Casi siempre estoy de acuerdo con Dragánov en casi todo, ese escritor búlgaro al que asesiné hace unos años. En casi todo, porque a veces no estoy de acuerdo conmigo mismo. Dice Dragánov que le dan miedo los iluminados. A mí también. Temo a esa gente que habla en nombre de un colectivo, de una patria y, sobre todo, me dan miedo los que hablan en nombre de un dios.
Me causan repeluzno esos hombres que, cuando vociferan e insultan en los campos de fútbol, lo hacen en nombre de su equipo, de una institución que está por encima de los individuos, de un club que amalgama los sentimientos de sus miembros y les hace convenir en todo, mientras se defienda el nombre de sus colores, de la patria chica, de la aldea a la que representan.
Me enfadan esas mujeres que se erigen en portavoces ultraterrenas del feminismo y se escudan tras esta, la más justa de las luchas, para defender sus intereses personales, sin pensar en el flaco favor que infligen a la batalla legítima por los derechos de la mujer, oprimida desde el principio de los tiempos por el macho poderoso.
Me espantan esos espantajos que creen poseer el espíritu de la patria y proclaman el odio hacia todo aquel que no "piense" igual, porque en ellos reside el espíritu de la nación, la esencia de los valores primigenios.
Me aterran los sacerdotes y los predicadores que dicen hablar por boca de sus dioses (los únicos verdaderos) y anatematizan a diestro y siniestro y hacen apología de su Dios hasta convertirle en un arma mortífera e infernal.
Me intimidan, me aterran los iluminados, porque son peligrosos, porque han causado todas las guerras que conocemos, porque son proselitistas del odio y desconocen el diálogo, el racionalismo, la tolerancia y el principio de humanidad. Me espanto de mi condición de hombre y de mis atributos.
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