Decía Chesterton que la cosa menos poética del mundo son los
poetas. Algo de eso hay en Neruda,
la magistral película de Pablo Larraín, que arranca en unos urinarios y culmina
en medio de la nevada de las cumbres andinas. Entre el rumor de cisternas del
sótano y la blancura centrifugada del horizonte, recrea libremente los
meses convulsos en los que el poeta chileno fue despojado de su condición
de senador comunista, declarado prófugo por el gobierno, vivió en la
clandestinidad, oculto en casas de amigos, huyendo de ellas cada poco tiempo,
lo que no le impidió avanzar en la redacción de su Canto general. Cuando uno de sus cómplices le pregunta: “¿Ha
trabajado usted?”, él puntualiza: “No, solo escribo”.
Neruda no trata tanto de la biografía del poeta como de la constelación del mito, por lo que su núcleo gira en torno a la identidad y sus fantasmagorías. Esto le permite a Larraín soñar un emocionante artilugio de brillantez poliédrica, que no enmascara sino todo lo contrario el narcisismo galopante de Neruda, su engolamiento, su majadería política (loas a Stalin), pero también su humanidad salvaje y su fiebre creativa. Neruda seguramente fue un niño bulímico, cierto, pero ese niño bulímico creó Residencia en la tierra, con la cual descortezó la naranja del mundo y de nuestro idioma. Algo al alcance de muy pocos.
La figura del policía que le persigue -golpe de genio- actúa con la obstinación del capitán Ahab rastreando a la ballena blanca. Hasta adueñarse del filme y metamorfosearlo en una especie de western metafísico, de rara belleza. Es sobre todo un texto subyugante, de poderío hipnótico. Con todo, la mejor réplica la reserva el guionista Guillermo Calderón para la segunda esposa de Neruda, Delia del Carril. Cuando el poeta le manifiesta su deseo de abandonarla, ella responde: “Me gusta estar contigo. Es como vivir en un barrio con árboles.”
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