martes, 1 de noviembre de 2016

"Thomas Mann: Eros en Venecia" por Rafael Narbona


No es un secreto que Thomas Mann reprimió sus impulsos homosexuales para evitar cualquier conflicto o desorden afectivo. Apegado a la vida burguesa, con su rutina exenta de riesgos, se limitó a fantasear con la belleza masculina y los placeres prohibidos. Su amistad con Armin Martens (inmortalizado como Hans Hansen en Tonio Kröger, 1903) y William Timple (Pribislav Hippe en La montaña mágica, 1924) no fue simple camaradería, sino un idilio no consumado que dejó una profunda huella en su memoria. En 1911, Thomas Mann viajó a Venecia y se alojó en el Gran Hôtel des Bains del Lido. El joven barón Wladyslav Moes, de origen polaco, despertó su interés y le inspiró a Tadzio, el adolescente del que se enamora Gustav Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia. La breve novela, que se publicó en 1913, mostraba simultáneamente la decadencia de una Europa abocada a la guerra y las penurias de un escritor de mediana edad, que experimentaba una profunda admiración por un joven, casi un niño, con la belleza de las estatuas clásicas. No se trata tan solo de una pasión tardía, sino de una revelación que cuestionará su concepción del arte y la moral.
La muerte en Venecia comienza en la primavera un indeterminado “19…”. Aunque se omite la fecha exacta, no se ocultan los negros presagios que amenazan al continente. Gustav Aschenbach (“Von Aschenbach”, como se enfatiza en el primer párrafo, señalando su condición de nuevo aristócrata) inicia un largo paseo por Múnich, poco después de su siesta habitual. Metódico y disciplinado, dedica las mañanas al quehacer literario. No es un autor maldito, sino un autor de éxito. Sus obras se leen en las escuelas y un príncipe le ha honrado con un título nobiliario. Sin embargo, Aschenbach se siente insatisfecho. En sus libros no hay sinceridad ni alegría. Su literatura no es una apoteosis de la vida, sino una simulación que elude los abismos. Lejos del fatalismo romántico, su único propósito es la serenidad y la perfección formal. No hay espacio para las emociones que perturban al espíritu. Ese temor a lo oscuro y ambiguo proscribe incluso la compasión, pues compadecerse del otro implica una peligrosa tolerancia. El perdón no debe confundirse con el sentimentalismo y no puede aplicarse sistemáticamente a los que se desvían del orden social.
Consagrado por títulos como El miserable y Federico el Grande, Aschenbach es un reaccionario. Educado por preceptores, su padre es un hombre reservado y con un gran sentido del deber, que procede de una familia de militares, jueces y funcionarios. Por el contrario, su esposa es una mujer alegre e intuitiva. Hija de un director de orquesta de Bohemia, se relaciona con el mundo a través de los sentidos y no por medio de la estricta racionalidad prusiana. Thomas Mann ha cambiado un poco los datos, pero se ha retratado a sí mismo. El escritor era hijo de un ambicioso y severo comerciante que hizo carrera política, y de una mujer de sangre brasileña, con una naturaleza imaginativa y sensual. Su madre, Julia Da Silva-Bruns, descendiente de comerciantes germano-brasileños, aportaría esa chispa de fantasía y ensoñación que se combinó con el temperamento austero y reflexivo del padre. Mann incluso atribuye a Aschenbach una obra titulada Maya. Es el mismo título de una novela que nunca llegó a materializarse. No parece un título casual en un ávido lector de Nietzsche. Maya simboliza el orden, la proporción, la forma, lo apolíneo, pero también la apariencia, el velo que oculta ese fondo primordial e irreflexivo, donde se agitan las pasiones y las fuerzas elementales del ser. Aschenbach es consciente de que su existencia se parece al teatro escenificado por Maya, esa trama de ilusiones que confundimos con la realidad. Por eso, después de atravesar el Parque Inglés de Múnich, bordear el Cementerio del Norte y viajar en tranvía, experimenta que lo real, lo sagrado, ese Dios desconocido que se manifiesta y se esconde en todas las tradiciones religiosas y culturales, se insinúa en la figura de un extranjero de aspecto exótico, casi un bárbaro. Su presencia le incita de inmediato el deseo de viajar, de alejarse de su trabajo cotidiano. No es una simple inquietud, sino un verdadero deseo de “liberación, de relevo y olvido”. Su “impulso de fuga” apunta al Sur de Europa, pues no quiere alejarse mucho de su ambiente. Su deseo de liberación está lastrado por su espíritu burgués y le hace descartar la búsqueda de lo esencialmente otro, de esos “tigres” que se pasean por las junglas de países lejanos, donde lo europeo ya no es el apogeo de la civilización, sino una severa limitación al conocimiento y la experiencia.
Aschenbach está de acuerdo con el crítico literario que ha comparado a los héroes de sus novelas con la figura martirizada de san Sebastián, perfecto ejemplo de “la virilidad intelectual y virginal”, capaz de soportar la adversidad con “orgulloso pudor”. Es la “viva y amarga seducción del Conocimiento”, una tarea aparentemente heroica, pero que –en el caso de Aschenbach- ha adoptado un tono didáctico y moralizante. No hace falta decir que solo la mala literatura se convierte en pedagogía. Su elogio de la vida monástica como tributo ineluctable del artista empieza a tambalearse apenas comienza su viaje. Aunque ha escogido Trieste como destino, cambia de idea a los pocos días. No le agrada el ambiente pequeño burgués que se respira en la ciudad. Piensa que Venecia es el lugar mucho más adecuado para su escapada. No sabe lo que busca, pero está claro que en Trieste no lo hallará. Se embarca en un viejo buque italiano, “anacrónico, herrumbroso, lóbrego”. Durante el trayecto en barco, observa a un grupo de jóvenes. Parecen alegres y despreocupados. Les acompaña un hombre de cierta edad, con un sombrero Panamá y una corbata roja. Es un atuendo audaz para la época, asociado a cierta voluntad de transgresión y a una inequívoca frivolidad. Aschenbach se queda horrorizado al descubrir que el presuntuoso dandi lleva el pelo teñido y el rostro maquillado. Su desenvoltura, aparatosa y chillona, es una pantomima para disimular su vejez. La escena le resulta irreal. El viaje empieza a parecerse a un sueño. La sensación de extrañeza se acentúa cuando un misterioso gondolero le conduce directamente al Lido, ignorando sus instrucciones de acercarse a un embarcadero para tomar un vaporetto. A pesar de sus enérgicas protestas, el gondolero sigue empujando su remo, con el semblante adusto y un silencio hostil. Su áspera fisonomía, que no se corresponde con la del italiano medio, recuerda a Caronte, barquero del Hades. La góndola no produce un efecto más tranquilizador. Su “característica negrura” sólo es comparable  con un ataúd o, más exactamente, con “el catafalco de un lúgubre entierro”. El viaje se hace interminable. No parece un simple desplazamiento, sino el tránsito hacia un hipotético más allá. Pese a todo, Aschenbach disfruta de la “indolencia embrujadora” de deslizarse misteriosamente por el mar, con un rumbo incierto. Cuando le pregunta por el coste de la travesía, el gondolero responde con un escueto: “Ya pagará usted”. Dado que desaparecerá sin dejar rastro, no es descabellado pensar que el tributo no será material, sino espiritual. Durante el trayecto, se cruzan con otra góndola ocupada por músicos vagabundos, que cantan a cambio de unas monedas. Aschenbach les arroja algo de dinero y piensa que el viaje hacia la muerte no es una triste peregrinación, sino una forma de adentrarse en un inextricable misterio, donde se funden el luto y lo festivo.
Al poco de instalarse en el Lido, se produce el primer encuentro con Tadzio. Aún no sabe cómo se llama, pero su hermosura y delicadeza le recuerdan a la famosa estatua del efebo, intentando quitarse una espina del pie. Aschenbach es un espectador privilegiado, pues la soledad que acompaña al escritor le ha enseñado a reconocer de inmediato la belleza. Sin embargo, ese mismo don le ha predispuesto hacia “lo invertido, lo descomunal, lo absurdo y lo prohibido”. Thomas Mann describe con arrobo al muchacho: largos cabellos de color miel, nariz perfecta, “divina seriedad”. Su atractivo físico posee la gracia de “las estatuas griegas de la más noble época de la Hélade”, incluida esa injusticia inevitablemente asociada a la belleza, donde el azar y el capricho prevalecen sobre la virtud. Tadzio tiene “la cabeza de Eros, con el dorado brillo del mármol de Paros”. En su carne adolescente convergen “lo inexpresablemente divino con lo humano”. Su existencia finita y dolorosamente real para un escritor que había renunciado a la pasión y el riesgo contrasta con otra pasión menos incierta y temeraria. Aschenbach ama el mar, pues en él aprecia la seducción de “lo inarticulado, lo desmedido y lo eterno”. Es decir, la nada, esa forma de perfección que sólo exige contemplación, meditación y ascetismo. Por el contrario, Tadzio es “un mensaje de poesía procedente de la aurora de los tiempos, de los orígenes de la forma y del nacimiento de los dioses”. No es la nada ni lo eterno, sino la perfección efímera de la juventud, casi la niñez, y no es posible amarlo con una pasión meramente intelectual. Aschenbach ha traspasado el umbral que tanto atemorizaba a Thomas Mann. Se ha enamorado de lo prohibido, de ese abismo que despierta la reprobación de sus semejantes y advierte que ya no puede dar marcha atrás. Durante un paseo por Venecia, experimenta una crisis cerca de una fuente. Siente dolor en el pecho, la mirada se nubla, le laten las sienes, respira penosamente. Su cuerpo le advierte del peligro al que se expone. Si no es capaz de reprimir sus emociones, tal vez lo pierda todo. No se trata tan sólo de la fama y el prestigio, sino del desorden interior que acabará con su existencia metódica y sin sobresaltos, esa conquista de la razón sobre los sentidos que le ha permitido alumbrar una obra con la serenidad del último Goethe. Decide marcharse de Venecia, pero el extravío de su equipaje se convierte en el pretexto necesario para cambiar de planes y prolongar su estancia. La suerte está echada. Ha escogido lo más trágico, aceptando su destino con gozoso fatalismo. Los sentidos han triunfado definitivamente sobre la razón.
Aschenbach sigue discretamente a Tadzio por el hotel y la playa. Nunca llegan a hablar, pero en una ocasión intercambian una mirada y el muchacho le sonríe. Es suficiente para comprender que “el Amor hace visible lo Espiritual”. El escritor evoca las enseñanzas del Fedro, que excluye cualquier clase de condena moral sobre el Amor, pues el Amor es un dios y no una simple emoción humana. Tadzio es la reencarnación de Hyakinthos, hijo de un rey espartano que murió accidentalmente mientras jugaba al disco con Apolo. Apolo amaba al joven y no consintió que Hades se lo llevara a sus dominios. La sangre del infortunado se convirtió en flor y Apolo derramó lágrimas de dolor sobre sus pétalos. Desde entonces el Jacinto (Hyakinthos) es una señal de luto. Algunos han interpretado el mito como una exaltación de la pederastia institucionalizada en Esparta. Apolo ama a Hyakinthos, pero también le enseña el arte de la adivinación y a manejar el arco y la lira. La referencia al Fedro de Sócrates corrobora la intención de asociar a Tadzio con la homosexualidad griega, donde el amor entre un anciano y un joven no es un tabú. Aschenbach ya no se engaña a sí mismo: “…postrado, vencido, sufriendo escalofríos, susurró la forma perenne del deseo –imposible en su caso, absurda, reprobable, ridícula y, sin embargo, sagrada, y aun en este caso, digna de respeto–: Te quiero”.
Aschenbach empieza a comportarse como un enamorado adolescente. Se tiñe el pelo y  se maquilla, imitando al viejo que tanta repulsión le causó durante el viaje en barco. De noche, se detiene ante la puerta de la habitación de Tadzio y, embriagado, apoya la frente contra el marco. Su comportamiento insensato y alocado coincide con la aparición de una epidemia de cólera. Aunque las autoridades venecianas niegan el problema, se adoptan discretas medidas sanitarias. La plaga no es un reflejo de la decadencia de Aschenbach, sino de una burguesía egoísta y autocomplaciente, que conserva sus privilegios, explotando a la clase trabajadora. En 1913, Thomas Mann era un nacionalista que apoyaba la agresiva política de Alemania. Su posición le costó la ruptura con su hermano Heinrich, que se opuso desde el principio al militarismo germánico. No se reconciliarían hasta muchos años después. Thomas cambió de postura al finalizar la contienda y evolucionó hacia actitudes democráticas y antifascistas. En 1921, escribe sus primeros artículos contra la barbarie nazi y su feroz antisemitismo, que presagia un pogromo de proporciones desconocidas. Casado con Katia Pringsheim, hija del matemático y artista judío Alfred Pringsheim, su oposición a Hitler le obligará a exiliarse. Sus libros arderán con los de Freud y Heine. Su lucha contra la dictadura nazi se plasmará en la colaboración con los aliados mediante una serie de charlas en la BBC. En 1942, se convirtió en una de las primeras voces en denunciar el Holocausto. Sus hijos Golo y Klaus se alistaron en el ejército norteamericano y participaron en importantes operaciones bélicas. Hacia el final de su vida, Thomas Mann se acercó al socialismo, suscitando el interés de la CIA, que le investigó para determinar su presunta peligrosidad como agitador e intelectual. Pese al conservadurismo del escritor en 1913, La muerte en Venecia refleja la crisis de una Europa dividida por las diferencias sociales y nacionales. Hacia el final de la trama, el comediante que canta para los clientes del Lido aparenta una “infantil docilidad”, pero cuando acaba la función afloran muecas despectivas, que revelan su resentimiento y su odio hacia una burguesía ociosa y arrogante. El cómico es un espejo deformante de una sociedad tan corrompida como la retratada por Albert Camus en La peste (1947). De hecho, Venecia es el símbolo de una civilización que oscila entre lo sublime y la crueldad, la belleza y la putrefacción. Unas fresas –hermosas, sensuales– compradas cerca de la fuente donde Aschenbach experimentó la crisis que le aconsejaba huir de Venecia serán su perdición. El escritor contrae el cólera por culpa de una fruta que evoca su pasión por Tadzio. Lo hermoso es letal, delicuescente, fatal. La peripecia de Aschenbach evidencia que la misión del artista no es ser el educador de la sociedad. Su “inclinación incorregible y natural hacia el abismo” siempre le mantendrá en los márgenes, excluido y maldito. Nietzsche es un genio, con sus excesos y su innegable locura. Aschenbach, en cambio, solo es un pequeño burgués que no rozará el verdadero arte hasta claudicar ante la belleza. Su iluminación se produce demasiado tarde y solo deja unas páginas inconclusas, pero en esos apuntes hay más sinceridad y profundidad que en el resto de su obra. Cuando llega la hora de partir, Tadzio le espera en el umbral de la muerte, como Hermes, el psicagogo o conductor de almas hacia el Hades. El papel del joven polaco no se limitará a acompañarle hasta la otra orilla. Su deslumbrante belleza le mostrará el infinito, “un futuro monstruoso, preñado de promesas”. El gondolero que le llevó hasta el Lido le ha entregado el relevo a Tadzio para culminar una amarga parábola. Solo una pasión exasperada y amoral puede ayudarnos a atisbar la trascendencia de la materia, disipando cualquier ilusión sobre trasmundos y paraísos sobrenaturales. El sexo es el único absoluto y no amar es el único pecado.
La muerte en Venecia ha inspirado muchas interpretaciones. Se ha afirmado que Tadzio es una figura metafórica, que encarna la inmediatez de la obra de arte frente a la concepción germánica de la creación artística, basada en el trabajo, el método y el análisis. Su belleza inocente y gratuita manifiesta que el milagro estético se produce de forma espontánea e inesperada. La única condición para que acontezca la belleza y se transmute en arte consiste en desprenderse de los prejuicios y las ideas preestablecidas. No me parece una interpretación falsa, pero no creo que sea menos real el conflicto entre una homosexualidad reprimida y una vida familiar convencional, con una esposa tradicional y unos hijos que siempre se quejaron de la frialdad paterna. Klaus Mann, el hijo primogénito, no reprimió su identidad homosexual, pero eso no le libró de la infelicidad y el suicidio. Inconformista, sincero y desgarrador, su obra más conocida es Mephisto (1936), que describe el arribismo y la corrupción de la Alemania nazi. Casi todos los Mann escribieron. Sería un error creer que la literatura actuó como un aglutinante. Los suicidios se encadenaron en una familia que acabó atribuyendo a su vocación literaria el origen de sus demonios interiores. El artista paga un precio muy alto y, salvo desde una perspectiva heroica, parece una insensatez inmolarse en la búsqueda de la perfección formal. La muerte en Venecia recoge este dilema y lo resuelve, apostando por la vida, la belleza y la finitud. La inmortalidad es una magra recompensa cuando exige un peaje tan desmesurado.

No quiero terminar sin mencionar dos cuestiones. En primer lugar, sería injusto no comentar la notable adaptación del director italiano Luchino Visconti (Morte a Venezia, 1971). La película consigue reproducir la atmósfera de la novela, pero su afectado esteticismo frustra la posibilidad de un tratamiento cinematográfico más ambicioso, que tal vez hubiera permitido profundizar en los aspectos esenciales del texto original. No es una versión despreciable, pero solo se aproxima superficialmente al complejo mundo interior de Thomas Mann. En segundo lugar, no sería honesto esquivar el aspecto más polémico de la obra. Es innegable que el puritanismo de nuestra época no se mostraría demasiado indulgente con la pasión tardía de Aschenbach. La acusación de pederastia gravita sobre la novela, con la misma faz sombría que planea sobre Lolita, de Nabokov, o los diálogos de Platón. No pretendo realizar un elogio de la pedofilia, pero sí de la libertad y del derecho a vivir de una forma diferente. Leonor Izquierdo tenía quince años cuando se casó con Antonio Machado, un poeta de treinta y cuatro. Murió dos años más tarde, con solo diecisiete, a consecuencia de la tuberculosis. Algún escritor ha censurado en voz baja la diferencia de edad, pero lo más socorrido es justificar la relación, alegando que se trataba de otro tiempo y otra mentalidad. Lo cierto es que en la época de Thomas Mann la homosexualidad era un delito castigado con penas de prisión y eso no le hizo atenuar o disfrazar la pasión erótica de Aschenbach hacia un niño. La Lolita de Nabokov es una niña de doce años. Tadzio no parece mucho mayor. La literatura y la moral no suelen hacer buenas migas. Es mejor abstenerse de formular juicios, salvo que deseemos imitar las hogueras de libros de la Alemania de Hitler, la España de Franco o el Chile de Pinochet. La muerte en Venecia no cultiva la transgresión por capricho. Simplemente, se interna en las regiones más problemáticas del ser humano, un espacio donde la razón y el instinto mantienen un duelo interminable. No lamentemos ese conflicto. Sin él, no existiría el asombro que nos hace pensar, escribir, contemplar la belleza y dudar.

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