jueves, 29 de septiembre de 2022

Diarios de la pena negra VI

Nadie sabe de la vida hasta que una tragedia imprevista lo asalta. Nadie, ni el hombre de 50 años, ni la mujer de 40, ni un viejo de 70, sabe lo que es la vida hasta que, sin esperarlo, el viento de la muerte hiela lo que está a tu lado. Es entonces y solo entonces cuando la vida muestra su verdadero rostro. La seguridad, el bienestar, lo cotidiano, la rutina, se transforman, se convierten en un plato agrio y de mala digestión que te jode el estómago y te llena la boca de agua como cuando uno está a punto de vomitar. No solo es la soledad lo que ayuda a que nunca termines de digerir la desgracia, también un "no sé qué queda balbuciendo", una constante tristeza de incomprensión. Nadie puede comprender la muerte, nadie. La maldición de nuestra consciencia se agrava con el aullido irracional de la ausencia. Ya lo decía Gil de Biedma, "Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde..." Sí, cuando se pone seria la vida, es el momento de armarse de humor y de ironía, porque la gravedad solo sirve para que la amargura cale más hondo, para que el trueno de la tragedia no pare de retumbar. Sí, el humor, la ironía, que toda mi vida he cultivado, en los que siempre he cifrado mi existir, son los únicos elementos de los que uno puede valerse para aliviar la seriedad de la vida, la irracionalidad de la muerte. Nada me puede hacer comprenderla, lo mejor es reírse de nuestra propia desgracia. Quiero recuperar el humor, quiero devolvérmelo porque es lo único que me puede sostener en pie. Cuesta, cuesta volver a reírse de uno mismo, pero ahora, cuando la vida va en serio, es el momento propicio para hacerlo.    

miércoles, 28 de septiembre de 2022

"Los enigmas que encierra la obra cumbre de Marcel Proust" por Roland Barthes




La historia literaria tiene, al parecer, pocos enigmas. Aquí tenemos uno cuyo protagonista es Proust. Me intriga y me interesa en la medida en que se trata de un enigma de creación (los únicos que son pertinentes para aquel que desee escribir).

No nos cansamos de repetir que Proust solo escribió una obra, En busca del tiempo perdido, y que, aunque esta obra sea nominalmente tardía, todas las publicaciones menores que la precedieron la estaban anunciando. Bien. Pero la vida creativa de Proust presenta dos partes muy bien delimitadas. Hasta 1909, Proust lleva una vida social activa, escribe cosas sueltas, esto o aquello, busca, experimenta, pero claramente la gran obra no “cuaja”. La muerte de su madre, en 1905, lo trastorna mucho, lo aparta un tiempo del mundo, pero el deseo de escribir vuelve enseguida, sin que pueda, al parecer, superar una cierta agitación estéril. La agitación se acentúa y toma poco a poco la forma de una indecisión: ¿se propone (o quiere) escribir una novela o un ensayo? Intenta el ensayo partiendo de las ideas de [el crítico] Sainte-Beuve, aunque en un estilo novelesco, ya que mezcla fragmentos de estética literaria, episodios, escenas, diálogos, personajes que encontraremos más adelante en En busca del tiempo perdido. Este ensayo (palabra límite), llamado Contra Sainte-Beuve, conforma un manuscrito que entrega en junio de 1909 a Le Figaro y que le rechazan en agosto. Aquí tenemos un episodio enigmático del que no sabemos nada, un “silencio” que constituye el enigma del que hablaba: ¿qué ocurre en este mes de septiembre de 1909 en la vida o en la cabeza de Proust? El caso es que la biografía lo sitúa en octubre de ese mismo año ya lanzado de cabeza en la gran obra a la que sacrificará todo lo demás, retirándose del mundo para escribirla, llegando a arrancársela a la muerte por muy poco. Así que tenemos dos situaciones, a uno y otro lado de este mes de septiembre de 1909: antes, la vida social, la creación dubitativa; después, el retiro, la rectitud (evidentemente, estoy simplificando).

Lo que está en juego en esta mutación es lo siguiente: todos los escritos de Proust anteriores a En busca del tiempo perdido tienen un aspecto fragmentario, corto: relatos, artículos, trozos de textos. Tenemos la impresión de que los ingredientes están ahí (como se suele decir en términos culinarios), pero que la operación que los transformará en plato todavía no ha tenido lugar. Realmente “no es eso”. Y luego, de golpe (septiembre de 1909), “cuaja”: la mayonesa se liga y ya solo queda espesarla poco a poco. Proust practica además la técnica de los “añadidos”: va reinfundiendo de forma constante alimento a este organismo que crece, porque ahora ya tiene una forma. La misma grafía cambia: Proust siempre escribió, como decía él, “al galope” (y este ritmo manual no puede dejar de estar relacionado con el ritmo de su frase); pero en el momento en que arranca En busca del tiempo perdido, la escritura cambia: se “concentra”, se “complica”, se sobrecarga de correcciones que brotan por todas partes. En suma, durante este mes de septiembre se produce en Proust una especie de operación alquímica que transmuta el ensayo en novela, y la forma breve, discontinua, en forma larga, hilada, adornada.

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha hecho que, de repente, un mes de verano en París, la cosa “cuaje” y sea para siempre (hasta la muerte de Proust en 1922 y mucho después, ya que nuestra lectura presente, activa, no deja de engordar En busca del tiempo perdido, no deja de sobrealimentarlo)? No creo que haya que buscar un aspecto determinante en la biografía. Es cierto que los acontecimientos privados pueden tener una influencia decisiva sobre una obra, pero esta influencia es compleja, se ejerce con retardo. No cabe duda de que la muerte de la madre es, en cierta forma, el hecho seminal de En busca del tiempo perdido, pero la obra no se puso en marcha hasta cuatro años después de esa muerte. Creo más bien en un descubrimiento de orden creativo: Proust encontró un medio, quizá puramente técnico, para que la obra se “sostuviera”, para “facilitar” su escritura (en el sentido operativo de la palabra, como cuando hablamos de “facilitadores”).

Intuitivamente, diría que lo que encontró podría pertenecer a una de las cuatro “técnicas siguientes” (o a varias de ellas al mismo tiempo):

1) Una cierta forma de decir “yo”, una forma de enunciación original que remite de forma indudable al autor, al narrador y al protagonista. 2) Una “verdad” (poética) de los nombres propios que elige definitivamente; para los nombres principales de En busca del tiempo perdido Proust tuvo muchas dudas y la obra parece ponerse en marcha en el momento en que encuentra los nombres “adecuados” (es bien sabido, por otra parte, que en la propia novela encontramos una teoría del nombre propio). 3) Un cambio de proporciones; es posible (gracias a una química misteriosa) que un proyecto que lleva tiempo bloqueado se haga posible en el momento en que se decide bruscamente, y como por una inspiración repentina, aumentar su tamaño; en el orden estético, las dimensiones de una cosa determinan su sentido. 4) Finalmente, una estructura novelesca que a Proust se le revela en La comedia humana y que es (cito a Proust) “la admirable invención de Balzac de haber conservado los mismos personajes en todas sus novelas”, procedimiento condenado por Sainte-Beuve pero que, para Proust, es una idea genial. Cuando conocemos la importancia de los retornos, coincidencias, inversiones a lo largo de toda la obra, y hasta qué punto Proust estaba orgulloso de esta construcción mediante encabalgamientos, que hace que un detalle insignificante que aparece al principio de la novela reaparezca al final como crecido, germinado, desplegado, podemos pensar que Proust descubrió la eficacia novelesca de lo que podríamos llamar “acodos” de figuras: una figura plantada aquí, a menudo discretamente (digamos, por ejemplo, la dama de rosa), reaparece mucho más tarde, a caballo sobre una gran cantidad de otras relaciones que van formando una nueva planta (Odette).

Estos elementos deberían ser objeto de investigación, tanto biográfica como estructural. Y por una vez la erudición se podría justificar en la medida en que alumbraría a “los que quieren escribir”.

lunes, 26 de septiembre de 2022

Diarios de la pena negra V

26 de septiembre de 2022

Ayer fui al cine. Hacía años que no veía una película en una sala convencional. Ya no recordaba la sensación de esperar en grupo un acontecimiento, un descubrimiento, un espectáculo. Tiene poco que ver con la televisión, donde lo ritual, la expectación, desaparecen por ser un electrodoméstico más, una rutina sin aliciente. La sala estaba llena -qué gusto- y ¿cómo no?, lo imprevisto apareció de nuevo, como me viene sucediendo habitualmente desde hace meses. La tromba de agua provocó goteras -casi cascadas- en el techo y parte de los espectadores tuvieron que desalojar el recinto. La película siguió, como si nada hubiera ocurrido, y fue un alivio, porque asistimos a una historia visual magnífica. La sencillez, la profundidad, la falta de pedantería de Alcarrás -esta era la película-, me cautivó desde el primer momento. No es habitual contar una historia rural con tanto gusto, con tanta delicadeza, con tanto mimo, con tanta naturalidad. Desde el primer momento, la directora propone incluirnos dentro de esa familia humilde, cuya vida es la tierra y su fruto. Y lo consigue, y de qué manera. Las escenas de silencio del abuelo, la alegría imparable de los chicos gamberros, la épica del padre que continuamente se caga en dios, la sabiduría oral de la abuela contando historias, la lírica de la hija, la rebeldía del hijo y el papel definitivo de la madre, reviven un mundo que casi se ha perdido, un mundo vaciado por la modernidad, demonizado en esas placas solares que pugnan por arrasar los melocotoneros. La última escena es demoledora. 

En Alcarrás no se sermonea, no se atiende a la corrección política, no hay artificiosidad, solo cine, puro cine, distinto al de El espíritu de la colmena o al de El Sur de Víctor Erice, pero hermanado en el fondo con él. Al salir, me metí la mano en el bolsillo y salió una nota, la última lista de la compra que me escribió Eva. La había visto ya en los ojos melancólicos, tranquilos, pero decididos de la madre, y ahí estaba otra vez, con esa letra redonda y clara, sencilla, como la película de Carla Simón. La habría disfrutado mucho, seguro.  

domingo, 25 de septiembre de 2022

Diarios de la pena negra IV

25 de septiembre de 2022

En los últimos cuatro meses he envejecido cien años, mil años. Tengo la piel como recién abrasada, gelatinosa, blanquecina, arrugada. La quemadura ha sido grave, el dolor intenso y la fina capa que nos protege de los embates de la intemperie ha quedado inservible. Por suerte, el dolor físico se puede calmar con hielo; por desgracia, el de la ausencia, el de la muerte, no. Al día siguiente de la pérdida, del abrasamiento, la piel se hincha, se convierte en una vejiga purulenta. Hay que reventarla, hay que procurar que no se infecte la parte afectada. Hay que cuidarla con mimo, aplicar crema y cubrirla con un apósito. La carne se queda desvalida sin la piel que la protege. Se corre el riesgo de gangrena. 

El golpe de la ausencia irreversible actúa igual. Uno se queda como en carne viva, desnudo ante la intemperie de la soledad, con el riesgo constante de no soportar el desconcierto. Luego la piel quemada cae, se pudre. Si quienes te rodean te han servido de bálsamo, de crema antiquemaduras, aparecerá una nueva, enrojecida, como un niño recién nacido. Solo hay que esperar que el aire y el sol la endurezcan, la conviertan en armadura contra las inclemencias de la vida. Aún la veo una y otra vez en el lecho de muerte, pidiéndome un beso, rozándole la mejilla acartonada con el dorso de la mano. Es la piel abrasada, la piel gelatinosa, hinchada, que todavía no ha caído.  

martes, 20 de septiembre de 2022

Diarios de la pena negra III

19/IX/2022

He entrado hoy en las aulas con una congoja terrible y han sido ellos, los alumnos, quienes me la han destazado, quienes me han tratado con más dulzura, con más delicadeza. Parece mentira que los adolescentes, esos a quienes no paramos de descalificar por su falta de educación, me hayan regalado más ternura que nadie. Algunos de ellos habían dado clase con Eva, la mayoría no, pero todos sabían de nuestra desgracia. Hasta los desclasados de 1º de Grado Básico se comportan de una manera más delicada, más suave conmigo, cuando tienen razones familiares y sociales para arremeter contra todo y contra sí mismos con toda la violencia del mundo. 

Compartir estas primeras horas del curso con ellos, y lo digo con total sinceridad, ha resultado emotivo, aleccionador y vigorizante. Hasta he tenido una nueva satisfacción en la asignatura de Literatura Universal. A menudo, los alumnos que aparecen por allí, salvo excepciones, no son aficionados a la lectura. Pues bien, tengo cinco chicas entregadas a la literatura como quien se entrega a las influencers más perseguidas. Me han hablado de Las flores del mal, de Madame Bovary, de Dostoyevski... Y eso después de tan solo tres clases. Sí, hay esperanza, y la juventud, contradiciendo a Cicerón, ni es más lerda que antes, ni menos interesante, todo lo contrario, la adolescencia es nutritiva. Como y bebo de ella, en todos los sentidos.    

domingo, 18 de septiembre de 2022

Diarios de la pena negra II

18/IX/2022

Cuando uno está desarmado por la tragedia de haber perdido a su compañera, cualquier percance, cualquier mínimo suceso negativo, cualquier tropiezo, te hace pensar en que una mano negra aprieta con delectación la garganta para disfrutar de tu sufrimiento. Uno empieza a creer que el destino se ceba con él, que los hados, el mal fario, las meigas, el mal de ojo existen y uno es su objetivo prioritario. La semana pasada se me olvidaron las llaves dentro del piso y por poco puedo sacar el coche. La angustia de la situación no duró más dos horas, pero cualquier contratiempo hace que creas que el cielo va a caer sobre tu cabeza. Ayer mismo me quemé el dedo con aceite hirviendo. Llevo una bambolla como la vejiga urinaria de un mandril. Hasta la farmacéutica se ha asustado. No creo que me lo amputen, pero en el momento que ocurrió, con el dolor intenso, me cagué en el dios que no creo y en los santos, que tan ridículos me parecen, más de cien veces. Los hados, el destino, otra vez el destino. 

Por suerte, la gente que me está apoyando para no caer en el marasmo, en concreto una excompañera de Lengua del año pasado, Merce, me invitó a ir al concierto de La Casa Azul. No es que sea mi grupo favorito, ni el estilo de música que escucho en casa, pero el buen rollo y el optimismo que recibimos en vena me sirvió para alejar por un momento a todos esos idus funestos, esa superstición malsana. Estos Beach Boys catalanes me reconciliaron por un momento con la vida. Esta mañana, al despertar, en la cama, junto a la amargura de la ausencia, había confeti de variados colores. Y sonaba "La revolución sexual".

sábado, 10 de septiembre de 2022

Diarios de la pena negra I

 10/IX/2022

Ni siquiera dos meses desde su ausencia. Sigue presente en todas partes: en casa, en los objetos, en el coche, en los armarios, en cada una de las acciones más rutinarias. Está en mis conversaciones, en las de mis amigos, en las de mis familiares, en las de mis alumnos. Su latencia es tan agobiante como su intangibilidad. Escucho el "No surprises" de Radiohead y me acongojo, lloro, reviento con total naturalidad, como si el llanto fuera sudor, como si cualquier pulsión en mi interior lo hiciera brotar de manera mecánica. 

El primer día de clase ha sido tan raro, tan extraño como el paisaje que me rodea desde que Eva murió, deshecha entre mis brazos. Alumnos del curso pasado, a los que abandoné en mayo, cuando se manifestó el cáncer terrible, me han rodeado en el pasillo para saludarme, para consolarme. Ellas, más delicadas y sensibles, me expresan con vehemencia lo mucho que me echaron de menos y lamentan mi pérdida. De nuevo arrasado por la congoja, huyo de ellos para refugiarme en un departamento y descargar el sudor de mis ojos. 

La tristeza, una tristeza inmensa, nunca sufrida antes, me acompaña allá donde voy. Cuando me encuentra solo, aprovecha y me asalta sin ninguna piedad. Me embarga una pena negra, en ocasiones insoportable. Incluso cuando estoy rodeado de amigos, mientras suelto por la boca alguna de las payasadas habituales, ella me araña las tripas, para advertir que sigue ahí, agazapada, compañera inseparable. 

Los amigos me calman, me entretienen, me arropan; la familia me da de comer y me acuna. Todos los que me quieren bien sienten esa pena negra que me bulle dentro, porque resuena como un contrabajo con las cuerdas en constante vibración. 

Hablo con divorciadas, arrasadas también por la soledad y el abandono. Y me decido a no huir de esta maldita pena negra, a no esquivarla, porque es inútil. No, no voy a intentar apartarla de mí, voy a recrearme en ella, voy a conversar con ella, como hago con Roma, mi perra, sin esperar contestación. Porque en la última clase, con un grupo difícil, algunos alumnos me han retado, han intentado ponerme a prueba, sacarme de mis casillas y yo he actuado con una paciencia inmensa, con la calma de quien ha atendido durante dos meses y medio la agonía de su compañera, de su amante, ante el asedio implacable del cáncer de páncreas. Ella, consumida, en sus últimos estertores, sin carne en las mejillas y todavía hermosa, me ha enseñado muchas cosas, entre otras, que nada me va a turbar como antes y que debo convivir con su constante latencia. Vuelve a sonar el "No surprises" de Radiohead. 

martes, 6 de septiembre de 2022

Hoy he soñado con ella

Hoy he soñado con ella.
Recogía barcos de alta mar
y los llevaba a la orilla
para evitar su naufragio.
Hoy he soñado con ella.
Extraía la sal del agua
hasta que los peces sabían dulces,
como a pan de leche.
Hoy he soñado con ella.
Abrazaba a los marineros
y los besaba en la frente
con delicadeza, suavidad de abuela.
Hoy he soñado con ella.
Esponjosa, efímera, eterna,
que se diría toda de espuma.

domingo, 4 de septiembre de 2022

Eva no irá a clase mañana

Por primera vez desde que empezó como maestra, Eva no comenzará el curso. No, no irá a clase. No se preparará la cartera con esmero, con pulcritud (era un ritual de terciopelo). No se acicalará para acoger a los chicos en su aula, no. Eva no irá a clase. No ha podido planificar con escrúpulo de relojero la programación de sus cursos. No ha tenido ocasión de definir el calendario para cuadrarlo en cada uno de los trimestres, no, porque el calendario ya no existe. Eva no volverá a clase mañana, ni nunca (qué áspero y terrorífico adverbio, "nunca"). No compartirá conmigo el coche, ni moderará mi anarquía, ni cerrará la agenda después de anotar un último detalle, ni conocerá a los nuevos alumnos, ni revolverá el pelo a los que ya estuvieron con ella. No, Eva no irá a clase mañana. Y, acogiéndome a Juan Ramón, los chicos seguirán tronando en el aula, en los pasillos, en el patio; la pizarra se mantendrá verde y el polvo de la tiza seguirá deshaciéndose, blanco; mientras, de fondo, sonará el timbre de la última clase, sin Eva, sin su firmeza, sin sus ojos verdes, sin su tez blanca, sin su entusiasmo por la enseñanza. Eva no irá a clase y yo, casi tampoco. Y quedarán los alumnos tronando.