Si en apenas dos meses, los que van del verano, que continúa, en España hubieran muerto 12 boxeadores, 12 ciclistas corriendo competiciones, 12 policías dirigiendo el tráfico o 12 bomberos apagando fuegos habría habido ya un gran debate nacional sobre la conveniencia o no de la práctica de tales deportes o sobre la seguridad de esas profesiones y el país entero estaría alarmado por la tragedia. Pero, como los 12 muertos (y los que aún pueden producirse: el verano continúa con sus fiestas) han tenido lugar en el cumplimiento de una tradición, la de los juegos de toros, se dan por bien empleados, puesto que la tradición, que es sagrada, está por encima de cualquier cosa y lo justifica todo.
En el nombre de la tradición, en este país se han hecho y siguen haciéndose barbaridades sin fin, la mayoría utilizando al toro para ellas, pero también a otros animales, aunque también las hay presuntamente más inocentes por la ausencia de sangre, que no de violencia y mal gusto: tirarse toneladas de tomates unos a otros hasta acabar irreconocibles y rodando por el suelo, llevar a hombros imágenes religiosas a pleno sol durante kilómetros después de un año de no entrar en la iglesia ni de visita, pegarse con los del pueblo vecino por un quítame allá esa Virgen, competir entre los del propio a ver quién come el mayor número de butifarras o huevos duros sin beber agua o demostrar la hombría explotando pólvora y la testosterona saltando o emborrachándose hasta caer al suelo. Si, como dice la antropología, la tradición es la cultura de un pueblo, a uno le da hasta miedo saberse parte de un pueblo capaz de hacer todas estas cosas y, además, enorgullecerse de ellas.
Se acerca el toro de Tordesillas, que llenará las páginas de los periódicos de comentarios un año más, pero ya que los animales no alcanzan a despertar la compasión de esos españoles aficionados a torturarlos y a asesinarlos por diversión ni consiguen que reaccionen unas autoridades que en numerosos casos tienen miedo a sus vecinos (los alcaldes de los pueblos) o a las consecuencias electorales de su decisión, por lo que no se atreven a coger el toro de la tradición por los cuernos, nunca mejor dicho, detengan por los menos esa sangría de vidas humanas que, como si se tratara de sacrificios a un dios impío, se producen cada año en un país en el que la tradición y la barbarie se confunden muchas veces, lo que muestra su retraso cultural evolutivo. Viendo y oyendo manifestarse a algunos participantes en esas fiestas, uno se afirma en su convicción de que no sólo el hombre desciende del mono sino que muchos no han descendido aún.
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