El verano es la estación de las novelas. He dedicado algunos
veranos fervorosos a escribirlas y he dedicado más veranos todavía a leerlas.
Cuando se está escribiendo una novela es raro que se lea al mismo tiempo alguna
de gran calado, porque cada una de esas dos tareas, escribir novelas y leerlas,
requiere una dedicación casi idéntica, una entrega incondicional y duradera.
Las fuerzas de la imaginación que hay que concentrar en inventar y escribir
difícilmente pueden repartirse o distraerse. Dos inmersiones a tanta
profundidad no son compatibles, y no hay tanta distancia entre lo que hace el
novelista y lo que hace el lector. El novelista va siendo el primer y único
lector de la novela que está escribiéndose. El lector vuelca tantas energías
intelectuales y sensoriales en su tarea que él mismo se vuelve novelista y
hasta personaje, tan activo y tan necesario como el pianista que le da vida
sonora a una partitura. Una novela tiene algo de sueño, de esos sueños lúcidos
en los que uno es consciente de que los está soñando y puede controlar su
desarrollo hasta cierto punto, aunque no demasiado, porque si pone un esfuerzo
excesivo en ese control el sueño se disipa. El sueño de la novela lo hace suyo
el lector mediante un proceso íntimo de hipnotismo y contagio. Y si uno escribe
con honestidad sabe que la novela no es suya del todo. Igual que el sueño, la
novela le pertenece, porque ninguna otra persona habrá podido soñarla, pero no
está del todo bajo su control. Nos proponemos escribir un libro, tomamos notas,
tenemos hasta un título, escribimos docenas o cientos de páginas, y la novela
se desmorona, o se malogra, una casa sin terminar en la que nadie quiere vivir,
de la que tal vez se podrán aprovechar con el tiempo algunos materiales de
derribo. Pero el lector tampoco elige la novela que le va a gustar, la que va a
estremecerlo, a ofrecerle un refugio, un alimento espiritual que ya se
integrará tan orgánicamente en él como los alimentos materiales que sostienen
su vida. Igual que nos gustaría escribir ciertas novelas y no lo logramos, por
mucho esfuerzo que pongamos en ellas —y si lo logramos es peor, porque serán
novelas fracasadas, tengan o no lectores— también hay novelas que habríamos
querido que nos gustaran mucho, sin conseguirlo a la primera ni a la segunda ni
nunca; y no porque estén por encima de nuestra inteligencia o de nuestra
capacidad lectora —todo el mundo, con algo de entrenamiento, puede disfrutar de
cualquier obra de la literatura. El motivo es que entre esas novelas y nosotros
hay una incompatibilidad profunda, que cuentan una historia o están hechas de
un modo que no provocan la resonancia necesaria en nosotros. Tenemos entonces
la tentación de mentir, de fingir. De mentir y fingir no ante los demás, que no
sería tan grave, sino ante nosotros mismos. La sociedad literaria, como la
sociedad artística, tiende al papanatismo y a la ortodoxia por debajo de su
apariencia de máxima libertad, y hay coacciones ante las que nos inclinamos con
una mansedumbre más perfecta porque es inconsciente. Nos gusta, con muchas
frecuencia, lo que nos tiene que gustar, lo que otros dicen con seguridad
rotunda que les ha gustado, o que es preceptivo admirar. Y hasta una pequeña
dosis de simulación malogra por completo la experiencia de la contemplación o
de la lectura. El sueño de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso
íntimo de hipnotismo y contagio. Otra cosa que tienen en común escribirlas y
leerlas es que requiere un tiempo más o menos largo de entrega completa. La
plena atención no puede ponerse más que en una tarea. Habrá distracciones,
noches en terrazas, viajes, hoteles. Pero la tarea exigirá ella sola el tiempo
que necesite, y nosotros velaremos para garantizárselo. Una novela es un
organismo estético tan variado, tan completo, tan exclusivo como una sinfonía.
Las sinfonías tardan en escribirse mucho más que en ser tocadas, pero lo que el
compositor solicita del aficionado es parecido a lo que el novelista le pide al
lector: exactamente toda su atención sostenida a lo largo de un cierto tiempo.
Uno se educa para leer, como para escribir, o como para escuchar cualquier tipo
de música que no sea de consumo instantáneo. El proceso del aprendizaje no
termina nunca. Pero al mismo tiempo que se aprende se ahonda en la capacidad de
percibir, de disfrutar, de distinguir lo que será valioso para uno mismo.
Proust, Joyce, Cervantes, Galdós, Verne, Woolf, Stendhal, Vasili Grossman,
Melville, Thomas Mann, Flaubert: todas esas cumbres magníficas de la novela
están asociadas en mi imaginación a la anchurosa libertad de espíritu de los
veranos. El de este año está todavía casi empezando, pero ya me ha deparado el
hallazgo de uno de esos mundos completos que solo pueden contener las novelas.
En un hotel tranquilo, en una bahía de Mallorca, leí en unos pocos días Extinción, de Thomas Bernhard, en una de
esas traducciones de Miguel Saenz que crearon una nueva prosodia española, un
ritmo y una intensidad inusitados para nuestra lengua. Extinción es como Los Buddenbrock comprimida y contada en
primera persona por un demente. Me la llevé de vacaciones más bien por azar. Me
sumí en ella como en un pozo en el que me faltaba el aire pero del que en
realidad no quería salir. Esa potencia narradora y expresiva es el reino
exclusivo de la novela, el cumplimiento de sus posibilidades máximas. En el
hotel había un libro con fotos de huéspedes ilustres. Estaba Joan Miró, estaba
Josep Pla. Pasé una página y vi de pronto a Thomas Bernhard. Así supe que había
sido cliente del mismo hotel en el que yo leía su novela. Me gustó imaginar que
Bernhard hubiera podido escribirla allí mismo, haber inventado algo de ella
sentado al atardecer en una de las mismas hamacas en las que yo me sentaba
poseído por mi fiebre lectora.
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