viernes, 8 de julio de 2022

X. El arzobispo




Exotismo celestial: el día de su ordenación, el nuevo arzobispo avanza hacia el altar arrastrando una larguísima cola colorada, como un ave del paraíso en la selva oceánica. Es una escena onírica, una experiencia mística, casi divina: se aspira el perfume de los elegidos. El servicio a Cristo no se pone en manos de cualquiera. Yo mismo he sido señalado por la curia, por los representantes de Nuestro Señor en la Tierra, para acompañarlo, para arrobarme ante él, ante el ave del paraíso, ante el señalado, que avanza nave adelante sin rozar el suelo. Flota, como Jesús sobre las aguas. 
Estar junto a quien ha sido tocado por el dedo del Señor es para dar gracias al cielo. Empapado de santo crisma y armado con el báculo arzobispal, levita, encarnado, sobre el ajedrez de la nave. Adoro el sudor que resbala por su frente, el olor acre que despide su proximidad, los barrillos que le salpican el rostro. Avanzamos hacia el altar y no me resisto a acariciar la seda que lo viste. Se despeña el alma y me ruborizo al comprobar cómo se disparan los vellos de mis brazos; cómo me tiemblan las piernas; cómo el miembro responde, no a un impulso sucio ni sexual, sino a una señal del Espíritu Santo, que me electriza. 
El nuevo arzobispo toma asiento con la dificultad que supone mover el divino rastro del Señor, significado en diez metros de seda exótica. Los monaguillos recogen la cola descomunal y trenzan con ella una paloma gigante y roja, que parece a punto de elevarse hasta las bóvedas de la catedral. Escruto, embobado, al hombre señalado por la vara de san Pedro, y me sorprende su gesto crispado, su mirada turbia y un breve vómito que asoma entre sus labios fruncidos. Sin duda, el lechón y las mollejas del almuerzo pugnan por escapar del vientre de su ilustrísima. Son productos terrenales, de naturaleza demasiado física para el estómago sagrado y ulceroso del nuevo arzobispo. Sí, el ágape de celebración ha sido de los que se reseñan en los misales. Nunca había saboreado tal cantidad de manjares con tanta rapidez. Su Santidad no abulta demasiado y ha entrado ya en edades de contención, pero gusta de la buena mesa y del vino viejo. Son regalos del Señor. Es tan buen anfitrión como huésped, por lo que le ha resultado imposible rechazar ninguna de las viandas y licores que él mismo ha bendecido. 
Es el día de su coronación. El día santo de la ciudad de Valencia, el día señalado por los cielos para alojar en el trono de la Iglesia a un siervo de raza, un carácter firme, implacable; que alberga, en redoma reducida, un genio y una beatitud inconmensurables. Tanta humildad rebosa de su ser que no ha querido despreciar la labor de camareros, cocineros, sumilleres y reposteros. Después de asperjar con el hisopo los alimentos y a los comensales, todo lo ha engullido su ilustrísima por no faltar al respeto a ninguno de los que han servido y preparado los manjares. Por eso y por su delicado aparato digestivo, es posible que estén rebosando ahora, después del paseo, o bien el lechón o el foie o el caviar de Beluga o el faisán o las huevas de mújol o el besugo. Es tan breve su esófago como extenso su espíritu. El arzobispo se pasa un pañuelo por la boca para rebañar los detritus. El rostro se le torna lívido, como alumbrado de azul por la proximidad de la muerte. Tengo el atrevimiento de acercarme a él para ver cómo se encuentra y el santo arzobispo se agarra a mi brazo con fuerza. Es mi deber, es mi privilegio, servir de báculo al enviado de Dios en la Comunidad Valenciana. Sus uñas en mi carne son alfileres de gorrioncillo, apurado por aferrarse al palo de la jaula. Yo agradezco el apretón. Me hiere levemente la piel y me provoca un escalofrío que termina por desmenuzar, otra vez, mi hombría. Su Santidad agacha la cabeza y, con la mano libre, sigue recogiendo en el pañuelo los agrores de la bilis. Se incorpora por fin, para alivio de todos, y me regala el lienzo, bañado con sus humores más hondos. Al abrirlo, se advierten hebras de callos y un color vinoso. Es la humildad de un hombre que no se queja de sus cuitas, sino que las sufre en silencio y acepta con resignación los designios de la providencia divina. El agrio hedor me transporta a las cumbres de la gloria, a las puertas de un paraíso sembrado de señales gástricas con las que se confunde al demonio. Cristo sabe cómo purgar el cuerpo de sus santos y sacar la podredumbre de las entrañas, con el fin de lustrarlos y prepararlos para verter en ellos el vino joven, puro, como se hace con las barricas de roble al comienzo de cada cosecha. 
El arzobispo recupera el rubor poco a poco. Respira con la boca abierta y esperamos a que salga del paroxismo. Él sabe cómo recomponerse. No es la primera vez que le ocurre. “El demonio de la gula”, nos repite una y otra vez. Sabemos que no es así, que él nunca ha tenido tratos con demonios, que nunca se rinde al vicio, sino que castiga al cuerpo con estos excesos para darle más lustre al alma. 
Comienza la homilía con levedad: un vuelo de plumones precipitándose al suelo desde la más alta nervadura del templo. Reparo en mi circunstancia y confirmo que mis poluciones no han manchado la casulla. Por suerte me he calzado calzoncillos recios, en previsión de los impulsos que me suelen sobrevenir cuando asisto a rituales y ceremonias de campanillas. Su Santidad va elevando el tono poco a poco, con voz de oboe, herida aún por los agrores de la digestión. Se afirma en el altar y pasa la página del Evangelio con energía. Los bancos de la catedral rebosan de público. Vestida de pureza albina y negro severo, la curia somete con sobriedad las primeras filas. En el fondo se comprimen los cuerpos del populacho, atizado por el verbo ulceroso del nuevo arzobispo. Un rumor de aprobación se oye restallar en las paredes del templo cuando Su Santidad eleva la voz para glosar el capítulo del Evangelio y bajar así a la tierra: “Celebramos con inmenso gozo el restablecimiento de la fe cristiana en Valencia, eliminada de la esfera pública por el dominio del invasor musulmán”. Y en el punto más alto de los agudos, mantiene la tensión, se enciende de grana y pronuncia la frase que hace al templo prorrumpir en aplausos: “Dios quiere la unidad de España”. Una pausa, necesaria. Un respiro de quien un momento antes regurgitaba las grasas de la comida. Vuelve a aferrarse a mi brazo, esta vez no para sujetar su mala digestión, sino para confirmar el poder de su discurso. Noto sus dedos, ahora de ave rapaz, y observo, de nuevo, acongojado, el garfio de la nariz y los ojos de menudas pupilas, que titilan tras los cristales de las gafas. 
Quién me habría de decir a mí que gozaría de semejantes espumas con mis recién cumplidos cincuenta años. Nunca imaginé subir tan alto: Ayuda de Cámara del nuevo arzobispo de Valencia, a las órdenes del español vivo que más cerca ha estado de ser papa. Mis expectativas no eran tan soberbias, ni mucho menos. Yo, un humilde estudioso del infierno, de la posesión y del demonio, me conformaba con avanzar en mis trabajos sobre exorcismos. Luchar contra la podredumbre de la modernidad me bastaba. Nunca habría imaginado encontrarme tan cerca del hombre que más he admirado de cuantos representan al Altísimo en este valle de lágrimas. Sin embargo, aquí estoy, paseando por el claustro de la catedral de Valencia, junto a esta avecilla ungida por Dios, liberada ya de la cola del paraíso, que le restaba agilidad. 
Ante él se prosternan, sumisas, las autoridades civiles de la ciudad, de la Comunidad Valenciana y de toda España. No es para menos. Ha superado los trasiegos abruptos de la digestión del lechón, es evidente. Su rostro se ilumina cuando la turba lanza gritos de “¡Viva el nuevo arzobispo! y ¡Viva Cristo, rey!”. A la salida del templo, nos espera el fervor de los fieles y es motivo de alborozo comprobar cómo, a pesar de los siglos y de los esfuerzos de algunos por ensuciar el nombre de la Iglesia, esta sigue iluminando y acogiendo a la mayor parte de los españoles. La procesión está encabezada por cardenales con albas de novia y bonetes de papiroflexia. No es la entrada del papa en Caracas en cruzada flamígera contra el poder del inmundo Maduro, pero emocionan estos rituales en los que se respeta la tradición y el boato de lo eclesiástico. 
Reviso de nuevo mi indumentaria, ni rastro de poluciones. Ya van dos en poco tiempo y no descarto más. Solo algunas gotas de cera que, ya sólidas, rebaño con las uñas. La gente quiere tocar al nuevo intermediario de Dios, quiere acariciarlo, quiere sentirse bendecida por esa mano de ave recién descendida de los cielos. Y mi cuerpo cede de nuevo a los impulsos físicos, no soy capaz de dominarlos. No debo preocuparme, son señales del Espíritu Santo, me lo avisaron una y otra vez los Legionarios de Cristo y los doctores del Ateneo Regina Apostolarum. Andaba yo muy preocupado por las reacciones impuras de mis genitales, pero no debo temerlas. Son manifestaciones libres de pecado, provocadas por mi especial sensibilidad a los rituales populosos y a las ceremonias con himnos, cirios, mitras y homilías. Los Legionarios de Cristo me educaron y me sometieron a una disciplina de otra época, a la que solo aspiramos quienes vivimos la fe con firmeza. De ellos aprendí cuán insignificantes somos y cómo debemos someternos al báculo de nuestros próceres sin responder, sin cuestionar su autoridad, sin albergar duda alguna sobre sus decisiones. Ellos me han traído hasta aquí, hasta la alcoba del arzobispo de Valencia. 
Le quito la casulla, cuelgo la mitra sobre el mueble de ébano y contemplo al arzobispo en paños menores, como pocos han tenido oportunidad de verlo. Se dirige a mí con la firmeza del que se sabe ungido por el aceite celestial, por el santo crisma; pero con toda familiaridad, sin reparar en que solo le sirvo desde hace dos semanas. Es un hombre recto, autoritario, como debe serlo un pastor de la grey. 
-¡Tráeme los peúcos! Llevo los pies como ascuas. ¡Mecagüen los moros! Y acércame las pastillas de la tensión y el colesterol. Los puñeteros mejillones otra vez. Los deben traer del mismo infierno. 
En la intimidad se libera del lenguaje formal, de la corrección de las homilías y de los hábitos corales. Se purga soltando tacos de calibre, sobre todo después de asistir a misas, reuniones y rituales multitudinarios. “¡La lengua que tiene este hombre!”, fue lo primero que me dijo su antiguo fámulo. 
-¡Y que no me toque nadie los cojones hasta la rueda de prensa! A ver si puedo purgar esta maldición gallega. 
Así se lo hago saber a los que están afuera a la espera de noticias, bendiciones, fotos y firmas del nuevo arzobispo recién ordenado. El vestíbulo rebosa de personalidades religiosas y civiles. Me río yo del populacho que espera a los jugadores de fútbol en la puerta de los hoteles. Esto sí es categoría en la devoción: desde presidentes de comunidad, hasta ministros, pasando por cardenales, alcaldes y concejales. “El arzobispo no va a recibir a nadie hasta la cena. Ustedes comprenderán. Está muy cansado y debe recuperarse para los actos de esta noche”. Un murmullo de frustración recorre la sala, pero nadie desaloja, entre otras razones porque se sirven vino dulce y pastas, traídos de las bodegas y despensas del paraíso. 
Dentro, mi señor juega a la Play. Le gusta echar una partida al FIFA antes de la siesta. Siempre elige a la selección española. Disfruta machacando a los rivales y soltando improperios de un tamaño que solo le había oído a mi mentor de exorcismos. Las tensiones a las que está sometido debe liberarlas de alguna forma y esta es muy sana e inocente. Por suerte, el palacio episcopal está bien insonorizado y el bullicio del vestíbulo tampoco permite escuchar las voces del arzobispo cuando canta los goles e insulta a los rivales. Solo yo soy testigo de su humanidad. 
-Alcánzame un Omeprazol y prepárame la cama, que no tengo el cuerpo muy católico, ¡mecagüen los moros! 
Cuando su ilustrísima duerme, es una gloria admirarlo. Solo lo hago unos breves instantes, hasta que lo remuevo para sacarlo del sopor. Pocos tienen la suerte de asistir a los sueños de un elegido de Dios, pocos. Y yo soy uno de ellos. Todo pecador debería tener la oportunidad de contemplar el rostro de un santo cuando este se encuentra en trance de recorrer los escondites del subconsciente. Es una buena medicina para alejarse de los malos pensamientos, una inspiración para las almas dañadas. Sobre todo, durante esas siestas cortas de dos horas en las que el arzobispo cae en la cama como si le hubieran golpeado en la coronilla con un botafumeiro. Se le oye gemir en sueños. Emite palabras, a veces inteligibles, que a mí me sofocan de misterio. Ronca con el resuello angelical de los querubines y le resbala una babilla que rebaño con la yema de los dedos para catar la humedad del cielo. Ambrosía de lo más hondo de su subconsciente. Es muy probable que, durante la siesta, su ilustrísima hable directamente con los santos o con el propio Jesucristo, por eso siempre llevo encima un cuadernillo y el móvil, para grabar y registrar cualquier conversación mística que pudiera aclarar algún rincón de los misterios evangélicos o aportar recomendaciones de salvación para este mundo decadente. Hasta ahora no he tenido mucha suerte -son solo dos semanas a su servicio-. Aún así, he recopilado palabras que debo interpretar a la luz de los Evangelios y me he hecho varios selfis con él mientras duerme, para subirlos a mi blog y deleitar a mis seguidores. Los parlamentos no están aún ligados para publicarlos, pero no pierdo la fe: 
-Sí, el del centro, el del centro… No, con salsa… Ahí, ahí, que va solo… No me jodas… Otra vez los asquerosos catalanes… 
Su Santidad no es melindroso ni apocado, ni mucho menos. Se crece ante las dificultades y se muestra en los sueños tan vigoroso como en sus homilías más beligerantes. Es emocionante ver su rostro animado incluso durante la siesta: esos ojillos llorosos, apretados, de cruzada; ese batir de puños bajo el cobertor, una posible defensa contra los enemigos de la patria o de la Iglesia, o manejos imaginarios del mando de la Play. La cara de anciano empachado es ahora la de un soldado de Cristo en la flor de su vigor juvenil. La calva se le perla de sudor mientras brega con los enemigos que acechan más allá. Cuando las digestiones son difíciles, las batallas se alargan y me permito enjugarle los sudores que, a veces, lo despiertan con resuello entrecortado. Eructa, se sosiega, entra en un sueño profundo y vuelve a roncar con un bufido de allende las nubes. Lo imagino en los palacios de los cielos, escuchando el susurro de la Virgen y el murmullo de los elegidos de Cristo. 
Mi señor arzobispo despierta de muy mala gaita y yo estoy junto a él, para soportar sus pésimos humores. ¿Cómo regresaría cualquiera a la morada del pecado después de haber visitado las estancias transparentes de los santos? Con peor talante que él todavía, seguro. Al removerlo, alguna vez se le escapan bofetadas, que a mí no me duelen porque conozco las circunstancias de su viaje. Vocifera y se caga en compañeros suyos y en políticos nacionales. Hoy con mayor razón porque la mala digestión lo ha hecho sudar mucho y he tenido que despertarlo antes de la hora acostumbrada. Su Santidad me pide luego unas disculpas que no son necesarias. Le agradezco que descargue la violencia de su mano en mi rostro y le beso los nudillos con sumisión de monaguillo imberbe. Se ajusta la casulla y se encasqueta el solideo mientras masculla maldiciones que alcanzan incluso a algún santo que otro. 
Afuera todavía quedan restos del ágape. Algunos ministros de la Iglesia, dos diputados y el exalcalde de Gandía se tambalean achispados entre las mesas. Al abrir la puerta, se atropellan por besar la mano del nuevo arzobispo. Es asombrosa la mutación que sufre su ilustrísima cuando traspasa la puerta de sus aposentos. A pesar de los muchos años y de su tendencia al verbo grueso, a pesar de su despertar agrio, el gesto se endereza y vuelven la sonrisa jesuita, la dulzura en la expresión y los dedos entrelazados. Todo es blandura y lluvia de bendiciones. 
La odiosa prensa espera. El arzobispo va en su busca. Ha despotricado contra ella cuando se empolvaba ante el espejo, con toda la fuerza de su mal despertar. Escupir bilis es un método perfecto de rejuvenecimiento: su rostro es ahora el de un querubín con solideo. Esto lo hacía también el padre Amorth, el que me enseñó los secretos de un buen exorcismo. La prensa es la encarnación del diablo. Su papel es provocar la ira y sacar del hombre santo lo más rastrero de la condición humana. Mi señor lo sabe. Ya ha lidiado en muchas ocasiones contra los periodistas. A las preguntas cargadas de malicia y a las inquisiciones preparadas para sacar de quicio al más sereno de los mortales, hay que contestar con un temple de otro reino. Cuanto más agria es la cuestión, más miel en la respuesta emplea su ilustrísima. Es un maestro de la diplomacia y la retórica. 
Pese a todo, las ruedas de prensa son necesarias. Pese a las tergiversaciones y a la mala fe de los periodistas, hay que difundir la palabra de los ministros del Señor. Es imprescindible que la Iglesia forme parte de este circo. No hay que renunciar a extender la palabra de Cristo, aunque los altavoces estén en manos de los seguidores de Satanás. 
-¿Por qué seguimos sin encontrar mujeres en los altos cargos de la Iglesia? 
Sonríe con blandura su ilustrísima y responde con sosiego: 
-La mujer debe imitar a la Virgen y ser esclava de su marido. La Iglesia tiene en el más alto trono a la representación de la mujer, la Virgen María, a la que toda hembra debería intentar parecerse. 
Siempre la mala idea, siempre el estilete afilado para provocar la ira del arzobispo, pero ellos no saben que ya la ha descargado con la Play, primero; conmigo después; y, por último, contra el espejo. Hay un desprecio por la labor de los Santos Padres que a mí me resultaría incomprensible si el padre Amorth no me hubiera avisado de que el diablo está escondido actualmente en tantas almas que los exorcistas no daríamos abasto para sacarlo de todas ellas. Tienen el descaro de acosar al nuevo arzobispo, de insultarlo; y él, ajeno a los arranques naturales de ira, responde siempre con mesura: 
-Ni soy xenófobo, ni homófobo, ni sexista; Dios me libre. Solo he llamado a desobedecer las leyes de la igualdad de género porque no se puede faltar a la naturaleza ni al mensaje de Cristo. El imperio homosexual no puede dictar las normas de una nación católica y tradicionalista. Y llamo a estos colectivos a pedir perdón a la patrona de Valencia por el cartel con el que han ofendido a toda la cristiandad. No se puede faltar así a la imagen de Nuestra Señora. Una aberración: dos vírgenes besándose, con toda la pornografía que encierra este mensaje y con la irresponsabilidad de atacar al icono de la decencia y la castidad. ¿A qué mente perversa y descarriada se le ha podido ocurrir semejante ultraje? 
Muy serio, su ilustrísima hace puñetas sobre el vientre, ya en paz. Los periodistas murmuran y apuntan sus respuestas, para ensuciarlas después con malicias y vituperios que sonrojarán al católico de buena voluntad. El arzobispo esboza una débil sonrisa y perdona con indulgencia la labor diabólica de sus enemigos. 
Y como colofón, el escándalo. Tres chicas con el torso desnudo irrumpen por la puerta de la sala de prensa. Gritan consignas salvajes y sus senos se balancean arriba y abajo. Destaca una de ellas, porque tiene unas mamas enormes que no sé cómo no le da vergüenza mostrar en público. Por suerte, las lleva manchadas con pintura. Mi señor mantiene el tipo, no se altera. A las chicas las detiene de inmediato la policía. Las llevan en volandas, apretando sus carnes desnudas. La más tetuda, al ser agarrada por el agente, se ve forzada a una postura que aún realza más la obscenidad de sus apéndices. Por suerte, mi sexo se ha mantenido en reposo. Apenas ni se ha inmutado. No tengo dominio sobre él y esto me inquieta. Sí, ahora lo noto. No debo hacerle caso, debo ignorarlo, no es culpa mía, no es culpa mía. Las chicas desaparecen en brazos de la autoridad. Las enormes mamas golpean la espalda azul del agente, al ritmo de los berridos de su dueña. “¡Arzobispo inquisidor!”, gritan estas chicas satánicas, con el torso y el cerebro tatuados por el diablo. Cómo se nota que no conocen a su ilustrísima, que las guía la ignorancia y el maligno. Son muy jóvenes, de labios encarnados, de piel blanquísima y pechos demoníacos, que no paran de agitar con indecencia y desvergüenza. Otra vez, otra vez mojado. No hay que preocuparse. Me lo avisó el padre Amorth: “Son malas pasadas de la naturaleza. No hay pecado ni debe haber arrepentimiento”.
 La sonrisa sosegada del arzobispo y los dedos entrelazados sobre el vientre contrastan con la agitación que se ha adueñado de la sala. Se da por terminada la rueda de prensa. Yo me coloco instintivamente delante del arzobispo. Las tres chicas parecían venir contra él. De hecho, han estado tan cerca del estrado que he visto, con precisión no deseada, la violencia de sus bocas, la contorsión de sus desnudeces, la carnosidad de sus senos y el descaro de su perversión. 
Me resulta imposible calmar los inescrutables caminos de mi sexo. No sé cuándo voy a tener el dominio suficiente para no consentir esta vergüenza de la carne. Quienes nos dedicamos a servir a Dios deberíamos nacer asexuados y carecer de estas protuberancias que nos ensucian y nos alteran el alma. 
Su Santidad, demostrando por qué ha sido elegido siervo directo de Dios, aún tiene temple para bendecir a todo el mundo y despedirse con unas palabras dictadas por un verdadero discípulo de la última cena: “Id en paz y sabed que, ante la desvergüenza de los mercaderes y las prostitutas, debemos mantener el látigo firme y rezar, porque no saben lo que hacen”. Dibuja el signo de la cruz en el aire, justo cuando yo noto, otra vez, la humedad en mis genitales. La fuerza del Espíritu Santo me licua literalmente. No es este un proceso normal en un hombre de mi edad. No, no lo es, por muchos consuelos que haya recibido de mis mentores. 
Durante la cena, los cardenales y el arzobispo analizan el escándalo. Se muestran paradójicamente satisfechos porque el acontecimiento supone una oportunidad para aparecer en los noticiarios, teniendo en cuenta que las imágenes destacan el temple y el dominio de su ilustrísima. En una de las escenas, se ve cómo el arzobispo espera a las tres chicas sin moverse ni un milímetro, sin alterarse lo más mínimo, con su sonrisita académica y convencido de que Dios y la policía nacional lo protegen y lo respaldan en la batalla contra la violencia, la tentación y la herejía. 
Es una cena exclusiva que organiza la Archidiócesis solo para los miembros de la curia. El arzobispo ha reparado los jugos gástricos durante la siesta y vuelve a atacar las viandas y los licores con el mismo ímpetu con que las chicas de los senos al aire se abalanzaban contra nosotros. Las imágenes de televisión satisfacen a casi todos. La impasibilidad del nuevo arzobispo ante la acometida de las fieras es aplaudida una y otra vez: un domador en el acto delicado de amansar el instinto salvaje. Demasiados senos para mi gusto, demasiadas veces hemos visto a esas jóvenes desnudas en la pantalla. Botan con violencia las mamas de la chica más gordita sobre la espalda del policía, ahora a cámara lenta, para analizar sus tatuajes y comprobar la sinrazón de sus protestas. Alguien tiene que poner fin a este continuo rebobinado de imágenes. No es decente ni sensato ver esos torsos del pecado una y otra vez. Su Santidad nota mi nerviosismo e intenta calmarme, acariciándome la nuca con condescendencia. Yo se lo agradezco, pero el gesto es contraproducente. Estoy enfermo. Mi miembro ha vuelto a cobrar vida. Sudo con la vergüenza del que se siente sucio delante de la gente, delante de los elegidos de Cristo, delante de mi adorado arzobispo. Las lentes se empañan y los oídos se embotan. ¡Es el Espíritu Santo, es el Espíritu Santo! ¡No es el demonio, no es el demonio! He perdido el apetito y mi mentor vuelve a acariciarme la nuca y me pregunta algo que no oigo con claridad. Al levantar la vista, compruebo que todavía siguen ahí, en pausa, obscenas, las dos ubres de esa hija de Satanás, con los pezones como solideos. Y la palma sudorosa de Su Santidad tantea mi nuca empapada. Y mi miembro, ajeno a mis deseos, descarga de nuevo su semilla en el grueso tejido de los calzoncillos. ¡A mis cincuenta años! Su ilustrísima me golpea con más fuerza. Por fin lo entiendo con claridad: “¿Es que no oyes? Que me traigas el bicarbonato, esto del Omeprazol es una mierda”. Me susurra con la misma afabilidad con la que responde a los periodistas ante preguntas incómodas, pero yo le noto su enfado conmigo, y con razón. Lo he desatendido por este mal mío que debo solucionar si deseo servir a persona tan alta. Aprovecho para salir de allí con la cabeza baja, humillado por mi propia falta de voluntad. 
En la alcoba, Su Santidad no olvida la reprimenda por haberme comportado como un “pasmarote”. “Ya veo todos los días a suficientes imbéciles como para que quien tengo a mi lado se comporte también de la misma manera. Que ya no eres un niño, José Antonio. Si no estás atento o si deseas ser destinado a limpiar las letrinas de la archidiócesis no tienes más que decirlo. Y te advierto que aquello es bastante peor que un exorcismo.” Su Santidad mantiene el rubor de los querubines. Las copas de Torres le alumbran el rostro y hacen emerger en la bola de su nariz unas venillas azules que le dan un aire británico, de príncipe de Gales. 
No quiero irme de aquí, no quiero apartarme de este santo, no quiero perderme el día en el que contacte con Jesucristo o con alguno de los elegidos, porque sé que lo hará. No es un clérigo cualquiera. Lo veo a través de la puerta entreabierta del baño, haciendo gárgaras, rascándose la barriga, estirándose los párpados para que caiga el colirio y… ¡tocándose los bajos! No, no puede ser. ¡Él también está sometido a las tiranías de la carne, él también! Me siento mejor al comprobar que no solo es un mal mío, sino que incluso los más próximos a la divinidad se alivian manualmente para no pecar. La boca de este hombre es un volcán. Se le oye cagarse en los compañeros de cena uno a uno; en algunos objetos de misa; en los políticos, sobre todo, en los catalanes. Veo su miembro, flácido, sin vigor, agitado febrilmente por su mano de barro. No es capaz de enderezarlo y despotrica por ello o por haber sucumbido a un acto impropio de un representante de Cristo en la Tierra. No lo sé. El arzobispo solloza, gime delante del espejo, como si hubiera perdido a un pariente próximo y, entonces, aprecio su grandeza: ha sido capaz de renunciar al vicio antes de que su miembro tuviera poder para descargar la semilla. Ha conseguido interrumpir el pecado, algo que a mí me resulta imposible, entre otras cosas porque no necesito ni tocarlo, actúa motu proprio, sin atender a mis censuras. 
La mañana se presenta clara y luminosa, como es habitual en esta ciudad del Mediterráneo, que tiene ahora la suerte y el honor de ser gobernada por uno de los elegidos, por quien estuvo a punto de sentarse en el trono de san Pedro. 
El arzobispo no ha sido bendecido por la alegría del amanecer. Su primer impulso lo dirige con premura al baño, para vomitar y descargar una diarrea ruidosa que se escucha desde la alcoba. Las cenas copiosas suelen producirle estos efectos atmosféricos. Lo oigo cagarse en los moros, en los catalanes y en algunos de los políticos que nos gobiernan. A mi señor le gusta personalizar sus improperios. Se le suaviza el carácter cuando por su boca salen sucios los nombres y apellidos de personas que a menudo pueblan los informativos y las páginas de internet. Me lo confesó un día: 
-Muchacho, si has de hacer de vientre, que sea sobre gente conocida, no sobre entes ni sobre divinidades que no tratas en persona. Te aseguro que es una purga divina, ni psicólogos ni leches. La mejor receta para expulsar el mal vino es cagarse en nombres y apellidos de gente pomposa a la que has chocado la mano. 
Está en la “z” el arzobispo cuando lo oigo tirar de la cadena. Sale del retrete descompuesto, casi sin aliento, con los capilares de los párpados reventados, aunque aliviado de cuerpo y espíritu. 
-¿Qué miras, cojones?, ¿es que nunca me has visto amanecer? ¡Venga!, que me preparen una tisana y un bollo de crema de las trinitarias, que es lo único que me ata el cuerpo. ¡Ah!, y que se pase la maquilladora. 
Su Santidad no hace caso de médicos ni de curanderos. El que tiene asignado, solo lleva dos semanas con él, como yo, y no le ha permitido ni tomarle la tensión. Afuera nos espera el jefe de protocolo de la Archidiócesis. Su ilustrísima tiene una mañana muy ocupada: misa en la catedral, reunión con los cardenales, aperitivo con las autoridades de la ciudad, comida en la Malvarrosa, siesta, recepción de pobres y cena en el ayuntamiento. 
El secretario le tiene preparados los textos de las homilías. El arzobispo los revisa personalmente y acostumbra a añadir su acento característico. Los completa con proclamas y reivindicaciones muy particulares. El secretario deja un espacio en blanco en el momento álgido del discurso para que su ilustrísima invente un fogonazo, el titular que los periodistas necesitan para vender sus panfletos y para abrir los noticiarios. El arzobispo se esmera en esta labor, pide ayuda al santísimo, este se la presta, se vuelca sobre el papel -nunca utiliza el ordenador para estos menesteres- y pronuncia en voz alta lo que después va escribiendo: “No se puede ser independentista y buen católico”, “hay que promover y defender el matrimonio único e indivisible entre hombre y mujer”, “estamos en la noche oscura del ateísmo colectivo: están vacíos y desorientados, tienen como ideas prevalentes el dinero, el sexo, el goce narcisista y el goce del cuerpo”. Me pide su ilustrísima una copita de Jerez para digerir convenientemente el desayuno y sigue con su labor, volcado sobre la mesa, como un estudiante empeñado en aprobar la selectividad. “En la invasión de emigrantes y refugiados, ¿son todos trigo limpio? ¿Dónde quedará Europa dentro de unos años?” “La fecundación artificial, el matrimonio gay y la ideología de género desafían a la Constitución”, “no es comparable lo que haya podido pasar en unos colegios de Irlanda con los millones de vidas destruidas por el aborto”. Le sirvo otra copa de oloroso y sale a escape hacia el baño, de nuevo. Se escucha, a pesar de las dos varas de pared, el verbo destructor y los efectos atmosféricos de su estruendoso aparato digestivo. Vuelve con la tez amarillenta, aunque con la fogosidad habitual. 
Antes de salir hacia la catedral, su ilustrísima debe atender al exalcalde de Gandía y a dos de sus antiguos concejales. Gente podrida por el dinero y el poder, que busca en mi señor el perdón a sus muchos y trufados pecados. Le pidieron una audiencia especial y Su Santidad se la concedió, porque sabe de la necesidad de perdón para quienes tienen la tentación tan al alcance de la mano, y por el fervor que el antiguo alcalde de Gandía siempre mostró por la Mare de Deu dels Desamparats. No lo puedo acompañar. Es lo único que me pierdo de su agenda. Se estrena la sala “Santa Teresa”, un espacio recoleto, en el que bajo la presencia de la imagen de la mística, su ilustrísima tratará los problemas íntimos y más oscuros de nuestra feligresía. Un espacio donde únicamente él y los atribulados podrán recogerse a modo de confesionario archidiocesal. Ni siquiera yo puedo traspasar sus puertas. Después del besamanos, el exalcalde y sus dos acompañantes entran. Los vi anoche, poco antes de salir hacia la rueda de prensa, achispados y voceando más de lo conveniente. Se les veía la afición al alterne y a las copas de amontillado desde lejos. Este es el privilegio de los hombres poderosos, el de ser oídos en confesión por su ilustrísima, quien servirá de mediador en el difícil ingreso de los ricos al Reino de los Cielos. A los pobres, ya se sabe, no les hace falta esta intercesión. Por otra parte, la vigilancia eterna de santa Teresa, la que hablaba a Dios y a sus pucheros en el mismo tono, dan a la salita un clima íntimo de confianza. No hay psicólogo que pueda competir con este recogimiento, ni medicamentos comparables al oficio de un curtido confesor, como lo es su ilustrísima. 
Más de media hora de espera. Nos estábamos impacientando todos. El exalcalde sale con el rictus maltrecho y la apariencia de haber comido algo en mal estado. Los dos concejales parecen perturbados por alguna aparición o por los efectos de alguna extraña droga. Tampoco el arzobispo muestra muy buena cara, mucho peor que al salir del baño. Mastica unas yemas de santa Teresa con la boca abierta y con mucha desazón. Está como ido, como si no fuera él. Algo muy desagradable ha ocurrido en la sala de la Santa. Todos ellos despiden un olor a azufre que no presagia nada bueno. 
De camino a la catedral, el arzobispo muestra un comportamiento muy distinto al habitual, demasiado blando en privado e irascible en público. Lleva el portafolios con los textos de las homilías. Me los entrega para que los guarde y me acaricia el rostro con una debilidad desconocida. “Vamos, hijo, nos esperan”. Me emociono y, sí, la reacción física es inevitable. Son malas horas para recibir caricias y roces. ¿Cuándo, de qué forma podré acabar con esta maldición? El señor me pone a prueba, por mucho que digan los Legionarios y el padre Amorth. Me pone a prueba y debo resistir. 
En la catedral, los fieles se amontonan, se hacinan, se desviven por ver al pequeño arzobispo, cuyas palabras esperan con el ansia del alcohólico que, apoyado en la barra del bar, todavía no ha tomado la primera dosis de la mañana. Su ilustrísima se abre paso entre el murmullo. No está bien, lo noto distinto, como asustado. Ha perdido el aplomo, no muestra el porte marcial de quienes dominan a la turba y la manejan a su antojo. 
Desde el altar, la misa avanza con normalidad hasta la homilía. Su ilustrísima no me ha pedido el texto. Me cuelo entre la curia y dejo el discurso en el atril. Se le ve nervioso, se atropella, da muestras de una extraña normalidad que no es normal en él. Espero sus proclamas, las que le he oído cuando se volcaba sobre la mesa del despacho, pero no llegan. De repente, cierra el Evangelio, atrapa dentro las hojas del secretario y, con los agudos que suele utilizar para enfatizar los titulares, comienza un discurso desconcertante que nos deja boquiabiertos. 
-La Iglesia no debe participar de la lucha política, ni polemizar con los idearios de unos y otros. Es más, la Iglesia debería salir de las escuelas y actuar con la humildad de Cristo, no con la soberbia de los obispos. 
Al principio, creemos no haberlo entendido bien, pero lo que dice a continuación es demoledor: 
-La Iglesia debe respetar y acoger en su seno a los homosexuales, a los transexuales, a los que no están definidos, a las lesbianas, a todos aquellos que la sociedad suele arrinconar y tratar con desprecio. La Iglesia es el refugio de los afligidos, de los perseguidos, de los menesterosos. Por eso, tampoco podemos olvidar a los que vienen de fuera en busca de pan que llevarse a la boca, a quienes desean salir de la miseria. No somos quiénes para poner barreras a esa gente que sufre y muere en las pateras, en los campamentos helados, en las alambradas. La Iglesia ha de responsabilizarse de quienes más sufren y debe poner todos sus medios para acercarlos a una vida mejor. Hay que vender la plata y el oro, este cáliz, este candelabro, y alojar a los pobres, sean de donde sean, en esta catedral y en todos los palacios que poseemos. Desde hoy abriremos los templos y la archidiócesis para acoger a quienes más lo necesiten, y venderemos el Santo Grial y lo que haga falta para dar de comer a los necesitados. 
Se interrumpe aquí el santo arzobispo. La catedral se queda en silencio absoluto. Nadie se atreve a aplaudir el discurso. Las caras, de extrañeza primero y luego de pánico, se apoderan de la curia, que copa los primeros bancos. 
-¿Y qué hacemos nosotros metidos en asuntos de nacionalidades? La Iglesia es universal, es la comunidad fundada para unir al mundo y salvarlo del pecado. No tenemos por qué opinar ni injerir en la labor ciudadana de los gobiernos, sean del signo que sean. La Iglesia solo tiene una patria: la misericordia. 
Su Santidad no ha perdido, ni mucho menos, la habilidad retórica. Se muestra, como siempre, un maestro en la utilización de los registros y la fluctuación tonal. Pero no es él. Los cardenales se inquietan, murmuran, se remueven… Varios de ellos salen hacia la sacristía para tratar el asunto. Nadie se atreve, de momento, a interrumpirlo, pero es evidente el desasosiego. 
-¿Y qué me decís de nuestros disfraces de seda, que cuestan mucho más que salvar del hambre a cientos de niños? Despojémonos de nuestros lujos y renunciemos a los oropeles.
 Ahora sí cunde la voz de alarma. El arzobispo se quita el solideo, la casulla y la muceta. Amenaza con quedarse en paños menores, como yo suelo verlo en la alcoba, al grito de “¡Fuera las cadenas!”. Quién sabe si irá más allá. Varios de los cardenales que ocupan las primeras filas, se abalanzan sobre él, detienen su locura y el estriptís, que lo tenía ya en las medias de grana. La gente no sabe qué pasa. Todos estamos desconcertados. Yo también. Salgo detrás de mi señor o de lo que queda de él. Nadie sabe lo que le ha ocurrido. Todo el mundo lo comenta con cara de espanto y los fieles quedan hundidos, como abandonados por su pastor, como faltos de la bebida que esperaban para aliviar su vicio. Por suerte se habían prohibido las cámaras, pero seguro que algún desalmado ha grabado con el teléfono la extravagante actuación de Su Santidad. 
Al entrar a la sacristía, me encuentro con un espectáculo bochornoso. Su ilustrísima, medio desnudo, grita, se defiende de quienes lo agarran por todos lados, babea y pugna por volver al altar hasta que cae rendido sobre las baldosas. Ni en los partidos más disputados de la Play, lo había visto emplearse tan a fondo. Me mira descompuesto, como un ternero al que conducen al disparo del matarife. Han llamado a una ambulancia. Mi señor resuella tendido en el suelo con cara de animal moribundo y lo oigo como en sueños: “¡Sálvame de ellos, sálvame!”. 
Los cardenales han perdido también los bonetes y alguno lleva el hábito desgarrado. Sudan y resuellan como si acabaran de terminar una larga carrera. No tienen costumbre de hacer ejercicio físico y una pugna tan disputada los ha descompuesto. Todos suspiran cuando entra por la puerta la camilla con los dos enfermeros. Cargan el pequeño cuerpo de su ilustrísima sin dificultad. Su Santidad tiene la mirada perdida, suelta espumarajos por la boca y el color de su piel se ha vuelto todavía más hepático que de costumbre. Por suerte, puedo acompañarlo en su traslado al hospital. 
Le inyectan un tranquilizante y, a pesar de eso, sigue murmurando letanías que no son suyas, que alguien le dicta desde muy adentro. Algo muy extraño le pasa a su ilustrísima, algo muy raro que he visto en otras ocasiones. El olor a azufre es cada vez más molesto. Mi experiencia como exorcista no es muy amplia, pero suficiente para identificar al demonio cuando se manifiesta. Al arzobispo le ha cambiado el rostro. Ya no tiene ese rictus de jesuita simpático que todo lo revuelve. No. Esta cara no es la suya. Ha relajado los pómulos, las comisuras de los labios, el ceño. Sus arrugas son más profundas y los pequeños ojos, aún abiertos, destilan un llanto sentido y nuevo, que no le había oído ni durante las siestas. El demonio es un perverso manipulador. El rostro del arzobispo se ha transformado de manera que parece mucho más bondadoso, más humano. Ya no se advierte en él la máscara del poder eclesiástico, ni la sonrisa académica. En privado, él mismo despotricaba una y otra vez por tensar músculos muy distintos a los que le dictaba su ánimo. Decía estar “hasta los cojones” del arte de la hipocresía y que cualquier día iba a estallar y se iban a enterar los catalanistas, los comunistas, las feministas y los progresistas de lo que era un español de raza. El gesto se le ha relajado de tal manera que no es el de Su Santidad, sino el de un vendedor cualquiera de zapatos. 
El diablo se presenta con múltiples disfraces, tiene la facultad de Fantomas, aquel personaje que tanto me divirtió en la infancia. Y esta para mí era nueva, aunque la identifiqué enseguida. El aspecto que muestra ahora su ilustrísima se puede confundir con el de un hombre sin poder, sin rastro de preocupación, ni de malicia, ni de interpretación histriónica. Su ilustrísima aloja al demonio en las tripas, no me cabe ninguna duda y yo he estudiado para sacárselo. Creía que ya nunca me iban a resultar útiles mis conocimientos en demonología, después de ser nombrado ayuda de cámara del arzobispo, pero, mira por dónde, voy a demostrar lo que de veras puedo aportar como servidor de Dios. Sin duda es una prueba que me pone el Señor para constatar si soy digno de él, si merezco su perdón. El arzobispo no ha podido caer en mejores manos: soy discípulo del padre Amorth y se me laureó con un honoris causa en la lucha contra el demonio. 
Le pido a la enfermera que no le ponga el gotero, pero no me hace caso. Siempre esta lucha con la ciencia, esta maldita reprensión a todo lo que significa lo espiritual por parte de los profesionales de la medicina. No, ni siquiera ahora, con todos los avances técnicos, se dan cuenta de que la parte espiritual del individuo es más importante que la física. He diagnosticado con total seguridad la causa del comportamiento desnortado del paciente. Y por mucho que mis certezas sean absolutas, no son admitidas por el personal médico. Debemos seguir luchando para que no se traten nuestros estudios de demonología como una pseudociencia de la superstición. ¡No, no y no! La medicina no puede ser la fuerza absoluta a la que recurran siempre los enfermos. 
Un ente ajeno al paciente lo está invadiendo y el gotero no es ninguna solución contra el maligno. Al quitarle las gafas a su ilustrísima, lo reconozco con claridad a través de las pupilas. ¿Qué puede haber más científico, más certero que las niñas de los ojos? No es el arzobispo, no es él quien me observa. Me acaricia la mejilla y me dice: “Abandona tus fanatismos, José Antonio. Sal de esta Iglesia alienante, como voy a hacer yo. Despójate de tu negra sotana y tírala al cauce nuevo del Turia, para que sirva de abrigo a algún refugiado”. Sus pupilas oscilan, no sé si por el sedante o porque las maneja el ser que lleva dentro. “No seas así, José Antonio. Borra todas esas chorradas de tu blog y dedícate a la jardinería. Abandona la Archidiócesis, hazme caso. Folla, José Antonio, folla, y verás cómo dejas de manchar los calzoncillos”. Me avergüenza saber que su ilustrísima está al tanto de mis deslices seminales, pero no es él, es otra prueba más de que no es él. Son sus últimas palabras antes de quedarse dormido. Discuto con el médico de la ambulancia porque no me permite despertarlo. Los primeros momentos de la posesión son trascendentales para reconocer su intensidad, pero no se lo puedo decir al médico. Su intransigencia me echaría del vehículo. Es la lucha constante por el reconocimiento de nuestro saber, de nuestro conocimiento del demonio. Hay una corriente contraria que debemos superar con la misma abnegación que nuestros primeros padres, cuando se rebelaban contra el poder romano y proclamaban la verdad absoluta de Jesucristo. Ahora debemos luchar contra los científicos, contra los laicos fanáticos, que pretenden convencer a la población de que las religiones son fruto de la superstición y de que siete años de estudios de demonología solo sirven para afianzar el imperio de la patraña. ¿Cuándo ha solucionado un psicólogo el problema de un endemoniado? Nunca, nunca. Yo, en cambio, me vanaglorio con humildad de haber sacado el diablo de más de diez cuerpos. Una prueba empírica, una evidencia de la superioridad científica del arte demoniológico frente a la psicología terapéutica. 
En cuanto llegamos al hospital, lo trasladan a urgencias. No, no y no, no tienen ni idea de lo que le ocurre. De hecho, lo único que le encuentran es un empacho producto de la cena y restos de un hongo alucinógeno. Por lo demás, según reza el parte médico, nada de qué preocuparse. Es el momento de actuar, es el momento de quedarme a solas con su ilustrísima para comprobar si realmente está poseído o no. “José Antonio, qué mal te he tratado, qué poca vergüenza he tenido contigo, José Antonio. Debes perdonarme y salir de la Iglesia en seguida. Salgamos juntos los dos. Vayámonos a África a purgar nuestros pecados, a salvar vidas y compensar las que hemos destrozado aquí. ¡Vámonos, José Antonio! Tú y yo, sin nada, sin avisar a nadie. Sácame de este hospital y huyamos a donde seamos otros, humildes pastores sin ovejas”. La gravedad de la posesión es muy intensa. A su ilustrísima le han cambiado los ojos de color, ya no quiebra la boca en sonrisas académicas, ya no hace puñetas sobre la barriga… Definitivamente, no es él y el tratamiento no debe hacerse esperar. Le detengo las manos porque no para de acariciarme la cara y no puedo pensar con claridad cuando me excito. Lo animo a calmarse, a que no hable, a que calle, a que se deje tratar con la mayor docilidad posible. Lo invito a rezar la primera letanía para invocar a Dios contra el maligno, para pedir que sea Jesús quien interceda: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella”. Su ilustrísima me dice que me calle y se extraña de mi comportamiento, con lo que me confirma la posesión. El maligno no aguanta que se nombre a Dios, lo rechaza. “¿Qué haces José Antonio, has perdido la cabeza? Deja a san Juan en paz, deja de fingir. Eres como yo, un maldito ambicioso y fanático que ha de abandonar todas estas prácticas en las que ni siquiera creemos. ¡Para ya, José Antonio!”. Empieza la lucha contra Satanás. Sigo rezando, sigo invocando a Dios y exhortando a que el diablo salga de ese pequeño cuerpo santo. “¡Ya está bien, José Antonio! ¿Quieres parar? Vuelve en sí, aquí no hay nadie, solo yo y ya no soy yo”. Efectivamente, su ilustrísima no es su ilustrísima, él mismo me lo confirma. Cuanto más se enfada y grita, más énfasis pongo en las letanías. Me elevo por encima del tono que acepta una sala de hospital. 
Entran apresurados tres cardenales, sudorosos, con el solideo en una mano y las llaves del coche en la otra. Intento explicarles la afección del arzobispo, pero me mandan callar. “Tú no sabes lo que está pasando aquí. No tiene nada que ver con el demonio. Sal, José Antonio, sal de la habitación. Nosotros nos encargamos de él”. Intento una y otra vez hacerles comprender que les puedo ser útil, que mi experiencia con endemoniados es amplia, que no tengo ninguna duda… No hay manera. Entre dos enfermeros y dos cardenales me sacan de la habitación. Los primeros con el discurso científico habitual, los segundos con palabras blandas y sonrisas hipócritas. No puedo abandonar a su ilustrísima. Sé que únicamente yo puedo dar una solución a su problema. Solo yo. 
Las enfermeras pasean por todos lados con unos pantalones de tela transparente que me despistan y me distraen, las pacientes arrastran goteros y se abren pliegues en las batas a través de los cuales resplandece la carne, enfrente de mí una señora se agacha para coger un papel del bolso y muestra el color de su sostén… Me despierta un cardenal que está a mi lado. El diablo me ha rodeado y me ha noqueado. “Hemos decidido que se tome unos días, José Antonio. Váyase a casa, ya lo llamaremos. El próximo arzobispo también necesitará un Ayuda de Cámara experimentado como usted”. Me roza el brazo con la mano izquierda y me acaricia la nuca como hacía su ilustrísima. Mantiene su mano sobre mi piel y lloro, lloro, porque quiero besarlo y no me atrevo.

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