy complicado, que una obra de pensamiento se desarrolle en las tablas con ligereza y con el interés del público, que se lo pregunten a Unamuno o a Azorín. Y sin embargo, tras la representación, salí convencido de que sí: se pueden representar los pensamientos, las obsesiones, los sueños, la metafísica y hacerlos atractivos al público sin tener que recurrir a la anécdota. La atmósfera creada por el vestuario, la coreografía, la puesta en escena, EL VÍDEO y, sobre todo, el buen hacer de los actores, en especial Juan Echanove (Quevedo), Óscar de la Fuente (diablo y cardenal), Lucía Quintana (Aminta) y Marta Ribera (Muerte), construyen un complejo edificio de obsesiones en el que el espectador asciende y desciende como si fuera uno más de sus pobladores. Se nos invita a profundizar en la idea de la muerte, del amor, de la fama y a chapotear en reflexiones más mundanas sobre el poder, la corrupción, la Iglesia... Todo extraído de las obras de Quevedo y todo bien engarzado por la pericia de José Luis Collado, cuya versión no solo expone una vertiente importante del poeta barroco, sino que, además, amasa sus ideas con el aliño necesario para que se digieran con ajustada ironía. Sí, quizá falta, como dice el crítico, más Quevedo, pero es imposible, en una obra de dos horas reducir el complejísimo mundo del autor barroco. La versión de Collado es limpia, no abandona a Quevedo en ningún momento y es tan compacta como la puesta en escena. El exceso sentimental del final de la obra se compensa con una construcción tan sólida que ni siquiera ese pero lo es. 
Un consejo: id a ver esta representación, hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto en el teatro y que no accedía a la "catarsis" con tanta facilidad. Hablamos mucho de ella en la clases de literatura, pero es difícil conocerla de veras. Otro consejo: leed a los críticos después de ver la obra o no los leáis, directamente. O sí, leedlos para luego tener el placer de desdecirlos.          

domingo, 9 de abril de 2017

"República" por Manuel Vicent


Este año la República caerá en Viernes Santo. Será un 14 de abril coronado de espinas, azotado por los sayones, paseado entre vírgenes llorosas con el corazón traspasado por siete puñales bajo el sonido de tambores y trompetas de una cohorte de centuriones, guardias civiles y legionarios que llevarán el mosquetón a la funerala. En mitad de la noche alguien lanzará desde un balcón una saeta hacia cualquier Cristo muy llagado que esté doblando la esquina en una peana con muchos faroles y aunque el color morado de algunos hábitos y capirotes de nazarenos será similar al de la bandera republicana, más allá del olor a cera y sebo de los hachones de las tétricas procesiones de Semana Santa seguirán floreciendo las acacias, germinará el trigo, habrá espliego en las montañas y el deshielo creará arroyos entre las breñas soleadas mientras el mar honrará los primeros cuerpos desnudos en las playas del Mediterráneo. La República morirá el Vienes Santo pero muchos esperarán que resucite también al tercer día como lo hacen muchas veces los mejores sueños. Son ya escasos los españoles que vivieron aquella convulsa etapa de nuestra historia. Unos la recuerdan como la puerta que abrió todas las pasiones causantes de la Guerra Civil; para otros será siempre como aquel amor que pudo ser y no fue, el principio de la regeneración, la semilla de la justicia y libertad que no pudo fructificar porque fue aplastada de antemano. De hecho la división de España en dos bandos irreconciliables está instalada todavía en la actitud de amor u odio que se tiene frente a la república. Pero hoy ser republicano consiste, no tanto en luchar por ese régimen, como en elevarlo a una categoría de reserva natural que sirva para purificar la vida pública. Todo consiste en elegir el morado del espliego frente al de los nazarenos encapuchados. 
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"Gastad en los maestros" por Javier Moreno Luzón


Estos días puede verse en Madrid una espléndida exposición dedicada a Manuel Bartolomé Cossío, un intelectual de hace un siglo cuya obra aún nos conmueve. Colaborador de Francisco Giner de los Ríos y heredero suyo al frente de la Institución Libre de Enseñanza, Cossío fue un gran historiador del arte que redescubrió el valor de El Greco y defendió el patrimonio histórico-artístico español. Pero todo su quehacer, desde los viajes de estudios hasta el interés por los museos o las misiones en aldeas perdidas, estuvo marcado por su vocación de educador. A su juicio, la principal tarea de aquel tiempo consistía en sacar a España del atraso, la ignorancia y el dogmatismo; construir un país desarrollado, a la europea, de ciudadanos conscientes y libres.
Para institucionistas como Giner, Cossío y muchos otros, la pieza clave de esa ingente labor se hallaba en el maestro. Nada se adelantaría en el terreno educativo sin un personal preparado y reconocido. En una España rural y analfabeta, donde avanzaban las órdenes religiosas embarcadas en la lucha contra la modernidad, estos liberales superaron sus prejuicios antiestatistas y se comprometieron con Gobiernos dispuestos a impulsar la enseñanza pública. Se empeñaron en mejorar los salarios del magisterio, que pasaron de los municipios al Estado; y también su formación, con escuelas reformadas, centros experimentales donde probar nuevos métodos y becas para conocer los progresos extranjeros. Un esfuerzo notable, aunque insuficiente, que culminó durante la Segunda República.
Hoy vivimos en una sociedad muy distinta, urbana y diversa. El analfabetismo ha desaparecido, los niveles medio y superior se han expandido y los profesores, en general, no reciben ya sueldos de miseria. Sin embargo, las reflexiones de pedagogos como Cossío todavía conservan su vigor. Desde luego, no se sorprenderían al saber que en Finlandia, ese paraíso didáctico de nuestros días, el éxito se fundamenta en la consideración social del profesorado. Y estarían de acuerdo en que la lucha contra la desigualdad que no ceja requiere la presencia de los docentes mejor equipados en los colegios con alumnos de menos recursos. La frustración que aquí producen las constantes reformas educativas se deriva, en buena parte, de la poca participación de los profesores en su diseño y de su consiguiente falta de compromiso con ellas.
Más aún, los recortes presupuestarios de la última década han agravado la situación, con aulas sobrecargadas de estudiantes y escasas de profesores, que además sufren a menudo contratos precarios. Los recursos para la educación estatal, eje en la búsqueda de la igualdad de oportunidades, se desvían a la privada, con subvenciones que favorecen a las clases medias y altas. En las Universidades, las jubilaciones de una plantilla envejecida no conducen a la oferta de puestos dignos para los mejores investigadores y docentes, sino a la contratación masiva de asociados que, mediante un truco leguleyo que les hace pasar por profesionales independientes, perciben ingresos que rondan el salario mínimo. Con todo ello se pierden ocasiones de captar talento, que acaba por marcharse, y se degrada el aprendizaje. Es decir, nos quedamos atrás en la crucial creación de capital humano.
Las inercias y rigideces corporativas minan los centros. Aún hay profesores que se limitan a dictar apuntes u obligan a sus alumnos a memorizar sus propios manuales. Los procedimientos institucionistas, socráticos y activos, alérgicos a los libros de texto y a la mera instrucción mecánica, resultarían revolucionarios en numerosas aulas. Mientras tanto, los sindicatos presionan para cerrar la puerta a la libre competencia en el reclutamiento y a la evaluación, siquiera interna, de actividades que pagamos todos. No obstante, ninguna medida obtendrá fruto si no se cuida al profesorado, cuyo maltrato hace que palabras tan manidas por políticos, rectores y gerentes como excelencia o modernización suenen a sarcasmo. En términos célebres de Cossío, de 1882, “dadme un buen maestro y él improvisará el local de la escuela si faltase, él inventará el material de enseñanza, él hará que la asistencia sea perfecta, pero dadle a su vez la consideración que merece”. O, como también reclamaba: “Gastad, gastad en los maestros”.