jueves, 31 de octubre de 2024

El río de mi infancia

 


Y el río de mi infancia se desbocó, desató su ira contra todos aquellos que viven cerca de él. Aliado con los cielos, convocó ramblas, arroyos y regatos para vengarse de cuanto le robamos a lo largo de los años. Primero le quitamos la vida: los peces, los cangrejos, las aves, hasta las ratas de agua; luego nos cebamos con sus riberas: arrasamos la hierba, talamos los chopos, lo encerramos entre muros; pavimentamos su lecho y lo envenenamos con todo tipo de vertidos ponzoñosos. Lo convertimos, al fin, en un regato triste y maloliente. Ahora sí hace honor a su nombre: "Magro", y tanto. 

Se ha vengado el río de mi infancia y de qué manera. En pocas horas devoró todo cuanto salió a su paso, se hizo mar, mar de lodo. Un Helesponto en el que el mismo Ulises habría naufragado. Fue apoderándose de las casas de mi barrio, del barrio de mi infancia, del barrio de La Fuente, donde me raspaba las rodillas y derrapábamos con los carros de roces. El barrio de la Fuente, donde luego me enamoré y donde buscábamos los rincones escondidos que nos brindaba el río de mi infancia para gustar el mosto de las granadas. 

Cuando el Helesponto, vengativo, engulló en pocas horas, con voracidad, el barrio de La Fuente, provocó una tragedia angustiosa. Los más viejos se acurrucaban en la primera planta, sin luz, sin comida, asustados por la impiedad de la riada. Mi madre y mi suegra a través del teléfono me contaban cómo el agua subía poco a poco por las escaleras, hasta casi lamerles los pies. Angustiadas, temblaban sus voces a través del teléfono, viéndose ya devoradas por las fauces húmedas del río de mi infancia. Algunos vecinos, a través de la oscuridad de la noche, aprovechando una tregua de los cielos, se lanzaron al rescate de los desesperados. Los sacaban de las casas a través de las ventanas más altas, los cargaban en palas o en barcazas. Como Nausicaa auxilió a Ulises cuando lo encontró exhausto en la playa después de sufrir la furia del mar. Pero me cuentan que algunos no tuvieron suerte, algunos no disfrutaron de la misericordia del río de mi infancia.

Hoy iré a ver los restos de muerte y barro que ha dejado esta furia incontenible. Ese paisaje rodeó mi niñez, mi adolescencia y parte de mi vida en pareja. Cuando vuelvo a él, piso terreno firme, el asfalto por donde paseaba con Eva y, antes, con mis amigos de camino al instituto y, antes, cuando trepábamos por las tapias que dividían las casas y lanzábamos piedras a los pájaros y a las lagartijas (esa crueldad de la infancia), ese asfalto que reconoce mis pisadas no estará, seguramente lo habrá sustituido el lodo, el barro y la desgracia. Y la casa donde viví tantos años, esa casa ya no será mi casa, sino el objeto de una venganza que no ha respetado a nadie, como suele hacer la Naturaleza cuando actúa: sin amigos, sin razones, sin piedad, esa crueldad inexplicable de la infancia.         

lunes, 28 de octubre de 2024

Los paseos de Valle


 

Hoy cumple siglos mi idolatrado Valle-Inclán. Hay que felicitarlo y congratularse por él porque siempre quiso ser "difunto". Difunto y protagonista del imaginario más extenso de anécdotas estrambóticas sobre vida y milagros que yo conozca. Si no hubiera leído su obra, muchas de ellas no las creería; pero quien está familiarizado con el mundo literario de Valle sabe que ese florido lenguaje, esa habilidad con la palabra, ese ritmo y ese saber ahondar en el alma humana, bien adentro, no puede nacer de un ser vulgar o, como dice Rafael Narbona, no me da la gana creer que este hombre fuera un correcto ciudadano que acataba, al fin y al cabo, el forro de su época. No, Valle es su literatura y su leyenda, sobre todo su leyenda.

 La narrativa y el teatro de Valle-Inclán no tienen parangón. Hace poco estudié un artículo sobre las concomitancias del Ulises de Joyce con Luces de bohemia. Por supuesto no voy a hacer una comparación competitiva de dos obras tan devastadoras, sería absurdo. Pero sí me llamó la atención ese espíritu burlón y demoledor que ambos escritores proponen en sus creaciones. Para Joyce, Irlanda es la cerda que se come a sus crías con delectación. La España de Valle es la del hambre y el sablazo, un país donde se premia robar y ser sinvergüenza. A los dos, miopes y estrafalarios, los veo ahora pasear por las calles de Dublín y Madrid, los dos difuntos, los dos cagándose en los muertos de sus compatriotas, descojonándose de la idiotez de la modernidad y despreciando la inutilidad de nuestra tradición. Valle espera a Rubén Darío, Joyce a Italo Svevo. Y los cuatro entran en un café o en un after o en una discoteca de moda, para tomar moldes, para seguir retratando a la jauría humana; más bien para beberse todo el veneno que les sirvan, porque destrozarse el hígado y diluirse en opio y alcohol es el único alivio que encuentran a mano, deslumbrados por las luces de neón, los riñones fritos de Bloom y los churros de la buñolería de San Ginés. Y, bueno, a lo mejor el enterrador de Valle no cayó sobre su ataúd el día del sepelio, ni lo rompió, ni descubrió el cadáver amarillento y espantoso del gallego, pero yo lo he contado tantas veces que me lo creo.         

martes, 22 de octubre de 2024

N´Daye

 N´Daye luce caligrafía de cuadernos Rubio. Hoy le dolía mucho la cabeza, se le notaba en lo despacioso del trazo. No sé si ha comido o no en todo el día. Me ha sabido mal preguntarle. N´Daye no tiene trabajo, "en el campo ahora no hace nada, busca otra ciudad" (tenemos que repasar la conjugación). N´Daye muestra una sonrisa abierta, limpia, aunque tras ella se esconde una pena negra evidente y muy justificada. Las venillas rojas de los ojos y sus temblonas manos lo delatan. No atina a situar España en el mapa, tampoco Senegal. No sé si sabe lo que es un mapa. Es listo, rápido y sonríe con desgana cuando en el manual aparece el plano de una casa con tres dormitorios. Sí, no me extraña que sonría con sorna. Sabe los números, hasta más allá del doscientos y domina el masculino y el femenino, más o menos. Hoy he conocido a su familia: tres hermanos, diez tíos y veinte primos. En su dialecto "mama" se dice "yayá" (otro ejercicio del manual). Le cuesta decir "entretenimiento", pero es tenaz y lo repite hasta decirlo como corresponde. Resulta complicado explicarle lo que significa esta palabra. En el manual la ilustran con un chico leyendo. Para él es pura necesidad. N´Daye tiene 27 años o por ahí. Le duele mucho la cabeza y no sabe qué es un vestidor. A pesar de su flojera, hoy, al despedirse, me ha chocado la mano con la misma cordialidad de siempre. Les debería doler a otros la cabeza, no hay justicia.   

martes, 15 de octubre de 2024

Juan Ramón y el diario


 

Ayer me acosté con Juan Ramón. La cama la engulló el mar y se pobló de estrellas. Mar proceloso, mar vivo, mar espuma, mar esculpido. Hay algo en sus diarios que me atrae y también algo que me repele. Ese tono melifluo y decadente se me hace empalagoso; sin embargo, su verso es férreo, poblado de almas, de naturaleza apabullante. Su deseo de fundirse con el todo, con la nada, se descubre en cada rincón del poema: el mar, el cielo, la ciudad voraz (New York), el sosiego de Cádiz, Moguer (la madre), Madrid... y el amor (Zenobia), nunca personalizado, desleído entre las aguas del Atlántico, entre los versos del diario. No sé. 

Qué descubrimiento para el poeta joven leer a Juan Ramón en 1917, en 1920, en 1927. Qué modernidad total y, latente, qué absoluta búsqueda, qué hallazgo. Si no fuera por esos movimientos de cabeza de princesa lánguida cantando a las margaritas, Juan Ramón sería poeta de cabecera. No lo es. No lo he tenido allí nunca. Lo he leído ahora, de nuevo, porque estoy redescubriendo a autores aborrecidos. ¿Mejor que antes?, sí, mejor, más compacto, más sólido, pero no termina de hacer vibrar las cuerdas de mi ¿arpa?, mejor bandurria. Hay momentos que uno busca ser agitado, ser compadecido, ser apaciguado o desmembrado (no sé) por la palabra única. Sí, Juan Ramón es poeta inmenso, pero no el mío.  

lunes, 7 de octubre de 2024

El teatro como método


 En las aulas no hay término medio. De la abulia más absoluta, se pasa a la euforia más desmedida. A primera hora a una chica se le cerraban los ojos, se dormía viva. No hay mejor opiáceo que una clase magistral mezclada con el uso de pantallas hasta altas horas de la madrugada. No sé cómo venden somníferos. Yo me presto a endilgarle a cualquiera que tenga problemas de sueño una perorata sobre el Modernismo. Eso y un móvil. En media hora, curado el insomnio. A primera hora los ánimos están calmados, la espuela de la adolescencia no se clava todavía en sus ijares. Se puede trotar con cierta mesura y hasta algunos son receptivos al discurso teórico. 

Durante el recreo preparamos una obra de teatro. Aquí los ánimos se desbocan, la pasión por actuar ante el público y el nerviosismo que provoca el oficio de cómico son acicates eficaces para levantar el ánimo adolescente hasta alturas insospechadas. Los mismos alumnos que dormitaban sobre el pupitre con el ruido de fondo de mi cantinela, se revuelven inquietos, leen su papel, se estremecen, se emocionan, se les crispan los nervios y, lo más importante, se entregan de lleno a la reinterpretación de un texto literario. 

¿Qué más pruebas se necesitan para entender que la enseñanza pasiva no puede ser el método cardinal de una clase? ¿Qué evidencias hay que aportar más para entender que esto de educar no puede pasar siempre por el rodillo del discurso teórico? Coño, que en Grecia el método de enseñanza fundamental ya tenía al teatro como fundamento. Y eran más espabilados que nosotros, eso está claro.     

martes, 1 de octubre de 2024

El silencio y la montaña


 El silencio guarda a la montaña en otoño. Un silencio denso, lenitivo, que penetra por todo el cuerpo para desaguarlo de impurezas. Entre pinos negrales que compiten por llegar cuanto antes allá arriba, sobre la fronda mullida de las agujas, el silencio se hace dueño de todo, te subyuga, te posee. Un silencio abrumador que apaga la conciencia y la devuelve a su origen: a la pureza de lo natural. La Serranía de Cuenca tiene esa virtud. La masa, la muchedumbre, no se ha enseñoreado de ella. Está libre del mal del turismo y se entrega, lúbrica, frondosa, apabullante. Nadie (ni siquiera los poetas) ha conseguido explicar todavía por qué uno se diluye, se deshace, cuando se sumerge en la espesura de los montes. Nadie ha sido capaz de provocar tanto ensimismamiento como el vuelo sosegado de los buitres. La vida y la muerte están tan próximas entre las montañas que pierdo la personalidad, la vanidad, el oficio de ser uno. 

El rumor del agua, transparente, cristalino, árabe, rompe el silencio. Nadie (ni los músicos) puede igualar esta armonía, este runrún vibrante que invita al reposo y a la evasión de uno mismo. El río rompe el bosque con un rayo de vida, le saca lustre, lo ilumina. Nadie en lontananza, nadie, ni siquiera yo, evaporado a los pies de los árboles. Entre la espesura flota un sol arañado por las ramas, un sol aromático como lluvia de luz. Un sol que cae sobre el agua y la convierte en plata. Ya no soy, no es necesario. Me basta. Me diluyo. Me evito. Soy otoño.   


La foto, por supuesto, no es mía. Es de Hermi.