martes, 1 de octubre de 2024

El silencio y la montaña


 El silencio guarda a la montaña en otoño. Un silencio denso, lenitivo, que penetra por todo el cuerpo para desaguarlo de impurezas. Entre pinos negrales que compiten por llegar cuanto antes allá arriba, sobre la fronda mullida de las agujas, el silencio se hace dueño de todo, te subyuga, te posee. Un silencio abrumador que apaga la conciencia y la devuelve a su origen: a la pureza de lo natural. La Serranía de Cuenca tiene esa virtud. La masa, la muchedumbre, no se ha enseñoreado de ella. Está libre del mal del turismo y se entrega, lúbrica, frondosa, apabullante. Nadie (ni siquiera los poetas) ha conseguido explicar todavía por qué uno se diluye, se deshace, cuando se sumerge en la espesura de los montes. Nadie ha sido capaz de provocar tanto ensimismamiento como el vuelo sosegado de los buitres. La vida y la muerte están tan próximas entre las montañas que pierdo la personalidad, la vanidad, el oficio de ser uno. 

El rumor del agua, transparente, cristalino, árabe, rompe el silencio. Nadie (ni los músicos) puede igualar esta armonía, este runrún vibrante que invita al reposo y a la evasión de uno mismo. El río rompe el bosque con un rayo de vida, le saca lustre, lo ilumina. Nadie en lontananza, nadie, ni siquiera yo, evaporado a los pies de los árboles. Entre la espesura flota un sol arañado por las ramas, un sol aromático como lluvia de luz. Un sol que cae sobre el agua y la convierte en plata. Ya no soy, no es necesario. Me basta. Me diluyo. Me evito. Soy otoño.   


La foto, por supuesto, no es mía. Es de Hermi.       

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